Capítulo 10

EMPEZAMOS a caer enfermos en casa uno tras otro y nos tuvimos que quedar en cama. Se trataba de un simple enfriamiento, no una infección grave como la que padecía Edvin. No era él la causa del contagio.

Empezó Nadja; después enfermó Carolin y al poco tiempo Roland. Mamá y papá tuvieron también un ligero acceso. Yo fui la que salió mejor librada; me sentí un poco malucha durante un par de días y no fui a la escuela, eso fue todo.

Svea fue la única que se libró por completo. Pero no estaba muy contenta por ello. Pensando en Edvin hubiera sido preferible que hubiese sido Carolin la que se librase. Svea, que seguía teniendo prohibida la entrada en la casa de Flora, podía muy bien haber caído enferma en su lugar. Tal y como estaban ahora las cosas, no había nadie que pudiera ir allí tan a menudo como Svea quería. No podía tener noticias diarias sobre el estado de Edvin y esto le hacía sentirse enormemente intranquila.

La auténtica Svea, la vieja intratable, volvía a aparecer de nuevo. La enfermedad de nuestra familia no le decía gran cosa, pero el caso de Carolin se debía a negligencia y era culpa suya si estaba enferma. Tenía que hacer lo que fuera para ponerse buena lo antes posible.

Desgraciadamente fue Carolin la que peor estaba y tuvo que guardar cama mucho más tiempo que los demás de la casa.

Esto fue una contrariedad para Svea. Estaba muy irritable y perdía el sosiego constantemente. ¿Cómo se las iba a arreglar ahora el pobre Edvin?

Por eso le enviaba comida a Flora directamente desde la tienda donde acostumbrábamos a comprar, pero no se recibían noticias directas de cómo seguía Edvin. Svea trató de interrogar al pobre chico de la tienda, pero éste no era muy locuaz y no le pudo sacar mucho.

Fueron unos días desagradables. Me ofrecí a ir allí, pero no me dejaron. El invierno había hecho su último ataque y hacía muchísimo frío, casi treinta grados bajo cero y con viento; no estaba restablecida del todo, por lo que mamá no consintió que fuera. Svea tampoco quería asumir tanta responsabilidad, pues en mi estado podía yo muy bien contagiarme.

Pero, en cambio, se me permitió subirle diariamente a Carolin la bandeja con la comida. Así tuve ocasión de conocerla mejor y entablar más amistad. Era natural que me quedase allí un rato de vez en cuando. A veces, llevaba los libros y hacía mis deberes en su habitación. Así empezamos a hablar seriamente entre nosotras. Como siempre, ella estaba interesada por mis libros. Hablamos de la escuela. Solamente había ido unos años a la escuela primaria. Casi todo lo demás lo había tenido que aprender por sí misma.

Estaba indignada de que en nuestra ciudad hubiera instituto para los chicos, pero sólo escuela para nosotras. No se contaba, por tanto, con que las chicas pudieran elegir seguir estudiando en la universidad. En tal caso, teníamos que ir a una casa de huéspedes y estudiar en Estocolmo o en alguna otra ciudad donde hubiera instituto para chicas.

Yo no podía aceptar semejante desigualdad de oportunidades. Era ofensivo. Tenía que sumarme a las otras chicas de la escuela para protestar y conseguir el cambio de aquella situación anómala e injusta.

Pero ¿cómo me las iba a arreglar? Yo, que estaba obligada a dar cuenta de todos mis pasos. Carolin sabía muy bien el parecer de mamá en estas cuestiones. Si empezaba a tomar parte en las protestas que se tramaban en la escuela, mamá creería inmediatamente que corría el riesgo de ser expulsada, y la consecuencia sería verme encerrada en mi cuarto hasta que prometiera solemnemente poner fin a tales niñerías. Ésta era la manera de razonar en casa; no conseguiría nada. ¿No lo comprendía Carolin?

