Capítulo 14

UNA noche se oyeron gritos desgarradores que procedían de la buhardilla y que despertaron a toda la casa. Salté de la cama, encendí una vela y me apresuré a salir de mi cuarto.

Junto a la puerta de la buhardilla me topé con el resto de la familia, menos Nadja, todos igualmente asustados y con luces vacilantes. Svea vino poco después. Cuando abrimos la puerta vimos a Nadja en camisón blanco, que estaba allá arriba, junto a la barandilla de la escalera, pálida como la cera y agarrada con ambas manos a la barandilla. Los ojos miraban fijamente al vacío.

—¡No quiero morir! ¡Salvadme! ¡Auxilio! ¡Auxilio! —gritaba.

Junto a ella, preocupadas, la Olsen y Carolin, que trataban de calmarla; pero parecía que ni siquiera las veía. Estaba fuera de sí por el pánico.

Mamá voló hacia ella por la escalera. ¿Qué había sucedido? ¿Qué podía hacer Nadja en la buhardilla en plena noche?

Nadie lo sabía. No era la primera vez que Nadja sufría de sonambulismo, pero nunca había ido hasta la buhardilla.

La Olsen y Carolin se habían despertado al oír los gritos. Eran gritos desgarradores, llenos de espanto y de terror. Habían salido inmediatamente y habían encontrado a Nadja como un alma en pena entre los muebles y trastos viejos que habían sido amontonados allí. Habían tratado de despertarla, pero las había rechazado, como si tuviera miedo de que le fueran a hacer daño. Ni las había reconocido.

Debía de haber tenido un sueño terrible. Se movía como si estuviera en un mundo extraño, donde todo era un verdadero caos; se adivinaba en sus movimientos, en sus ojos extraviados, negros como la noche, y que expresaban un terror y desesperación que ninguno de nosotros había visto jamás.

La Olsen y Carolin habían llevado a la buhardilla una lámpara de petróleo y velas, para que Nadja se despertara sin un sobresalto peligroso; pero no sirvió de nada. Continuaba paseándose. Finalmente tropezó con una mesa, que se volcó, arrastrando una silla en su caída. Se cayó al suelo y parecía que se había hecho daño, pero no reaccionó hasta que Carolin y la Olsen acudieron para ayudarle. Las echó con una furia salvaje.

—¡Dejadme! ¡No quiero morir!

Después consiguió deshacerse de ellas y dando gritos corrió hasta la barandilla de la escalera, donde se agarró fuertemente. Allí se quedó plantada. Estaba agarrada con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Se negaba rotundamente a soltar la barandilla. No había manera de retirarla de allí. Todo su cuerpo estaba rígido y parecía como si estuviera dotada de una fuerza sobrenatural.

Mamá y papá trataron de hablarle tranquilamente. Ni los veía. No hacía caso de nadie.

Yo tenía verdadero miedo, pues creí que Nadja iba a perder la razón. Todos sus rasgos infantiles habían desaparecido. Allí, delante de nosotros, estaba una Nadja extraña, con semblante de adulto. Cada vez se agarraba más convulsivamente a la barandilla. De pronto se puso a cantar.

Estábamos todos a su alrededor sin decidirnos a hacer nada. Las luces oscilaban, nuestras sombras hacían formas extrañas en los techos y resbalaban por las paredes, o se escondían en los rincones como animales al acecho.

Estuve muy cerca de ser también presa del pánico.

¿Qué experimentaba Nadja ahora? ¿Qué le ocurría?

Continuaba cantando cada vez más alto. Era un salmo. Entonces Carolin se puso a cantar también. La Olsen y Svea se agregaron. Finalmente, allí estábamos todos cantando. Parecía como si el canto tranquilizara a Nadja. Su cuerpo se relajó. Cesó la tirantez y sus facciones se suavizaron. El terror de sus ojos fue disminuyendo; recobró el color y los rasgos infantiles. Pestañeó somnolienta e interrumpió el canto con un bostezo.

Nuestro canto cesó también. Habíamos cantado: «Que Dios se acerque a ti».

Pobre Nadja, mi hermanita… Yo empezaba a comprender lo que había pasado.

