Capítulo 19

—¡NO podemos dejar que desaparezca de esta manera! Tenemos que buscarla —le dijo mamá a papá.

No. Papá no quería. Si Carolin había dejado escrito que se las arreglaría sola, lo haría así. No había que tratar de buscarla. Ello podría perjudicarla más que favorecerla. Svea opinaba lo mismo.

—Sin duda, regresará —Svea parecía ablandada; seguramente no creía en lo que decía.

Carolin había desaparecido. Su cuarto estaba vacío. Lo que quedaba suyo era un ramito de anémonas en el jarrón azul que trajo consigo cuando vino.

—Ha olvidado su jarrón —dijo Roland.

Pero yo no estaba tan segura de que lo hubiera olvidado. Sabía que a mí me gustaba mucho aquel jarrón. En él las flores resultaban muy bonitas. Especialmente las anémonas.

—¿Lo quieres? —me preguntó en una ocasión; pero yo no quería privarle de él.

Tal vez fuese imaginación mía, pero pensaba que me había dejado aquel jarrón como recuerdo. Lo cogí y me lo llevé a mi cuarto.

La consternación en casa era grande. Nadja lloraba abiertamente. No podría olvidar nunca a Carolin, afirmaba lloriqueando. Le echaría de menos siempre, durante toda su vida.

Roland se contenía, pero sus ojos estaban tristes. No decía mucho. Pero cogió una anémona del jarrón y la prensó en un libro.

Mamá estaba más preocupada por la suerte que Carolin iba a correr ahora, en dónde se iba a meter.

Quien tomaba la cosa más tranquilamente era papá. Fue ella la que tomó la decisión, decía papá. Había elegido su destino libremente y nosotros no podíamos hacer gran cosa. Teníamos que respetar su decisión.

—¿Es que dijo no a la proposición de papá? —preguntó Roland.

No, no había dado ninguna respuesta.

—Pero ¿el marcharse no constituye una respuesta? ¿Cuál era en realidad la propuesta?

Roland estimaba que papá debía hablar ahora. Pero puesto que no había habido ninguna contestación, no había nada que hablar, argüía papá. Roland insistió, pero sin resultado. No pudimos saber nada.

Svea, tan segura hasta entonces, estaba ahora casi desconcertada ante la ausencia de Carolin. Había conseguido lo que quería, pero no de la manera pensada. Estaba extrañamente silenciosa. Especialmente cuando supo lo que verdaderamente había ocurrido.

El pequeño Edvin no había estado esperando en la escalera de la cocina, aguardando en vano que le abrieran la puerta y le dieran de comer aquel día que Svea había ido al dentista.

No había venido. Ni siquiera había ido a la escuela.

Estaba en casa de Flora.

El pequeño Edvin estaba de nuevo enfermo.

No era extraño que Carolin no le hubiera visto llegar. Svea deambulaba por la casa cabizbaja.

Carolin había sido castigada innecesariamente. Injusta y duramente. No era muy agradable para Svea pensar en ello.

Mamá quería ahora telefonear a la abuela y rogarle que nos consiguiera otra chica lo antes posible. Pero a esto se opuso Svea rotundamente. No quería ver en casa a otra jovenzuela parecida. Todo marcharía bien.

Pero ¿podría ella sola con todos los trabajos de la casa? Naturalmente que tenía que tener ayuda. De lo contrario iba a quedar extenuada.

No, no quería ninguna ayuda. Prefería trabajar sola a tener que enseñar y amaestrar a más jovencitas imposibles, que después eran unas frescas con muchos humos. Ella pertenecía a la vieja escuela, acostumbrada a trabajar.

Svea deseaba ahora convertirse en una mártir. Creo que lo que quería era castigarse a sí misma. Comprendía que había sido la causa directa de que Carolin se marchara; pero eso no lo podría nunca reconocer. En su lugar se amargaba la vida.

De esta manera hacía que también mamá se sintiera desgraciada. El tener sobre los hombros todo el trabajo de nuestra casa significaba prácticamente que Svea no tendría ni un solo momento libre. ¿Podría con todo? Mamá estaba intranquila. Y Svea se paseaba con un aire de sufrimiento valeroso.

A veces eran sus viejas piernas las que le fallaban o a veces su viejo corazón; siempre tenía algo que no funcionaba debidamente, pero seguía luchando, bajo la mirada inquieta de mamá.

Nosotros, los niños, que esperábamos que, a pesar de todo, Carolin volvería, considerábamos que estaba bien que no viniera otra muchacha nueva.

Mamá le pidió a papá que tratara de convencer a Svea, ya que creía que Svea le escucharía mejor. Pero papá le contestó que la culpa era de Svea. Era más testaruda que un burro, y no daría ni un paso para convencerla.

¿Quién sabe? Papá, tal vez, en su fuero interno, esperaba también que regresaría Carolin.

Había estado entre nosotros poco más de medio año. Con su fuerte personalidad había conseguido en ese tiempo borrar el recuerdo de nuestras anteriores criadas y, de alguna manera, convertirse en la insustituible.

