LA catástrofe que yo esperaba parecía eliminada. El peligro había pasado. O tal vez, nunca había habido peligro alguno. Todo podía ser pura imaginación. Mí exuberante fantasía me había jugado una vez más una mala pasada.
Estábamos en el tiempo más oscuro del invierno; sólo nos alumbrábamos con pequeñas velas oscilantes y lámparas de petróleo. No era extraño, por tanto, que la fantasía se desbocara un poco más de lo normal y se creyera ver más de lo debido.
Tal vez Svea no detestaba a Carolin. No podía ser verdad que se deslizara sigilosamente por el pasillo con el solo propósito de vigilar a Carolin y Roland.
Podía haber cambiado de comportamiento; tal vez encontraba que había actuado demasiado segura de sí misma y dominante. Y quería ser ahora más pacífica y menos exigente.
No eran rasgos suyos precisamente, pero tal vez había recibido un pequeño golpe de gracia. Esto ocurre a veces; se oye hablar de ello.
En todo caso, no ocurrió ninguna catástrofe, y eso estaba muy bien, aunque fuera algo desconcertante. Yo había estado muy segura de lo que creía. Todos los signos lo indicaban también. Pero ahora, de pronto, iban en otra dirección.
¿O era sencillamente que me forjaba ilusiones de estar segura?
Porque el tiempo pasaba y nada ocurría.
No lo sé. Lo que me causa más problemas es que, con la misma facilidad, puedo ver ocultas confabulaciones y hechos misteriosos, como, al poco tiempo, dejarlo todo de lado. Con la misma rapidez que una rata se transformaba en montaña, podía a su vez la montaña reducirse y convertirse en un ratoncito. Sí, ¡esto es ilusionismo… y en proporciones locas!
Svea se mostraba mucho más ingenua de lo que creíamos. Roland y Carolin seguían tan ocupados el uno del otro, e igualmente imprudentes; pero el interés de Svea por el asunto no era mayor del que se puede suponer como normal en una solterona de su edad, esto último según Roland. Ella creía, por ejemplo, que todas las cosas prohibidas sólo podían ocurrir pasada cierta hora. Y siempre, naturalmente, de noche, nunca en pleno día. De acuerdo con esto, Roland no debía estar a solas con Carolin por la noche. Y lo estaba, naturalmente, a pesar de todo. Pero durante el día no tenía la menor importancia. Así pues, se les podía dejar solos en toda la casa, horas enteras.
Tal y como estaban las cosas ahora, no había complicaciones mayores. Pero lo que impidió la catástrofe esta vez pudo muy bien haber sido un hecho inesperado que tuvo gran importancia para Svea.
Se debía, en efecto, a que casi al mismo tiempo nos vino un pequeño «huésped» a la hora de almorzar.
Carolin había estado en casa de Flora, la del Oset, y regresó sumamente excitada. Flora había estado tumbada en el sofá y lloriqueando todo el tiempo que estuvo allí. Al principio no hubo manera de sacarle una palabra congruente; pero, finalmente, pudo comprender Carolin de lo que se trataba.
Edvin, el mayor de los chicos de Flora, tenía que empezar la escuela, deber que Flora había tratado de evitar hasta el último momento. Además, Edvin era tan pequeño que nadie creía que estaba en edad escolar; pero llegó un día en que lo fueron a buscar. La pena, en la casucha, fue enorme. Flora tuvo que «fortalecerse» con una buena ración de aguardiente, cuyas consecuencias todavía estaba padeciendo, pues casi no podía tenerse de pie. Carolin lo pasó muy mal con ella. Sólo quería gruñir y lamentarse.
¿Por qué una persona pobre no tenía derecho a hablar? ¿Por qué se habían empeñado en quitarle lo único que tenía, sus desgraciados pequeñuelos?
Y si Edvin tenía que ir a la escuela en la ciudad, ¿cómo podía ella cuidarlo y llenarle el estómago?
Los dos más pequeños que estaban en casa, Edit y Ejnar, permanecían apretujados en un rincón y escuchaban con ojos asustados lo que decía su madre.
¡Qué cosas tan terribles les esperaban! ¿Dejarían de comer cuando fueran a la escuela?
