—¡HE recibido un telegrama de la Olsen! —gritó mamá—. ¡Viene la semana próxima, el martes!
Últimamente habíamos tenido muchos disgustos. Necesitábamos un poco de cambio. Mamá parecía resucitada, y Nadja saltaba de alegría. Svea tampoco tenía nada en contra de tal visita.
—¡Ah, sí! ¡Viene la Olsen! Entonces tenemos que arreglar un poco la casa —dijo, al mismo tiempo que miraba a papá, que no parecía tan entusiasmado como nosotras.
Maret Olsen acostumbraba a venir a casa todos los años para repasar nuestras ropas. Era noruega y seguía viviendo la mayor parte del año en Bergen; pero cuando se aproximaba la primavera, le entraba una especie de intranquilidad en el cuerpo y tenía que moverse. No era por falta de trabajo por lo que venía a Suecia. En absoluto; en Bergen podía tener cuanto trabajo quisiera; pero la costura era un trabajo tan sedentario, que necesitaba cambiar de sitio a veces y ver nuevos horizontes.
Acostumbraba a subrayar siempre que no venía a cualquier familia de Suecia. Solamente a unas pocas bien escogidas, y entre ellas se contaba nuestra familia. Nunca he sabido el porqué de tal honor. La Olsen tenía que encontrarse a gusto donde iba, afirmaba. Esto era lo principal. Había familias en cuyas casas cosía desde hacía varios años; pero un buen día encontraba, de pronto, que en aquella casa la situación ya no era tan agradable y ya no volvía a aparecer por allí. ¡Así ocurría!
Había que preparar la casa para que la Olsen se encontrase a gusto cuando llegara.
—¡La última vez que estuvo aquí no estaba Carolin en casa! —Svea dirigió una mirada intencionada a mamá y suspiró—. Dios quiera que todo vaya bien esta vez…
Cuando venía la Olsen, papá se sentía un poco como desterrado de casa, y trabajaba mucho tiempo fuera de ella. La Olsen se incautaba, por decirlo así, de la habitación grande de los libros, en la parte baja de la casa. En ninguna otra parte había una mesa que fuera lo suficientemente grande para servir de cortador. La habitación quedaba totalmente irreconocible. Se colocaba allí la mesa de coser. Y encima de todos los muebles había telas y patrones. Se recogían las alfombras para preservarlas de los hilos.
Cada año se hacía lo mismo. La mesa grande estaba siempre repleta de los gruesos libros de papá. La mayoría estaban abiertos con infinidad de señales por todas partes. Nadie debía tocar aquellos libros. Cuando ahora había que retirarlos por culpa de la Olsen, papá quería quitarlos él mismo. Pero nunca llegaba el momento. Mamá se lo recordaba pacientemente a todas horas, pero nada cambiaba. Los libros permanecían en su lugar.
—Sí, sí —decía papá, pero los libros seguían allí. Hasta que la Olsen en persona se encontraba allí, en la misma puerta, con sus tijeras y sus utensilios, no consideraba papá lo peligroso de la situación y empezaba a mudar los libros.
Por allí andaba suspirando y trataba de encontrar un lugar donde poner sus libros sin necesidad de cerrarlos nuevamente. La consecuencia era que había libros abiertos por todas partes: en las repisas de las ventanas, sobre las sillas y en los sofás… y todo ello hasta que la Olsen emprendía la retirada y se oía la misma canción. Mañana, tarde y noche mamá le recordaba a papá:
—Ahora, Carl Vilhelm, ya puedes volver a poner los libros sobre la mesa de la biblioteca. Ya no se necesita. Y como no quieres que ningún otro lo haga, si hicieras el favor…
—Sí, sí —contestaba papá, pero después no ocurría nada.
No, hasta que hacía su aparición Svea armada de sus bayetas y cubos con intención de hacer una limpieza general. Entonces comprendía él que la cosa iba en serio y se decidía suspirando.
Sentía, en aquellos momentos, que no era el dueño de su casa. Precisamente cuando acababa de acostumbrarse a que aquel libro estaba en la ventana, o aquel otro en el sofá del salón, había que poner todo patas arriba. Tenía un cierto orden en todo ello. En cierta manera era más fácil encontrar un libro cuando no estaban todos, uno sobre otro, en el mismo sitio. Pero nadie lo tenía en cuenta. Lo más importante era la limpieza general.
Carolin, que a menudo estaba allí observando a papá, trató de ayudarle, pero no lo consiguió. Papá cambiaba de sitio cada libro que tenía a mano, y se armaba un lío. Ella lo había dejado en paz. Pero después vi que allí estaba observándolo a hurtadillas, con una expresión extraña, como cuando se admira a un animal raro.