No, encontraba que yo era cobarde y pasiva. Comprendía que era muy fácil ser así en un ambiente como el mío, pero no tenía que resignarme, sin más. Tenía que luchar. Había muchas que se habían educado en las mismas circunstancias que yo, pero que, a pesar de todo, se atrevían a reaccionar y a luchar. Podía citar a unas cuantas: Elin Wägner, por ejemplo, que había escrito «La Liga de Norrtull», había tenido, aproximadamente, el mismo ambiente social que yo y se había atrevido a librarse de él. No le había sido fácil. Se había visto obligada a desobedecer a su propio padre en sus ideas. Había sido una lucha dura y permanente, había padecido mucho, pero había comprendido que la finalidad era digna de la lucha. Se trataba de la libertad y el derecho a disponer de su propia vida.

—¡Y en algún lugar debe comenzar la lucha! Carolin me miraba con ojos retadores, pero yo no le contestaba. ¿Pretendía que debería oponerme? Así parecía.

Pero papá no me había hecho nunca el menor daño. Era un alma buena. La propia Carolin lo debía saber.

¿Y sus opiniones? ¿Qué quería decir?

En realidad ocurría más bien que nadie sabía cuáles eran las opiniones de papá. Él hablada de Swedenborg… Y en una ocasión pensé que debería tratar de conocer a papá leyendo a Swedenborg, pero no comprendí ni una palabra.

Carolin suspiró profundamente:

—¡Hay tantas cosas que yo querría hacer! No tiene una que conformarse con sueños sólo…

En eso tenía razón. Lo mismo sentía yo. Y mi caso estaba muy justificado. No era tan enérgica como ella. Y había dejado en puros sueños muchas cosas.

La miré de soslayo. Estaba tranquilamente echada en su cama, pero sus ojos brillaban, y no era sólo debido a la fiebre.

Cuando pensaba en las otras muchachas que habíamos tenido…

—La Saga Carolin, discretamente disfrazada de ama de llaves —dije soltando la risa. Ella me contestó con otra risa.

—¡Señorita Berta! —gritó, guiñándome los ojos. Yo di un salto como picada por una víbora.

—¡No! ¡Ahora me voy!

—Perdóname… No quería ser mala.

Se entristeció de pronto. Si se hubiera imaginado que yo lo iba a tomar a mal no lo hubiera dicho. Era solamente una broma.

—Sí, mi nombre es una broma fea —dije yo—. Tienes razón en esto. Lo sé muy bien.

Se sentó en la cama e inclinó lentamente la cabeza hacia mi lado. Así permaneció largo rato, hasta que solté la risa:

—No, no estoy seguramente muy cuerda, pero no puedo evitar el detestar ese nombre.

—Lo harías igualmente te llamaras como te llamaras.

—¡No seas mala! ¿Por qué lo iba a hacer?

—No me lo preguntes a mí —me miró de forma interrogante—. ¿Sabes tú cómo querrías llamarte?

—Ya me lo has preguntado una vez. La respuesta es ¡no!

—¿De veras? Creía que habías encontrado un nombre.

Se echó de nuevo en la cama y cerró los ojos.

—Eras precisamente tú la que habías prometido encontrarme un nombre —dije—. Pero veo que lo has olvidado.

No, no lo había olvidado.

—Puedes creer que lo he pensado.

—Pero ¿no has encontrado ninguno?

—Sí y no.

Seguía sin moverse con la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Había un nombre en el que había pensado, pero no sabía si me iba muy bien, pues no me conocía suficientemente.

Me acordé de lo que me había dicho en un principio, de que necesitaría tiempo antes de encontrarme un nombre, puesto que antes tenía que acabar de conocerme bien. Suspiré.

—¿Crees tú que llegarás a hacerlo?

—¿Cómo dices?

—Llegar a conocerme.

Se irguió de entre los almohadones y extendió ambos brazos hacia mí. Su cara resplandecía, y a mí me parecía que nunca la había visto tan bonita.

—Vamos por el buen camino —dijo—. Naturalmente que llegaremos a conocernos mutuamente.

Me señaló el borde de la cama.

—¡Ven y siéntate, aquí! No puedo hablar si estás sentada tan lejos. A mí me gusta poder tener muy cerca a las personas con las que hablo.

Me senté con cuidado en el borde de la cama. Y empezó de nuevo a mover la cabeza lentamente con una sonrisa.

—Pobrecita, tienes miedo…

—No tengo miedo como crees. ¿En qué clase de nombre has pensado?

—No, no lo sé, no creo que esté bien.

