DURANTE los días de Navidad y Año Nuevo nevó casi ininterrumpidamente. La casa, el jardín y toda la ciudad estaban cubiertos de un manto blanquísimo. A nuestro alrededor, todo era blancura y silencio. Salíamos afuera y hacíamos muñecos de nieve.
Al día siguiente, casi habían desaparecido. Continuaba nevando. Hacíamos otros…
Este mundo blanco nos aislaba. No importaba. Teníamos a papá. Estaba en casa todo el tiempo, a lo que no estábamos acostumbrados. Entonces comprendimos lo mucho que lo habíamos echado de menos. La casa parecía otra.
Cuando Roland y yo eramos pequeños, papá estaba en casa mucho más a menudo. Nadja era la que menos lo veía. Para ella esto era casi un acontecimiento. Mientras que nosotros nos tranquilizábamos y teníamos la sensación de haber recuperado a papá, Nadja estaba nerviosa y aturdida. Lo vigilaba celosamente. Si se sentaba, tenía que subirse a sus rodillas. Si se levantaba, la tenía que coger en brazos.
—¡Llévame! —gritaba y levantaba los brazos hacia él, como si tuviera dos años.
Se diría que quería recuperar lo que había perdido de pequeña. Tenía que ser irritante, verla constantemente agarrada como una lapa; pero papá tenía una paciencia increíble. Yo me hubiera vuelto loca con ella, pero él no.
Carolin era la única que conseguía apartarla de papá. Sólo por un momento, pero, en fin, algo era… Nadie podía jugar con Nadja como ella. Se querían las dos mucho. Y con ella, Nadja se tranquilizaba, cesaba de mostrarse como una chiquilla mimosa y volvía a ser ella misma. Carolin parecía también más tranquila desde que se había ido la abuela.
Pero yo no sabía si había relación entre ambos hechos. Tal vez era la nieve la que influía para que se sintiera más ensimismada. ¡Ella, con sus ganas de libertad!
Seguía sintiendo intranquilidad por ella. A menudo me despertaba en plena noche y escuchaba si se oían pasos o ruidos que significasen que Carolin se largaba pero no se oía nada.
El Año Nuevo lo iba a celebrar Svea con unos parientes en el campo. Estaba convenido desde hacía mucho tiempo, dado que había pasado las Navidades con nosotros. Debía marcharse el día de Nochevieja después de haber preparado la comida para la fiesta. Esta vez se había esmerado. Esto enfadó a Carolin que consideraba que era no tener confianza en ella. Hubiera querido guisar ella misma y, al menos una vez, demostrar de lo que era capaz. Pero no lo permitió Svea. La festividad sería un fracaso —aseguraba Svea— si no estaba segura de que todo quedaba bien preparado. No consentía que se permitiera entrada libre en la cocina a otra persona.
Carolin se enfadó mucho. Pero se tranquilizó al pensar que era una situación creada exclusivamente por Svea.
—¿A pesar de que yo podía hacerlo muy bien? —Carolin estaba herida—. ¡Yo sé que soy capaz de ello!
—¡Puede ser, pero yo sólo me fío de mí misma!
En las ocasiones en las que Svea se había fiado de otros lo pagó muy caro. Esto lo había aprendido muy bien y no había nada que hacer. No volvería a hacerlo.
Carolin sonrió débilmente.
—Tiene que ser terrible no poder fiarse de los demás…
—¡En absoluto! Una no puede fiarse de cualquiera. ¡Ya se ha visto! ¡Y, además, yo sé muy bien cuál es mi responsabilidad!
Entonces, Carolin lanzó una mirada de disgusto. Lo que Svea llamaba responsabilidad no era otra cosa que puro orgullo, afirmó. ¿Y cómo era posible que Svea, que no se atrevía a confiar en nadie, sólo en ella misma, no admitía ni siquiera tener el derecho de votar y aceptar su responsabilidad en la política?
Svea se vio sorprendida y explotó.
—¡Eso es cosa de hombres! ¡Ya lo he dicho!
—¡Ah, sí! —Carolin rió con sarcasmo—. Que los-hombres voten por los hombres y se escojan ellos mismos. ¿Cree usted, Svea, que debe ser así?
