Capítulo 11

SALÍ con bastante tiempo. Un poco antes de medianoche me encontraba allá abajo, junto al puente. Era una noche oscura y tranquila. El frío había amainado de pronto y estaba nublado.

Para que Carolin me pudiera ver inmediatamente, subí al puente y me coloqué debajo de una farola de gas. Era a fines de marzo y la nieve comenzaba, al fin, a derretirse. Alrededor de los árboles se habían formado unas manchas de nieve negras y circulares. El hielo se había roto y por debajo del puente corría un agua negra como la tinta. No me sentía muy a gusto esperando allí junto al pretil del puente.

Todavía no se veía a Carolin. Pero sabía que estaba en camino, pues la había oído al irse de casa, hacía más de una hora, cuando yo hacía lo imposible para encontrar las botas de agua de Roland. Naturalmente no hice la tontería de buscarlas cuando todos estaban levantados. Ahora dormía toda la casa y yo no tenía la menor idea de dónde estaban las botas. Fueron unos minutos emocionantes; me vi obligada a colarme en el ropero de Roland. Mientras, él roncaba y dormía con la cabeza a un metro escaso de la puerta del ropero. Tuve que entrar palpando y buscando en la oscuridad. Al final encontré las botas y el impermeable. Todo fue bien, pero no gracias a mí, sino debido exclusivamente a que Roland dormía muy bien. Si se hubiera tratado de algún otro no me habría atrevido.

En las campanas de la iglesia, allá arriba, en la plaza del mercado, sonaron las doce. El aire húmedo de la noche se estremeció de cadencias pesadas y duras. Su tañido era más bien lúgubre, y su sonido no me infundía ningún ánimo, y para colmo apareció al mismo tiempo un gato negro enorme que se deslizaba sobre la nieve dando maullidos y restregándose contra mis piernas. Traté de espantarlo, pero no lo conseguí y allí siguió.

¿En qué aventura me había metido?

¿Por qué no me había negado?

Era algo idiota. Aceptar una cosa sin saber de qué se trataba.

¿Cómo podía ser yo tan ingenua?

Pero tal vez no era demasiado tarde para…

Me alejé rápidamente del círculo de luz en el que estaba. Un coche de caballos subía por la cuesta hacia el puente. Seguramente alguien que vivía fuera de la ciudad y volvía a casa. Aunque no era probable que se tratase de un conocido, yo no quería ser vista.

Para no llamar la atención innecesariamente empecé a andar con pasos decididos hacia la ciudad. El gato me seguía de cerca. Qué lástima que no fuera un perro. Entonces podía haber parecido como si lo estuviera paseando.

Cuando el coche llegó al puente, volví la cara e hice como si le hablara al gato.

Entonces se detuvo el carruaje y alguien silbó llamándome. Mi corazón estaba a punto de estallar. ¿Es que además iba a ser secuestrada? Empecé a correr. Tenía verdadero miedo.

En el pescante había una persona vestida de negro.

Volvió a silbar y con la fusta hizo un gesto de impaciencia. Ahora vi que era el hermano de Carolin. A pesar de tener el ala del sombrero sobre la cara, y de la esclavina, creí reconocerlo.

—¡Ven aquí! ¡Date prisa!

Pero la voz era la de Carolin. Y cuando me acerqué vi que no era su hermano, sino ella misma, que estaba allí sentada en el pescante, haciendo de cochero. En el interior del coche había una persona desconocida. No podía apreciar en la oscuridad, si era el hermano u otra persona.

Me encaramé al pescante junto a Carolin. El gato negro trataba de subir, pero conseguí impedirlo y se marchó maullando en la oscuridad.

El caballo trotaba sobre el puente.

No podía ver la cara de Carolin, ya que tenía bajada el ala del sombrero. A su lado colgaba un farol con una luz vacilante, que alumbraba mi cara, pero que hacía sombra en la suya cuando se volvía hacia mí.