Allí estábamos todos en silencio. ¡Qué extraño espectáculo! Nosotros, en camisón, agrupados alrededor de la pobre niña, junto a la barandilla de la escalera, las inquietas llamas de las velas, el canto que enmudece. Parecía como si todos acabáramos de despertar de una pesadilla.

Papá se inclinó y levantó con cuidado a Nadja. Se la llevó enseguida de la barandilla, con el pulgar en la boca, e inclinada sobre su hombro como un niño muy pequeño.

Hasta que se encontró segura, acostada entre mamá y papá, no pudo hablar y contar lo que le había ocurrido. Era como yo había sospechado. Había estado a bordo del «Titanic», el transatlántico mayor del mundo, que, hacía unos días, había chocado con un iceberg, yéndose a pique.

A lo largo de los últimos días no se había hablado de otra cosa que de la catástrofe del «Titanic». Los periódicos estaban llenos de relatos terribles de la tragedia, los titulares eran cada vez más tremendos. Diariamente la gente era alimentada con la catástrofe, en la escuela, en casa, en todas partes. Yo recordaba que en varias ocasiones Nadja se había llevado las manos a los oídos y había salido corriendo. Me acuerdo que en una ocasión papá le había pedido que fuera a buscar el periódico que estaba en la antesala. Se había negado rotundamente.

—¡Yo no quiero verme dentro de ese horrible «Titanic»!

Nos reímos de ella; no la comprendíamos.

Ahora entiendo que tenía toda la razón del mundo para tener miedo del periódico. ¡De allí era de donde procedían todos los horrores! Tan pronto como alguno de nosotros cogía un periódico empezábamos a hablar de cosas terribles. ¡Aquella cantidad de seres humanos que habían perecido! No se sabía en realidad cuántos. Cada día llegaban nuevas noticias. ¿Se trataba de cientos o de miles?

La Olsen creía que una de las familias para la que cosía había embarcado en el «Titanic». Viajaban a América para visitar a unos parientes. Y llevaban consigo a dos niños pequeños. Buscaba sus nombres en las listas de los salvados y de los desaparecidos, que continuamente publicaban los periódicos.

Una mañana vino a la mesa mientras desayunábamos y nos enseñó una gran fotografía. Era de la familia que había viajado en el «Titanic». La fotografía había sido tomada poco antes de la partida. La Olsen había cosido los trajes que aparecían en la fotografía. Los había equipado a todos para su viaje a América.

La foto pasó de mano en mano entre nosotros. Los dos niños pequeños estaban aferrados a la falda de su madre y miraban asustados como si tuvieran miedo de la cámara. La Olsen aseguraba que estaban viviendo la premonición del triste destino que les esperaba. Lloró un poco.

Eran sus pequeños vestidos los que llevaban puestos.

Y ahora, tal vez, estaban en el fondo del mar…

Recuerdo que Nadja estuvo mirando la foto largo rato. Cuando la Olsen empezó a llorar, la retiró bruscamente, pero sin decir una palabra.

El periódico decía que había muchos niños en el «Titanic» y que la mayoría de ellos habían desaparecido en el mar.

Nadja había visto ahora a dos de esos niños.

Aquella misma noche soñó que estaba a bordo del buque.

No era nada extraño.

Seguían publicándose nuevas listas de víctimas. Continuamente, sin poderlo remediar, nuestros ojos se perdían, como imantados, en las terribles fotos del buque hundiéndose. El negro casco, que minutos después iba a desaparecer en el fondo del mar, se erguía casi perpendicular, mirando al cielo. A lo largo de la popa se veían siluetas de personas que se agarraban a la borda para no verse arrastradas por las aguas.

Los botes salvavidas en los costados del buque estaban repletos de personas. Para no hablar de todos aquellos que flotaban en las heladas aguas, sin saber si habían muerto o estaban todavía con vida. Redondas cabezas sobresalían de las olas, los brazos se alzaban desesperados. ¿Estaban próximos a morir? ¿O tenían la esperanza de ser recogidos por los botes salvavidas?

