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Kawashima guardó el punzón en un cajón de la cocina, se lavó la cara en el lavamanos y fue a la sala. Se sentó a la mesa y esperó en vano a que su ritmo cardíaco bajara. Tenía la garganta reseca debido a la tensión y pensó en tomar algo, pero desechó la idea de inmediato. No se permitía tomar alcohol en momentos como éste porque sabía que terminaría con algo fuerte, un procedimiento que le ayudaba a relajarse durante un rato pero en el que acababa perdiendo el control. Bebía hasta quedar sin conocimiento, y al día siguiente no se acordaba prácticamente de nada.

Contempló la habitación intentando respirar profunda y pausadamente. Seguían refiriéndose a ella como la sala, pero la habían convertido en espacio de trabajo para los dos. No había sofás o butacas, sino una pesada mesa de madera sin tratar y en forma de ele que ocupaba más de la mitad del suelo. Este monstruo, importado de Suecia y con el tamaño suficiente para acomodar a ocho o diez estudiantes amasando al mismo tiempo, era la posesión más querida de Yoko. Kawashima se la había dado como regalo de boda, dejando limpia su cuenta bancaria para pagarla.

Seguía sintiendo lo mismo por Yoko que entonces: no podía creer que hubiera logrado conocer, enamorarse y, de hecho, casarse con una mujer como ella.

Los dos tenían la misma edad. Se habían conocido seis años atrás, al principio del verano, en una galería de arte en Ginza. Fue en la inauguración de una exposición de un artista francés nacido en Rusia llamado Nicolás de Stáel, un pintor de cuadros abstractos y sombríos.

No era muy conocido en Japón, así que aunque era sábado por la tarde, ellos fueron los únicos asistentes. Yoko fue la primera en hablar.

—¿Eres pintor? —preguntó.

Kawashima llevaba un cuaderno de bocetos bajo el brazo.

—Dibujo un poco, sí —le dijo.

Ella llevaba puestas unas gafas de montura color crema que le quedaban bien, pero él no pudo evitar pensar que estaría incluso más guapa sin ellas. Salieron de la galería y fueron a un café con paredes acristaladas que daban al cruce de Ginza. Él pidió un expreso doble y ella el famoso pastel de requesón de la casa y un té de manzana. El sol de principios de verano entraba suavemente a través de las persianas, y en cada mesa había un jarroncillo de cristal con una sola orquídea. Yoko olía bien. Mezclada con su perfume, Kawashima creyó percibir otra fragancia, aunque no le pareció que fuera olor a pan recién hecho. Sólo sabía que le parecía agradable, probablemente porque ella le gustaba y se sentía relajado en su compañía. (Por el contrario, cuando se sentía estresado o atrapado en compañía de alguien que no le interesaba, hasta los olores del ambiente le resultaban repugnantes). Yoko comía su tarta de requesón despacio y, mientras, pasaba las hojas del cuaderno de bocetos. En un momento dado, una miga diminuta cayó sobre uno de los dibujos, y la quitó cuidadosamente con la punta de la servilleta. Algo en su forma de hacerlo hizo que él se sintiera muy feliz.

Empezaron a verse una vez a la semana, más o menos, para cenar, ir a un museo o ver una película juntos. Kawashima trabajaba para una empresa de diseño gráfico y dibujaba en su tiempo libre. Todos sus dibujos eran carreteras estrechas bajo la luz de la luna; ningún otro tema le había interesado jamás. Pero un día, cerca del final del verano, dibujó a lápiz la cara de Yoko de memoria. Cuando le enseñó el dibujo en la siguiente cita, ella le invitó a su apartamento por primera vez. Y allí le hizo una confesión titubeante y dolorosa. Hasta hacía cosa de un año, había estado saliendo con un hombre mayor de su empresa, y el día que rompieron se había tomado un puñado de pastillas para dormir y la habían llevado al hospital. ¿Qué pensaba él de una mujer capaz de hacer algo así? Kawashima dijo que no le parecía importante, y estaba siendo sincero.

—¿Quién no ha querido morirse en algún momento? —dijo.

Poco después se fueron a vivir juntos. Llevaban compartiendo piso unos seis meses cuando una fría noche de invierno Kawashima se despertó y saltó de la cama, empapado en un sudor que había mojado hasta la colcha. Sobresaltada por el sueño, Yoko preguntaba frenéticamente qué pasaba, pero él sólo decía que tenía que dar una vuelta. Se vistió y salió del apartamento. Cuando volvió, unas dos horas más tarde, le contó algo que nunca le había dicho a nadie antes.

