NO sé lo que le había ocurrido a Carolin. De estar amable y complaciente con Svea, había pasado, de pronto, a meterse con ella y atacarla con toda clase de preguntas.
La catástrofe del «Titanic» le daba sobrados argumentos.
Bueno, y ahora ¿qué? Svea, que siempre hacía gala de saber cuál era su sitio en la vida, ¿seguía estando tan segura de sus ideas sobre el mundo?
Sí, naturalmente que Svea lo creía así. ¿Por qué no lo había de creer?
Pero en el «Titanic» habían sido salvadas más vidas de la primera clase que niños de la tercera. ¿Qué le parecía esto a Svea? ¿Era justo?
Svea no quería discutirlo. Por de pronto no era seguro que fuera cierto, se escribían tantas cosas… Había personas que se inventaban tales cosas sólo para crear confusión.
Carolin no se rendía.
En caso de que todo fuera verdad y que el pequeño Edvin se hubiera encontrado a bordo, ¿cómo hubiese reaccionado Svea?
Ahora la respuesta fue instantánea. ¡Qué pregunta más tonta! Estaba muy claro que Edvin debía de ser salvado.
¿Bien claro? No; era precisamente lo que no había sucedido. Si no se había comprendido esto antes, ahora se había probado que la vida podía estar pendiente de si se tenía billete de primera clase o de tercera.
¡Es algo que uno no debe olvidar, Svea!
Carolin tenía ganas de pelea. Encontraba que había visto y comprendido algo que afectaba a toda la humanidad, y ante lo cual nadie podía seguir con los ojos cerrados. Tampoco Svea.
Pero Svea lo tomó como una nueva manera de provocación por parte de Carolin. Se defendía, pero llevaba las de perder; quería vengarse y se quejó a la Olsen.
Un buen día se marchó la Olsen y allí se quedó Svea próxima a estallar con todo lo que había oído. Y no podía decir nada. Pero algo tenía que hacer.
A falta de otra cosa se lanzó a la limpieza de las ventanas de toda la casa. Carolin, las del piso de arriba. Ella, las del piso de abajo.
Había estallado la primavera. «El sol no tenía por qué hacer esfuerzos para colarse a través de unos cristales sucios», le dijo a mamá, a quien sabía le gustaban tales iniciativas.
Realmente a mamá no le gustaban mucho los trabajos de limpieza y le remordía siempre un poco la conciencia cuando dejaba a los otros que hicieran lo que a ella no le gustaba hacer. Pero disculpaba su pereza dejando que Svea se desahogara mientras trabajaba.
Para Svea era una excelente manera de conversar amigablemente con mamá, que estaba sentada en el taburete del piano y me ayudaba a escribir las notas.
Svea adoptó su actitud más suave y empezó a hablar de la Olsen. Mamá la escuchaba pacientemente.
La Olsen era una excelente persona. Lista y trabajadora.
—¿No lo encuentra usted así, señora?
—Naturalmente —asentía mamá.
Había sido una suerte que también esta vez lo pasara bien en aquella casa. En una ocasión, Svea había tenido sus dudas sobre este punto. Pero había conseguido que las aguas volvieran a su cauce.
Mamá, que comprendía adónde quería ir Svea, le contestó con monosílabos. No tenía la menor gana de hablar de Carolin. Era, naturalmente, lo que Svea pretendía de nuevo.
—Qué gusto que ya tenemos la primavera encima —dijo mamá.
Svea dejó escapar un pequeño suspiro y frotó intensamente el cristal de la ventana.
—¿Cómo va eso? ¿Es un trabajo duro?
No, no lo era…
—¿Piensa usted, Svea, en el pequeño Edvin? Esperemos que ahora, con el sol, mejore.
Sí. Naturalmente que Svea pensaba en Edvin. Lo hacía constantemente. Pero precisamente ahora no era por eso por lo que suspiraba. Era otra cosa muy diferente.
—Los pensamientos vuelan y a veces no son precisamente alegres. Nada podemos hacer contra ellos.
—No, así es, en efecto —mamá suspiró también.
Svea trabajaba un rato en silencio y mamá me explicaba la lección.
—No quiero molestarla ahora, cuando está trabajando con las notas del piano —dijo Svea cuando consideró que había estado en silencio suficiente tiempo.
—¡Oh, no!, de ninguna manera…, si tiene usted algo que decir…
—No, no es nada especial. Pero sí es mucho lo que hay que oír… demasiado.
—¿Está convencida de eso, Svea? Sí, es posible.
—A veces no sabe una lo que debe de creer. Naturalmente, no se puede creer todo.
—No, no hay que ser crédula.
—Lo principal es que la Olsen vuelva también el año que viene, y yo creo que lo hará.
