Capítulo 6

A las doce, todos se habían marchado y acostado. Media hora después, el silencio y la oscuridad reinaban en la casa.

Estaba intranquila a causa de Carolin. Svea iría a la Misa del Gallo a las seis. Debía levantarse poco después de las cinco. Seguramente Carolin no lo sabía. No acostumbraba a ocuparse de tales cosas.

Las horas pasaban.

Estaba completamente despierta y escuchando si se oían las puertas o el crujir de los pasos en la escalera. Tenía que oír a Carolin cuando llegara, debía avisarla. Hasta ahora, había tenido suerte cuando desaparecía por las noches. Svea había tenido ciertas sospechas, pero no tenía pruebas. Si llegaba a saberlo, Carolin no podría quedarse en casa ni la Nochebuena; cualquiera podría adivinar lo que iba a ocurrir.

Yo estaba sumamente inquieta y dispuesta a saltar al menor ruido. Constantemente oía sonidos misteriosos, creía que ocurrían en el portal y desaparecían hacia arriba. Había dejado entreabierta la puerta de mi cuarto para estar segura de oír el regreso de Carolin.

Ahora eran ya más de las cuatro. Pronto las cuatro y media. Mi pequeño reloj colgaba de su cadenita junto a la cama, con su monótono tic-tac. Los minutos pasaban. Y Carolin sin llegar.

A las cinco sonó el despertador del cuarto de Svea. Normalmente, no lo hubiera oído, pero en aquel momento di un salto en la cama. Su sonido me pareció horrible. Poco después oí a Svea manipular allá abajo en la cocina. La catástrofe estaba cerca. Si Carolin aparecía ahora, estaba perdida. Yo estaba muerta de miedo.

Pero ¿qué podía hacer?

Si Carolin llegaba y veía que había luz en la cocina, comprendería que aquél no era el camino para entrar. Sí, se podía contar con esto. No era tonta.

Debería, por tanto, tratar de colarse por la entrada principal. Yo sabía que las dos, Svea y ella, tenían la llave.

Tal vez se podía evitar la catástrofe.

Me levanté de la cama, bajé la escalera y me detuve en el vestíbulo. Allí podía seguir en la oscuridad y esperar a que llegase. Tan pronto como apareciera, la podría esconder hasta que se hubiera marchado Svea.

En el vestíbulo había un pequeño cuarto ropero. Para que todo estuviera preparado, abrí sigilosamente la puerta del ropero. De allí salía una fría corriente de aire. Como yo no llevaba más que el camisón e iba descalza, empecé a sentir frío.

La estufa del vestíbulo se había apagado. Pero el abrigo de pieles de papá estaba en el perchero. Me fui allí con todo sigilo, me acurruqué en la repisa de los chanclos, doblé las piernas y me refugié en el abrigo y esperé.

De pronto, Svea salió de la cocina. Yo oía cómo sus pasos se aproximaban; cerré la puerta del ropero con todo cuidado.

Segundos después pasaba por allí delante Svea, tan cerca que casi rozó la puerta. Yo tenía bien agarrado el pestillo para que no se soltara. Si Svea hubiera visto que la puerta no estaba bien cerrada, podía haber dado media vuelta a la llave por fuera y allí me habría quedado yo encerrada.

Oí cómo retiraba la ceniza de la chimenea, echaba carbón y la encendía. No tenía ninguna prisa. Y yo con un miedo de muerte. Los dedos con los que agarraba el pestillo estaban helados e insensibles.

De un momento a otro podía soltarlos y la puerta abrirse…

¿Qué podía decir entonces? ¿Cómo podía explicar lo que hacía allí?

Además, Carolin podía llegar en aquel momento. Ella no tenía idea de la situación.

Svea había acabado su trabajo en la chimenea.

Pero ¿qué hacía ahora? ¿Por qué no se marchaba? La oía moviéndose por allí, arreglando cosas. Colocaba las perchas, y ponía orden en el paragüero y en la repisa de los sombreros. ¿Por qué no se iba de una vez?

¡Sí, al fin! Ahora salía del vestíbulo. Volví a respirar, pero no me atrevía ni a moverme, ni tampoco a salir del ropero. No sabía qué camino iba a seguir Svea cuando saliera. Y allí estaba yo asustada y medio helada, agarrando fuertemente el pestillo de la puerta.

Si había conseguido mantenerme segura durante tanto tiempo, no iba a ser descubierta en el último momento, y por un descuido.

No tenía otro remedio que esperar y escuchar. Oía el ir y venir de Svea en la antesala y la cocina.