—Hemos tenido problemas con el coche en el último momento; por eso vengo un poco retrasada. ¿Has esperado mucho?

No era así. Pero no me había imaginado que se iba a presentar con todo un carruaje.

—¿Creías que iba a venir con un carro? ¿No has pensado en lo que teníamos que transportar?

No sabía, en realidad, qué pensar. La verdad era, sin duda, que no pensaba en nada. Pero ¿cómo había podido procurarse el coche?

—Gracias a un amigo, naturalmente.

—¿Ese que está sentado dentro del coche?

—No. Ése es otro amigo. Se llama Gustav.

No era, por tanto, su hermano.

—¿Es el dueño del coche?

—¡Qué preguntona eres! ¡Ya te he dicho que es otro amigo! Ahora no preguntes más. Gustav nos va a ayudar. Tenemos que ser tres para esto.

—No sabía que conocías a tanta gente aquí en la ciudad.

Se encogió de hombros.

—Es que no hay más remedio que tener relaciones en esta vida. ¿Cómo iba a ser posible vivir de otro modo?

Fustigó al caballo y empecé a darme cuenta de lo que iba a suceder y cuál iba a ser mi papel en la aventura. Por de pronto había que tener en cuenta que podían ocurrir diversas posibilidades, para las que debíamos estar preparados. Flora podía no estar en casa. Era lo mejor que podía ocurrir. Entonces, solamente tendríamos que entrar y llevamos a Edvin.

Pero ¿por qué Flora no debía estar en casa? ¿Qué tenía que hacer fuera de casa en plena noche?

—¡No te hagas la tonta ahora! —vi como Carolin me dirigía una mirada por debajo del ala del sombrero—. ¡No te hagas más tonta de lo que eres!

Sí, creía que yo había comprendido que Flora la de Oset era de las que se pasean por las calles de noche.

—¿De qué crees que vive, si no?

—Pide limosna. Y sigue lavando, ¿no?

—Eso fue hace mucho tiempo. No, es una «pájara de noche».

¿Pájara de noche? Qué bonito parece.

—Pero la realidad es mucho más sórdida —aseguró Carolin—. Es muy triste, y da pena por ella y por los niños.

—No había oído nunca que Flora se dedicara a hacer la carrera por las noches. Creía que su mayor pecado era el aguardiante.

—No, de lo otro no se quiere hablar —afirmó Carolin—. Es algo que las gentes evitan con rodeos y medias palabras.

Recordé la primera vez que Carolin vino a Oset; fue entonces cuando le conté lo que sabía de Flora y de su vida. Ahora estaba ella aquí y sabía mucho más que yo. Tal vez más de lo que sabían los otros en casa.

—¿Conoce Svea esta faceta de Flora? ¿Qué es una mala pájara?

—Pues claro que lo sabe. Eso lo saben todos.

—Yo no, como ves.

—No, no. Pero a ti te tratan como a una niña. ¡Hay que dejarte fuera! Lo que no está impreso en «Lecturas para niños» no es apropiado para tus ojos azules, debes comprenderlo.

Me dio un pequeño empujón amistoso para que comprendiera que no era yo el objeto de su crítica.

—Pero ¿lo sabe Roland?

Carolin se rió. No mucho. Pero Carolin hacía todo lo posible para informarle. Añadió que yo no necesitaba preocuparme por Roland. Él se las arreglaría muy bien.

Pero nos habíamos alejado de nuestro asunto. No debía volver a interrumpirla. Ahora se trataba de concentrarse en nuestro proyecto inmediato.

Flora podía estar fuera o tener una visita. Entonces podía haber complicaciones. Podía fracasar toda la empresa, pues en tal caso habría colocado, seguramente, a los pequeños en la alcoba, y no sería fácil sacar de allí a Edvin.