Pero volviendo a la Olsen, era una persona magnífica. Tenía el pelo fuerte y brillante como el oro, con rizos en la frente y en las sienes. Los ojos eran azules, y las mejillas redondas y sonrosadas como un querubín. Era habladora y curiosa. Siempre alegre, podía ponerse un poco gruñona y entonces se callaba, pero no le duraba el mal humor mucho tiempo.
Dormía en el cuarto de la buhardilla, frente al de Carolin. La idea era que comiera con nosotros en el comedor; pero a menudo no tenía tiempo, y entonces se preparaba ella misma algo en la cocina. Ambas cosas irritaban a Svea. Que la Olsen comiera con nosotros era zalamería. Que ella misma se hiciera algo en la cocina, una indisciplina. La Olsen debería, naturalmente, comer con Svea y Carolin en la cocina.
Pero Svea tuvo que tragarse su disgusto. La Olsen no interrumpía nunca una labor. Si por casualidad no conseguía terminar lo que estaba haciendo, comía en la mesa de trabajo.
La Olsen comenzaba siempre repasando nuestra ropa interior. Los vestidos que se me habían quedado pequeños eran arreglados para que Nadja los pudiera utilizar. Mamá necesitaba algo nuevo y yo heredaba lo que ella desechaba. Los primeros días los dedicó la Olsen a coser pantalones blancos y enaguas con volantes y bordados. Siempre, según el mismo elegante modelo. Mamá quería que tuviéramos bonita ropa interior.
Después tenía que coser blusas para las tres, alargar las faldas que se habían quedado cortas, arreglarme a mí los vestidos de mamá, mis cosas para Nadja y algo nuevo para mamá.
Además, debía hacernos, por lo menos, un traje elegante cada año. Ésta era la parte más importante de todos los trabajos.
Cuando llegaba la Olsen, la esperaba siempre mucha labor en casa. Tenía también que ocuparse de las cosas de Svea. Coserle ropa de trabajo y un vestido con la tela que recibió por Navidad. Svea quería, además, tener una blusa elegante. Pero todo ello solamente en el caso de que la Olsen tuviera tiempo. Por eso, Svea hacía todo lo posible para que la Olsen se encontrara a gusto y el trabajo adelantara. En sus ratos libres la ayudaba también con lo poco que sabía, deshacer costuras y coser botones, por ejemplo. Le servía café y pastas, y la atendía lo mejor que podía.
La Olsen quería a Nadja como si fuera la pupila de sus ojos. Cuando se trataba de ella tenía todo el tiempo que hiciese falta. Le enseñaba a coser y a cortar, y le ayudaba a coser vestidos para sus muñecas.
La Olsen le enseñó también a Nadja a hablar noruego; aprendía con gran facilidad. Cuando la Olsen se marchó, Nadja hablaba noruego, especialmente en la escuela, donde no lo apreciaban mucho. La maestra se quejó a mamá.
El probarme los vestidos era para mí un verdadero sufrimiento. Me quedaba estirada como un palo. La Olsen tenía unos dedos tan fríos cuando colocaba los alfileres, que a veces pinchaban. Yo encontraba que no iba nada bien lo que me hacían, y tenía la sensación de que a la Olsen le ocurría lo mismo.
Mamá acostumbraba a estar allí al lado, con la cabeza inclinada y clavando los ojos en el espejo, mientras que la Olsen permanecía acurrucada con la boca llena de alfileres.
—¿No te puedes enderezar un poco? Estás como si fueras un saco de trigo —decía mamá, y entonces se oía un murmullo de la Olsen. No se entendía lo que decía, Pues tenía la boca llena de alfileres, pero yo comprendía que estaba de acuerdo con mamá.
Yo ponía toda mi buena voluntad, pero me sentía como un palo tieso. ¿Cuál sería la causa? Los brazos me estorbaban, no sabía qué hacer con ellos; cuando me probaban, siempre estaban colgando.
Mamá no hacía más que suspirar y yo veía cómo su mirada y la de la Olsen se encontraban un segundo en el espejo, señal de que consideraban el caso sin remedio.
Pero cuando los vestidos estaban listos y empezaba a llevarlos, no tenía tan mala facha. Todo el mérito se debía a la Olsen.
Carolin necesitaba un uniforme negro para servir; también debía coserlo la Olsen. Cuando entró para probárselo por primera vez, no se había repuesto completamente de su enfriamiento. Estaba bastante tranquila y no hizo mucho ruido. Yo me había probado un vestido hacía un momento y me pude dar cuenta de esos detalles. Carolin permanecía silenciosa y dejaba que la Olsen decidiese. No se mezcló para nada.
Pero se notaba que la Olsen estaba prevenida acerca de ella.
Estaba amable, pero muy corta en palabras, cosa que no acostumbraba. Se diría que estaba en guardia.
