EL pequeño Edvin llevaba un cuellecito de encaje en una blanca camisa, y también estaba rodeado de encajes el almohadón donde reposaba su cabeza.
El ataúd estaba sobre dos soportes en medio de la habitación. Era una caja blanca. A su alrededor había jarrones de cobre con ramos de perifollos frescos y flores blancas que también parecían encajes.
Todo parecía vaporoso.
La camisa la había cosido la abuela, en una ocasión, para Hjalmar, nuestro hermano muerto. Nos contó mamá que se la había regalado en su cumpleaños, pero no se la había puesto muchas veces.
Hacía mucho tiempo que yo no pensaba en Hjalmar; pero cuando me encontraba ahora junto al ataúd de Edvin, recordaba que yo había tenido un hermanito, que murió, pero del que no sabía casi nada. Sólo que había muerto, y lo extraordinario era que no había estado verdaderamente enfermo antes. Hjalmar había dejado de vivir, sencillamente, porque no tenía una verdadera energía vital, según decían. Había sido demasiado tranquilo, nunca había luchado, ni tampoco tenía voluntad propia.
Edvin también había sido pacífico, pero sí que había tenido voluntad propia, como lo había demostrado muchas veces a su manera tranquila, especialmente cuando tratamos de separarlo de Flora.
Si lo hubiéramos logrado aquella vez, ¿tal vez viviría ahora? ¿Deberíamos haber sido más enérgicas?
No. Así no se podía pensar. Nadie podía saber… El pequeño Edvin quería estar con su madre.
Lo observé. Tenía un rasgo determinante en su carita, no me había fijado mientras vivía. Resaltaba muy claramente del cuello de encajes. Era una pequeña personalidad la que yacía allí.
La camisa era, en realidad, demasiado pequeña, no estaba del todo bien abrochada, y las mangas también resultaban demasiado cortas, pero Svea las había alargado con los encajes.
Carolin había ayudado a Svea a arreglar la cabaña debidamente. En un principio se pensó en que la ceremonia del entierro tuviera lugar en nuestra casa, pero Flora quería que fuera en su casita. Svea comprendió que tenía que ser así. Por eso la ayudamos a poner orden allí, pero a condición de que ella estuviese conforme y participara en los trabajos. Así lo prometió. Juró solemnemente no probar una sola gota de aguardiente antes del entierro. Y cumplió esta promesa.
Hasta ella misma despachó a un par de conocidos que habían venido al entierro y que nos hacían ver claramente que se habían consolado antes de venir. Se les impidió terminantemente la entrada en la cabaña. En realidad no se fueron mucho más allá de la arboleda, ¡pero ya era algo! Para Flora esto ya era mucho. Los vio cómo se marchaban cabizbajos a la arboleda con sus botellas para esperarla allí cuando volviera del cementerio. Entonces sería hora, en todo caso, de un pequeño consuelo, le dijo a mamá.
Flora recibió un vestido negro, que ya no usaba Svea, y se lo había arreglado, pues le estaba un poco estrecho. Por lo demás, el vestido no tenía falta alguna. Y le estaba a Flora perfectamente, una vez que le fue alargado un poco.
Se veía que se encontraba elegante cuando se paseaba con su traje negro. Flora no carecía de dignidad. Esto se notaba también en sus amistades. La trataban con respeto. Nada se hacía de otra forma que como ella decía. El entierro del pequeño Edvin constituyó, en cierta manera, un día solemne para Flora, el único que había tenido en su pobre vida, dijo después. Se acordaría siempre de ese día.
Todos sus otros hijos, hermanos mayores de Edvin, de diferentes edades, habían venido. Algunos de ellos era la primera vez que veían a su hermanito. Lo observaban detenidamente y se preguntaban cuchicheando a quién se parecía, al igual que los adultos acostumbran a hacer cuando ven a un niño pequeño por primera vez. Parecía casi que se olvidaban de que estaba muerto.
Al final se reunió mucha gente en la cabaña de Flora.