¡Pero es que esa buena mujer no se iba a ir nunca! Ahora aparecía de nuevo en el vestíbulo para ver cómo iba la chimenea. Ahora tendrá prisa, pensaba yo. Ya era hora de que se marchara si quería llegar a la misa de Navidad. De pronto, se aproximó a la puerta del ropero para asegurarse de que estaba cerrada. Noté mi corazón en la garganta.

Svea retrocedió un paso, apretó la puerta y con un ademán resucito dio media vuelta a la llave y se marchó. Allí quedaba yo encerrada.

Sucedió lo peor. Allí estaba yo. Descalza con un ligero camisón. El ropero era muy angosto y triangular. Completamente a oscuras. Con un frío terrible. Por el suelo estaban esparcidos los elementos de un juego de croquet, mazos, arcos, bolas, que atormentaban continuamente mis pobres pies. De las perchas pendían impermeables y prendas heladas. No había prenda alguna que pudiera calentarme. Creí que me iba a morir de frío. Svea se había marchado al fin. ¿Qué podía hacer yo?

No era posible accionar la cerradura desde dentro. Además, mis dedos estaban helados. Cuando movía las manos me topaba con paredes de madera y colgadores claveteados en ellas. No podía sentarme, tenía que permanecer de pie. Oscuridad y estrechez, como en una tumba.

Sí, me sentía verdaderamente como enterrada en vida.

En el reloj del salón dieron las seis. Carolin no aparecía.

Ya nada tenía importancia para mí. ¿Por qué estar intranquila? Medio desmayada, estaba apoyada en una pared. No tenía idea de cuánto tiempo había transcurrido, pero, de pronto, oí el ruido de una llave que se introducía en la cerradura del portal.

Mi primer impulso fue avalanzarme sobre la puerta del ropero, aporrearla y gritar. Pero me contuve. No podía estar segura de que fuera Carolin. No sabía el tiempo que había transcurrido. Igual podía ser que Svea regresaba de misa. Ésta debía durar alrededor de una hora.

Ahora entraban en el vestíbulo. Yo escuchaba con atención los pasos.

No, no podía ser Svea. Los suyos eran más pesados. Tampoco tenía ella motivo alguno para andar de puntillas, y los pasos eran verdaderamente sigilosos. De pronto, se hizo el silencio. Seguramente se estaba quitando las botas para poder subir las escaleras sin hacer el menor ruido.

Entonces golpeé la puerta con cuidado.

Ni la menor señal de respuesta.

Volví a golpear la puerta y dije suavemente:

—¡Carolin! ¡Soy yo!

Silencio completo.

—¡Ayúdame! ¡Me han encerrado!

Ahora oí su voz. Parecía como si hubiera apoyado su cabeza contra la puerta y susurraba por una rendija:

—Te voy a abrir. Pero me tienes que prometer que me vas a dejar desaparecer antes de que salgas del ropero. ¿Prometido?

No podía comprender lo que quería decir, pero lo principal era salir de allí. Y lo prometí.

—Ahora te abro.

La llave giró rápidamente, y oí cómo salía corriendo; pero no la seguí con la mirada. Medio helada, salí dando traspiés del ropero.

Sigilosamente subí la escalera y me fui a mi cuarto.

Al mismo tiempo, oí a Carolin que subía la escalera a la buhardilla. Qué estrambótica…

Pero ¿por qué razón quería desaparecer antes de que yo saliera del ropero? No parecía razonable. ¿Sería para no tener que explicar dónde había estado?

Pronto iban a ser las seis y media. Y ella estaba ya en casa. Esto era lo principal. Me escurrí debajo de la colcha y allí estuve pensando largo rato, tiritando, hasta que, finalmente, entré en calor y me dormí. No me desperté hasta pasadas las nueve, pero todo estaba en silencio en casa y parecía como si nadie se hubiera levantado todavía. Traté de volverme a dormir, pero no lo conseguí y por eso me levanté y me vestí.

Abajo, en el comedor, la mesa para el desayuno estaba ya puesta, pero allí no se veía a nadie. En una de las ventanas del salón lucía una lamparita, pero por lo demás, todo estaba oscuro y el cuarto seguía oliendo a los jacintos que se plantan para Navidad y al lacre con que habíamos precintado los paquetes con los regalos. Había pensado entrar en la biblioteca para mirar los libros regalados por mamá y papá, que sabía estaban allí y que no había tenido tiempo de ver el día antes; pero me detuve ante unas voces que cuchicheaban. Las puertas de la biblioteca estaban abiertas, pero las cortinas corridas. Había luz dentro, y dos personas estaban hablando en voz muy baja.

