CAROLIN me hizo ver por primera vez las muchísimas cosas tontas que había en casa. Acepté que era así porque ella me lo decía. El ganar su afecto y simpatía era para mí más importante que cualquier otra cosa. Pero también me abrió los ojos.
Me fijé, por ejemplo, en las puertas. Era sumamente importante que el que pasara por una puerta volviera a cerrarla. Esto regía especialmente para las criadas.
En nuestra casa, entre la cocina y el comedor estaban el antecomedor y un cuartito de paso, que se atravesaban para entrar y salir del comedor.
Las puertas entre la cocina y este cuarto debían estar siempre bien cerradas, tanto para que no se esparcieran los olores de la cocina por el piso, como para que pudiéramos hablar tranquilamente mientras estábamos sentados en la mesa. Mamá tenía una campanilla a su alcance, en la mesa, para llamar cuando quería que viniera la doncella. Cada vez que llamaba, tenía ésta que abrir y cerrar tres puertas. Y casi siempre con las manos ocupadas. Pero no había nadie que hubiera pensado en ello. Me habría vuelto loca si hubiera estado en el puesto de las criadas. Y sobre todo con la paciente vocecita de mamá sonando en los oídos:
—¡Las puertas, por favor! ¡No olvidéis cerrarlas!
Carolin, que por principio era contraria a todas las barreras y obstáculos entre las personas, no hacía maldito caso de las puertas. Pero llegaba Svea con su mala cara y las cerraba detrás de ella.
Vivíamos en muchos detalles de una forma poco natural. Si yo quería hablar con mamá de alguna cosa importante, en cuanto abría la boca se asustaba y me rogaba que bajara la voz.
—¡No tan alto, hija mía! ¡Tienes que acostumbrarte a hablar bajo!
Y después había que vigilar las puertas. Cuando al final podía hablar, casi había olvidado lo que iba a decir. Sí, fueron muchas las ocasiones en las que dejaba de contar cosas importantes con tal de evitar aquel circo de las puertas.
Esto no regía sólo para mí, sino que era igual para todos. Y sobre todo para Nadja. Era la más pequeña, y tenía que sufrir el que continuamente la mandaran callar.
Me acuerdo, por ejemplo, de una noche en que bajó al comedor con un aire muy misterioso. Se veía enseguida que algo le había ocurrido y que deseaba contarlo.
Pero no pudo. Íbamos a tomar el té. Y nosotros, los niños, no podíamos decir nada durante las comidas si no éramos preguntados. Debíamos «comer y callar», como se decía entonces. Tanto mamá como papá acostumbraban a dispensarnos de esta regla cuando estábamos nosotros solos. Pero también podían mostrarse intransigentes. Así ocurrió aquella vez.
Nadja trató en varias ocasiones de decir algo, pero la hicieron callar. Papá estaba sentado y tenía aspecto de estar triste. Nos enteramos que August Strindberg había fallecido. Era el 14 de junio —me acuerdo muy bien—, un mes después de la catástrofe del «Titanic».
Papá no conocía personalmente a Strindberg, pero le admiraba mucho. Y tenían un interés especial común. Strindberg había descubierto también la grandeza de Emanuel Swedenborg.
Ahora Strindberg estaba muerto. Se habló de su grave enfermedad y la tristeza fue general alrededor de la mesa.
Nadja no consiguió soltar lo que le quemaba dentro; de pronto se echó a llorar y abandonó el comedor.
¿Por qué en nuestra casa la alegría nos duraba tan poco?
No sé adónde fue. Tal vez volvió después. Sólo recuerdo que los demás permanecimos allí. Papá, que siempre se mostraba cariñoso cuando alguien se ponía triste, no hacía más que afligirse por la muerte de Strindberg.
Nadie pensaba en la pobre Nadja. Ya habíamos olvidado lo angustiada que estaba con el destino del «Titanic». Aunque no hablase de ello, parecía mucho más seria.
Y ahora, y por una vez, estaba contenta de poder contar algo. Y la hicieron callar sin consideración. Daba pena.
A su sabihonda manera, le dijo en una ocasión a Carolin que, cuanto más vieja se hacía, encontraba que la existencia era cada vez más problemática. Continuamente ocurrían sucesos terribles.
Cuando yo era pequeña, el mundo sufría también catástrofes de las que todos hablaban. Mi primer recuerdo data de cuando sonaron las campanas anunciando el nuevo siglo. Dicen que era demasiado pequeña para acordarme, pero vaya si me acuerdo. Era medianoche; la luz de las velas y las cortinas se ondulaban suavemente. Papá me tenía en sus brazos. Las campanas llenaban jubilosas el aire de la noche.
Durante los primeros años del nuevo siglo había muchos que tenían miedo y se preguntaban qué iba a ocurrir durante el siglo XX.
Un cometa podía chocar contra la Tierra, de modo que el mundo podía desaparecer. Era terrible; pero la tierra se libró del choque. Así lo había pronosticado papá machaconamente. Tuvo toda la razón y por eso pensaba yo que nuestra pequeña familia siempre estaría viva, pasase lo que pasase.