Ahora casi le daba lástima Svea. La discusión había adquirido un giro que no podía dominar y se defendió como pudo.
—¡La mujer debe estar sometida al hombre! ¡Y, por lo demás, hay más mujeres en el mundo que hombres!
—¡Pero Svea! —Carolin ya no parecía enfadada, sino pasmada—. ¿Es que las mujeres tienen menos que decir por ser mayoría?
¿Qué lógica había en ello? Meneó la cabeza; era una tontería seguir discutiendo. Pero Svea se enfadó. ¡Carolin no tenía por qué hacerse la sabia, pues de lo contrario se quedaría soltera toda la vida!
—¡Eso lo digo por tu propio bien! ¡El que se enorgullece demasiado, se puede caer! ¡Eso no debes olvidarlo!
Carolin no dijo nada más, y empezó humildemente a untar con grasa las bandejas de amasar, como Svea le había dicho hacía un momento.
—Yo, por mi parte, no he querido nunca casarme, pero eso es cosa mía —agregó Svea para más tranquilidad.
Se la veía que estaba claramente insegura. Pero Carolin trabajaba rápidamente y en silencio con sus bandejas. No hizo ni el menor gesto. Svea no pudo saber lo que pensaba. Finalmente, no pudo más, y envió a Carolin a quitar la nieve.
Yo, que estaba muy retirada, había oído todo y salí de estampida. Svea no podía soportar a nadie en aquel momento. Tenía que estar sola.
Comprendía que a Svea no le había gustado que presenciara la escena con Carolin, pero no me di cuenta hasta qué punto había llegado su irritación hasta dos días después. Consideraba que había salido derrotada, y se veía que esto no le dejaba tranquila.
La víspera de Nochevieja estaba yo sola en casa con ella. Todos estaban fuera, en sus asuntos. Mamá y papá habían ido al cementerio, a la tumba de nuestro hermano. A mí me habían encargado escribir las felicitaciones de Año Nuevo, puesto que tenía la mejor letra. No era cierto; la que mejor letra tenía era mama, pero pensaba que la mejor manera de que yo me mostrara complaciente era halagándome un poco. Desgraciadamente, recurrían a menudo a tales niñerías. Cultivaban esa especie de teatro. Lo hacían mamá y Svea; papá, no.
Antes de marcharse, mamá había encargado además a Svea vigilar que las tarjetas fueran realmente escritas. Esto era pura zalamería. Sabía que a Svea le gustaban esas cosas.
Precisamente como si yo no tuviera edad para poder escribir algunas tarjetas de Navidad sin estar vigilada. Ridículo. No lo debía de haber aceptado, pero no tenía ganas de enfadarme. Era verdadera pereza por mi parte. Para simplificar las cosas tomé parte en el juego. Como es natural, hubiera podido muy bien despachar las tarjetas inmediatamente. Pero entonces le hubiera privado a Svea de su misión. Pero ¿qué ganaba ella con esto? Por eso la dejé meterse conmigo y en lugar de escribir me puse a leer un libro a escondidas.
Me confiscó enseguida el libro con aire de triunfador.
—¡Lo guardo hasta que hayas terminado de escribir las tarjetas!
Cogí otro libro, y tan pronto como se asomó de nuevo por la puerta, pretendí esconderlo. Alargó su mano con autoridad.
—¡Dame el libro!
Me resistí. ¡No tenía inconveniente en seguir la comedia!
Fue entonces cuando Svea se traicionó. Con ojos llenos de un deseo de venganza, me lanzó:
—¡Yo le podía muy bien haber dicho a la señora ciertas cosas sobre lo que ocurrió en la cocina hace algunos días, cuando estabas escuchando descaradamente a escondidas lo que decíamos! ¡De modo que Carolin estuvo todavía más impertinente conmigo! No le he dicho nada a la señora —dijo—. Quiero ser buena. Pero no es demasiado tarde; lo tienes que creer, Berta. ¡Así es que lo mejor es que te pongas a escribir las tarjetas inmediatamente!
Entonces comprendí que estaba verdaderamente enfadada. Tenía que devolverme la moneda y, al mismo tiempo, sentirse magnánima por haber sido buena y no haber ido con cuentos.
