Capítulo 29

HABÍAMOS estado un poco intranquilos ante el impacto que la despedida de Svea representaría para mamá.

Pues pensando en el drama que ocurría cada vez que Svea iba al campo para pasar las Navidades o la Pascua con sus familiares, temíamos lo peor.

Esta vez la realidad era mucho más seria, y seguramente le sacaría punta a la situación.

Pero nos equivocamos.

Svea se contuvo. Ya no le convenía, en su situación, organizar una escena.

No hubiera sido provechoso para los pequeños, que ya habían visto suficientes lágrimas. Tenía que pensar en ellos en primer lugar.

Todos nos alegramos de que así fuera.

Además, la realidad era que Svea tenía que organizar un hogar, y eso llevaba mucho trabajo. No había tenido nunca anteriormente un hogar propio. Por eso, había infinidad de cosas que tenía necesidad de procurarse mientras aún continuase en la ciudad.

En casa todos encontrábamos sumamente interesante el hecho de que Svea tuviera que poner casa. Todos queríamos contribuir.

Mamá y papá le regalaron un servicio de mesa completo, y nosotros corrimos por las tiendas y le compramos pequeños enseres domésticos. Encontré un colador de cobre, que le gustó mucho, pues era bonito y práctico. De Roland recibió un molinillo de café y Nadja le regaló una caja para caramelos. Roland había hecho también una serie de objetos de madera, entre ellos, una tabla para picar carne, que le dio a Svea.

Un sábado hubo una subasta en la ciudad, y Carolin y Svea estuvieron allí y se quedaron con infinidad de cosas necesarias y baratas: cubos y baldes de diferentes tamaños, escobas y palas. Y algunos muebles. Una cómoda con jofaina y jarra de porcelana, que hizo las delicias de Svea. También entraron en el lote platillos para el jabón y los prosaicos orinales. Y un soporte para las toallas.

Fue toda una carga la que llegó a casa. Carolin había demostrado una vez más sus excelentes cualidades; había comprado todo baratísimo, y Svea estaba encantada del talento comercial de Carolin. Sin ella las cosas no hubieran ido tan bien. Además Gustav transportó la carga desde el lugar de la subasta. Tenía un tío que era transportista, y Gustav trabajaba a veces con él. Había prometido hacer la mudanza de Svea por un precio muy económico.

Allá arriba, en la buhardilla, teníamos infinidad de trastos que no utilizábamos. Mamá revisó lo que teníamos allí y vio que se podía sacar todo un mobiliario para Svea.

Nadja y yo subimos a la buhardilla y ayudamos lo que pudimos. Los pequeños corrían encantados entre todos los chismes. ¡Qué diversión! En el curso de los años se habían amontonado allí infinidad de juguetes. Estaban esparcidos por todas partes. Tan pronto como encontraban que algo podía ser divertido, se les daba. Lo que muy especialmente les entusiasmaba eran los carretes vacíos, que la Olsen había dejado al marcharse. Y las cajas viejas de los puros de papá, que olían tan bien. Carolin les ayudaba después a construir un verdadero castillo con aquellos materiales.

Lo que más alegró a Svea fueron las dos camitas de niño que recibió. Eran de hierro con adornos de latón. Roland y yo habíamos dormido en ellas cuando éramos pequeños. La propia Svea estaba ya con nosotros en aquel tiempo y cuántas veces nos acostó en aquellas camas. Ahora dormirían allí Ejnar y Edit.

Estaba feliz y emocionada.

Nunca hubiera podido pensar que iba a recibir tantas cosas.

—¡Más no podría haber recibido ni aunque me hubiera casado! —comentaba satisfecha.

Los pequeños estaban locos de contento aquellos días. Cada uno de ellos había recibido su caja de cartón, en la que metían toda clase de cosas. Lo que metían no tenía para ellos la menor importancia; cogían cualquier cosa. Lo más importante era meter cosas allí.

Todo les era sumamente divertido.

Veían cómo Svea llenaba un cajón tras otro con toda clase de objetos. Todo ello debía ser después transportado fuera y cargado en un gran carro. Y después irían ellos con él a través de largos y sinuosos caminos, rodeados de bosques, junto a lagos y praderas, hasta llegar, finalmente, a su propia casa. Allí deberían volver a sacar todo de nuevo y meterlo en su casita, donde vivirían para siempre. Y serían felices.

Svea les contaba su futura felicidad y los pequeños la escuchaban con ojos muy abiertos.

¿Cuándo ocurriría todo esto?

Sí. Tan pronto como estuviera embalado todo. ¡Entonces! Vendrían el caballo y el carro.

¡Se comprendía su entusiasmo empaquetando!

Sólo habían ido en coche de caballos dos veces anteriormente, y era lo más extraordinario que les había pasado.

La primera vez fue cuando llegó y los recogió en la cabaña de Flora, para ir a nuestra casa. La otra vez fue en el entierro de Edvin.

¡Y ahora iban a ir otra vez en coche! ¡Y lejos! Tan pronto como todo estuviera embalado. ¡Con qué prisa metían sus cosas en las cajas!

