Capítulo 25

MAMÁ estaba en la verja esperándome, pálida de intranquilidad. Durante un par de horas habían estado papá y ella dando vueltas por el jardín. Nunca había llegado yo tan tarde yendo sola; era casi medianoche, y estaban convencidos de que había ocurrido un accidente.

Cuando llegué andando, sin la bicicleta, creyeron que me había caído y se había roto la bicicleta.

Mamá se me echó al cuello llorando. ¡Qué importancia tenía la bicicleta si yo estaba viva!

Nadja dormía y no sabía nada del revuelo que yo había producido, pero Roland no se había podido dormir; vino corriendo al jardín en camisa.

¿Qué había ocurrido?

Todos me asediaban con preguntas.

¿Dónde había estado?

¿Qué le había pasado a la bicicleta?

Comprendía lo intranquilos que estaban, que tenían derecho a una explicación; pero yo no tenía fuerzas para contestar, no me salía ni una palabra. Estaba deshecha y así lo debía parecer, pues mamá me preguntó asustada si estaba enferma.

—Dejadla en paz y que se vaya a acostar. ¿No veis que no puede más? —dijo papá—. Ya hablaremos mañana.

No, yo no quería ir a acostarme; sacudí la cabeza.

—Svea… Tengo que hablar con Svea —conseguí decir finalmente.

Pero Svea se había ido a su habitación. Había estado tan intranquila por mí como los otros y no se había querido ir a dormir; pero cuando me vio llegar sana y salva, se había retirado.

—Comprendió que queríamos estar solos —dijo mamá y me miró interrogante—. ¿Qué tienes que decirle a Svea a estas horas?

No me atrevía a explicar lo que había pasado. Les dejé allí mismo y salí corriendo en busca de Svea.

Precisamente cuando iba a entrar en la antesala oí un ruido extraño en el jardín. Era una voz desconocida, alborotadora y aguardentosa, que papá trataba suavemente de tranquilizar. Un borracho, pensé, que vio que había gente en movimiento en el jardín y creía que podía tener compañía.

Corrí por toda la casa hasta la puerta de Svea y agarré el picaporte. Ya se había encerrado. Llamé a la puerta desesperada y le grité que abriera.

—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado ahora?

—Se trata de Edvin.

No podía seguir dominándome, empecé a llorar desconsoladamente y Svea abrió enseguida la puerta. Me cogió de los hombros y me clavó los ojos.

—¿Qué le pasa a Edvin?

—Ha muerto, Svea.

Me soltó como si yo estuviera ardiendo.

—¡No! ¡No lo puedo creer! ¡No! ¡No!

Dio dos pasos atrás, mirándome fijamente. Le alargué los brazos.

—Svea… querida Svea…

Entonces se tranquilizó, se adelantó y me abrazó. Se oían pasos en la casa, me llevó rápidamente a su cuarto y cerró la puerta, le dio media vuelta a la llave. Después buscó un pañuelo limpio, y llenó un vaso con el agua de la jarra y me lo dio.

—¡Bueno! ¡Siéntate!

Me senté junto a ella en la cama, desplegó el gran pañuelo y empezó a enjugar mis lágrimas con todo cuidado.

—¿Puedo escucharte ahora?

En aquel momento se oyeron pasos y voces fuera. Era mamá y papá, y alguien que se quejaba y lloraba. Svea escuchaba con atención.

¡Entonces llamaron a la puerta! Primeramente fue una ligera llamada. Pero después fue como si alguien se lanzara contra la puerta con un alarido. Svea se levantó decidida.

—¡Soy Flora!

Pero después se oyó la voz de mamá:

—¡Querida Svea… perdone que vengamos de esta manera!

Svea se apresuró a abrir la puerta.

Allí estaban mamá y papá, con Flora en medio, gesticulando. Tan pronto como se abrió la puerta, entró en la habitación y se echó materialmente en los brazos de Svea. Se quejaba y tartamudeaba de tal manera que era imposible oír lo que decía. Finalmente, consiguió Svea que se sentara en una silla. Allí se quedó sentada completamente traspuesta. Parecía como si no oyese ni viese.