Ninguno de nosotros deseaba una nueva sumisa e indefensa criatura, paseándose por la casa en su lugar.

A veces me imaginaba yo que, tal vez, Svea sentía lo mismo, a pesar de que no quisiera dar su brazo a torcer. Carolin era, además, extraordinariamente hábil. Esto no lo podía negar ni la propia Svea. Ahora, cuando no estaba allí, se notaba la labor que hacía. Especialmente en el jardín, que no era precisamente el lado fuerte de Svea.

En realidad teníamos un jardinero que venía de vez en cuando, pero los cuidados diarios habían sido cosa de Carolin. El jardín no había estado tan bien cuidado y lozano como durante su estancia. Se aproximaba el verano. ¡Qué falta nos hacía ahora! También, aunque Svea y Carolin discutían a menudo, tenían igualmente ratos agradables mientras trabajaban. Gracias, tal vez, a sus altercados. Éstos mantenían la presión, había declarado una vez Svea. Y, además, debía de haber sido para Svea una satisfacción trabajar una vez al lado de una igual, una persona tan capaz como ella.

¡Durante el tiempo de Carolin tampoco se había quejado Svea de dolencia alguna! Había estado extraordinariamente fuerte y sana. Con toda seguridad, no se debía sólo al trabajo agotador, pues de pronto tanto se quejaba de la espalda como de las piernas y el corazón. El rosario de lamentaciones sobre sus dolencias se debía, en buena medida, a que el trabajo le resultaba ahora aburrido, al no tener a nadie con quien pelearse durante el mismo.

Carolin había ejercido un efecto estimulante sobre Svea. De esto no había ninguna duda. ¡Y quién sabe! El motivo más poderoso de que tan enérgicamente se negase a que entrara una nueva sirvienta en la casa tal vez era también, que muy a pesar de todo, en lo más íntimo de su corazón, deseaba que Carolin volviera. Pero inconscientemente, claro está. De labios afuera seguía quejándose del terrible ejemplo de Carolin.

No, Svea no tenía las cosas fáciles ahora.

Era también la intranquilidad por el pequeño Edvin. Había vuelto a tener fiebre y su tos había empeorado. El médico había ordenado que le hicieran unos análisis; sospechaba una grave enfermedad.

Al cabo de algún tiempo, sus sospechas se vieron confirmadas.

El pequeño Edvin padecía de los pulmones. Tenía tuberculosis.

Svea había estado durante mucho tiempo intranquila por ello, pero no se atrevía ni a pensar en la enfermedad de Edvin.

Había creído que todo se arreglaba con la alimentación. La vida y el alma dependen de lo que se come, era su frase. Edvin había estado desnutrido desde un principio. Svea había esperado que se repondría, pero el mal ya no tenía remedio.

Se habló de enviar a Edvin a un sanatorio, y papá se ofreció a prestar la ayuda económica; pero Flora se opuso a enviarlo allí. Estaba sumamente recelosa de todo y de todos.

Gente del dispensario había ido a Oset para desinfectar la cabaña. Tuvieron que contentarse con la molestia. Hubieran querido ocuparse de los otros pequeños para evitar que se contagiaran, pero tampoco lo aceptó Flora. Estaba irritable.

Toda la culpa la tenía la escuela. Si la hubieran dejado decidir por sí misma, nunca hubiera ocurrido esto. Había tratado de evitarle a Edvin sus deberes escolares. Ahora se lamentaba de no haberse mostrado más enérgica.

Nada se conseguía con hablar con ella. Repetía siempre la misma cantinela. Ella misma se las había arreglado perfectamente en su vida sin escuelas, ni sanatorios. Odiaba todo lo que significara una institución. Esas cosas eran para los ricos, no para pobres rapazuelos.

Edvin no fue al sanatorio.

En el dispensario trataron de seguir ocupándose de él. Sabían que las condiciones higiénicas de la cabaña dejaban mucho que desear y, finalmente, consiguieron que Flora aceptara una ayuda, un par de veces a la semana, para llevar a cabo la limpieza más imprescindible.

Pero las discusiones con Flora eran continuas, pues consideraba que había limpiado bastante durante toda su vida y muy bien.

A Svea se le seguía prohibiendo la entrada en aquella casa. Nada podía hacer ahora por el pequeño Edvin, y esto la tenía casi deshecha. Svea podía ser despótica e intransigente, pero nadie podía dudar de que le tuviera verdadero afecto a Edvin. Su pena y su intranquilidad eran verdaderas, y daba pena.

En una ocasión entré yo en la cocina inesperadamente y allí estaba Svea en medio de la habitación. Ella, que era tan vigorosa, parecía encorvada. Tenía una expresión extraña, un poco sorprendente, y fijó sus ojos inexpresivos sobre mí y dijo como excusándose:

—Sí, aquí estoy yo con la boca abierta…

—Ya lo veo —dije yo, y me reí un poco, pero ella no me contestó de la misma manera.