—Me gusta oírselo. Sí. ¿Lo dijo así?
—Sí, sí, lo dijo y también otras cosas.
Svea hizo una pausa y esperaba una respuesta, pero no vino. Mamá callaba.
—Naturalmente que vendrá la Olsen —continuó Svea—. Podemos estar seguros, puesto que el año próximo Carolin ya no estará aquí, es imposible; le parece a la Olsen…
A mamá se le encendieron las mejillas.
—Pero eso no lo decide la Olsen.
—No, eso dije yo también, que ninguna de nosotras lo decide; yo no, en todo caso. Pero insistía la Olsen en que Carolin debería irse de la casa antes de que ella volviera el próximo año.
—No lo comprendo. ¿Por qué razón?
—Sí, le parecía que todo inducía a pensarlo.
—Bueno, bueno, entonces sabe la Olsen más que yo.
—¡Pues sí! ¡Así es!
Svea escurrió cuidadosamente la bayeta y se puso a contemplar la ventana.
—Señora, ¿querría mirar aquí un momento?
—¡Claro!
Mamá se levantó inmediatamente.
—Allí arriba, en la esquina de la derecha. ¿No parece una mancha? ¿O es que mis ojos ven mal?
—No, creo que está muy limpia.
—Pero ¿allá arriba, en la esquina?
Mamá miró amablemente donde Svea le indicaba. Pero no, no encontraba ninguna mancha.
—¿Cree usted eso, señora? ¿Es que puede quedar así?
—Sí, creo que está bien.
—Entonces empiezo con la otra ventana.
Svea cambió de sitio la escalera, el cubo y las bayetas. Mamá pensó más tranquila que tal vez había considerado Svea que el chismorreo que pensaba sacar a relucir era una tontería y que ahora aparentaba haberlo olvidado.
Pero en eso se equivocaba mamá. Svea se tomaba su tiempo. Cuando llevaba un rato frotando la otra ventana, mientras mamá ocupaba su sitio junto a mí, se volvió de repente desde lo alto de la escalera y dijo con su voz más suave:
—Esa fotografía con la que se pasea Carolin, ¿quién se la ha dado? ¿Lo sabe usted, señora?
—¿Qué fotografía?
—Esa del señor, naturalmente.
—¿Del señor? ¿De Carl Wilhelm? Pero ¿qué está diciendo, Svea?
Svea enmudeció.
—¡Ay! ¿Tal vez he dicho ahora alguna tontería? ¡Creía que se la había dado alguno de la familia!
Svea desvió la mirada y parecía que estaba a punto de caerse de la escalera. Mamá se turbó.
—¡No comprendo en absoluto lo que usted está diciendo, Svea!
Dejó la pluma, claramente irritada, y dijo con voz muy fuerte:
—¡Si Carolin tiene una fotografía y usted, Svea, quiere saber quién se la ha dado, no tiene más que preguntárselo a ella! ¡Y no a mí! Yo no le he dado ninguna fotografía.
Svea se asustó.
¡Pero la señora no tenía que tomar las cosas por la tremenda! Svea sólo quería preguntar si la señora lo sabía. Por lo demás, nada tenía que ver con el asunto. Había sido, en realidad, la Olsen. Cuando Carolin estaba en su cuarto para probarse, se le había caído la foto al suelo; estaba entre sus ropas. La Olsen no hubiera pensado más en ello si Carolin no se hubiera puesto colorada y tratado de escamotearla y ocultarla. Entonces la Olsen se había quedado un poco pensativa. Se había dado cuenta de que había algo extraño en aquella muchacha. ¿Y por qué se paseaba por la casa una sirvienta con una fotografía del señor? ¿Cómo se había hecho con ella?
—Sí, hablando francamente, señora, esto es lo que dijo la Olsen…, pero no olvide que son las palabras de la Olsen, y no las mías…, pero yo misma traté hasta de quitárselo de la cabeza, pero estaba convencida de que Carolin estaba enamorada del señor.
—¡No! ¡Pero Svea! ¿Qué dice usted?
—Yo se lo dije. ¡Pero, el señor…, no y no! ¡Eso no me lo puede hacer creer nadie! Pero ella estaba tan segura de lo que decía que… No es extraordinario que las chicas jóvenes se enamoren de hombres de edad, y eso de Roland —decía ella— no es más que un pretexto para que nadie pudiera sospechar detrás de quién iba verdaderamente. Sí. Yo no sé…
Mamá soltó la carcajada, pero no era una risa franca, y Svea no se atrevía a sumarse a su risa, como de otra manera hubiera hecho. Se quedó de pronto sola, en su silencio, y continuó limpiando el cristal de la ventana hasta sacarle brillo.
—No, yo no sé —se decía ella misma— cómo he dicho esto; era lo que la Olsen decía…