Ahora se habían llevado a Edvin a la escuela para hacerle pasar hambre; después le tocaría el turno a Ejnar; por último, a la pobre y pequeñita Edit. ¿Cómo iba a terminar todo? ¡Ellos, que tenían tan poco que comer! ¡Y eran tan pequeños!
Su madre nada podía hacer para salvarlos. Era demasiado pobre. Todos tenían razón a la hora de mandar sobre los débiles.
Como es natural, Carolin le dijo que no era verdad. Todo el mundo era libre.
Flora se enfadó. Había asegurado a sus pequeños que morirían de hambre en la escuela.
Carolin no tenía que venir diciendo lo contrario. No, era como mamá había dicho, y Ejnar y Edit se sentían tan desamparados que no se atrevían ni a llorar, pues eso era lo peor para su madre. Cuando Carolin trató de consolarlos, dijeron:
—Lo que más lástima nos da es mamá.
Flora se enfurecía cada vez más y gritaba que allí hacían más falta hechos que palabras. ¡Consuelos! Había recibido ya demasiados.
Hasta cierto punto, Carolin estaba conforme con ello. Estaba muy triste y nerviosa cuando llegó a casa y contó la desconsoladora historia.
Mamá habló con Svea y decidieron que Edvin vendría a comer con nosotros. Lo que quería decir que llegaría a la hora de almorzar y se hartaría de comer cada día. La escuela estaba muy cerca, en la próxima manzana. Mamá fue ella misma a casa de Flora para ofrecerse a tener a Edvin a la hora de almorzar. En aquella ocasión, Flora estaba serena y no tan gruñona, pero crítica. Mientras mamá hablaba, daba vueltas a la mesa y de vez en cuando pegaba un fuerte puñetazo.
Mamá no podía comprender su actitud. Creía que sería una tranquilidad para Flora saber que Edvin iba a estar bien alimentado, pero ella no hacía más que quejarse amargamente.
—¡No es justo esto! Exprimir a un pobre desgraciado…
—Pero Flora, ¿qué es lo que no es justo?
—Que la escuela vaya a quitar la comida de la boca a un pobre infeliz. Ya tengo dos pequeñuelos en casa.
Finalmente, sospechó mamá que Flora creía que se iban a suprimir las cestas de comida que le enviábamos, si Edvin venía y comía en casa cada día. Cuando se convenció de que no se trataba de eso, se tranquilizó. Pero no se podía asegurar que se quedara especialmente de acuerdo con la idea de que su hijo fuera a la escuela. Era un hecho que podría acarrear, según ella, desagradables consecuencias. Se ufanaba en que ella misma había conseguido librarse totalmente de la tiranía escolar.
Tras muchas discusiones se decidió, finalmente, que Edvin comería en nuestra casa. Pero, pobrecillo, las primeras veces estaba verdaderamente aterrado. Svea iba a buscarlo a la escuela. Tenía que tenerlo cogido de la mano durante todo el camino. Tan pronto como lo soltaba, se paraba en medio de la calle y allí se quedaba plantado hasta que le cogía de la mano otra vez. Iba despacio y con la cabeza baja, como si caminara hacia un precipicio. Todo era para él nuevo y asombroso; no había estado nunca más allá de la esquina de su cabaña.
Como un muñeco se dejó llevar a la cocina y colocar en una silla. Cuando le trajeron la comida, permaneció sentado y mirando con cara de asustado. No podía imaginar que aquello fuera para él. Emocionaba verlo. Seguramente estaba realmente hambriento, pero no daba señales de ello. Por muy pequeño que fuera tenía cierta dignidad innata.
Era un pequeño muy simpático. Allí estábamos todos mirándole con expectación, como si se tratase de un cachorro al que había que alimentar.
Pero Svea se dio cuenta de la situación. Nos echó de allí con cajas destempladas.
—¿Si tuvieseis un grupo de personas extrañas a vuestro alrededor con la boca abierta, ibais a poder comer con tranquilidad?
Comprendimos que tenía toda la razón y nos marchamos avergonzados de allí. Cuando Svea y Carolin se quedaron a solas con él, no hubo mayores dificultades para que comiera.