Había también la posibilidad de que Flora estuviese en casa con los niños y durmiendo en su sofá. Teníamos que contar, por tanto, con tres posibilidades, todas igualmente imaginables. Cuando Carolin estuvo allí la noche anterior para reconocer el terreno, Flora había estado fuera y acababa precisamente de regresar. Pero era más tarde, hacia las dos de la madrugada. Si teníamos suerte podía ser lo mismo aquella noche; que dejara solos a los niños y no volviera hasta bastante más tarde. Pero ¿se podía estar seguro de esto?

—Pero ¿no es ilegal raptar a un niño de esta manera?

Carolin dio un bufido despreciativo.

—¿Ilegal? ¡Pero qué cosas!

¡Nos íbamos a ocupar de Edvin y tratar de que se pusiera bueno! ¿Es que esto iba a ser más ilegal que dejarlo mal cuidado?

En tal caso, las leyes eran incapaces y no había por qué tenerlas en cuenta. Había que tomarse la justicia por su mano. Dejar abandonado a un niño era siempre un delito. Ésta era la ley que regía para Carolin.

Pero ¿y Svea? Pensar que Flora podía creer que Svea estaba detrás de todo.

Carolin había pensado también en ello. Llevaba consigo una carta para Flora en la que explicaba la razón por la que nos teníamos que llevar a Edvin. Allí estaba bien claro que Svea no tenía nada que ver con todo ello. Carolin se hacía responsable de todo. Era suya la idea. Y era ella la que respondía de la realización del plan. Edvin tenía que ponerse bueno. Después podría volver de nuevo a casa de Flora. Todo esto se decía muy claramente en la carta.

—Pero ¿Flora sabe leer?

Tenía a gala de que nunca había ido a la escuela. Era analfabeta.

Carolin me miró. No había pensado en ello.

—¡Qué tonta he sido! ¿Qué hacemos ahora?

—Puede hacer que se la lea algún otro. No puede ser peor —agregué yo.

—No, no está bien. Quiero que lea la carta inmediatamente, para que se tranquilice.

—Pero no creo que Flora se vaya a tranquilizar tan fácilmente. Si supiera leer, seguramente tiraría la carta en cuanto viera de qué se trataba.

Era más bien una ventaja que no pudiera leer la carta enseguida. ¡Tal vez ello despertara su curiosidad! ¡Darle que pensar un poco en otra cosa! Para que se fuera inmediatamente, a fin de que se la leyeran.

—Tal vez tienes razón. Eso no está tan mal pensado.

A Carolin le gustaron mis palabras. Seguidamente me describió su plan con toda minuciosidad, para que yo supiera exactamente lo que tenía que hacer en las diferentes alternativas que pudieran ocurrir.

—¿Te sientes un poco nerviosa? —me preguntó finalmente.

—Sí —tenía que admitir que lo estaba.

—Muy bien. Yo también. Es como se debe estar, ya que así se agudizan los sentidos y se está tanto más tranquilo cuando hay que actuar.

Durante el resto del viaje permanecimos silenciosas, mientras trotaba el caballo en la oscuridad. El farolillo que pendía junto a Carolin oscilaba y daba una luz vacilante. Detrás de nosotros, dentro del coche, estaba el desconocido Gustav.

Cuando nos acercamos a Oset, Carolin tiró de las riendas y disminuyó la velocidad. Aproximadamente a unos cien metros de la cabaña había una pequeña arboleda junto a la orilla. Allí paramos y atamos el caballo a un árbol. Debíamos hacer a pie la última parte del camino. Allí terminaba por completo la vegetación. Todo el camino hasta la casa era llano.

Gustav había salido del coche. Era alto y bien parecido. Creí reconocerlo. Seguramente había estado con el hermano de Carolin aquella vez que los vi en la calle.

No hablaba mucho. Lo primero que hizo fue sacar un cigarrillo y ponerse a fumar.

—¿Sabéis los dos lo que tenéis que hacer? —susurró Carolin.

Gustav y yo asentimos. ¡Entonces pensé en una cosa!