Con la cabeza baja le alargué el libro y me senté como una buena chica a escribir laboriosamente las felicitaciones de Año Nuevo.
Después se quedó muy satisfecha. Cuando mamá regresó, cogió los libros confiscados y me los dio discretamente, para que no se le escapara a mamá comprobar de quién era el mérito de que las tarjetas hubieran sido escritas. También entré en el juego esta vez y le dirigí a mamá una mirada de arrepentimiento. Mamá tomó la cosa por el lado bueno, demostró comprender lo que había pasado, pero puso buena cara y nos alabó a las dos.
Era una pequeña comedia bien representada por todos. En aquel tiempo participaba yo en ese tipo de comedia sin avergonzarme. Ahora me resultaría imposible.
Cuando Svea se marchó la víspera de Año Nuevo iba muy intranquila. Hasta el último momento tuvo que reprochar algo a Carolin. Se la veía preocupada por una cosa o por otra. ¿Cómo íbamos a arreglarnos sin ella? Estaba especialmente intranquila por la «señora», que se quedaba sola con aquella negligente familia. ¿Tal vez estaría a tiempo de avisar a sus parientes de que no iba?
Al fin se marchó. Mamá la acompañó hasta la verja.
—¡Feliz año, Svea! ¡Te echaremos de menos!
Svea sacó el pañuelo y se sonó.
—Querida señora. Esperemos que todo irá bien.
Estaba llorosa y entristecida. Y allí estaba plantada agitando su pañuelo, mientras mamá volvía a entrar en casa.
—¡Ni que se fuera al Polo Norte! —exclamó Roland furioso—. ¡Qué bien quitárnosla de encima!
—¡Oye, Roland, eso no se dice!
Como es natural nos arreglamos perfectamente sin Svea.
—Tenía miedo de eso —dijo Roland con malicia.
Carolin se superaba a sí misma, y esto quería decir mucho. Cocinaba ella misma. La comida que había preparado Svea se quedó allí, hasta pasadas las fiestas. Se conservaba muy bien con el frío y era agradable un poco de cambio, decía Carolin. Y así era, en efecto. Carolin preparaba una comida diferente a la de Svea, mucho más ligera. Sentaba muy bien.
Casi nos podríamos arreglar sólo con Carolin, le dijo papá a mamá; pero mamá no estaba conforme con eso. Estaba asustada. Era verdad que Carolin era muy capaz, pero Svea era siempre Svea. Y pensar en lo triste que se pondría si supiera lo que papá había dicho.
Carolin pasó la Nochevieja con nosotros.
Nos entretuvimos con varios juegos, leímos en voz alta los libros que nos habían regalado, mamá y papá tocaron el piano a cuatro manos y Nadja cantó.
Cuando Roland comenzó a leer «Un viejo duende de la montaña», de Fröding, y llegó a las líneas que dicen: «Yo quería acariciarla y besarla, y después mecerla en mis brazos, diciéndole tú, tú, mi pequeña chatita», yo creí que se le había aflojado un tornillo de la cabeza, y no me atreví ni a mirarlo; tenía los ojos clavados en Carolin y estaba como hechizado. Por lo demás, leía bien y con gracejo. Pero todos debieron ver lo enamorado que estaba, aunque nadie se quiso dar cuenta. Y la destinataria de aquella dolida llama de amor estaba totalmente impasible.
A medida que avanzaba la noche, el ambiente también subía de tono. Papá se sentó al piano y tocó un par de sonatas de Schubert, mientras encendíamos todas las velas.
Empezaron las campanas de las iglesias a dar las doce. Nuestros relojes estaban ajustados con ellas y sonaron al mismo tiempo. Siempre había tenido un poco de miedo al llegar tan solemne momento, lo que me hacía sentirme molesta. Encontraba que le daban demasiada solemnidad; todos tenían que mirarse a los ojos, y mamá estaba emocionada hasta el punto de que se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo misma sentía un nudo en la garganta de puro nerviosismo.
Aquella vez la cosa no transcurrió tan seriamente. Se debía, seguramente, a que Carolin estaba allí. Acostumbraba a estar poco expresiva en tales ocasiones. Tenía un efecto negativo, afortunadamente. Creo que sentía lo mismo que yo.