Al cabo de un par de días, se decidió que Edvin debía tratar de venir a casa él solo, para el almuerzo. Lo esperamos, pero Edvin no se presentó.
—Pobre chico, no se ha atrevido —dijo Svea y salió para tratar de encontrarlo.
No tuvo que andar mucho. Allí estaba el pobre Edvin sentado en un montón de nieve un poco más allá de la verja. No se atrevió a ir más lejos, estaba tiritando de frío y pareció contento cuando vio a Svea. Lo levantó y lo llevó a casa.
Svea dijo después, que desde el momento en que vio a Edvin solo, sobre el montón de nieve, comprendió que no podría abandonar nunca a aquel niño.
El pequeño Edvin se acostumbró a llegar hasta el montón de nieve de la verja, pero Svea tenía después que traerlo desde allí. Poco a poco consiguió que llegara hasta la entrada de la cocina, pero nunca pudo conseguir que llamara a la puerta. Había que estar atento para abrirle la puerta a la hora en que solía llegar. De otro modo, podía quedarse de pie delante de la escalera de la cocina, indefinidamente.
Durante las primeras semanas, Edvin no dijo muchas palabras, pero saludaba con la cabeza muy cortés cada vez que entraba y salía.
Esto se lo había enseñado Flora, que lo recordaba cada vez que les llevábamos la cesta de alimentos:
—¿Saluda como debe? De lo contrario tendría que vérselas conmigo; ya se lo he dicho bien claro.
Pero Edvin no olvidaba nunca saludar debidamente. Habíamos hablado anteriormente de recoger un niño de la escuela, que tuviera necesidad de estar bien alimentado; pero Svea se había opuesto. Tenía miedo de piojos y otros bichos; pero ante el pequeño Edvin olvidó todos sus temores. Lo acogió inmediatamente bajo sus alas protectoras. Repasaba sus vestidos, se sentaba a su lado en la mesa mientras comía, le cosía y le remendaba todo, y hasta le hacía calcetines y guantes. Todo el tiempo con sólo medias palabras, sin recibir en realidad respuesta alguna, salvo algún gesto de satisfacción.
Svea tenía ahora mucho trabajo. Estaba constantemente ocupada. Recogía la ropa vieja, que nadie quería emplear ya, y la arreglaba para Edvin. En realidad, la costura no era su fuerte, pero hacía lo que podía y, al final, todo le salía bien. Remendaba los jerseys viejos, le hacía guantes y medias de punto, bufandas y gorros y hasta le tejió un jersey grueso para el invierno.
A veces, cuando tenía tiempo después del almuerzo, se le permitía a Edvin ayudar y sacar los hilos de alguna prenda que había que remendar; lo encontraba divertido y sonreía.
Siempre había nuevos trabajos en marcha. Svea, que acostumbraba a quejarse de que no tenía tiempo para ella, cuando se trataba de Edvin, tenía todo el tiempo que quería.
De vez en cuando le preparaba un baño caliente. En un principio el niño tenía un poco de miedo, pero poco a poco se divertía cuando se le permitía echar a Svea agua y espuma del jabón; la mujer acababa remojada en estos baños, pero sonriente y encantada.
Habría que haberla visto si alguno de nosotros se hubiera permitido tales libertades. Ninguno de nosotros se hubiera atrevido nunca a remojar a Svea.
Cuando Edvin se marchaba, Svea acostumbraba siempre a meterle en los bolsillos caramelos y otras golosinas para los pequeños, que le esperaban en casa.
Nos dimos cuenta asombrados de cómo había cambiado Svea en poco tiempo. Se había vuelto más humana. Descubrimos esta faceta suya en su relación con Edvin. Jamás nos la había mostrado antes ¿A qué se debía?
Estaba claro que el pequeño Edvin era constantemente el objeto de sus pensamientos. Esto hacía que se despreocupara un poco de nosotros, los otros, lo cual era una ventaja. Su actitud vigilante decayó y acabó siendo verdaderamente amable con Carolin.
Pero a la madre de Edvin, Flora de Oset, no la podía tragar. Era una haragana. Pero esto no lo dejaba traslucir, naturalmente, delante del pequeño Edvin, que no debía sufrir por las faltas de su madre.