—A veces me pongo así —dijo—. Me pasa desde que era pequeño pero no supe lo que era hasta que crecí y lo encontré en un libro de psicología. Se llama pavor nocturnas, miedos nocturnos. Cuando era pequeño resultaba aún peor. Me despertaba asustado y saltaba de la cama, como hice hoy, sólo que me ponía a chillar a grito pelado. A veces me ponía a correr en círculos por la habitación durante unos dos o tres minutos. Después, nunca me acordaba de nada, sólo que algo me había asustado tanto que yo no sabía quién era ni reconocía a la gente que me rodeaba. Era como si se hubieran mezclado en mi sueño, como si se hubieran convertido en personajes de esa pesadilla. Me daba tanto miedo. Tanto miedo. Ahora que soy mayor no es tan malo. Me refiero a que ya no me olvido de quién soy y, como esta noche, supe que eras tú la que me hablaba y me preguntaba qué me pasaba.

—Entonces, ¿por qué —preguntó Yoko— saliste solo a toda prisa? ¿Por qué no me dejaste abrazarte?

Kawashima negó con la cabeza.

—Siempre he pensado que cuando pierdo el control así, es mejor no estar cerca de nadie. Es mejor estar solo y caminar hasta que se me pase, respirar hondo y calmarme.

En ese mismo momento decidió contarle a Yoko todo lo que había mantenido en secreto tanto tiempo, cuando, con diecinueve años, le clavó un punzón a una mujer. No quería meterse en eso, en parte porque lo recordaba de forma vaga y confusa, y en parte, también, porque temía que ella lo abandonara por miedo. No quería perderla.

—Creo que lo que los provoca, lo que provoca el miedo nocturno es que, tras la muerte de mi padre, cuando yo tenía cuatro años, mi madre empezó a pegarme. Me daba unas palizas tremendas. No tengo ningún recuerdo de mi padre, sólo que solía llevarnos de paseo en coche. Y sé que tenía uno, al menos durante un tiempo, porque mi madre siempre decía que él era el tipo de imbécil que pagaba una suma inicial por un coche que no podría permitirse. Hace años que no veo a mi madre, pero la última vez que coincidimos, cuando me gradué en el instituto, me dijo que me había tratado así porque yo le recordaba a él, refiriéndose a mi padre, el imbécil. Me daban miedo las palizas porque dolían muchísimo, pero siempre pensé que ella me las daba porque yo era un niño muy malo. Lo raro es que aprendes a soportarlo, ese tipo de abuso. Simplemente te dices a ti mismo que no es a ti a quien están pegando. Si te concentras bien, puedes llegar a un estado en el que ya no te duele. Muchas veces me pegaba sin previo aviso, y eso me daba mucho miedo, así que intentaba estar siempre preparado. Me recordaba a mí mismo todo el rato: Madre me va a pegar, madre me va a pegar

»Pero lo que más me preocupaba era que sólo me pegaba a mí. Nunca le puso la mano encima a mi hermano pequeño. Como sabes, vivíamos en esa ciudad pequeña en el quinto pino, y la ciudad grande más cercana era Odawara. En Odawara había unos grandes almacenes con una zona de juegos para niños en la planta alta. Los tres fuimos varias veces, pero cuando yo tenía cinco o seis años mi madre empezó a dejarme encerrado en casa y sólo llevaba a mi hermano. Una vez salí por la ventana y corrí tras ellos; mi madre me arrastró de nuevo a la casa y me ató a las tuberías del baño. Me acuerdo de eso perfectamente, como si fuera ayer. Me dormí allí mismo, sobre las baldosas, y cuando desperté ya era de noche y lo único que veía por la ventana era la carretera estrecha y vacía…

»Poco después de esto, un profesor de enseñanzas medias me encontró plaza en una casa para niños maltratados; fue ahí donde empecé a dibujar. Desde el principio, lo único que dibujaba era carreteras estrechas de noche. —Kawashima agachó la cabeza—. Nunca le he contado esto a nadie —dijo, y Yoko le tomó la mano y se la estrechó.

Se casaron un año y ocho meses después de conocerse en Ginza. Yoko dijo a sus padres que de acuerdo a los valores que ella y su prometido compartían, no querían celebrar una boda; ellos aceptaron a regañadientes. Pero realmente no se trataba de valores. Ella sabía que Kawashima no había perdonado a su madre y a su hermano pequeño, y no quería ponerle en una situación incómoda.

