ALLÍ estábamos medio corriendo bajo la lluvia. Y no en la buena dirección. Cada vez más mojadas y jadeantes.
—Querida Carolin.
No hubo respuesta.
—¿No puedes intentarlo?
—¡He dicho que no! ¡Vuélvete! Vete a casa deprisa. Seguramente estarán intranquilos. Es una desconsideración que los hagas esperar. Y en todo caso, no pienso decirte nada más.
Se apresuró a seguir con la cabeza levantada.
—¡No quiero perjudicarte a ti ni a tu encantadora familia!
—Te portas ahora como una niña, Carolin. ¿Lo sabes? ¡Y, además, cruel!
Corrí tras ella, tratando de seguir su paso. Iba cada vez más deprisa. La lluvia azotaba.
—¡No pienso ceder! ¡Lo sabes muy bien!
No me contestó. Jadeando traté de aclararle que lo peor que se puede hacer con una persona es introducirla en un mundo de suposiciones hasta dejarla en una situación próxima a estallar de inquietud. ¡Y de pronto dejarla a medio camino! Es casi inhumano.
Ella reía.
—¿Inquietud…? ¿Has dicho inquietud? ¡Curiosidad llamo yo a eso! ¡Avidez de sensaciones!
—¿Estás loca? ¿Crees que yo iba a correr de esa manera…? Con esta lluvia, para que…
Las palabras se me atragantaban. Estaba furiosa.
—Naturalmente, las personas pueden correr como galgos para satisfacer su curiosidad.
—Eres tan tonta que debería volverme.
—¡Hazlo entonces!
—¡No!
Se detuvo y me miró fijamente.
—Por lo demás, es el mejor servicio que me podrías hacer. Nada mejor.
—¡No lo creo!
—¿De veras?
—No, puesto que cuando se es tonta de remate no puede una con una misma. ¡Y entonces no se quiere estar sola!
—¡No te hablo más!
Se puso en marcha nuevamente con grandes pasos. Y siempre en la dirección opuesta.
Pero pronto se vería obligada a detenerse. Íbamos camino del río Oset.
La cabaña gris de Flora se divisaba allá a lo lejos. Cuando pasamos delante no pudimos continuar mucho más lejos so pena de caer al río.
Yo estaba sofocada y empezaba a agotarme. La situación era tan absurda que me entraron unas ganas locas de reír.
—¿Habíamos pensado que nos íbamos a bañar?
No contestó. Continué, embalada.
—¿No crees que ya estamos bastante mojadas?
Carolin siguió impasible; sus pies se movían con ligereza sin igual; de vez en cuando se metía en un charco y el agua salpicaba por todas partes, como si tal cosa.
¿Qué iba a decir Flora si nos veía llegar corriendo en aquel estado y con aquel aguacero? Pasamos precisamente por delante de la cabaña; vimos que todo estaba muy oscuro dentro.
Eran las diez de la noche. Se veía muy mal. Y no podíamos ir más allá.
El agua nos cortaba el paso, turbulenta y grisácea.
Nos llegó el eco de un llanto.
Cuando volvimos la cara vimos que la puerta de la cabaña de Flora estaba abierta e iba y venía a merced del viento. El llanto procedía del interior. Nos apresuramos a ir hacia allí.
Cuando llegamos, todo estaba en silencio. Dentro reinaba la más completa oscuridad y al principio parecíamos ciegas. Entramos a tientas, hasta que nuestros ojos se acostumbraron y pudimos distinguir los objetos.
En la habitación no había nadie.
Allí reinaba un desorden espantoso. Los pocos muebles que había, estaban de cualquier manera. Todo estaba manga por hombro.
El sofá donde Flora acostumbraba a dormir estaba, eso sí, en su sitio, pero cubierto de trapos y cosas viejas. La esquina, donde dormían los pequeños, estaba también vacía. Unos trozos de manta y un viejo almohadón era todo lo que había.
Ni siquiera los gatos aparecían por ningún sitio. Ellos, que acostumbraban a ronronear por toda la casucha.
En la mesa había el mismo revoltijo. Allí se oía un crujido, y una rata soltó asustada un mendrugo de pan y saltó de la mesa cuando nos aproximamos. Por lo demás, el silencio era completo.
Pero ¿habíamos oído llorar?
La puerta del dormitorio estaba cerrada.
Carolin se dirigió hacia allí y yo la seguí.
No tuvimos que darle vuelta a la llave, pues no estaba cerrada. Carolin la empujó con cuidado.
La lámpara de petróleo oscilaba allí dentro. La corriente de aire casi apagaba la llama, pero de repente se rehízo.