—¡Svea tiene muy buen corazón! —dijo en una ocasión Carolin en voz alta para que lo oyera Svea.
Se puso colorada y no rechazó el cumplido; podía aceptarlo, como si buen corazón fuera algo sinónimo de debilidad.
No, no, era pura caridad, aseguraba ella. No se podía ver con los brazos cruzados la pobreza que reinaba en el país. Había que hacer algo para remediar esta miseria.
«Beneficencia» era la palabra que Svea empleaba a menudo. Consideraba la pobreza como un mal necesario, que no podía ser eliminado. Algo que necesariamente tenía que existir para que los hombres ricos pudieran ejercer la caridad y asegurarse así un puesto en el cielo. Era incomprensible, entonces, cómo los pobres podrían llegar allí. Los niños inocentes llegarían, naturalmente, todos. Pero por desgracia, no la mayoría de los mayores, que vivían en pecado. Especialmente los hombres, que a los ojos de Svea eran, por regla general, muy poco fiables. Se refería a los pobres que no son capaces de mantener a su familia; en cuanto a los ricos no tenía el mismo punto de vista.
El pequeño Edvin debería, naturalmente, ser salvado para el cielo; ella misma se encargaría de ello, incluso aun no pudiendo evitar la desgracia de que se convirtiera en un hombre alto y fuerte. Anteriormente, Svea no se había interesado mucho por los niños pequeños, pues ¿qué se podía esperar de un pobre niño que estaba destinado a ser hombre?
Pero todavía no había mucho en el pequeño Edvin que fuera hombruno, y tenía que pasar mucho tiempo antes de que corriese un peligro inminente.
No quería pensar en absoluto en el porvenir. Vivía en el presente, y por el momento, sólo se trataba de hacer que Edvin se sintiera un poco más seguro. Para esto luchaba ella.
Poco a poco, él se iba acostumbrando, estaba también más tranquilo y, aunque no totalmente adaptado a las costumbres de la casa, por lo menos, no nos tenía tanto miedo. Su timidez no desapareció nunca, pero se atrevía a mirarnos a la cara, contestar a nuestras preguntas y, a veces, hasta sonreía un poco.
Nadja y Edvin tenían casi la misma edad. Era difícil creerlo. Yo, que siempre había pensado que Nadja parecía una muñequita, comparándola con Edvin era casi como una persona mayor. A pesar de que era grácil y delicada.
Pero tanto Edvin como sus hermanos estaban formados con otras medidas, tenían otras proporciones. Papá sostenía que se debía a la desnutrición.
Nadja quería que Edvin creciera rápidamente, y lo atiborraba, a escondidas, con pastas que cogía de la despensa. Pero cuando Svea se enteró, no se puso muy contenta. Eran otras cosas las que necesitaba Edvin. Olvidaba que ella misma enviaba cada día caramelos y golosinas a sus hermanos pequeños. Nadja se lo recordaba y Svea nada podía contestar. Pero le pidió a Edvin que dejara en paz las pastas, y así lo hizo. Cuando Nadja trataba de invitarlo, negaba con la cabeza muy serio. No se dejaba tentar. Obedecía. No podía hacer otra cosa. Flora le había enseñado que era la única manera de que los niños pobres pudieran sobrevivir.
En realidad, esto era extraño, pues la propia Flora no estaba desnutrida y podía decir muy bien lo que le pareciera. Pero para los niños regían reglas distintas que para los mayores. Por lo demás, así ha sido siempre.
Hacía tiempo que Nadja quería comer con Edvin en la cocina, y al final se salió con la suya. Edvin se encontraba mucho más seguro con su compañía, y todo iba bien.
Por tonto que parezca eso de comer en la cocina, era algo mal visto por nosotros. Solamente comíamos en la cocina cuando nos habíamos portado mal en la mesa del comedor, por haber tirado el vaso de leche o algún desafuero semejante, que tenía que ser castigado. Entonces, éramos enviados a la cocina, donde debíamos estar sentados y pasar vergüenza; aproximadamente como el rincón de castigo en la escuela.
