¡QUÉ encantadora y deliciosa mañana!
Los mirlos dejaban oír sus cantos y todo el jardín estaba cubierto de rocío. Abrí la ventana y extendí los brazos hacia el cielo; casi tenía envidia de mí misma al poder contemplar todo aquello.
No hay nada como las madrugadas, cuando se sabe que una está sola en toda la casa, despierta y levantada. Eran las cuatro de la mañana, había dormido magníficamente y tenía varias horas para mí antes de que los otros se levantaran.
Ahora iba a vestirme, coger un libro y sentarme en el jardín, en el banco bajo las lilas, para leer un rato con toda tranquilidad.
Me disponía a cerrar la ventana cuando me di cuenta de que algo se movía allí abajo en el jardín. Alguien caminaba sin hacer ruido, por el jardín, por entre los arbustos. Me escondí rápidamente detrás de las cortinas para que no me vieran.
Era Carolin.
¿No se acostaba nunca por las noches? Iba ya vestida con su traje de faena, uniforme azul y delantal blanco, con su cofia.
Iba descalza, se alejó, y se sentó en el banco bajo las lilas, donde precisamente había pensado sentarme yo. Llevaba consigo un libro.
Me quedé junto a la ventana.
Casi no habíamos hablado desde aquella noche, hacía una semana, en que hizo irrupción en mi cuarto. Los últimos días todo había girado alrededor del viaje de Svea.
Parecía extraño estar allí contemplándola sin que ella lo supiera. ¿Tal vez había estado ella allí de la misma manera, contemplándome cuando yo creía estar sola?
¡Aseguraba que yo tenía miedo de algo que tenía que decirme! ¿Qué quería decirme con esto? Y todas sus acusaciones… ¿Qué es lo que quería en realidad?
Se iba a ir muy pronto…
Después, todo volvería a ser como antes.
¿La iba a echar de menos? ¿La olvidaría, tal vez? ¿Dejaría que fuera una más en la serie de nuestras muchachas…?
No debía quedarme allí más tiempo. Podría darse cuenta de que la observaba.
Eché una última ojeada al jardín. Estaba completamente quieta bajo las lilas. Entonces se quitó la cofia y se arregló el pelo, corto como el de un chico. Las trenzas se fueron con la cofia. Estaban cosidas a la misma. Estaba muy bien hecho; cuando llevaba la cofia parecía todo natural. Nadie podía sospechar que las trenzas estaban sueltas.
Se apoyó con la espalda contra el árbol y cerró los ojos. La cofia con las trenzas estaba sobre el libro en sus rodillas.
Los mirlos seguían cantando.
En aquel momento se soltó algo dentro de mi ser y quise llorar.
Naturalmente que la echaría de menos.
Jamás podría olvidar a Carolin.
Tenía algo importante en su corazón aquella noche y seguramente esperaba que la conversación iba a ser muy diferente de lo que fue.
Al igual que me había pasado a mí tantas veces cuando intenté hablar con ella. Constantemente pasábamos de largo.
Estaba allá abajo, no leía, permanecía con los ojos cerrados. A su alrededor resplandecía el día sobre el césped y las lilas.
¿En qué pensaba?
Cerré la ventana, me vestí, abandoné mi cuarto y bajé la escalera. No la quería molestar, fui y me senté en la galería de cristales.
Allí estaba toda la pila de álbumes de fotos en una estantería. Cogí el que estaba encima y lo coloqué ante mí en la mesa de mimbre.
De pronto, se abrió como por un impulso propio.
¡Qué extraño!
¡Allí estaba precisamente la fotografía que yo buscaba!
Carolin debía haber estado allí y colocado de nuevo la foto en el álbum. Con toda seguridad fue ella. En la otra cara estaba la fotografía de papá que vino en el correo, cuando Carolin no estaba ya en casa.
Miré la foto de papá y sonreí. Su sonrisa era sumamente contagiosa. Y aquel sombrero que él alargaba hacía la cámara con el paquete… ¡Cómo podía papá ser tan juguetón!