Nos encontramos con una escena terrible.
Carolin buscó mi mano y la apretó con fuerza.
En un principio no comprendíamos lo que veíamos. Lo que significaba aquel cuadro.
Los pequeñuelos estaban allí dentro.
Edit y Ejnar estaban a cada lado de una pequeña mesa poco segura.
Sobre la mesa yacía el pobre Edvin con una sábana mugrienta encima. Tenía los ojos cerrados. Junto a su cabeza oscilaba la débil llama de un cabo de vela. Una mosca negra revoloteaba alrededor de su pálida naricita.
Edit sostenía una punta de la sábana.
Tan pronto como nos vio se apresuró a ponerla sobre la cara de Edvin. Se llevó después las manos a los ojos y empezó a llorar de manera desgarradora. Mientras que Ejnar, sin lágrimas, miraba fijamente en la oscuridad.
—¡Pobres niños! Carolin soltó mi mano. ¿Dónde está vuestra madre?
Sí, la madre había salido para buscar ayuda.
—¿Habéis estado solos mucho tiempo?
No lo sabían. Era Ejnar quien hablaba. Edit no retiró sus manitas de los ojos y continuó llorando en silencio. Carolin la cogió en silencio en sus brazos y yo me ocupé de Ejnar.
Pero cuando pensábamos dejar el dormitorio, trataron de soltarse y extendieron sus brazos desesperados. No querían apartarse de Edvin. Habían prometido guardarlo hasta que la mamá volviera. No debían dejarlo solo.
Como siempre, Carolin reaccionó enseguida.
—No, no vamos a dejar a Edvin. Sólo había pensado salir fuera y coger algunas flores para Edvin. Ya no llueve ahora.
Su voz era dulce y seria. Los pequeños se tranquilizaron. Edit retiró sus manos de los ojos y se preguntaba dónde podía haber flores.
Lo mismo hacía yo. Alrededor de la cabaña de Flora no había vegetación alguna. La oscuridad reinaba también fuera.
Pero Carolin se acercó a la ventana y nos hizo ver que las nubes se habían disipado y ahora lucía la luna.
Allí estaba ella con la pequeña Edit en brazos, y yo me puse detrás con Ejnar. Miramos allá arriba, donde estaba la luna.
Carolin contó que la luna había abierto un gran agujero en medio de todas las nubes, pues quería brillar mucho esta noche sobre la cabaña de Flora. Nos mostraba todos los charcos que había alrededor de la cabaña. En cada uno de ellos se reflejaba la luna, despidiendo rayos de luz. ¿No era hermoso?
Los pequeños miraban con ojos llenos de admiración y con todos los dedos en la boca.
—Brillan por Edvin —susurró Carolin—. ¿Qué os parece?
Sí, Ejnar y Edit podían estar satisfechos. Siguieron mirando los charcos largo rato, tanto que al final, la luna se reflejaba en sus ojos, susurró Carolin.
—¡Sí, mira! ¡En todos los ojos hay claro de luna!
—¡Es por Edvin! —dijo Ejnar con un suspiro de satisfacción.
—Naturalmente, por Edvin…
Después nos fuimos silenciosamente bajo la luz de la luna, sorteando los charcos relucientes, hasta el bosquecillo que había un poco más allá, donde Carolin sabía que todavía había anémonas.
Mientras ella cogía las flores para Edvin con Edit y Ejnar, y limpiaba después un poco en la casa, quería que yo me fuese enseguida a casa a contarle a Svea lo que había pasado.
¿Svea? ¿Por qué, precisamente?
—Sí, creo que Svea es la mejor ayuda que podemos tener ahora.
Además, Svea tenía derecho a saber enseguida lo que le había pasado a Edvin. Carolin estaba tranquila y serena. Era difícil imaginar que era la misma Carolin que corría bajo la lluvia hacía escasamente media hora.
—En este momento no puedo pensar claro —me dijo—, pero habla con Svea.
—Sí.
—No tienes ahora la bicicleta, pero tómate el tiempo que necesites. Yo me quedó aquí con los pequeños hasta que regreses. ¡Saluda a Svea!
Acabamos de encontrar anémonas en el bosquecillo. Cogí algunas que le entregué a Carolin antes de marcharme.
—Voy a darme prisa.
—Muy bien.
Carolin sonrió un poco y se inclinó sobre la cabecita de los niños. Me puse en camino. Cuando había caminado un trozo volví la cabeza y me salieron las lágrimas.
Allí estaban bajo el claro de luna aquellos pequeños, recogiendo anémonas para el pobre Edvin.