Nadja creía que nunca jamás podría volver a estar alegre. Anteriormente no se había imaginado que cosas tan terribles pudieran ocurrir. Se negaba a creer los crueles relatos que oía: que los pasajeros que iban en tercera clase fueron encerrados y no pudieron subir a cubierta antes de que la mayoría de los botes salvavidas hubieran dejado el buque.

¡Precisamente entre ellos era donde estaban casi todos los niños!

Pero si trataban de salir, no se les dejaba. Y ni siquiera protestaron. Se aguantaron. Era natural que aquellos que habían pagado más, y que viajaban en primera clase, debían ser salvados los primeros. No se podía pensar de otra forma; conocían cuál era su sitio.

Le costó muchísimo a Nadja aceptar que aquello fuera verdad; era sólo uno de esos folletones que Svea acostumbraba a leerle.

Pero después veía cómo devorábamos aquella foto que aparecía casi cada día, la reproducción de un dibujo hecho por un superviviente de uno de los botes salvavidas. Nos oía también leer los pies de las fotografías. Un día se hablaba del buque que se hundía como «un negro dedo apuntando hacia el cielo». Al día siguiente como si fuera un «pato con el trasero al aire».

Oía y se preguntaba. ¿Un pa…? ¿Es que ya no podría ver los patos, allá abajo, en el arroyo, sin sentir pena?

El dedo negro… ¿Era el dedo de Dios?

Lo que había sucedido con el «Titanic» era tan opuesto a todo lo que había aprendido y creído… Con sólo portarse bien, querer a sus padres, rogar a Dios y remediar a los pobres, era suficiente para que nada malo pudiera ocurrimos. El mundo era bueno y feliz. Dios extendía siempre su mano protectora sobre los hombres.

Pero parece que las cosas no eran así…

El «Titanic», el mayor buque del mundo, que cobijaba a miles de personas, había sido construido con todas las garantías de la máxima seguridad. No podía hundirse; eso era lo que decían todos. Sin embarco, había sucedido.

A las doce menos veinte de la noche del 15 de abril chocó contra un iceberg. A las dos y veinte de la madrugada, ya no existía. Todo había ocurrido en un par de horas. Lo impensable, era un hecho.

Nadja había oído leer que la orquesta había estado tocando hasta el último minuto. Cientos de personas permanecían todavía sobre la cubierta, y se aseguraba, que al final entonaron un salmo, «Que Dios se acerque a ti», que todos cantaron o rezaron el «Padrenuestro». En plena noche, se oyó un coro de cantos y plegarias, hasta que todo quedó ahogado en un caos de hombres e instrumentos. Allá arriba, en la popa, todavía se veía a algunos agarrados a la borda. Entonces se apagó la luz de a bordo, se volvió a ver el resplandor durante un segundo y luego se apagó todo.

Se oyó un grito desgarrador, ahogado por el agua.

El «Titanic» había desaparecido.

Cuando las aguas llegaron al palo de la bandera en la proa sólo se oyó un ligero burbujeo.

Al cabo de veinte minutos se habían callado también todos los gritos pidiendo socorro, y casi un silencio sobrenatural se cernió sobre el agua. Parecía como si el «Titanic» no hubiera existido nunca. Lo terrible empezaba a ser realidad.

Aproximadamente así era como nosotros contamos la catástrofe del «Titanic», y no era sólo Nadja la que pensaba que nunca jamás volvería a estar alegre.

Si esto le había podido ocurrir al «Titanic», ¿qué era lo que no podría suceder?

¿Tal vez podría desaparecer todo el mundo?

¿La técnica de nuestro tiempo no era tan perfecta como nosotros nos habíamos imaginado?

Se hablaba también de la guerra.

Mi mundo y el de Nadja había sido hasta ahora el de nuestra familia. En nuestra casa. En nuestro país. Con nuestro rey. Y nuestro Dios.

El «Titanic» fue como una advertencia, una visión de un mundo mayor, que podríamos perder. Nada podría ya seguir siendo igual.

¡Estaba claro que el mundo no era sólo nuestra parcelita, aquí en nuestra tierra! ¡Posiblemente ya no era exclusivamente nuestra!

No, ya no podríamos seguir sintiéndonos completamente seguros.