Era una foto verdaderamente agradable. Yo podía comprender que Carolin, que tanto se interesaba por las fotografías a su manera, se hubiera fijado en ésta. Papá estaba solo en la foto, pero su sonrisa tenía claramente un destinatario. ¿Sonreía al desconocido fotógrafo? ¿O a alguien que estaba allí cerca? ¿A quién iba destinado el paquete? Cabían muchas preguntas. Se notaba la presencia de uno o varios desconocidos que, según afirmaba Carolin, tenían en realidad tanta importancia en la fotografía como los que aparecían en ella.
En la otra fotografía, con la pequeña delante del banco de piedra y la mujer que aparecía en el fondo medio oculta entre los árboles, era la sombra que se proyectaba sobre el banco lo más sorprendente. Una sombra que, seguramente, ya nadie sabía de quién era.
Yo tampoco sabía quiénes eran los otros que aparecían en la foto, pero era tan extraordinaria que uno seguía mirándola largo rato. Había en ella algo mágico, como un resplandor.
Sí, como un reflejo de melancolía. Se sentía por un momento que delataba algo que había desaparecido para siempre.
En realidad, eso pasa en todas las fotografías. Se quiere perpetuar una situación, que tan pronto como ha sido tomada la foto, ya no existe más. Ésta es la paradoja de las fotografías. Por eso me angustian a veces. Me pregunto si Carolin también pensaba lo mismo. Esta fotografía, con la sombra sobre el banco de piedra, producía una especial sensación de tristeza. Melancolía. Despedida.
Miré bien las personas que había allí fotografiadas.
Las dos, la mujer y la niña, daban la sensación de no tener relación entre ellas. La niña, sola delante del banco. La mujer, a distancia, lejos, entre los troncos de los árboles, igualmente sola.
¿Había algo en común entre las dos?
Una niña sola y una madre igualmente sola —si la mujer era la madre de la niña—, dos seres abandonados, que miraban fijamente la sombra que había entre ellas, la sombra que pertenecía a la tercera persona, la que sacaba la foto.
El fotógrafo estaba de espaldas al sol, y su sombra caía de una manera dramática entre la mujer y la niña. La niña estaba también al sol; pero allí detrás, donde la mujer estaba, bajo los árboles, no llegaba sol alguno.
Con la sombra, había tres personas en la foto, pero daba la sensación de total separación entre ellas.
Seguramente, por esto me producía tanta angustia. Yo quiero que las personas permanezcan unidas, soy sumamente sensible a toda clase de separación.
Esta foto, a pesar de su tranquila apariencia, era angustiosa. Por lo menos, así lo interpretaba yo, y me preguntaba si Carolin había sacado la misma conclusión. Haría lo posible por saberlo.
Cogí el álbum y salí al jardín.
Ella seguía bajo las lilas, como antes, inclinada contra el tronco, con los ojos cerrados. El libro parecía olvidado.
Yo iba descalza, caminando sobre el césped, y mis pasos no se oían. Podía acercarme cautelosamente hacia ella sin que se diera cuenta. Pero justamente cuando me detuve ante ella, abrió los ojos.
—¿Eres tú? Creía que dormías a estas horas.
Parecía amable, pero un poco distraída, como sucede cuando uno está con sus propios pensamientos y es importunado.
—Aquí estoy sentada, leyendo…
Hojeó su libro, pero observe que miraba el álbum que yo tenía en la mano.
—¿Qué librote llevas ahí? —preguntó.
—Hay aquí una fotografía que te quiero enseñar.
—¡Bueno!
Se separó un mechón de la frente y no hizo el menor gesto de estar interesada.
—Pero no quiero molestarte. Tal vez querrías leer.
—¿Qué foto es ésa?
Me senté junto a ella en el banco, abrí el álbum y se la enseñé. Le echó una rápida mirada.
—¡Bueno! ¿Qué hay en ella?
Le conté que en una ocasión me había enseñado aquella fotografía y me dijo que la había encontrado extraña.
—¿No te acuerdas?
Se encogió de hombros. Era posible, pero, en todo caso, no lo recordaba. Parecía indiferente, como cuando alguien nos pone ante los ojos una foto que no nos interesa especialmente.
Su actitud me hizo sentirme idiota, pero insistí.
—Es una fotografía poco común —dije.