Mamá explicó con voz queda:

—Acaba de llegar con un viejo, ambos igualmente bebidos. Hemos conseguido que él se largara, pero Flora ha querido quedarse. Dice que ha venido para hablar con Svea.

El viejo aseguraba que ella había ido a su casa hacía varias horas y deliraba diciendo que Edvin había muerto; pero que él sabía muy bien que sólo era un pretexto para que le diera un buen trago a fin de consolarse. Y así había ocurrido, como Svea podía ver.

—No sé lo que podemos hacer con ella.

Mamá, confusa, miraba a Svea, que estaba encorvada en un rincón.

Yo había terminado de llorar; pero seguía con el gran pañuelo de Svea y me restregaba los ojos.

—Sí, mamá. Así es. Edvin ha muerto —dije en voz baja.

Mamá quedó muy afectada y movió la cabeza en silencio hacia Flora.

—Pero ¿puedes creer lo que dice en el estado en que se encuentra?

—No, pero yo misma lo he visto… Vengo de Oset. Ha muerto.

Mamá sollozaba y se inclinó sobre papá.

Pero Flora debía haber comprendido lo que dije. Se levantó de la silla y trató de mantener su mirada sobre mí.

—Sí. Se me han llevado a Edvin. Y me arrebatarán también a los otros. Es lo que yo había dicho siempre. Y ahora me voy, no se puede hacer otra cosa, ahora se arroja Flora al Oset…

Hablaba en tono incongruente, pero de manera increíblemente sensata. Se veía que trataba de reaccionar del estado en que se encontraba. Se inclinaba hacia adelante y mecía su cuerpo en la silla, mientras repetía una y otra vez que se quería tirar al Oset. Esto lo habíamos oído también anteriormente, pero también dijo que había venido a casa para tratar de los otros pequeños, Ejnar y Edit. Quería que Svea se encargara de ellos. Ella no podía seguir cuidándolos, y además se iba a arrojar al agua. Svea era una persona fuerte y buena. Tal vez podría librar a los pequeños de los muchos males que les esperaban.

—¡Escuelas y sanatorios y todo eso…!

Flora hizo un gesto rápido con los brazos y estuvo a punto de perder el equilibrio y caer en la silla. Svea la sostuvo y aprovechó la ocasión para echarle los brazos al cuello y abrazarla. Empezaba a llorar.

—Mis pequeños, lo que más quiero en este mundo —decía lloriqueando—. Pero ahora ya los he dejado. Son de Svea. Ésta es mi última palabra. Y que Dios bendiga a Svea…

Svea se deshizo cuidadosamente de los brazos de Flora y la acomodó en la cama, donde se desplomó inmediatamente.

—Bueno, Flora. Así. Así. Quédate aquí echada y duerme un poco. Yo no te voy a quitar los niños, lo que sí te daré es algún consejo. Me voy a Oset ahora mismo para ver lo que puedo hacer, y mañana hablaremos tranquilamente tú y yo, Flora.

Flora no contestó, parecía como si estuviera durmiendo; buscaba a tientas las manos de Svea. Svea se dio cuenta y cogió la mano sucia y le dio unas palmadas. Después extendió una manta sobre Flora, cogió su abrigo del guardarropa, apagó la lámpara de petróleo y abandonó su habitación seguida de nosotros.

—Sí, ahora tengo que marcharme —dijo, mientras empezaba a abrocharse las altas botas.

Mientras papá iba a buscar un coche, conté yo a mamá y a Svea lo que había ocurrido, cómo había llegado yo tan lejos, hasta el Oset, y lo que había visto en la cabaña.

Svea estaba inclinada hacia adelante abrochándose las botas; no hablaba, pero las lágrimas corrían por sus mejillas. Cuando estuvo preparada, cogió el pañuelo que todavía tenía yo en la mano. Se sonó con ruido y se frotó después la nariz fuertemente, hasta que se le puso completamente colorada.

—Bueno, ¿Carolin está allí todavía?

—Sí.

—¿Y me espera?

—Sí.

—¿Lo dijo así, verdaderamente?

—Sí, así lo dijo.

—Entonces, lo mejor es que me vaya allí.

—¡Yo te acompaño, Svea! —dije con firmeza, pero mamá no quería.