—¿No sería mejor si consiguiéramos con astucia hacer salir de la casa a Flora? ¿Tanto en el caso de que estuviera sola como si no?

Carolin había bajado el farol del coche. Lo levantó y lo dirigió hacia mí. Vi cómo arqueaba las cejas y oí cómo decía con un poco de mal humor en la voz:

—¿Cómo vamos a hacer lo que dices?

Toda conversación innecesaria era un pecado; sabía que lo pensaba así, especialmente en una situación como aquélla en la que había que concentrarse al máximo. Pero yo creía en mi idea:

—¿No podríamos aprovechar de alguna forma aquel muro de piedra que está a unos quince metros de la cabaña?

—Sí. No me preguntes a mí. ¿Decías que tenías una idea?

Hablaba tajante e irritada, pero no me dejé asustar. Propuse que nos escondiéramos allí un rato, escuchando, antes de hacer algo. Desde allí podíamos oír lo que pasaba en la casa. Si Flora tenía alguna visita, lo oiríamos desde fuera. Así, al menos, sabríamos algo. Si, por el contrario, todo estaba en silencio, podíamos pensar que no estaba en casa. O, posiblemente, estaría durmiendo. Ahora Carolin me escuchaba. Era una buena idea.

—Sí, ¡merece la pena que lo intentemos! ¡Vámonos al muro! ¡En marcha!

Abrió el farol y lo apagó.

Después nos separamos y seguimos hacia la casa, uno tras otro, como habíamos convenido, con una prudente distancia entre nosotros. Si ocurría algún incidente, por lo menos evitaríamos ser descubiertos los tres al mismo tiempo.

La parte superior de la casa daba al bosquecillo y no tenía verdaderas ventanas, sólo un ventanillo, que tenía un trapo como cortina. Mientras nos quedásemos en ese lado de la casa, nos podíamos considerar bastante seguros. Después, la situación empeoraba. El muro, estaba, en efecto, al otro lado, y allí había una verdadera ventana. Tuvimos que hacer el último trozo sobre el lodo y la nieve.

Cuando me separé de los otros y anduve un trozo en la oscuridad, tropecé con algo raro y casi me desmayé del susto. Algo suave que me rozaba las piernas, al mismo tiempo que oía un ligero maullido.

¡El maldito gato otra vez! Había seguido tras el coche y había llegado hasta allí. ¿Qué podía hacer con él? ¿Qué ocurriría si empezaba a maullar?

Tal vez no tuviera este nuevo detalle la menor importancia.

Es posible que los maullidos del gato pudieran servir para apagar otros ruidos sospechosos. La misma Flora tenía la casa llena de gatos. No le podía dar importancia a uno más o menos.

¿Tal vez sería lo más conveniente dejar en paz al gato?

De otra manera tendría que ir corriendo al coche y encerrarlo allí, si verdaderamente quería deshacerme de él. Pero allí, en el coche, tal vez armara tal escándalo que el caballo se asustara y empezara a relinchar. Entonces se nos descubriría con toda seguridad. El riesgo de que el caballo nos descubriera era mayor que el que lo hiciera el gato.

Solté al gato y salí corriendo, temiendo haber perdido mucho tiempo. Pero era fastidioso; el gato de marras ronroneaba, pegándose a mis piernas mimosamente, y estuve a punto de caerme otra vez.

Los otros dos estaban ya junto al muro cuando llegué arrastrándome. Carolin se fijó enseguida en el gato que saltaba entre nosotros.

—¿De dónde sale ése?

Le expliqué cómo había aparecido y cuál era mi opinión. Tampoco creía ella que nos pudiera crear problema alguno.

¡Ojalá nunca lo hubiera dicho!

El gato saltó como un rayo sobre el muro y con el hocico levantado empezó a dar maullidos como un condenado. Todos los alaridos propios de una noche de marzo, poblada de gatos en celo. En medio de la tranquilidad de la noche aquello era totalmente ensordecedor. No podíamos oír lo que pasaba en la casa, como habíamos pensado.