Evidentemente, Svea le había ido con el chismorreo, y le había dicho una serie de tonterías. Cuando por las noches la ayudaba a coser, soltaba su lengua. No es difícil calcular de qué hablaban. Después, siempre parecía igualmente satisfecha:
—Sí, sí, nosotras tenemos nuestras pequeñas charlas, la Olsen y yo.
No sé cómo ni por qué sucedió, pero de pronto tuve una terrible sospecha.
¡Svea podía estar detrás de aquella conferencia telefónica anónima! Ella era la única persona que yo conocía, que quería perjudicar a Carolin; es decir, que quería que se fuera de casa. Aunque, por otro lado, no la quería mal.
Svea tenía dos amigas a una veintena de kilómetros de la ciudad. Se habían conocido en la juventud y acostumbraba a ir a verlas los domingos que tenía libres. ¡Fue precisamente un domingo cuando telefonearon! ¡Pensar que podía haber sido algo que lo habían planeado en el campo, ella y sus amigas! La conferencia había, sido desde una cabina telefónica. Yo sabía que ellas no tenían teléfono.
Tal vez por eso también, Svea sentía tanta curiosidad por lo que hablábamos cuando llegó a casa aquella noche. Quería, naturalmente, saber cómo habíamos reaccionado y si pensábamos hacer algo, y después sonsacó a mamá para que le contara lo de la conferencia telefónica. ¡Qué sospecha más desagradable! ¿Cómo lo podría olvidar? No creo que haya nadie que pueda ser tan suspicaz como yo. ¡Y no tenía a nadie a quien poder confiar mis dudas!
Había prometido no decirle nada a Carolin. Pero también mamá había asegurado que nada le diría a Svea. Y había roto su promesa. ¿Por qué tenía yo que cumplir la mía? Si Svea lo sabía, ¿no era natural que Carolin lo supiera también? ¡Cuando precisamente se trataba de ella misma!
Sí, tenía que hablar con Carolin.
Pero no lo quería hacer a espaldas de papá. Mamá había guardado el secreto durante algún tiempo. Pero había sido sorprendida por Svea, mientras que yo iba a decírselo voluntariamente a Carolin. Por eso debía decirle a papá lo que iba a hacer.
Pero papá parecía extrañamente desinteresado. Como de costumbre, estaba absorto en un libro y casi no levantó la vista.
—Papá, ¿encuentras que es justo —dije yo— que Carolin lo sepa también?
—Eso lo tienes que decidir tú, querida mía. Tú has pensado en ello más que yo. Haz lo que mejor te parezca.
—Entonces, papá, ¿no tienes nada en contra?
—No, no, haz lo que quieras. Me parece que en este preciso momento no puedo decidirme.
Había recibido una cierta aprobación por parte de papá, pero no del todo satisfactoria. No había hecho más que quitarse de encima el asunto. No había hablado con convicción, y eso me hacía estar insegura.
Cuando después Carolin se mostró inabordable también, dejé el asunto en suspenso. De vez en cuando Carolin era una chica difícil. A veces se negaba a admitir que había algo que se le quería decir. Se escurría. Me pregunto si no lo hacía inconscientemente. Esta vez ni sospechaba lo que le quería comunicar.
La Olsen se había dado cuenta de que alguien se había colado por la escalera de la buhardilla durante la noche. Esto le venía muy bien a Svea. Pero no era suficiente. La Olsen, que a menudo trabajaba por la noche, había pensado que debería enterarse de quién circulaba por la escalera en plena noche. Había dejado a medio cerrar la puerta de su habitación y vio la espalda de un hombre que bajaba la escalera de la buhardilla. Tenía que venir del cuarto de Carolin. Svea fue con el cuento a mamá.
—¡Y la Olsen que creía que ésta era una casa decente!
Svea estaba fuera de sí. «¿Se puede aguantar esto? ¿Le parece bien, señora?». ¡Si es cierto, ya no será agradable la estancia en esta casa! Así se había expresado la Olsen. «¿Y quién va entonces a coser nuestras cosas?».
Mamá habló con Carolin. Pero lo negó categóricamente. No. Ella no había tenido la visita de hombre alguno. Parecía insensible y sostuvo sin inmutarse la mirada de mamá.
Pero la Olsen no podía haber inventado aquello.
Era todo muy desagradable. Yo no podía creer que Carolin mentía. Creía que siempre respondía de lo que hacía, aunque fuera algo que la perjudicara. Ahora parecía que no era así. Cuando después, y para colmo de males, no me permitía entrar en conversación con ella, no sabía a qué atenerme. Esto me dejaba verdaderamente desilusionada.
De la Olsen, por el contrario, no me preocupaba en absoluto. Podía muy bien escuchar pasos en la escalera y ver espaldas de hombres. Pero no parecía que por ello dejase de estar a gusto en casa. Nadie le había encargado que espiase.