—Tal vez…
—Me acuerdo perfectamente de que la vez anterior me hablaste del fotógrafo que, aunque invisible, está presente en todas las fotos, y tú te preguntabas de quién podría ser la sombra que allí aparecía.
—¿De veras? ¿Dije yo eso?
—Sí. No conozco quiénes son los que están en la foto, ni tengo la menor idea de quién puede ser el fotógrafo, pero encuentro que es interesante en todo caso. Creo que la he podido interpretar.
—¿Estás segura?
—¿Me quieres escuchar?
—¡Cómo no…! ¡Cuenta, cuenta!
Sonreía y parpadeaba cara al sol, y yo me arrepentía de haberme metido en aquella situación. Estaba claro que sólo me escuchaba por cortesía; pero hice como si no me diera cuenta de ello. La foto me cautivaba y me tenía sin cuidado su falta de interés por la misma, que, por lo demás, bien pudiera ser puro teatro.
Sabía que había retirado la foto del álbum ¿Y esta indiferencia de ahora? No concordaban.
Podía comprender por qué se había fijado una vez en ella, dije. No era una fotografía corriente, en la que dos personas se colocan frente a la cámara para perpetuar y consolidar la solidaridad entre ellas.
Esta foto hacía ver, más bien, todo lo contrario. Las personas que figuraban en ella iban camino de alejarse una de otra. Entre ellas ya no había la menor solidaridad. Iban a perderse mutuamente.
Por eso esta fotografía me entristecía; mostraba algo que irremisiblemente iba a suceder. Tal vez una penosa separación.
La miré y le pregunte que le parecía mi interpretación.
Seguía sentada con los ojos cerrados y la cara hacia el sol.
—Pues… no sé exactamente.
—La sombra cae de forma verdaderamente dramática —dije—. Podría ser la del personaje principal. ¿No crees?
Silencio. El canto de los pájaros fue lo único que se oyó. Pero entonces se estiró, bostezó y dijo con aire distraído:
—Es difícil pronunciarse sobre personas que ni siquiera se sabe quiénes son. ¿Por qué no te enteras antes?
Llegaba allí un aguzanieves, saltando por el paseo. Observé a Carolin le seguía con la vista.
—¡Mira ese pajarito! —exclamó riendo—. ¿Ves qué fielmente corre por los senderos a pesar de que el césped cubierto de rocío debería ser más atractivo? ¿No lo ves?
—Sí.
Abrió resueltamente el libro.
—Tengo que leerlo antes de marcharme. Es de Roland.
Cerré al álbum y me levanté para marcharme.
—¿Cuándo piensas terminar en nuestra casa?
Me miró con aire distraído.
—Todavía no he decidido el día.
—Bueno, todo marcha bien con Lovisa; por lo que a nosotros se refiere puedes marcharte cuando quieras.
—Está bien.
Se inclinó sobre el libro, la dejé allí y volví a casa. ¿Y si me fuera a dar un paseo en bicicleta? ¡Qué agradable sería! No me sentía alegre. Había estado un poco dura con ella, pero no era por esto. En verdad, ella no podría decir que no quería escucharla cuando trataba de acercarse a mí. ¿Qué hacía ella?
«¡Cuenta, cuenta!», había exclamado. Y allí estaba yo tan esperanzada con mi álbum, haciendo el ridículo.
No, aquél fue el último intento. No volvería a repetirse podía estar ella segura de que iba a ser así.
Me fui a la galería de cristales y dejé allí el álbum. Pero, de repente, sentí un impulso y volví a abrirlo.
¡Era de lo más extraordinario! El corazón me empezaba a latir con violencia.
¡Cómo no había pensado en ello antes!
Ahora sólo necesitaba echar un vistazo a la fotografía; lo vi enseguida… Estaba bien claro.
La niña junto al banco de piedra era Carolin.
¿Cómo se me había escapado aquello? El parecido era clarísimo.
A pesar de que era tan pequeña en la foto, seguramente sólo un par de años, no había manera de equivocarse. Su actitud… Su manera de levantar la cabeza…
Todo era típico de Carolin.
Apreté el álbum contra mi pecho, como si pudiera amortiguar las palpitaciones de mi corazón.