Carolin se lanzó sobre el gato.

—¡No voy a dejar que un gato cambie mi plan!

Pero el gato no cambiaba tampoco de actitud. Saltaba de un sitio para otro y seguía maullando lastimeramente.

—No hay manera de hacer callar a ése —dijo Gustav, despreocupado, y encendió un cigarrillo—. No hay más que esperar y ver lo que ocurre.

—¡Te lo puedes imaginar! —dijo Carolin un poco furiosa.

—No, ¿qué puede pasar?

—Se van a despertar ahí dentro demasiado pronto, naturalmente. ¡Estarán vigilantes y ya no les sorprenderemos como habíamos proyectado!

Me sentí culpable. Hubiera sido preferible atenernos al plan primitivo y, entonces, el gato no hubiera podido hacer tanto daño.

El proyecto era que Gustav y Carolin debían apostarse en la esquina de la casa, mientras que yo debía ir hacia el río. Allí había un pequeño puente. Sobre él había colocado Carolin una piedra grande. Yo debería coger la piedra y lanzarla al agua, de modo que hiciera el mayor ruido posible, al mismo tiempo que debía gritar pidiendo socorro con todas mis fuerzas.

Si no ocurría nada durante un momento, y Gustav y Carolin no oían ningún ruido sospechoso en la casa, se podía contar con que Flora no estaba en casa.

Si estaba allí, aunque le costase dejar la cama, el susto o la curiosidad la obligarían a salir. Debería seguir gritando hasta que Carolin me avisase.

Si Flora tenía a alguien allí, era de esperar que salieran ambos. Y aquí estaba el punto peligroso. Se corría el riesgo de que uno de ellos permaneciera allí dentro. Entonces podía fracasar todo. Pero lo probable es que salieran ambos; era en todo caso lo que nosotros habíamos pensado en nuestros planes.

Mientras Flora y su eventual visita corrían hacia el puente para ver lo que estaba pasando, Carolin y Gustav debían vestir a Edvin, dejar la carta para Flora y llevar al niño al coche.

Yo también debería correr hacia el coche. Tan pronto como viera que Flora estaba suficientemente alejada de la casa; pero antes de que pudiera verme, debería cesar de gritar y desaparecer de allí.

Estos planes iban ahora camino del fracaso. Y corríamos el riesgo de ser descubiertos los tres, si no teníamos suerte y Flora no estaba en casa. Teníamos que verlo.

El maldito gato seguía maullando fuertemente. Iba camino de la casa. Los gatos de Flora se habían despertado, y organizaron un concierto general, y no menor, dentro de la casa. Allí estábamos nosotros sin poder hacer nada. Debíamos replantear nuestra táctica. Nosotros, que creíamos haber pensado en todo. Gustav fumaba su cigarrillo.

—No hay nada que hacer, sino esperar.

Entonces vimos a un hombre que venía por la esquina de la casa. Nos agachamos detrás del muro. Parecía que se dirigía hacia nosotros. Seguramente nos había visto. Al mismo tiempo vimos a Flora, que venía a toda prisa en paños menores.

—¡Verner! ¡Maldito tío! ¿Por qué echas a correr?

No nos atrevíamos ni a respirar. Ya era tarde para todo y no teníamos dónde poder escondernos. Había que dejar correr las cosas. Verner parecía ser un hombre corpulento, como un gigante, cuando le vimos salir de la casa. No era, seguramente, persona con la que se podía jugar.

Pero, extrañamente, pasó de largo por el muro de piedra. Ni siquiera miró hacia nuestro lado. Iba camino del bosquecillo. Flora le seguía, tambaleándose, gritando como una loca y hablando con ella misma.

—¡Pero, Verner! ¡Qué te pasa! ¡Aquí no hay nadie! Qué cansada estoy de los hombres… Son verdaderas mujerzuelas… ¡Verner! ¿No me oyes? ¡Aquí no hay un alma! ¡Puedes volver!