—¡Pero dilo!

Me miró sonriente, directamente a los ojos, y cogió mi mano.

—Vilma.

—¿Vilma…? No me dice nada.

—¿No? Pues te lo tiene que decir.

—No, te lo aseguro. No encuentro que sea feo. Y tampoco es bonito. Sólo que no me dice nada… Parece indiferente.

—Es raro.

Carolin retiró su mano.

—¿Estás triste?

—No. ¡Oh, no!

Miró a otro lado. Era sólo un poco raro. Puesto que yo me parezco tanto a papá, y él se llama Vilhelm, podía haber sido lo más natural pensar en mí como Vilhelmina. O Vilma…

—¡Oh! No pensé en eso.

—No, no lo hiciste.

Se inclinó de nuevo sobre las almohadas y cerró los ojos. Había estado con los ojos bajos y sin mirarme mientras había hablado de mi nombre. Ahora estaba completamente inmóvil y dijo, como para sí misma, que de haberse tratado de su padre habría pensado en ello, en su nombre.

Yo no sabía qué contestarle. Me parecía que la conversación había empezado a ser muy difícil. Carolin estaba seguramente cansada, tenía fiebre, se notaba en sus ojos. Debería marcharme. Ella estaba echada y en silencio: no miraba. Me levanté con cuidado del borde de la cama.

Entonces susurró ella.

—No, tú no te vas a llamar Vilma…

Pensé que tal vez se había sentido ofendida porque no había aprobado su propuesta de nombre.

—¿Por qué no? —dije yo más alegre—. Puedo pensarlo. Tal vez sea un buen nombre… si ahora me parezco tanto a papá.

—No —contestó ella—. Precisamente por eso. Puede que sea innecesario.

—No te comprendo… ¿Innecesario?

—Sí, el acentuar la semejanza.

Ahora era yo la que movía la cabeza. Continuaba tendida de la misma manera, con los ojos cerrados. El tono de su voz era grave, casi dramático, pero al mismo tiempo somnoliento. Lo mejor era dejarla en paz. Me levanté por segunda vez.

Se incorporó de nuevo. Se sentó derecha como un cirio, con los ojos muy abiertos. Primeramente, dirigió sus ojos fijamente al espacio y, después, me buscó con su mirada. Y empezó a golpear con la mano sobre la colcha.

—¡Tú eres tú! ¡Él es él! ¡Y yo soy yo!

Para cada «tú», «él» y «yo» que pronunciaba golpeaba la colcha con la mano. Parecía una niña agresiva. Solté la carcajada.

—¡Naturalmente, Carolin, que nosotras somos nosotras!

Yo también golpeaba la colcha, imitándola.

Empezó a reír inmediatamente, y nos dejamos caer sobre la colcha, la una junto a la otra, riendo como tontas.

—Si no se pronuncia Berta con la «b» inicial, entonces Berta no es un nombre tan feo —soltó Carolin—. Al contrario.

—¡Cállate! —le grité.

Pero no se calló.

—¡Berta! ¡Berta! —repetía.

Pronunciaba la «r» y la «t» como dos sonidos independientes, es decir, no tan fuertes como, generalmente se pronuncian. Como ella lo pronunciaba no parecía tan tosco; hasta parecía interesante. Ahora hablaba en serio.

—No, tienes razón, no tiene por qué ser feo —dije yo.

Me miró y sonrió:

—Especialmente puesto que te llamas así. Y yo te quiero mucho —murmuró.

Lo dijo de repente. Me quedé pasmada, no sabía qué hacer. Si hubiera abierto la boca habría comenzado a llorar. En nuestra familia no teníamos la menor costumbre de decir palabras amorosas. Nuestra educación se había dirigido en sentido contrario, a dominar situaciones difíciles, no dándoles importancia, aparecer como un muro y, en el mejor de los casos, bromear con los sentimentalismos.

Pero para eso hace falta tener un gran carácter, y eso no lo tienen todos.

En lugar de decirle a Carolin lo contenta que estaba por sus palabras y lo mucho que significaban para mí, miré hacia la puerta, me levanté despacio, cogí la gramática alemana que estaba junto a mí y la abrí al azar. ¡No creí lo que veían mis ojos! Se me ofrecía la ocasión de ser mordaz. Con voz sarcástica leí la frase en la que se habían posado mis ojos:

—«Traue denen nicht die dir schmeicheln[1]».