Carolin, Carolin…
¿Cómo había podido llegar allí la fotografía? ¿En nuestra casa? ¿Entre nuestras fotografías?
Y las otras personas de la foto, ¿quiénes eran?
¿Y la sombra…?
Entonces oí que alguien estaba detrás de mí. Carolin me había seguido sin que me diera cuenta y allí estaba ella mirando por encima de mi hombro. Su voz era tranquila y suave cuando dijo:
—Es mi madre la que aparece allí entre los troncos de los árboles. Era enfermera. Ahora está muerta, como ya sabes. Trabajó un tiempo en un hospital. Una vez…
Aquí interrumpió lo que pensaba decir y señaló delante, sonriente, la otra foto del álbum, en la que está papá alargando el sombrero hacia la cámara.
—¿Qué crees que contiene el paquete?
—No tengo ni idea…
Volvió de nuevo a la otra fotografía.
—En una ocasión tuvo un paciente del que se enamoró rápidamente. Estaba hospitalizado por una pulmonía, y nadie creía que se iba a salvar. Pero mi madre no le permitió morirse, sencillamente.
Hizo una pausa y repitió como para sí misma: «no le permitió morirse», eran las palabras dichas por su madre. Carolin sonreía ligeramente.
—Es decir, que sobrevivió. Y un buen día descubrió él a mamá junto a su cama y también se enamoró de ella. Fueron muy felices. Para él, la dicha no podía ser larga; sólo el tiempo que permaneció en el hospital…
Se quedó silenciosa y retiró la foto del álbum y la contempló con la frente arrugada antes de continuar:
—Estaba ya prometido a otra y se casaron en cuanto salió del hospital. Pero mamá no le olvidó nunca. Para ella, el final no fue tan sencillo… pues el resultado de su encuentro fui yo.
—¿Tú?
—Sí, yo.
Cogí la fotografía y la contemplé fijamente.
—¿La sombra, entonces?
—Es la de mi padre. Fue él quien sacó la foto. Fue la última vez que se vieron. Después mamá no le volvió a ver.
—¿Lo recuerdas?
—¡Ah, sí! Pero fueron siempre muy cortos los momentos en que le veíamos, siempre tenía prisa.
Carolin estaba pensativa. De aquella entrevista, lo que mejor recordaba era el banco de piedra. Era áspero y duro al tacto, y muy frío a pesar del sol.
Había subido y bajado del banco mientras los mayores charlaban. Había imitado a los pájaros para evitar oír lo que decían. Sí, claro que lo recordaba; pero todo estaba muy difuso. Y si ella no hubiera tenido una fotografía en qué mirar, sacada por su madre, tal vez no hubiera podido recordarle en absoluto.
—¿Habías dicho que tu papá había muerto?
—¿Dije eso? Sí, mamá me lo hizo creer para que no tratara de encontrarle.
—¿No ha muerto?
—No, vive.
—¿Has tratado de buscarle?
—Sí…
—¿Sabes dónde está?
—Sí.
Ambas hablábamos en voz baja. No me atrevía a mirarla.
—¿Así que sabes quién es? —le pregunté.
En lugar de contestarme se empezó a interesar por la otra foto del álbum, la señaló con el dedo y dijo riendo:
—¿Puedes adivinar lo que contiene el paquete?
No ¿Cómo iba yo a saberlo? Volví a repetir:
—Carolin, ¿sabes tú quién es?
Asintió con la cabeza. Después volvió a señalar el paquete en el sombrero de papá y dijo con voz misteriosa:
—¡En aquel sombrero había un conejito de tela!
Estábamos tan próximas que yo sentía que su brazo se rozaba con el mío, pero no nos atrevíamos a mirarnos cara a cara y parecía que hablábamos de cosas diferentes. Carolin insistía en bromear con el paquete en el sombrero de papá, mientras que yo trataba de sacarle quién podía ser su padre.
—¿Es papá, no? —oí que decía yo de pronto.
No hizo ni un gesto ni contestó a mi pregunta.
—¿Es papá, Carolin?
Tampoco contestó entonces. En su lugar empezó a decir que tenía todavía en casa el conejito.