Verner continuaba. Tenía que habernos visto. Pero Flora parecía que no. También pasó corriendo por delante del muro. No iba demasiado deprisa; nunca podría alcanzar a Verner.

Carolin me dio un empujón.

—¡Ahora! No tenemos más que…

Entonces se puso también Gustav en movimiento, detrás de los otros dos, hacia la arboleda. Corría muy deprisa. Había pasado a Flora cuando ella lo vio, se paró desconcertada y allí se quedó vacilante y sin saber qué hacer.

Carolin me agarró.

—¡Ven! ¡Ahora corre deprisa!

Nos lanzamos a la cabaña. La puerta estaba entornada. No había más que colarse dentro. Pero allí reinaba la más completa oscuridad. Y un enjambre de gatos que pululaban por todas partes. Nos abrimos camino entre ellos.

Carolin abrió la puerta de la alcoba, en uno de cuyos rincones estaban acostados en el suelo los tres pequeñuelos. Edvin estaba despierto y tosía. Carolin encendió con una cerilla el cabo de la vela del farol que había llevado. Lo levantó sobre nuestras caras para que Edvin pudiera reconocer quiénes éramos y no se asustase.

Edvin parpadeó ante la luz y ni siquiera parecía extrañado, pues estaba tan extenuado que no reaccionaba, ni comprendía de lo que se trataba, cuando Carolin le dijo:

—¡Oye, Edvin! Nos vas a acompañar ahora a casa, con Svea. Tenemos que hacer algo para que te pongas bueno. Después, podrás volver con tu mamá.

Carolin me dio el farol. No había más que una manta y, naturalmente, debían tenerla los otros dos pequeños. No podíamos encontrar la ropa de Edvin, ni teníamos tampoco tiempo para vestirlo. Carolin se quitó la amplia capa que llevaba y la arrolló rápidamente alrededor de Edvin, arropó cuidadosamente a los otros pequeños y cogió a Edvin del brazo, al mismo tiempo que me decía:

—¡Alúmbranos!

Yo iba delante con el farol. Cuando salimos fuera, lo apagué, y nos deslizamos por el otro lado de la casa, a lo largo de la parte que daba al río. De esta manera pudimos evitar a Flora, que no había llegado. Dada la oscuridad que reinaba, difícilmente nos podía ver.

Pero, súbitamente, me paré.

—¡La carta!

Carolin la buscó en su bolsillo y la sacó.

—¡Aquí está! ¡Corre y déjala sobre la mesa! Yo voy por delante.

Cogí la carta y eché a correr.

Precisamente cuando llegué a la casa apareció Flora por la esquina. Era demasiado tarde para huir. Nos encontramos en la puerta y le di la carta.

Me miraba con la boca abierta. No sabía todavía que Edvin había desaparecido y no comprendía lo que se preparaba. Tuve que meterle la carta en su mano para que la cogiera.

—¡Aquí tiene, Flora! ¡Es de Carolin! ¡Una carta muy importante!

Me largué de allí corriendo. Pero tuve tiempo de volverme y gritarle:

—¡Nos volveremos a ver pronto!

Carolin no había adelantado mucho. Cuando yo la alcancé, estaba con Edvin en los brazos y miraba hacia el bosquecillo.

—Parece como si se estuvieran pegando allí.

Escuché y aquello parecía inquietante. Se oían puñetazos, ruidos sordos y gritos apagados.

Tenía que ser Gustav, que se estaba pegando con Verner.

Pero no podíamos esperar. Edvin no podía quedarse frío. Teníamos que apresurarnos para que reaccionase con el calor de la casa. Cogí a Edvin y Carolin corrió para saber qué pasaba allá lejos, en la arboleda.

No se veía mucho del pobre Edvin. Sólo aparecía una pálida naricita entre los pliegues de la capa, y seguía con su tos. Yo iba tan rápida como podía. Había que acostarlo lo antes posible y darle algo caliente. La primera noche estaría con Carolin en su cuarto de la buhardilla. Después le explicaríamos todo a Svea, que se ocuparía de él hasta que se pusiera bueno.