—Estuve en el Hogar poco más de dos años —le dijo— y después me fui a vivir con mi abuela paterna. En la graduación del instituto, no sé por qué, pero mi madre se disculpó conmigo. Fue una disculpa egoísta, pero disculpa al fin y al cabo. Después, al final, me dijo: «Me perdonas, ¿verdad? ¿Perdonas a tu madre?». Asentí con la cabeza, sin pensar, y después algo pasó y le di una bofetada, fuerte. Fue la única vez que le pegué.

Kawashima no se opuso a que Yoko dejara su trabajo. Desde el principio, había decidido que la apoyaría en cualquier decisión que tomara. Tampoco expresó reserva alguna cuando ella le dijo que quería tener un niño. Los compañeros de la oficina siempre le tomaban el pelo sobre cuánto había cambiado desde que se había casado, lo alegre que estaba. «¿Qué es exactamente lo que pone Yoko-chan en ese pan?», y cosas así. Él mismo no estaba seguro de si había cambiado o no. Pero desde que la conoció, y en particular desde el día en que, por sugerencia de Yoko, habían decidido casarse, sus brotes de auto-repulsa habían desaparecido. No había sucumbido al pánico ni al miedo de antes ni en una sola ocasión, ni siquiera cuando nació Rie y la tomó en brazos por primera vez. No hasta hace diez días.

La tormenta mental y emocional del viejo ciclo de ansiedad —incapacidad para soportar la soledad, querer compañía pero ponerse nervioso cuando alguien se aproxima; el miedo a que si se acercan un poco más no sabe qué va a ocurrir, hasta que el propio miedo se vuelve insoportable y la soledad parece ser la única solución— parecía estarse convirtiendo en algo del pasado.

Hasta hace diez noches, musitó Kawashima para sí, pulsando el interruptor de la lámpara de su escritorio. Sobre la tapa de cristal colocó algunas de las diapositivas en treinta y cinco milímetros que había cogido de los archivos de la empresa. Eran fotos que estaba pensando usar para un póster del Festival de Jazz de Yokohama, aunque ninguna de ellas estaba relacionada con el jazz. Elegir elementos gráficos sin conexión directa con el producto era algo así como una especialidad suya. Cuando se iban a inaugurar las primeras pistas de esquí bajo techo en Kyushu, su presentación —con una leyenda que decía HAY UNA PRIMERA VEZ PARA TODO escrita sobre una foto de dos niños caucásicos besándose— había ganado a todas las demás agencias y lo había convertido en un pequeño héroe en la oficina. Las fotos que había reunido para el festival de jazz eran de modelos de los años 40 en blanco y negro. Todas las chicas lucían saludables y exhibían generosas sonrisas, estaban tumbadas en playas de arena, o a punto de lanzarse a la piscina, paseando bajo parasoles o tomando un cóctel en una terraza…

Pero era imposible ocuparse de esto ahora mismo.

Hace diez noches. Estaba en la bañera con la niña, acababa de bañarla. Se la dio a Yoko, que esperaba con una mullida toalla, y se recostó otra vez en la bañera, dejando la mampara entornada. Yoko murmuraba algo a la niña mientras la secaba y él tenía consciencia de que les estaba sonriendo. Y entonces, sin previo aviso, se le coló una idea en la cabeza y sintió que los músculos de las mejillas se le contrajeron y paralizaron.

No le clavaría el punzón a la niña, ¿verdad?

Por un momento dudó de quién estaba sentado en la bañera llena de vapor. Yoko abrió la puerta del baño para salir, miró hacia atrás para decirle algo, pero él no se dio cuenta. ¿Masayuki? ¿Masayuki, qué pasa? ¿Qué sucede? Lo llamó varias veces antes de que saliera del trance.

—¿Seguís ahí? Supongo que estaba soñando despierto —dijo, y las miró, con la carne de gallina, a pesar del agua caliente.

La punta afilada y reluciente de un punzón; desde ese momento no podía quitarse esa imagen de la cabeza. No harías algo así, nunca se lo clavarías a la niña, se dijo a sí mismo cientos de veces, pero una voz en su interior no paraba de responder: tal vez sí. Y cada noche a partir de entonces, era incapaz de acostarse hasta que se ponía junto a la cuna con el punzón en la mano para confirmar que no pasaba nada, que él no iba a clavárselo.

Kawashima apagó la caja de luz. Sacó la chaqueta de cuero del ropero, se la puso sobre el jersey y se dirigió a la puerta.