Las ventanas estuvieron todo el tiempo abiertas de par en par, tanto en el cuarto como en el dormitorio. Para alejar a las impertinentes moscas, se procuraba que hubiera corriente de aire y los pedazos de tela que colgaban de las ventanas se ondulaban ligeramente. A pesar de los muchos que estábamos, casi hacía fresco en la cabaña. Las ramitas de abedul que había sobre la cocina y los perifollos en sus jarrones de cobre se mecían suavemente a merced del aire.
Todos estaban allí reunidos para despedirse del pequeño Edvin, antes de que la tapa de la caja fuera colocada. Estaba en el dormitorio apoyada contra la pared. Nadja se dirigió hacia el dormitorio, y estuvo contemplando un rato la tapa, hasta que Carolin la cogió de la mano y se la llevó de allí. Después Nadja permaneció junto a Carolin.
Reinaba el más absoluto silencio.
Todos estaban de pie, alrededor de las paredes. Después, empezamos a desfilar lentamente alrededor del ataúd, uno detrás de otro. Nos colocábamos delante del pobre Edvin, nos deteníamos un momento y continuábamos después. Todos íbamos de riguroso luto, y allí estábamos como fantasmas negros alrededor del pequeño Edvin rodeado de encajes blancos.
Reinaba un silencio extraño, lleno de un rumor amortiguado. Las mujeres se sonaban con sus grandes pañuelos, los hombres carraspeaban, el suelo crujía bajo los pies, algunas botas se quejaban y las ventanas chirriaban. Cada ruido se percibía dolorosamente claro. Yo me alegraba de que el pequeño Edvin no pudiera vernos ni oírnos. Le hubiéramos vuelto loco.
Su carita lucía tan blanca como el almohadón donde reposaba. Entre las manos tenía las últimas anémonas del bosque. Flora había estado allí y las había recogido.
Entonces Svea se adelantó hasta ponerse delante con Edit y Ejnar a cada lado. Habían encontrado unas plantas de nomeolvides cerca del río y colocaron sus ramitos sobre la caja.
Una vez que todos habían desfilado alrededor del pobre Edvin y se habían despedido de él, trajeron la tapa del dormitorio. En el momento preciso en que iba a ser colocada, llegó una mosca zumbando, quería posarse en la nariz de Edvin. Pero Ejnar se adelantó y la espantó, para que no quedara también enterrada. Dirigió su mirada hacia Svea, como buscando su aprobación, y gritó:
—¡Maldita mosca! ¡Fuera!
Cuando hubo que clavar la tapa, se vio que no había martillo. Pero Flora tenía una piedra que empleaba para otras cosas, y también se podía emplear ahora. La propia Svea ayudó, como lo había hecho hasta entonces.
Había empezado a llorar cuando trajeron la tapa. Pero ahora olvidó su pena por un momento, para lamentarse de que no tenía martillo. Debíamos perdonar tal vergüenza; no había sido posible procurarse uno; había tantas otras cosas que, por otro lado, debíamos perdonar…
Parecía un verdadero trabajo de carpintería. La piedra pegaba fuerte y los clavos se doblaban.
Pero, finalmente, allí estaba la caja con su tapa bien clavada. Dos hombres la levantaron y la sacaron fuera a través de la puerta. Todos los demás salimos en fila india al sol.
Cuando yo iba a traspasar el dintel me volví y miré el interior de la cabaña. Allí había estado yo tantas veces, tanto en verano como en invierno, había llamado a la puerta y atravesado el umbral.
¿Volvería aquí alguna otra vez?
¿Cómo se las iba a arreglar Flora?
Allí estaba ahora Svea con Ejnar y Edit junto a ella, como si siempre hubieran sido suyos y no hijos de Flora.
Entonces llegaron Nadja y Carolin. Habían recogido todas las anemonas que había en la cabaña y salieron con los brazos llenos de flores y fueron hasta el coche, dejándolas sobre el ataúd, para que el pequeño Edvin reposase entre nubes de flores blancas cuando fuera enterrado.