Cuando llegué a la arboleda me encontré con Carolin con el farol encendido. La pelea continuaba. Vi cómo dos sombras se estaban atizando silenciosamente allí entre los árboles. Pensé que lo mejor era que arreglasen sus cuentas ellos mismos.

—¡Esto no puede continuar así! ¡Ya está bien! ¡Nos tenemos que ir a casa!

Carolin llegó dando saltos, levantó el farol y gritó con voz de trueno:

—¡Bravo, Gustav! ¡Aquí llegan refuerzos! ¡Pega fuerte!

El efecto no se hizo esperar. Verner cesó de luchar y miró a su alrededor. Gustav lanzó un puñetazo, que seguramente quedó en el aire, pero al mismo tiempo se adelantó Carolin como una furia.

En la oscuridad, Verner sólo veía la luz del farol, perdió la serenidad y desapareció entre los árboles. Carolin dio un grito de victoria. Era una carcajada que no parecía de este mundo y que hizo relinchar al caballo, al mismo tiempo que piafaba, hasta el punto que Gustav tuvo que apaciguarlo.

Supimos después que cuando Gustav vio a Verner corriendo hacia la arboleda, se dio cuenta enseguida de lo que iba a ocurrir. Comprendió que Verner había descubierto que había gente fuera de la casa, pero no sabía quiénes éramos. Como seguramente tenía algunos pecadillos sobre su conciencia, creyó que íbamos por él y huyó.

Gustav contaba con que cuando Verner llegara a la arboleda tenía que ver el carruaje, que allí estaba como por encargo. ¡Allí vería él una excelente posibilidad de escaparse de sus perseguidores! ¡Seguramente desaparecería inmediatamente con el coche, y allí nos quedaríamos nosotros bien plantados!

Por eso, Gustav se lanzó a todo correr detrás de él. Era el responsable del coche. Si fuera robado, menuda broma para él y para Carolin.

Llegó en el último momento, pues Verner estaba ya sobre el pescante.

Gustav le agarró por una pierna y consiguió coger las riendas, con lo que el peligro desapareció. El caballo había estado a punto de desbocarse. Gustav no sabía cómo lo había hecho, pero había conseguido tranquilizarlo y atarlo, al mismo tiempo que mantenía a Verner a distancia.

¡Pero después había habido pelea! Verner era alto y fuerte y estaba furioso. No había sido una pelea fácil. Gustav se había salvado gracias a su agilidad y movilidad. Había cansado a Verner, que por lo demás estaba un poco achispado y con las piernas poco seguras. Si Verner hubiera estado menos bebido, nadie sabe cómo hubiera acabado el combate.

En todo caso, el peligro había pasado. Gustav había recibido un par de chichones y sangraba un poco por la nariz, aunque merecía la pena, según él.

Carolin cogió el farol y lo puso en el coche. Gustav se subió al pescante. Iba a conducir ahora. Carolin y yo nos acomodamos en el coche, con Edvin entre ambas. Tratamos de que estuviese lo mejor acondicionado posible y Gustav guiaba despacio para evitar sacudidas.

Edvin estaba con su cabecita inclinada sobre mi brazo. De pronto sentí que el pequeño se movía, a pesar de que Gustav iba despacio. Se oían pequeños sollozos, y cuando miré, vi que Edvin estaba llorando desconsoladamente. Las lágrimas le inundaban toda la cara. Se lo mostré a Carolin, que lo cogió en sus brazos.

—Pero ¡pobrecito Edvin! ¿Qué te pasa?

Trató de mover sus labios para decir algo, pero no lo consiguió. El lloriqueo no terminaba. Lo único que de vez en cuando se podía oír era «madre». Carolin le abrazó. Las lágrimas estaban muy próximas.

