—¡TIENE que tener un doble masculino! ¡De lo contrario, es imposible! ¡Sencillamente, era idéntico a ella!
Roland había visto a un joven en la calle, que se parecía tan extraordinariamente a Carolin que se paró y lo miró asombrado.
—Pero ¿qué dices? ¿Sigue él en la ciudad? —le contesté mientras me miraba algo sorprendido.
—¿Sabes quién puede ser?
—No, en absoluto.
Nunca pensé que Carolin pudiera tener un doble. Había dado por descontado que era su hermano el que me encontré.
—¿Hermano? No tiene tampoco hermanos.
—Sí, los tiene. Eso lo sé yo.
—¿Cómo lo puedes saber?
Le expliqué que precisamente la propia Carolin lo había nombrado en una ocasión.
—Se veía que estaba muy encariñada con ellos.
—Es raro. Nunca me ha dicho que tenía hermanos. No quería hablar de ella misma.
Comprendí que Roland estaba dolido porque yo sabía de Carolin más que él. Pero le tranquilicé cuando le dije que había estado igualmente reservada conmigo. Fue por casualidad el conseguir que hablara de los hermanos. Por lo demás, yo no sabía mucho más de ella que el resto de la familia.
—¿Cuántos hermanos tiene?
Ni eso sabía. Me había dicho, de paso, que comprendía lo que sentía por los hermanos, pues ella también los tenía.
—¡No, perdón! Medio hermanos, ahora me acuerdo, pero no dijo nunca cuántos. Sólo que los estimaba. Que hasta los «quería», dijo.
—¿No habló de que tenía un hermano aquí, en la ciudad?
—No, ni una palabra. Y tan pronto como yo trataba de preguntarle algo más, cambiaba de conversación. Es cierto, Roland, no sé más que tú.
—¿Cómo puedes saber que es su hermano?
Roland tenía razón, pero es que eran increíblemente iguales. Como dos granos de uva. No me extrañaría que hasta fueran gemelos. Cuando le vi por primera vez este invierno, me quedé tan asombrada como ahora Roland.
—¿Por qué no me has hablado nunca de esto?
—Porque ella no me dijo nada. Hubiera sido como contar chismes de la escuela.
Roland comprendía. Él también se hubiera guardado para sí tales cosas; estaba pensativo.
—Lo curioso respecto a Carolin era —dijo él— que nos hizo aceptar cosas como no lo hubiéramos hecho tratándose de otra persona. El misterio que la rodeaba, por ejemplo… No pudimos nunca, en realidad, saber quién era. Y lo aceptamos.
Me miraba con los ojos llenos de interrogantes. Yo sentía lo mismo. Y sólo podía contestar con nuevas preguntas y conjeturas.
—¿No crees que su razonamiento era —le dije yo— que la teníamos que aceptar tal como se presentaba ante nosotros? Se trataba de Carolin en persona. De dónde procedía o cuál era su pasado, eran cosas que ella consideraba que no debían importarnos. En cierta manera tenía razón. No cambiaba, ni para mejor ni para peor, porque supiéramos más de ella.
Era como era. Al cien por cien. Y encontraba que nos debíamos contentar.
—¡Contentarnos! —Roland inclinó la cabeza sonriente—. Era más que suficiente. Debo decirte que yo no creí nunca que pudiera existir nadie como Carolin.
Se puso colorado y para mayor seguridad añadió que a Nadja le parecía lo mismo.
—Pero ¿qué crees tú de mí? Puedes estar seguro de que la echo mucho de menos.
Roland volvió la cara rápidamente. Su voz parecía forzada cuando dijo que todo el tiempo había creído que Carolin volvería, pero ahora ya no estaba tan seguro. Tal vez se había cansado de nosotros.
—A su lado no se es nadie…
—¡Tú tampoco puedes decir eso!
Carolin no razonaba de esta manera. No comparaba a las personas, ni con ella misma, ni con otras; aunque criticara y dijera lo que le salía del corazón, nunca había tenido la sensación de que nos mirara con desprecio, o que nos encontrara ridículos o poco interesantes. Es verdad que podía sentirme insegura delante de ella, pero era casi siempre por mi culpa. No me atrevía a ser tan incorruptible como ella. Roland hizo una mueca.
—Ya sé qué quieres decir —dijo—. Tenemos que ser siempre bien educados. Carolin no tenía tales complejos. Pero nosotros lo llevamos en nuestra propia sangre. Seguramente no hay posibilidad de cambiar… Me pregunto si no estaremos ya perdidos… Tal vez lo descubrió y por eso renunció.
—Tú sabes muy bien que Carolin no se rinde nunca. Puede estar enfadada y desilusionada, pero no…
Roland me interrumpió enseguida asustado:
—¿Crees que estaba decepcionada de mí?
Me reí y moví la cabeza.
—No, no lo creo en absoluto.
No, si Carolin estaba decepcionada era seguramente de papá. Él le tuvo que haber dicho algo aquella noche…
Roland me volvió a interrumpir.
—¡Estás diciendo lo que he estado pensando todo el tiempo! ¡Qué le pudo haber soltado papá! Se lo he preguntado muchas veces, pero no quiere contestar.
Roland había cavilado mucho sobre ello, el papel de papá en la desaparición de Carolin. Claro que Svea tenía gran culpa en todo el desenlace. Si no hubiera perdido la cabeza y exigido el despido inmediato de Carolin, nada habría ocurrido.
Pero la gota de agua que hizo que el vaso se derramase tuvo que ser la conversación con papá. Fue después cuando Carolin se encerró en su cuarto y se negó a hablar con los demás. Esto no lo había hecho nunca. No era propio de ella.