Papá abrió la ventana y dejó que las notas de las campanas cayeran sobre nosotros, hasta que se callaron y su eco desapareció. Todos nos deseamos feliz año y brindamos.
El año 1912 había comenzado.
Pero para mí, el hecho se hizo algo vivo cuando entré en mi cuarto, cerré la puerta y me quedé sola; entonces sentí que algo nuevo había empezado. También tuve que encender mi vela y colocarla en la ventana y ver la llamita que subía hacia la gran oscuridad de una noche de invierno. Sólo entonces empezaba el año nuevo para mí.
Papá me había regalado un librito para anotar pensamientos, los míos propios y los de otros. Tenía tapas de piel azul y cantos dorados. Pero allí no había escrito mucho; la mayor parte, pensamientos de otros. Los míos eran demasiado hermosos y bonitos para ello.
Pero durante la Nochevieja, cuando podía concentrarme, acostumbraba a escribir algunas líneas en el libro. Pensaba profundamente antes de escribir. Tenía que ser algo que fuera verdaderamente digno de ser recordado y meditado.
Durante los últimos días habían pasado tantas cosas que me era difícil encontrar algo excepcional. Una excelente manera de acertar, es coger un libro que se sabe contiene muchas ideas, abrirlo al azar y ver lo primero que a uno le llama la atención. Así lo hice yo.
La abuela le había dado a papá un libro de Maurice Maetcrlinck, premio Nobel de aquel año. Se titulaba «Las riquezas de los pobres», y a papá le gustó mucho. Cuando lo abrí al azar, mis ojos se posaron sobre estas líneas: «La verdadera vida, la única que deja un rastro, es la que crea el silencio».
Encontré que era muy bonito y lo escribí enseguida en mi libro azul. Después, leí otra vez y encontré esto: «La palabra es el tiempo, el silencio, lo eterno». Lo escribí también.
No comprendía todo el sentido de estas frases, pero parecían sinceras, eran muy a propósito para el libro y pensé que algún día las llegaría a comprender del todo.
Satisfecha con esto, cerré el libro, apagué la luz y me dormí.
Pero muy poco después estaba sentada en la cama, totalmente despierta.
No fue ningún ruido lo que me despertó, ni algunos pasos, no sabía en absoluto por qué me incorporé y me vi sentada en la cama, la mirada fija y el corazón agitado. Me puse a escuchar, pero todo estaba tranquilo y silencioso en la casa.
Entonces me levanté y fui lentamente hacia la ventana, corrí la cortina, y el claro de luna me iluminó por completo. Teníamos luna llena. El jardín estaba bañado de luz. La capa de nieve tenía reflejos azules y brillaba como un manto recamado de piedras preciosas. Todo estaba silenciosamente tranquilo. Los manzanos proyectaban extrañas sombras sobre la nieve. Las ramas brillaban cubiertas de escarcha.
Era un mundo encantado. En este jardín prodigioso, con esta luz fantástica, estaba nuestra casita. Y yo, desde mi ventana, contemplaba un mundo nuevo.
Realmente, el año 1912 había comenzado.
No podía arrancarme de la ventana. Nunca había contemplado algo tan fantástico. Sentí un escalofrío en todo mi ser. Cuanto más miraba, más hermoso me parecía. La luna navegaba allá arriba como un navío luminoso, y entre el cielo y la tierra flotaba un velo, una red, un crespón del más fino hilo de plata. Casi me hacía daño contemplar aquella hermosura. Deseaba poder volar, dejar el cuerpo, flotar sobre el jardín, disolverme en el claro de luna, mezclarme con la escarcha y desaparecer…
De pronto me di cuenta de que alguien estaba en el jardín. Una figura inmóvil se dibujaba sobre la nieve como una estatua, con la cara vuelta hacia la luna. Al cabo de un segundo había desaparecido, pero poco después se movía sobre la nieve una sombra que se deslizaba lentamente. Suavemente y con precaución, se movía hacia la verja. Yo no veía quién era. La misma sombra era más visible que la figura que la producía.
Pero de repente, con la velocidad de un segundo, vi una figura delgada que desapareció rápidamente por el camino, con un paquete debajo del brazo.
No había ninguna duda, era el hermano de Carolin.