La cosa era sumamente humillante —y no menos para las criadas—, ya que se consideraba como un castigo comer junto a ellas en la cocina. Su natural puesto de trabajo se convertía, por tanto, en un lugar de destierro. Pero no creo que reflexionasen sobre ello alguna vez, y mamá y papá no lo hicieron nunca. En otro caso no se hubiera obrado así, pues ambos se guardaban muy bien de ofender a otros.
Al principio, a Edvin no le gustaba que Nadja se sentara frente a él en la mesa de la cocina. La miraba con cierto recelo, pero Nadja hablaba y se comportaba con tal desenvoltura que pronto cambió de actitud hacia ella. Svea se sentaba también con ellos.
El recreo para el almuerzo era bastante largo; siempre sobraba tiempo y, entonces, Nadja quería jugar con Edvin. Echaba sus juguetes en la cocina, pero Edvin no se atrevía nunca a tocar nada. Tan pronto como Nadja le alargaba algo, daba un paso atrás, asustado. Miraba con interés todo lo que ella le enseñaba, pero con sus puñitos siempre tozudamente metidos en los bolsillos del pantalón o fuertemente agarrados detrás de la espalda. Tal vez, Flora le había advertido: ¡Ver, pero no tocar!
Acostumbraban a permanecer en el suelo de la cocina, junto a la mesa. Nadja estaba sentada en el suelo, Edvin, de pie. Era curioso ver cómo poco a poco se metía debajo de la mesa. El mantel colgaba un buen trozo alrededor de la mesa, y, al final, desaparecía debajo. Allí permanecía agazapado, protegido por el mantel, pero de vez en cuando sacaba su rapada cabeza y contemplaba los juegos de Nadja. Tenía pequeñas muñecas de trapo y a menudo hacía teatro para él. Entonces, el niño se olvidaba de sí mismo, sus ojos se le agrandaban, abría la boca y sus labios se movían en silencio; sus manitas salían de los bolsillos y se agitaban y separaban el mantel de la mesa. Hasta se reía con ganas. Participaba verdaderamente.
A veces Carolin le leía cuentos. Nadja estaba acostumbrada a los cuentos y escuchaba con interés; pero los ojos del pequeño Edvin se transformaban en pozos oscuros de extrañeza. De vez en cuando aparecía una sonrisita en su cara y parecía interesarse mucho.
Nadie podía suponer lo que pensaba. Svea se adelantó sigilosamente y le pasó la mano dulcemente por sus cabellos.
Un día, Edvin no vino durante el recreo del almuerzo. Svea se echó encima el abrigo y salió corriendo hacia la escuela. No estaba allí, ni tampoco había estado en clase aquel día.
Svea regresó a casa rápidamente, le pidió a mamá que le dejara libre un par de horas, pues tenía que ir inmediatamente hasta Oset y ver lo que había pasado. Cogió un poco de fruta y se marchó rápidamente.
Edvin estaba enfermo. Le dolía la garganta y tosía. Tenía mucha fiebre y seguramente no podría ir a la escuela durante algún tiempo. Svea estaba desesperada. ¿Se vería obligada a tener que dejar al pobre pequeño en aquel revoltijo de casa, sucia y descuidada? ¡Ahora, cuando verdaderamente la necesitaba! ¿No sería mejor llevárselo a casa un par de días? Podría tenerlo en su propia habitación. Y seguro que lo cuidaría como si fuera su propio hijo.
Le preguntó a Flora si le parecía bien. Pero la respuesta fue, naturalmente, negativa.
Todo terminó en una fuerte disputa. Flora echó a Svea y le prohibió poner los pies allí para siempre.
Svea estaba desolada cuando regresó a casa. Edvin necesitaba medicinas para la garganta y otras muchas cosas, pero corría el riesgo de que Flora le tirara las medicinas a la cabeza si trataba de meter las narices nuevamente en aquella casa. Tan furiosa se había puesto Flora. ¡Qué mujer tan imposible!
Lo peor era que parecía como si Flora tuviera la intención de prohibirle al pequeño Edvin venir a casa a almorzar cuando se hubiera puesto bien.
—En ese caso —dijo mamá—, tendré que ir allí y hacerla entrar en razón. Se trata, en todo caso, de Edvin. Cuando se tranquilice, seguramente lo comprenderá.