Y después nadie la volvió a ver. A la mañana siguiente había desaparecido. Sí, ¿qué le pudo decir papá? Aquella propuesta sobre la que le pidió que reflexionara…
¡Pensar que tal vez huyó para no tener que decidir!
¿Quién sabe?
Lo más extraño fue que papá no mostró la menor intranquilidad cuando desapareció Carolin. Tomó la cosa con increíble calma. Tampoco parecía que tuviera mala conciencia, como le hubiera ocurrido si de alguna manera hubiera sido injusto. No es una persona desconsiderada, ni brutal, ni despiadada. Todo lo contrario. Sufre terriblemente si siente que ha ofendido a alguien en lo más mínimo.
Pero ahora no existía signo alguno de que se hubiera arrepentido.
Ni Roland ni yo creíamos que le hubiera dicho a Carolin algo inconveniente. Ella, por el contrario, tenía un gesto muy violento. No hacía falta mucho, a menudo, para que se enfadara. Y entonces se ofendía, como lo hizo tras el ultimátum de Svea.
Después, papá trató de mediar. Misión que debió ser imposible. Pudo haberse embrollado un poco y no ser bien comprendido. Quizá Carolin no consiguió dominarse y se marchó. Después se avergonzó de ello y no quiso ver más la cara de papá.
No era muy probable. Carolin no era cobarde. Y en tal caso, papá no hubiera tomado su desaparición con la tranquilidad con que lo hizo.
Es muy posible que estuviera tan excitada y dolida de la elección entre ella y Svea, que, cuando lo supo de labios de papá, prefirió abandonar el campo en lugar de defenderse.
Pero ¡a pesar de todo!, si sólo había sido esto, podía haber solucionado el problema de una manera más elegante.
Cuanto más pensábamos en lo que había pasado, lo veíamos con menos lógica.
Era un enigma. Sin conocer toda la historia, no merecía la pena tratar de hacer conjeturas.
Lo más interesante ahora era que el hermano estaba en la ciudad. Yo no lo creía. Tenía la idea de que Carolin y él capeaban juntos todas las tempestades. Había venido al mismo tiempo y tenía por seguro que también se habían marchado juntos.
Pero Roland era de otra opinión.
—¿Por qué razón? —decía él—. ¿Por qué debía él terminar su trabajo, sin más ni más, porque ella lo había hecho? Parecía que él tenía amigos en la ciudad. Cuando le vi por primera vez iba con una pandilla de jóvenes. No creo, en absoluto, que adaptase su vida a la de Carolin. Ella no lo hubiera hecho y él, seguramente, era igual. Por lo demás, te diré, que yo no te hubiera seguido si hicieras algo que no me convenía. Esto no es un obstáculo para ser amigos y estar unidos.
Miré a Roland. ¡Qué sensato cuando quería! En realidad, parecía increíble que una persona tan seria hubiera hecho tantas tonterías como él hizo durante un tiempo con Carolin. Entonces no era el mismo. No se lo quería decir ahora, pero, en su caso, Carolin no había dado pruebas, desgraciadamente, de sus mejores intenciones. Le había hecho desempeñar el papel de payaso. Esto lo debería saber, pero yo no tenía corazón para atormentarle, precisamente ahora.
Pero ¿se daba realmente cuenta Roland del papel que había jugado?
Junto a Carolin, él no era nadie, había dicho. No tenía oportunidad de ser él mismo. Ella había estimulado los defectos de Roland, y esto no se lo podía perdonar yo sin más ni más.
Si Roland hubiera podido ser él mismo, como era ahora, no hubiera tenido necesidad de sentirse como una nulidad junto a ella. Cuando llegase la ocasión le hablaría de ello, pero entonces, como he dicho, no.
Hablábamos precisamente del hermano de Carolin. Roland sostenía que lo más importante que había ocurrido era precisamente, que a través de él, tuviéramos la posibilidad de saber dónde estaba Carolin. Seguro que el hermano lo sabría.
Si Roland hubiera tenido la menor idea de que era su hermano con quien se encontró aquella noche, se hubiera dirigido a él inmediatamente para preguntarle por Carolin. Pero entonces creía que lo había soñado, que era un fantasma o bien un doble, o tal vez una mera alucinación.
Últimamente veía a Carolin por todas partes, con el consiguiente sobresalto, y después bajaba de la nube. Todo había sido un sueño. Por eso, esta vez no se había fiado del testimonio de los sentidos, sino que se había parado con la boca abierta.
¡Pero todavía no era demasiado tarde!
Debíamos ambos estar vigilantes para ver si podíamos encontrar al hermano mientras estaba en la ciudad. El verano estaba próximo y nunca se sabía…
¡Si por lo menos supiéramos dónde trabajaba! Entonces sería muy sencillo.
Roland me miraba como si tuviera una propuesta, pero yo no sabía nada, no era fácil adivinar dónde trabajaba aquel joven que había visto danzando y jugando con una naranja, bajo una farola, en pleno torbellino de nieve.
Mi fantasía no era suficiente para ello. Pero, naturalmente, tenía que ganarse la vida de alguna manera. Roland tenía razón. El hermano de Carolin tenía que trabajar en algún sitio. ¿Cómo podría saberlo? ¿Tal vez Gustav? Ellos se conocían. A pesar de que no era fácil encontrar a Gustav, cuando no tenía ni la menor idea de dónde podía vivir. No se le veía casi nunca por la calle. Una sola vez me lo encontré, y entonces iba con el hermano de Carolin.
Además, casi con toda seguridad, no se cruzaban nuestros caminos ni nuestros horarios.
Pero ahora estábamos en primavera; la gente salía a la calle mucho más, brillaba el sol y el campo era una bendición.
¡Yo tenía mi bicicleta! Podía corretear todo lo que quisiera. Debía confiar en la suerte.