LOS días pasaban.
Las vacaciones de verano estaban cerca. Sólo quedaban un par de semanas de clase, y mamá y papá hablaban de dónde íbamos a pasar el verano.
¡Ya era tiempo de tomar una decisión!
¿Íbamos a viajar? ¿O nos íbamos a quedar todo el tiempo en nuestra casa de verano? Mamá lo quería saber, pues necesitaba preparar los trajes y el resto de las cosas según donde fuéramos. Pero papá no quería decidirse, contestaba con evasivas y pensaba que no había tanta prisa.
Todos los años ocurría lo mismo. Cuando se trataba del verano, mamá y papá no se ponían de acuerdo en sus deseos. Mamá soñaba en el verano durante todo el invierno. ¡Ahora había más luz y todo era más fácil! ¡Todo era como un signo de esperanza!
Para papá no había diferencia alguna. Se diría que casi no se daba cuenta de la llegada del verano. Sí, lo veía venir a través de mamá, de sus reacciones, pero no más.
Se daba cuenta, naturalmente, de que los días eran más largos, y esto le gustaba, puesto que podía sentarse y leer y escribir sin necesidad de encender las apestantes lámparas de petróleo. Los ojos se sentían mejor; es decir, que a su manera, también papá estimaba la llegada del verano.
Pero lo más importante para él era el no tener que ocuparse de la escuela. Durante un par de meses no tenía necesidad de pensar más que en aquello que le interesaba. Y ahora quería emplear el mayor tiempo posible para trabajar en su biografía sobre Swedenborg. Ante todo, quería tener paz y tranquilidad. Esto significaba que preferiría, con mucho, quedarse solo en la ciudad.
Mamá, naturalmente, no lo veía muy divertido, y nosotros tampoco.
Esto creaba en casa situaciones tensas.
El año pasado había ocurrido lo mismo. Durante el invierno, papá debía pasar casi todo su tiempo libre en el campo para poder trabajar en paz. Durante el verano debía estar en la ciudad por la misma razón.
Parecía como si huyese de su incómoda familia. Empezábamos a sentirnos así, como si fuéramos su estorbo en todas partes. ¿Cuánto tiempo tenían que continuar las cosas así?
—Sólo hasta que el libro esté terminado —gemía papá con aire de víctima.
Pero así habían pasado varios años. No se podía evitar que empezáramos a cansarnos de aquel libro que nunca se terminaba.
Las discusiones sobre las vacaciones veraniegas eran tan frecuentes durante las horas de las comidas que hasta nos olvidamos de hablar de Carolin.
Creo que empezábamos a perder la esperanza de verla de nuevo en casa. Al principio, mirábamos con gran interés en el buzón, corríamos al teléfono cuando sonaba y esperábamos confiados. Pero cada día que pasaba sin el menor signo de vida, nuestras esperanzas disminuían y empezábamos a hacernos a la idea de haberla perdido para siempre. Teníamos que comprender que si era Carolin la que nos había dejado, era un hecho irrevocable. No tenía intención de aparecer de nuevo.
Roland y yo habíamos ido en bicicleta por toda la ciudad, investigando todos los rincones, preguntando en todos los talleres, fábricas y otros lugares de trabajo. Se podía pensar que el hermano de Carolin trabajaba en alguno de esos sitios. Pero ni a Gustav ni al hermano les vimos el pelo. Hasta Roland empezaba a aceptar ahora que se había ido de la ciudad.
Un buen día, cuando menos lo pensaba, me lo encontré de nuevo.
Fue después de la escuela; yo iba en bicicleta y llevaba mis libros en la parrilla. El sol brillaba con fuerza; pensaba elegir un lugar y sentarme allí para repasar mis lecciones.
Pedaleaba despacio a lo largo de la orilla del río dejando que el sol acariciase mi rostro. Era delicioso el trino de los pájaros y espectacular el chapoteo de las aves acuáticas y su increíble habilidad para la pesca. Arriba, en el puente, unos viejos, lanzaban al agua, con sus cañas, los anzuelos. Alguien remaba lentamente en el río, abandonando a la corriente perezosa una red amarrada a la barca.
Todo estaba tranquilo y silencioso.
Allá, a lo lejos, se oía una armónica. Me sentía tan apacible y serena como no lo había estado desde hacía mucho tiempo.
Pero de pronto me dio un vuelco el corazón.
Sentado en una piedra, junto al agua, estaba el hermano de Carolin pescando. En pleno día. Junto a él, en el suelo, tenía una mochila vacía. Había tenido suerte, pues sobre la hierba se veían varias pencas, que brillaban al sol. Había también allí un cubo vacío y un bote con gusanos.
Estaba sentado y leía un libro mientras aguardaba a que los peces picasen. Había dejado su bicicleta junto a un árbol, arriba, en el camino.
Tuve una idea; me bajé de la bicicleta y la coloqué junto al mismo árbol, al otro lado del tronco. Me podía escurrir por la pendiente de hierba hacia el río sin ser descubierta.
Me senté, con mis libros, algunos metros detrás de él. Allí estaba yo, tratando de concentrarme. Pero me era imposible. Hacía como si leyera. Pensaba todo el tiempo cómo debía proceder para entrar en conversación con él.
¿Debía levantarme e ir directamente hacia él? ¿Decirle quién era yo y preguntarle por Carolin? ¡Directamente, sin rodeos!
Así hubiera actuado Carolin. Era lo más sencillo. Pero ¿por qué me parecía la cosa tan imposible? ¿Tenía miedo?
¿Tal vez de ser rechazada?
¿Era posible que Carolin le hubiera dado a su hermano orden de no decirnos dónde estaba? Me hubiera disgustado mucho, pues ello significaría que Carolin ya no quería vernos más.