Carolin me miró sonriente.

—¿Qué quiere decir eso?

Toda su cara se iluminó de esperanza, le brillaban los ojos. Ya había empezado yo a abrir los labios para hacerle la traducción cuando la vi y cerré la gramática.

—No es nada —dije yo rápidamente—. Absolutamente nada. ¡Yo te quiero también! Tenemos estofado de ternera para cenar. Pero también hay pescado que quedó de ayer. ¿Qué prefieres?

Cuando algunas horas después le subí a Carolin la bandeja con la cena, estaba sentada en la cama, muy derecha, con las manos detrás de la nuca y con aire pedigüeño.

—Aquí tienes tu pescado —dije—. De postre hay bizcocho. ¿Quieres beber jugo de arándanos o leche?

Coloqué la bandeja en la mesa junto a la cama. Continuaba sentada y seguía en silencio mis movimientos con la mirada; no contestó a mi pregunta. Había algo en el ambiente, lo sentía. Me fui a sentar en la silla que acostumbraba, cuando se oyó su voz, fuerte y clara:

—¡Es verdad, Berta! ¡No hay que creer en los que nos adulan porque en realidad les tenemos sin cuidado! ¡Lo recordaré!

Asentí. ¡Lo debía haber comprendido! Había cogido el texto de la gramática alemana y habían traducido la frase en cuestión. Roland, naturalmente. ¿Cómo había sido posible? Seguía enfermo en su habitación, un piso más abajo. Pero en todo caso conseguirían hablarse sin que nadie lo supiera.

Pero ¡qué tonta! ¡Cómo podía creer que Carolin no averiguaría el significado de la frase! Toda una frase leída en un libro y en un momento en que ella aguardaba una respuesta diferente.

Me acerqué de nuevo a la cama y pensaba aclarárselo. Entonces vi que no hacía falta. Ahora estaba sentada y sonreía:

—Era un buen ejemplo —dijo—. Lo voy a recordar. Pero en todo caso es así; en quien te quiere debes confiar ¡De lo contrario, es que eres bastante tonta!

Suspiré más tranquila y traté de encontrar algo que decirle cuando estaba al borde de la cama, pero me dio un pequeño empujón.

—¡Ahora vamos a hablar de otra cosa! Desde que estoy aquí, en la cama, he pensado en diversos planes. Tenemos que trasladar a Edvin, ¿comprendes?

Pero ¿qué decía? ¿Deliraba? Sabía muy bien que Flora no consentía en soltar a Edvin. Ni siquiera Svea seguía pensando en tal cosa. Y mucho menos desde que el mismo doctor había recibido la bayeta en plena cara. No, no se podía pensar en ello.

Pero Carolin estaba decidida. Lo había pensado muy bien. Svea tenía razón para estar intranquila. En verdad, se podía sospechar que Edvin no era cuidado debidamente. Carolin había visto suficientemente la forma de tratar Flora a los niños para imaginarse lo que estaba ocurriendo. Tan pronto como tenía la menor contrariedad, tenía que ir al armario para «fortalecerse» un poco. O consolarse. Y se repetían demasiado los viajes al armario. Después, no tenía fuerzas para encender la chimenea y cuidar de niños enfermos.

Además, Svea encontraba que se consumía una cantidad sospechosa de medicina para la tos. Ya cuando Carolin había estado allí últimamente, se quejaba Flora en voz alta de su propia tos y constantemente utilizaba la medicina de Edvin y se la tomaba encantada. Carolin había advertido que estaba destinada a Edvin; pero ella se había disculpado, afirmando que la medicina era demasiado fuerte para un niño. No podía ser saludable. Y no se fiaba de aquel médico que había estado allí. No era un buen médico.

Creía Carolin que había gran peligro de que el pobre Edvin estuviera allí mal cuidado. Debería estar ya bien a estas alturas, pero estaba peor. La cosa no podía seguir así. Svea tenía razón.

—¡Tenemos que hacer algo!