—Lo sé —dije yo—. Lo he visto en una ocasión, en tu habitación, cuando te apresuraste a esconderlo para que no lo viera.
Sentí que me estaba observando y me volví para poder mirarla fijamente a los ojos.
—Ahora comprendo que no es tan extraño que estés tan interesada por la presencia de los invisibles en las fotografías —dije—. En la foto de papá, sin embargo, eres tú la que no se ve. En la otra es papá el que está allí, pero como una sombra.
Carolin asintió y contó que su madre fue quien sacó la foto de papá con el paquete.
Las ideas daban vueltas en mi mente.
Yo había oído que papá había estado a punto de morir cuando tuvo una pulmonía, pero había salido bien de milagro. Después de aquello, había cambiado mucho. Era mucho más serio. Mamá había dicho que parecía otra persona.
No era difícil comprender por qué.
Nuestro hermano Hjalmar había sido el primer hijo de mamá y papá. Había nacido el mismo año que Carolin, sólo un par de meses después que ella. Yo también había oído que la muerte de Hjalmar había afectado a papá de una manera extraordinaria. Se había preguntado constantemente cómo Hjalmar podía fallecer sólo por no tener energías para vivir.
Yo veía muy claro que mamá no sabía nada de Carolin ni del papel que su madre había desempeñado en la vida de papá.
La abuela, por el contrario, seguramente, lo sabía. Por eso fue ella la que nos envió a Carolin, para que pudiera conocer a su padre.
Pero ¿sabía algo papá de la nueva situación?
Vivía casi en su único mundo, pero nunca hubiera aceptado que su hija trabajase de criada en su propia casa. No, seguramente los planes de la abuela incluían la posibilidad de que papá conociera a su hija sin saber quién era. ¡A la abuela le gustaba desafiar el destino!
¡Era verdad!
¿Qué podía haber sido lo que papá le dijo a Carolin en aquella ocasión en que ella desapareció? Tengo que preguntárselo.
En un principio dudaba, la cosa era claramente delicada; pero finalmente contó que cuando papá le dijo que quería hablar con ella, había estado segura de que él, al fin, había comprendido que era su hija. Ella así lo esperaba. Pero en cambio, él la había preguntado si quería vivir en la casa como una hija asilada en ella.
Era una desilusión demasiado grande. Papá había estado muy amable y seguramente quería lo mejor… Pero… ¡hija asilada en nuestra casa…! ¡Cuando era su propia hija! No, no podía ser. Consideraba que tenía que marcharse inmediatamente de nuestra casa.
Ésta fue la razón de que desapareciera.
Su ojos ardían.
—¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar?
No sabía… No podía exactamente hacerme cargo de ello. Rocé levemente su brazo.
—Carolin…
—¡Calla! ¡Hay alguien en la cocina! Lovisa está allá arriba…
Se apresuró a colocarse la cofia con las trenzas, bajó la voz y murmuró rápidamente:
—¡Ahora se trata de esto! No nos vamos a descubrir, ¿entiendes? Tenemos que hacer como si lloviera… —Se calló y suspiró—. Pero no va a ser muy fácil…
¡No, verdaderamente no! Tener que verla moverse en su uniforme de criada, con sus trenzas postizas y trabajando en casa de su propio padre y sus hermanos, era algo insoportable.
Pero ella sonreía misteriosamente.
—No tengas miedo. Acostumbro a desempeñar bien mis papeles.
—¡Carolin, óyeme!
—Lovisa está esperando y yo estoy descalza…
—¿Puedo decirte sólo una cosa?
—Después. Ahora tengo que irme.
—No creo que comprendas lo contenta que estoy de que seas mi hermana.
Desvió la mirada y se dirigió hacia la puerta.
—Medio hermana, quieres decir.
—No, nunca podrás ser tú medio hermana para mí, Carolin. Ni tampoco quiero serlo yo para ti. O bien eres tú mi hermana totalmente, o no será nada.
Sonrojada de alegría se volvió y extendió sus brazos hacia mí. Entonces se detuvo de pronto, me miró y los dejó caer de nuevo lentamente.
—Pero… ¿qué va a pasar ahora? —dijo, y yo pensaba lo mismo.
¿Qué iba a ocurrir?