La noche anterior al día en que Svea debía mudarse, apareció de pronto Flora. Felizmente, los pequeños estaban ya acostados. Flora sabía lo que se fraguaba, pues Svea le había hablado de ello. Se había visto obligada a hacerlo. No quería largarse sin más ni más.

Flora no había dicho nada especial cuando oyó lo del viaje, pero ahora se presentaba allí, y Svea sintió que se sofocaba cuando la vio llegar desde la ventana de la cocina.

Flora se había puesto el vestido negro que le había dado Svea para el entierro, y venía con pasos decididos a través del jardín.

Svea estaba convencida de que se había arrepentido y venía ahora, en el último momento, a reclamar a sus hijos. Antes de abrir a Flora, Svea corrió a donde estaba mamá.

—¡Tiene la señora que ayudarme ahora! ¡No se qué hacer! Está ahí Flora. Creo que viene dispuesta a llevarse a los niños.

—¡No! ¡Eso no puede ser!

Mamá se levantó y se fue con Svea a la cocina. Roland y yo fuimos detrás. Todos estábamos igualmente intranquilos. Por el bien de los niños, no debían ocurrir cosas desagradables. Estaban muy contentos con el viaje. No se les podía quitar la ilusión. Se trataba de calmar a Flora.

Pero no hacía falta de ninguna manera. Nos habíamos equivocado respecto a ella.

Venía solamente para traer su pequeña aportación a la nueva casa. Se había lavado bien y vestido lo más elegantemente posible. Y no había bebido nada en absoluto. Con aire de señora que va de visita.

Tan pronto como Svea se dio cuenta de ello, se puso a preparar el café y le rogó a Flora que se sentara. Puso el mantel y sacó bollos y bizcochos.

Flora se sentó a la mesa. Traía dos regalitos, envueltos en papel de seda. Svea debía abrirlos con mucho cuidado, dijo, y siguió con ojos vigilantes cómo Svea abría ambos paquetes.

Uno de ellos contenía una tacita de café sin platillo. Lo reconocí. Había estado en la cómoda de la cabaña de Flora. Allí era algo sucio y grasiento, pero estaba recién fregado y brillaba como el sol. Incluso olía a perfume. Flora dijo que lo había limpiado con jabón fino.

No era una taza de café cualquiera. Era una taza de adorno. No se debía beber en ella. Flora la había recibido de una familia de la ciudad, para la que había lavado. El platillo se había roto; le regalaron la taza que no tenía ningún defecto. No le faltaba ni el más mínimo trocito.

La sostenía en la mano y le daba vueltas, mostrando lo fina que era.

¿Es bonita, verdad?

¡Naturalmente que era bonita! Era una taza muy pequeña en forma de campana. Estaba pintada con capullos de flores de nenúfar bañándose en olas de azul celeste. La parte superior estaba bordeada de caracoles dorados. El asa también era dorada.

El otro regalo era un platito de café, sin taza. También lo había visto yo en la ventana de Flora. Le ocurría lo mismo que a la taza. No se podía utilizar más que como objeto de adorno. Era un platito muy fino, y Flora lo había recibido de la misma familia. Aquí era la taza la que se había roto, pero el plato estaba casi entero. Sólo tenía un pequeño defecto en el canto, pero en la parte de abajo, y no se notaba.

El platillo era muy vistoso, rodeado de cestos dorados con rosas rojas, guirnaldas azules, lazos dorados y bucles de nomeolvides.

—Tan bonito y decorativo no lo han visto mis ojos —afirmó Flora y Svea asintió.

—Pero ¿voy a recibir cosas tan finas? Es demasiado.

Pues sí, naturalmente que son para Svea.

Ella había recibido lo más preciado para Flora, sus hijos y, naturalmente, ¡lo que le seguía en estima! Flora estaba totalmente decidida. Y estaba orgullosa de su regalo y de su generosidad. Svea lo comprendía muy bien.

—¡Gracias, querida Flora! —dijo Svea—. Estoy abrumada.

Flora asentía. También lo estaba ella. Pero los regalos eran también, y sobre todo, para los niños, declaró conmovida, para que una vez en el futuro tuvieran un bonito recuerdo de su madre.

Ejnar debería recibir el platillo decorativo. Y la taza con flores sería para Edit; así lo había dispuesto.

Al día siguiente partió la carga. Todos estábamos allí para despedir a Svea y a los pequeños. Papá sacó fotografías y, a pesar de todo, fue una despedida bastante buena y no muy dolorosa.

Svea, señalando a Lovisa, dijo a mamá:

—Ella lo hará muy bien, señora. Mejor que yo.

—¿Cómo puede usted decir eso, Svea? —contestó mamá riendo.

—Sí, porque la señora no estará tan pendiente de ella.

A mamá esto le dio que pensar. Al principio no objetó nada, pero después dijo un poco asustada:

—¿A mí, no me ha hecho depender de usted?

—¡Eso es precisamente lo que ha ocurrido siempre, y tengo que pedir perdón a la señora!

Se fue sentada con los pequeños, uno a cada lado, y se despidieron de nosotros los tres agitando sus pañuelos, cuando el carro se puso en marcha y se los llevó calle abajo.