—¡Pobre Edvin! ¿Qué hemos hecho? ¡Perdóname! Ahora comprendo… Es una crueldad lo que estamos haciendo contigo. Vamos a volver inmediatamente. Perdóname, no era mi intención hacerte daño.

Carolin llamó a Gustav para que parase. Pero cuando oyó que queríamos volver, protestó.

¿Qué queríamos? ¿Echarlo todo a perder? ¿Se había curado Edvin?

No. Edvin no estaba mejor. Y ahora sabíamos Carolin y yo lo que queríamos. Pero no podíamos llevarnos a Edvin contra su voluntad. Lloraba inconsolablemente. También sabía él lo que quería. Es lo que nosotros habíamos olvidado. Aunque su madre fuera lo que fuera, quería estar junto a ella.

Algo que no habíamos incluido en nuestros cálculos. No habíamos pensado en lo principal: el derecho de Edvin a decidir por sí mismo. Y a Carolin, que tan escrupulosa era en tales cosas, le daba vergüenza.

Pero Gustav era inexorable. No pensaba volver. Entonces le pidió Carolin que bajara y viera cómo estaba el pobre Edvin.

—Así podrás juzgar tú mismo lo que debemos hacer.

Gustav bajó del pescante y miró dentro del coche. Cogimos a Edvin de la mejor manera para que Gustav viera su cara, mientras que Carolin le preguntaba:

—¿Estás seguro, Edvin, de que no quieres venir con nosotras a casa, con Svea?

Edvin meneó la cabeza y las lágrimas continuaban.

—¿Entonces, lo que quieres es volver a casa con tu madre, no?

—Sí —el pobre asintió con la cabeza muy claramente.

No había lugar a dudas. Gustav tenía que ceder:

—Pero ¿qué puedes ver en esa mujeruca?

Estaba boquiabierto y preocupado, pero se decidió enseguida y dio la vuelta con el coche.

Regresamos. Edvin ya no temblaba y se había calmado y, de vez en cuando, dentro de aquel hatillo, se oía un pequeño suspiro. Carolin lo miraba tiernamente:

—Lo poco que una sabe…

Cuando llegamos a la cabaña había luz en la ventana. Cogimos a Edvin y llamamos a la puerta. Apareció enseguida Flora y nos abrió. Cuando le entregamos a Edvin no dijo ni una palabra.

Carolin le liberó cuidadosamente de la capa que lo envolvía. Tan pronto como sus brazos se vieron libres los extendió hacia Flora, y cuando ella le cogió, inclinó su cabecita, con un profundo suspiro, en uno de sus hombros.

Carolin trató de explicar todo, insistiendo en que había sido cosa nuestra y que Svea no tenía la menor idea de lo que habíamos hecho, y que nuestra intención era que Edvin volviera a su casa tan pronto como estuviera mejor.

Todo había sido una equivocación de la que estábamos arrepentidos.

No habíamos pensado en lo apegado que estaba Edvin a su madre. Sencillamente, nos vimos obligados a regresar con él. Estaba inconsolable. Le habíamos dejado que decidiera él mismo, y había elegido a su madre. Le contamos justamente cómo había sido, sin ocultarle nada, y Flora lo escuchó todo sin decir una palabra. Dirigía sus ojos muy abiertos a uno y a otro, mientras mecía a Edvin, que, rendido por la fiebre y las emociones, estaba ya dormido sobre su hombro. Volvía a estar en casa, estaba tranquilo.

—Perdone, Flora, nos tenemos que ir ahora —dijo, finalmente, Carolin—. Creíamos… ¡Ah, sí!, en la carta está todo…

Flora le dirigió a Carolin una mirada condescendiente y se fue a la mesa, donde estaba la carta junto a la luz. La había abierto, pero ahora la volvió a doblar cuidadosamente y se la dio a Carolin:

—¡Pero mujer de Dios! ¿Qué voy a hacer con ella? ¡Yo no sé leer! ¿Me dejaréis en paz, por fin?