Llegó papá y dijo que el coche estaba en camino. Tampoco quería él que acompañase a Svea. Todos me decían que estaba cansadísima y tenía que irme a la cama enseguida.

—¡No soy una niña! —dije.

Svea me miraba muy seria. Estaba conforme con que yo no era una niña, pero prefería ir sola. Le esperaba un mal rato. Durante el viaje en el coche hasta Oset quería ir preparándose para aquel momento, tenía que pensar en muchas cosas y solucionarlas, por lo que prefería ir sola. Me miraba implorante.

—Berta, no debes tomarlo a mal.

—No, lo comprendo, Svea —dije—. Yo hubiera pensado de igual forma.

Entonces se oyó el repiqueteo de los cascos del caballo, y el coche se detuvo ante la verja. Empezaba a clarear por el este y se escuchaban los primeros trinos de los pájaros. El fresco airecillo de la mañana nos vino a la cara cuando salimos al jardín para acompañar a Svea hasta el coche.

Se oyeron pasos detrás de nosotros. Y Flora apareció tambaleándose. No dijo nada, tenía una palidez cadavérica, se dirigió lentamente hacia un manzano en flor y se apoyó contra el tronco.

¿Quería ir también? ¿Se había arrepentido de lo que había dicho y tenía miedo de que Svea le fuera a quitar los niños?

Svea se detuvo y la miró implorante.

Flora se apartó lentamente del árbol, su cuerpo oscilaba, y su vista no se apartaba de Svea.

¿Con qué iba a salir ahora?

Parecía como un animal que se concentra antes de dar el salto.

A nosotros no se nos ocurría nada, y allí estábamos helados y mirándola con insistencia.

Tambaleándose, se agarró a una rama del manzano. Pareció de pronto como si estuviera totalmente despierta; se la llevó a la nariz, olió las flores y cortó una ramita.

Se enderezó entonces y avanzó, tambaleándose, triunfante y se la entregó a Svea.

Reflexionó un segundo y dijo:

—Para Edvin. De su madre…

Svea asintió y cogió la ramita florida.

—Se la entregaré a él. ¡Gracias, Flora! ¡Vete a acostarte ahora!

Lo que ocurrió en la cabaña de Flora aquella noche no lo sé ni siquiera hoy. No hubo nadie que hablara de ello más tarde. Seguramente, se lo querían guardar para sí mismas, tanto Svea como Carolin. Yo lo comprendía muy bien.

Pero algo importante tenía que haber ocurrido, puesto que lo que yo no había logrado lo consiguió Svea.

Cuando el coche regresó, ya salido el sol. Svea venía no solamente con Ejnar y Edit, sino también con Carolin.

De esta manera, Carolin regresó a nuestra casa.

Lo más notable era que nadie de los de casa pensaba especialmente en ello. Parecía cosa natural. No hacían falta ni explicaciones ni disculpas. Casi parecía como si nunca se hubiera marchado.

Si tenía algo pendiente con papá, nadie pensaba ya en ello. Ya se arreglarían ellos mismos. Yo no pensaba preguntar nada. Si Carolin quería hacerme alguna confidencia, tenía que hacerlo voluntariamente.

Ahora teníamos otras cosas en que pensar. El pequeño Edvin había muerto y Svea se había hecho responsable de Ejnar y Edit. Ahora todo giraba alrededor de los pequeños.

Todos creíamos que Flora, tan pronto como se recuperase, retiraría todo lo que había dicho a Svea y exigiría que le fueran devueltos los niños; pero no lo hizo.

Era evidente que la muerte de Edvin le había producido una profunda impresión. Cuando se despertó a la mañana siguiente en el cuarto de Svea, y supo que los pequeños estaban en la casa, se dio prisa en levantarse. Los niños habían dormido en el cuarto de la buhardilla, donde había vivido la Olsen. Svea había dormido también allí y cuando le preguntó a Flora si quería subir para estar allí cuando se despertaran, Flora contestó categóricamente que no. Mantenía todo lo que había dicho. No precisamente que se iba a arrojar al Oset, esto no lo repetía ahora, pero si Svea se quería ocupar de los niños, lo podía hacer perfectamente.