Pero Svea aseguraba que Flora no se preocupaba ni un instante por su hijo enfermo. Carolin tuvo que ir en su lugar con las medicinas; le permitió entrar. En el fondo, Flora no quería enemistarse totalmente con nosotros y perder nuestras cestas, que ahora tenían un contenido mucho más rico con motivo de la enfermedad de Edvin. Svea hasta le compró juguetes a él y a los otros pequeños. Era conmovedor ver con el interés que hacía todo. No debía faltarles nada.
La enfermedad de Edvin se alargaba. Contaba Carolin que la fiebre le subía hasta un grado inquietante, y empezaba a delirar. Svea estaba intranquilísima.
Teníamos un médico de cabecera, que siempre venía a casa cuando alguno enfermaba. Era mayor y de confianza, y ahora quería Svea que le llamáramos. Había pensado que si se presentaba en Oset en compañía del médico, no podría Flora impedir que entrase. Papá le telefoneó.
Cuando vino, Svea le acompañó en el coche. El doctor llevaba su maletín de siempre. Svea, la acostumbrada cesta con las cosas necesarias para Edvin y los otros pequeños.
Svea nos contó después lo que había ocurrido.
Comprendió que Flora vio la llegada a través de la ventana y se asustó un poco. Se olvidó, incluso, hasta de que estaba enfadada con Svea. Desgraciadamente, se había visto obligada a «fortalecerse un poco», como ella se expresaba. Tenía miedo de que también se estuviera poniendo enferma. Para ser creída, tosía continuamente. La casa estaba sucia y desordenada como siempre.
Svea había tratado de hacer un poco de limpieza, mientras el médico reconocía a Edvin. Nos contó que estaba tan excitada que ni siquiera se había dado cuenta de que Flora se había aproximado con un trapo para ayudarla. Hasta que coincidieron frotando sobre la misma mancha no se dio cuenta de ello; cogió la escoba y se puso a barrer en otro sitio. Pero Flora iba detrás todo el tiempo.
De pronto, Svea se había transformado en su mejor amiga. Sí, su única amiga en toda la tierra, le declaró al doctor.
—Si hubiera sabido que iba a tener una visita tan importante, hubiera preparado un poco de café —dijo.
El doctor había sido minucioso, y se había tomado su tiempo. A pesar de que estaba limpiando y trabajando sin cesar, Svea no había dejado de observar, con ojos y oídos, lo que ocurría allá en el rincón de la habitación, donde el doctor se estaba ocupando de Edvin. Allí estaba el pobrecillo, sentado en la cama mientras el médico le auscultaba y parecía más pequeñín y digno de lástima que nunca.
Cuando el doctor terminó, explicó que Edvin padecía una fuerte infección, que comenzó en la garganta y se había extendido. Ésta era la causa de que la fiebre no hubiera remitido.
Flora comenzó enseguida a llorar y a dar gritos.
—¿Qué había dicho yo? ¡Se me va a morir!
No servía de mucho que el doctor asegurase que la cosa no era tan grave, pero tenía que ser cuidado debidamente.
Flora no quería escucharlo. Cuando empezaba a lloriquear, no había quien la parase. Se había echado sobre la cama de Edvin y gemía.
Ejnar y Edit se habían asustado y empezaron a llorar. Pero muy bajito, pues no se atrevían a gritar. Las lágrimas corrían lentamente por sus mejillas. Svea había intentado consolarlos, dándoles una pasta a cada uno, pero se atragantaron y empezaron a toser. La consecuencia fue que Flora creyó igualmente que habían sido contagiados y se iban a morir.
—¡Me quitan a mis tres pequeños…! —gritó.
Al fin, el doctor perdió la paciencia. Cogió bruscamente a Flora, la levantó de la cama de Edvin y la zarandeó debidamente.
—¡Pero, buena mujer, cálmese! ¡De lo contrario, nos llevamos a los niños con nosotros!
Entonces cesó de llorar Flora. Se enfureció, cogió una bayeta mojada y empezó a blandiría a su alrededor.
—¡Robarme mis pequeños! ¡Váyanse de aquí!
El doctor había recibido la bayeta del fregadero en plena cara y se largó a toda prisa.
Svea le siguió. La amistad había terminado.