Pero era un riesgo que yo tenía que correr. Lo máximo a lo que me exponía era a ser rechazada. Si me creía una descarada, lo podía hacer. Tenía por lo menos que comprender que si yo veía a alguien que podía ser el hermano de Carolin, quisiera hablar con él. Era casi vergonzoso el no preguntar por una persona que ha desaparecido.
A pesar de todo, me palpitaba el corazón con sólo pensar que tenía que bajar y hablar con él. Todavía no me había visto.
Entonces picó un pez. Lo observé mientras lo desenganchaba del anzuelo. Como era un barbo, lo devolvió al agua.
Cuando después se volvió para coger el bote con los gusanos, me vio, pero no reaccionó; me dirigió una mirada distraída y empezó a colocar la lombriz en el anzuelo. Lanzó la caña y se puso a leer.
Pensé que debía ver qué libro leía. Es algo que no puedo resistir. Tan pronto como veo un libro en las manos de alguien, tengo que saber, inmediatamente, de qué libro se trata. Es casi una manía.
Pero sostenía el libro de tal manera que me era imposible ver el título. Esto me molestaba, y durante un largo rato no hice otra cosa que mirar hacia aquel libro. ¡Alguna vez le tendría que dar la vuelta y lo podría ver!
¡De pronto, el corcho empezó a agitarse! Tenía que ser una buena pieza, pues dejó el libro en la hierba y se precipitó hacia la caña. En el anzuelo coleaba una perca de buen tamaño. La soltó rápidamente del anzuelo, la mató contra una piedra, echándola después, con los otros peces que tenía en la hierba. Cogió el bote. Colocó un nuevo gusano en el anzuelo. Me volvió a lanzar la misma mirada distraída.
¡Por fin vi el título del libro!
«Los tres mosqueteros». ¡Era nuestro libro! El que nos había regalado la abuela por Navidad. Roland se lo había prestado a Carolin, y ahora estaba su hermano aquí leyéndolo. Tenía también, por tanto, libros que tampoco había devuelto. No eran sólo las fotografías. Una razón más para acercarme y decir quién era.
El sol iba declinando rápidamente. Me atacaban las hormigas. Estaba nerviosa. El tiempo corría. Tenía que volver enseguida a casa para cenar.
¡Y aquí estaba yo tranquilamente sentada!
Entonces se levantó de la piedra en que estaba sentado allá abajo. Me estremecí. ¡Ahora o nunca!
Empezaba a recoger sus peces y a enrollar el sedal. Pensaba marcharse. Me entró pánico y me quedé fría.
¿Qué iba a hacer yo?
Hacía tiempo que me había visto sentada allí. Parecía un poco raro que, precisamente, cuando iba a marcharse, me adelantara para hablarle de su hermana. Lo debía haber hecho, naturalmente, tan pronto como lo vi. Ahora me encontraba ridícula. Seguramente no se acordaba en absoluto de que era yo la que estuvo a punto de caerse al agua aquella vez que llegó con Gustav y se paró con su bicicleta. A pesar de que Gustav, en realidad, me saludó, yo pensaba que para él era una total desconocida.
Tal vez era mejor dejar que se marchara y seguir tranquilamente sentada hasta que desapareciera.
¡No!
¿Era verdaderamente tan cobarde?
¿Qué importancia tenía que hubiera estado allí sentada un rato? No era más que un pretexto.
¡Aquí estaba el hermano de Carolin y, al fin, al alcance de la mano! Si esperaba, corría el riesgo de no volver a encontrarlo jamás. Ésta era la ocasión para poder saber dónde estaba Carolin. Lo que le había ocurrido. Por qué se había marchado.
¡Y no iba yo a atreverme!
Él empezaba ya a remontar la pendiente hacia las bicicletas.
Pronto sería demasiado tarde.
Me levanté, recogí rápidamente los libros y subí la cuesta volando hacia él.
Nos encontramos bajo el árbol, junto a las bicicletas.
No me miró. Cogí la bicicleta pero me quedé quieta bajo el árbol, esperando, mientras él arreglaba sus cosas. Lo hacía con toda tranquilidad; colgó el cubo con los peces en el manillar, metió el libro en la mochila y se la colgó a la espalda.
Después cogió la bicicleta.
Allí estaba yo con el corazón palpitante sin saber cómo iba a empezar. Pensaba que él me dijera algo, pero no hizo ni el menor gesto para ayudarme; hacía como si no comprendiera que yo quería algo de él.
—Perdone… —dije.
Y después ya no me salió nada más.
Entonces me dirigió su mirada, y yo la recibí muy colorada. Sus ojos estaban tranquilos e impasibles.
De pronto, movió una de las cejas de la manera conocida, y allí estaba él mirándome con cierta altivez e iniciando una sonrisa. Igual que Carolin. Su parecido era tan grande que yo estaba desconcertada y con ganas de zarandearle.
Creo que se dio cuenta de ello, pues entonces se encendió la sonrisa en sus ojos y todo su rostro resplandeció.
Y empezó a reír.
Yo jadeaba. ¿De qué se reía? Estaba a punto de llorar. Pero entonces reaccioné y lo traspasé con mi mirada. No tenía ningún motivo para…
¡Y entonces, súbitamente, comprendí la verdad! Primeramente me puse furiosa, pero enseguida rompí a reír yo también.
No era en absoluto el hermano de Carolin quien tenía yo delante.
Era ella misma la que estaba allí.
Volví a colocar la bicicleta junto al árbol.
Ella hizo lo mismo.
Después nos quedamos frente a frente un largo rato, mirándonos fijamente.
—Pero ¡qué estúpidas! —dije yo finalmente—. ¿Qué vamos a hacer ahora?