Pero ¿qué? No había nada en el mundo que pudiera persuadir a Flora para que entregase Edvin a Svea. Ni a ningún otro tampoco. Esto lo sabíamos muy bien. No comprendía lo que pensaba Carolin.

Pero ella tenía sus planes, afirmaba.

—¡Ahora no tienes que contradecirme!

Se inclinó hacia adelante, los ojos le brillaban peligrosamente y sus mejillas estaban al rojo. Me parecía que tenía un aspecto un poco salvaje, pero su voz era tranquila y ponderada:

—Es posible llevarlo a cabo, no hay la menor duda. No será fácil, pero con un poco de astucia y suerte, irá todo bien.

—Pero ¿qué es lo que tenemos que hacer?

—¡No seas impaciente! ¡Tenemos que tomar las cosas con calma!

Levantó una mano con gesto tranquilizador. ¡Como si fuera yo la que necesitaba tranquilizarse! ¡Cuando ni sabía de qué se trataba!

La operación tenía que llevarse a cabo protegidas por la oscuridad, en plena noche, cuando todos estuviesen dormidos. La noche siguiente no podía ser, sino una después. No se podía dejar para más tarde.

—Entonces, tienes que estar preparada.

—¡Sí, sí! ¿Qué tengo que hacer?

—Tranquila. Es posible que tengamos que ser tres. Tenemos que contar con una persona más.

—¿Y quién puede ser?

—Ya lo sabrás después.

—¿Es Roland?

Movió la cabeza y me miró extrañada. ¡Oh, no! ¡No es Roland! Era otra persona, necesaria por una razón muy especial. Después me lo diría.

Comprendí que debía ser su hermano y no le pregunté más. Entonces tendría ocasión de conocerlo.

—Mañana por la noche —repitió.

Le dije que sí, que estaría preparada, a pesar de que hubiera sido mejor saber un poco de qué se trataba.

Sacudió la cabeza. El plan no estaba todavía listo en sus detalles; debía tener paciencia. Primero tenía que llevar a cabo una inspección del lugar. Pero no debía intranquilizarme; recibiría las instrucciones con tiempo.

Reía y se frotaba las manos de contento.

Había un libro sobre la colcha. Mientras estaba en la cama había leído «Los tres mosqueteros», según vi. Se lo había prestado Roland. Tal vez era de allí de donde había sacado su inspiración. Recordaba que yo misma había sido D’Artagnan durante varios meses cuando leí ese libro, hacía dos años, aproximadamente.

—¿Encuentras que está bien? —le dije señalando el libro.

Tenía el pensamiento muy lejos de allí y me miró un poco desconcertada.

—Naturalmente, pero es una historia de bandoleros.

—No sólo… —cogí el libro, pero me lo quitó enseguida.

—No tenemos tiempo para hablar ahora de libros. Tengo que seguir pensando. Lo mejor es que te vayas.

—¡No olvides la comida!

Cogí la bandeja y se la puse delante de la cama. El pescado es bueno para el cerebro.

Cuando me dirigía hacia la puerta, me llamo para decirme que haría bien en bajar y sentarme a tocar el piano tranquilamente. Y alegrar a mamá, pues no sabía cuándo podría yo alegrarla otra vez.

—Pero ¿no crees que va a sospechar —pregunte yo— si me siento a tocar voluntariamente?

—¡No entonces se pondrá muy contenta, lo olvidara todo! —dijo riéndose Carolin—. Le dejarás un bonito recuerdo.

Luego se puso muy seria y me dijo que mañana por la mañana recibiría todas las instrucciones necesarias. Hasta entonces, tenía que estar tranquila.

¿Tranquila? Cuando yo sabía que estaba tramando planes subversivos en los que me había metido sin saber yo de qué se trataba en absoluto. Y esta noche debía ella largarse y llevar a cabo un reconocimiento del terreno. Con más de treinta y nueve grados de fiebre.

Pero cuando al día siguiente subí a ver a Carolin la encontré sentada en la cama, tranquila y serena.

—¿No te habrás arrepentido?

—No.

—Muy bien. Entonces tienes que ponerte las botas de agua y el impermeable de Roland y estar junto al puente esta noche a las doce. No necesitas saber más. No hay que descubrir todo de una vez si no es necesario. Tú ya conocerás mis planes después.