Hizo un gesto de desamparo con la mano, como intentando abarcar toda la cocina y me dijo que se encontraba muy sola en aquella inmensidad.

—¡Aquí acostumbraba a sentarse él!

Cogió la silla de la mesa de la cocina donde el pequeño Edvin acostumbraba a sentarse. Permanecía de pie, inclinada sobre la mesa como si estuviera ensimismada; se olvidó de mí mientras se despachaba en un largo soliloquio: «¡Cómo podían cambiar tanto las cosas en tan poco tiempo! Hacía escasamente un par de semanas todo era vida y movimiento en nuestra casa; ahora, todo estaba excesivamente tranquilo y nadie estaba alegre».

Su voz era cansada y hueca y me miraba con una actitud interrogante. Pobre Svea.

Roland había escrito a la abuela para saber las señas de Carolin, pero recibió la respuesta de que la familia ya no residía allí. Había cambiado de domicilio y desconocía la nueva dirección. No decía nada sobre la marcha de Carolin de nuestra casa, ni tampoco se ofrecía para buscarnos una nueva chica. Estaba bien, puesto que Roland había escrito que seguramente, Carolin volvería a nuestra casa.

Estaba seguro de ello, y yo comprendía que era algo que le servía de consuelo. Le habían regalado, además, una bicicleta el día de su cumpleaños. Lo había deseado desde hacía mucho tiempo. Anteriormente sólo utilizaba la bicicleta vieja de papá.

Yo también hubiera querido una bicicleta, pero el día de mi cumpleaños recibí un libro y dos coronas. Sin duda alguna, había una diferencia, y no podía dejar de pensar que era una injusticia. Él tenía un año más que yo, pero había recibido la bicicleta de papá hacía varios años. Y ahora le regalaban, sin más ni más, una nueva, mientras que nunca se había hablado de que yo recibiría una.

Pensaba en lo que Carolin hubiera dicho de todo esto. Seguramente hubiera protestado.

Por eso me dirigí a papá y le rogué que me diera la bicicleta vieja. Me miró fijamente asombrado.

¡Qué es esto! ¡Qué quería yo una bicicleta! ¿Para qué?

Además, tú no sabes montar en bicicleta. Sentí cómo me ponía colorada del disgusto. ¿De veras? ¿Que no sabía? ¡Qué poco sabía papá de mi! ¡Qué poco se había ocupado de mí!

La verdad era que había aprendido a montar en bicicleta hacía ya dos años. Incluso, me caí una vez y me hice bastante daño, hasta el extremo de que tuve que ir con un vendaje bastante tiempo. ¿Es posible que papá no se hubiera enterado? Sí, cuando se lo dije, recordó que, en efecto, algo había tenido yo en la rodilla. Pero no había pensado que aquello tuviera algo que ver con la bicicleta.

Además, ¿era tan necesario que las chicas montaran en bicicleta?

Me miraba un poco extrañado. Con ese aire tan suyo que adoptaba cuando encontraba que había sido molestado inútilmente.

¿Necesario? ¿Qué quería decir?

¿Es que era necesario para Roland?

Sí, sí, así era. ¡Todos los chicos montan ahora en bicicleta! Él no sabía si era también corriente entre las chicas; pero estaba claro que si yo quería una bicicleta la tendría.

—Podemos ir ahora mismo a comprar una, si quieres; así ya no hay más problemas.

De pronto, tenía prisa, y comprendí que era para poder dedicarse a su trabajo y no ser después molestado.

—Me contentaría con la bicicleta vieja —dije yo.

No, yo tenía que tener una propia. ¡Naturalmente! No era cuestión de que me sintiera postergada. No había comprendido la situación. Pero si era como yo decía, que las chicas montaban en bicicleta, naturalmente…

Papá estaba ahora tan conmovedor, como podía estarlo cuando se le sorprendía demasiado distraído y ensimismado. De pronto se daba cuenta de que no sabía lo que quería.

Nos fuimos Roland y yo, a escoger una bicicleta para mí. Roland apoyaba la operación y venía en calidad de experto. Encontraba que era más que justo que yo también tuviera una bicicleta nueva.

La compra se hizo con rapidez, y precisamente el modelo que yo quería.

Pocas veces, creo yo, he estado tan contenta por algo.

La bicicleta era reluciente y muy bonita. Casi no me atrevía a utilizarla. Cada vez que la empleaba, la limpiaba después hasta que quedaba como nueva.

Roland me invitaba a largas excursiones en bicicleta, y de esta manera, conocí los alrededores de una manera muy distinta a antes, cuando sólo podía pasear y, en muy raras ocasiones, participar en alguna vuelta en coche de caballos.

La bicicleta constituía un gran acontecimiento en mi vida. De alguna manera disminuía lo mucho que echaba de menos a Carolin. Sentía como si, de pronto, tuviera otras posibilidades. Ya no estaba tan amarrada al mismo lugar. Podía moverme. ¡Y quién sabe! ¡Podría ir bastante lejos! Con sólo saber en qué dirección… ¡Pero poco a poco iría aprendiendo!