Flora encontraba que ya había cumplido su cometido. Había tenido que sacar adelante muchos niños en su vida y sola, por lo que era justo que a los que no habían tenido hijos en su vida, les tocara ahora su turno.

Pero si Svea no quería tenerlos, debería decirlo inmediatamente, para que Flora pudiera arreglarlo de otra forma.

Svea no dijo mucho, casi no se atrevía a creer lo que acababa de oír. ¿Que los niños iban a ser siempre para ella? ¿Era esto lo que Flora quería decir realmente?

¡Sí, así lo quería Flora! Y que no viniera después Svea a quejarse en caso de que los niños fueran difíciles, pues debería saber que a lo hecho, pecho. Si Svea se había tomado la molestia una vez, tenía que responder para siempre.

Svea sonreía. ¿Iba a rechazar esta felicidad inesperada? ¿Cómo lo podía creer Flora?

—Sí, sí, ya verá lo fácil que es —dijo Flora y se puso en camino.

Se mantuvo alejada de los niños. Sólo aparecía cuando calculaba que los pequeños estaban dormidos. No quería verlos. Parecía como si fuera tímida ante sus propios hijos. Ni siquiera cuando venía y estaba bebida los quería ver. Tal vez fuera esto lo mejor para los pequeños. Cuando estaba totalmente decidida a no ocuparse de ellos, tal vez fuera lo mejor que la dejaran de ver.

Vino para hablar del entierro de Edvin. Mamá le ofreció su ayuda, pero ella quería arreglarlo todo por sí misma. Quería llorar a solas por su hijo muerto, decía enérgicamente, y nosotros la comprendíamos.

Pero el tiempo pasaba y no se hacía nada, y, finalmente, vino una noche bastante tarde y le contó a Svea sus apuros. Se le había acabado el dinero que había recibido para el entierro. Pero no era culpa suya. Había ido al carpintero muchas veces para encargarle un ataúd, pero la tristeza se había apoderado de ella, y se había visto obligada a mitigar sus penas. El dinero se había evaporado.

Aunque hubiera ahorrado hasta el último céntimo, no hubiera sido suficiente, teniendo en cuenta que el carpintero quería hacer negocio. Y ella quería, además, una caja blanca. Pero ahora tendría que ocuparse, naturalmente, la caridad pública de todo, si no había nadie que quisiera intervenir y ayudarla con algún dinero.

Si era la caridad pública la que se encargaba, el pequeño Edvin se quedaría sin la caja blanca. Tendría que contentarse con una caja de madera sin pintar.

Sí, era algo verdaderamente triste, y como es natural se le ayudaría con lo que necesitaba. Pero darle dinero no era nada aconsejable, y esto lo comprendía también ella.

—A pesar de que no fue culpa mía que el dinero se acabara —aseguraba ella—. Todos caen sobre una como gavilanes hambrientos. No conseguí quedarme ni con un céntimo para mí. Así, ahora, me he quedado sin dinero.

Miraba acongojada a Svea. Lo peor es que ella no sabía cómo se las iba a componer durante el entierro sin tener nada con que «fortalecerse». En ella, el aguardiente obraba como una medicina; no bebía para emborracharse; lo hacía para aclarar sus pensamientos.

Finalmente, Svea le dio un dinero y se marchó rápidamente.

—¡He hecho esto contra mi voluntad! —dijo Svea a Carolin tristemente—. Pero es en todo caso la madre del pequeño.

Había ocurrido un extraordinario cambio en las relaciones entre Svea y Carolin. ¿Quién podía creer que, anteriormente, habían estado como el perro y el gato? Ahora eran las mejores amigas.

Carolin se había ganado inmediatamente la confianza de los pequeños; pero muy pronto también consiguió traspasarle a Svea el amor y la confianza que sentían por ella.

—Svea es mucho mejor para ellos que yo —aseguraba.

Y era verdad. Svea tenía muy buena mano para ocuparse de los niños. Toda ella había cambiado. Su desconfianza y su mal humor habían desaparecido como por encanto. Parecía veinte años más joven, ligera, alegre y divertida.

Los pequeños se le entregaron sin reservas.