Recuerdo que un año después, San Francisco fue sacudido por un terrible terremoto. Algunos rascacielos se derrumbaron y enterraron a muchos hombres vivos. El suelo se abría bajo sus pies y desaparecían tragados por las grandes grietas que se producían.
Sí, naturalmente que ocurrían cosas terribles cuando yo era niña. Hombres que se creía que iban a vivir largo tiempo, morían repentinamente. La tía de mamá falleció y también un tío que se llamaba Nils. Hasta el rey Oscar murió. Entonces tocaron también las campanas de todas las iglesias, pero fue en pleno día.
Yo sabía bien lo que sentía Nadja. ¿Por qué no la ayudaba? Era Carolin la que lo hacía en mi lugar, según supe después. También aquella vez la había consolado y escuchado.
—¡No sé lo que yo haría si no existiera Carolin! —decía Nadja.
Pero una noche vino Nadja muy silenciosamente a mi cuarto. Iba en camisón y con los ojos abiertos como platos. Yo estaba en la cama y leía, y no me gustaba que me molestaran, pero, al mismo tiempo, me alegré de que viniera a mí en lugar de acudir a Carolin.
Dejé el libro y le hice sitio a mi lado en la cama para que no tuviera frío, y pudiéramos así charlar de verdad las dos.
Se apretó contra mí y estuvo en completo silencio un rato. Yo estaba echada de lado apoyada en un brazo y la contemplaba. Parecía muy preocupada. No con miedo, sino con cierto aire de misterio. Había ocurrido algo, pero no sabía con seguridad si se atrevía a contarlo. La acaricié lentamente el pelo.
—Qué pelo tan bonito tienes, Nadja —le dije.
Entonces me miró con una extraña expresión en los ojos.
—¡También lo tenía Carolin! —exclamó.
¿Tenía? ¿Qué querría decir?
—¡Prométeme hacerme caso! ¡Y no decirle una palabra a nadie! Vas a saber una cosa.
Se lo prometí, y Nadja se sentó en la cama y contó una historia singular.
El día anterior por la noche, Nadja, como hacía a menudo, subió al cuarto de Carolin después del té de la noche.
Cuando subió a la buhardilla, la puerta del cuarto de Carolin estaba entornada y a Nadja se le ocurrió colarse y bromear con Carolin.
Pero cuando llegó a la puerta se paró.
Carolin estaba ante el espejo de la habitación, completamente inmóvil y contemplando su rostro. Y de pronto cogió unas tijeras grandes que había en la cómoda y se cortó las trenzas. Sin más. ¡Primero se cortó una! ¡Y después la otra! Fue cosa de segundos. ¡Un tijeretazo aquí! ¡Y otro allí! Y ya no tenía trenzas.
Estaban en el suelo. Las hermosas y brillantes trenzas.
Nadja se quedó tan asustada que dio media vuelta y desapareció.
Yo me quedé también asombrada.
—¡Pero, oye tú! ¿Has dicho que fue ayer noche?
Naturalmente. Nadja asintió y me miró.
—¡Es verdaderamente extraño! ¡Esta mañana las trenzas estaban otra vez en su cabeza! Estuve a punto de desmayarme cuando bajé y se las vi —dijo Nadja.
—¿Estás segura de no haberlo soñado todo?
Nadja me dirigió una mirada reprobadora.
—¡Ya sabía que ibas a decir eso! ¡Pero no lo he soñado, ni tampoco estaba sonámbula! Estaba bien despierta. Puedes creer lo que quieras. ¡Estoy completamente segura de lo que te estoy contando!
—Cálmate ahora, te creo. Pero no comprendo…
Yo misma había visto a Carolin todo el día con sus trenzas colgando como siempre de su cofia.
Debo confesar que la noticia me hizo sentirme mal. Era una acción tan absurda. Carolin, que tan orgullosa estaba de su hermosa cabellera. Por un segundo me pasó por la imaginación la llamada telefónica anónima y me sentí completamente helada cuando Nadja dijo a continuación:
—Me parece que no está bien de la cabeza.
Nadja no sabía nada de la conversación telefónica. Estaba, sencillamente, desconcertada. Un día había visto cómo Carolin se cortaba ambas trenzas. Al día siguiente estaban de nuevo en su sitio.
—Aunque a lo mejor soy yo la que está loca —agregó—. ¡Jamás he visto algo tan extraño! ¿Por qué hizo eso Carolin?
Yo no hacía más que mover la cabeza. Tal vez pensaba vender las trenzas, tal vez necesitaba dinero. ¿Qué sabía yo?
Nadja suspiraba profundamente.
—Debería haberme preguntado a mí antes —dijo ella—. Yo que soy su mejor amiga —se quedó pensativa un momento—. Pero creo que hay algo misterioso en Carolin, así me ha parecido siempre.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Me prometes no decir una palabra a nadie?
Lo prometí y Nadja se inclinó hacia mí y me dijo al oído:
—Creo que hace cosas de magia.