Una de ellas era la abuela; no conseguí identificar a la otra. Podría ser papá. O tal vez mamá. Cuando iba a entrar y correr las cortinas, me di cuenta de que la abuela estaba allí dentro, junto a la ventana, vuelta de espaldas. La habitación permanecía en la penumbra. Sobre la mesa, había un par de velas encendidas, nada más. De pronto la abuela dio media vuelta y se dirigió, con los brazos abiertos, hacia alguien que yo no podía ver.

—¿Puedes llegar a comprender de una vez que yo no puedo aceptar…? Hija mía, ¿me oyes? —agregó.

Me parecía que tenía lágrimas en los ojos y solté rápidamente las cortinas. No consideraba oportuno entrar allí ahora. Ni tampoco lo deseaba. La abuela y las lágrimas no se compaginaban. Era un espectáculo que me asustaba y me producía malestar.

Regresé al comedor y allí me encontré con Svea.

—¡Te has despertado, Berta! ¡Muy bien! El desayuno está servido. ¿Podrías avisar a los otros? No sé por dónde anda la gente hoy.

Svea desapareció en la cocina. Me quedé en el comedor y, no sé por qué, no quería salir de allí, donde hacía calor, se veían luces en la mesa y había ambiente de fiesta.

Svea volvió enseguida con una humeante cazuela de papilla de avena. Me dirigió una mirada.

—¿Berta, no has ido a avisar a los otros? ¿Esperas a alguien?

—No, no, estoy pensando… ¿Dónde está Carolin?

—Pienso que estará arriba, haciendo las camas. Nosotras hemos desayunado ya. Las que madrugamos y trabajamos debemos comer pronto. Pero Berta, ¿quieres hacer el favor de decirles que el desayuno está preparado?

Me apresuré. Roland era el más difícil de sacar de la cama; lo mejor era empezar por él. Me armé de un vaso de agua bien fría. Ante la amenaza de la «ducha», acostumbraba a saltar de la cama.

Pero esta vez no fue necesario. Ya se había levantado. Y además estaba muy despierto.

—¡Carolin ha vuelto! —fue lo primero que me dijo en cuanto me vio.

—Ya lo sé.

—¿Sabes también cuándo volvió a casa?

Me miraba, pero yo miré al suelo e hice un gesto negativo con mi cabeza. No tenía ninguna gana de hablar de lo que me había ocurrido aquella madrugada y nada dije cuando Roland me contó que la había oído moverse por la casa a las cinco de la mañana. Era Svea a la que había oído; pero ¿qué importancia tenía aquello?

—El desayuno está en la mesa —dije yo sencillamente—. Debes darte prisa.

Cuando bajé al comedor ya estaban todos allí. Carolin recorría el comedor llenando las tazas de té.

Me preguntaba si había comprendido que me quedé encerrada en el ropero por intentar ayudarla. En todo caso, no lo demostraba; no me dirigió la mirada ni una sola vez.

Por el contrario, miraba sonriente a Roland, quien inmediatamente reflejó en su cara su contento.

La abuela debía partir por la tarde. Tratamos de convencerla de que se quedara durante la fiesta, por lo menos hasta el segundo día de Pascua, sin conseguirlo. Había dicho que se marcharía el día de Navidad; y no hubo medio de retenerla.

Papá y yo la acompañamos hasta el tren.

En la estación me quedé yo sola con ella un par de minutos. Papá se había encontrado con otro colega de la escuela, con el que tenía algo que hablar.

La abuela me miró. Su mirada era muy seria. Y de pronto extendió sus brazos hacia mí de la misma manera que le había visto yo hacer en el salón aquella mañana.

—Querida hija mía…

Las mismas palabras también. Pero ahora dirigidas a mí. Me lancé a sus brazos, me abrazó con fuerza. No sé por qué, pero en aquel momento me imaginé que bien podía haber sido Carolin con la que hablaba la abuela en la sala.

Vi que papá se estaba despidiendo de su amigo.

Me puse nerviosa. No me quedaba casi tiempo.

—¿Abuela?

—Sí, querida.

—Abuela, ¿conoce bien a Carolin?

—Bastante bien. ¿Por qué?

—¿Sabe usted por qué no quiere hablar de su hermano?

—¿Qué quieres decir?

La abuela me miró interrogante. Una arruga apareció entre sus cejas. ¿Estaba enfadada conmigo?

No. ¿Por qué se iba a enfadar? Clavé mi mirada en sus ojos.

—Hablo del hermano de Carolin. ¿Por qué no ha dicho nunca que tenía un hermano?

La abuela sacudió la cabeza y me miró asombrada.

—No comprendo lo que dices…

—¿No?, tampoco yo. Generalmente ella acostumbra a ser franca y sincera.

La abuela me cogió rápidamente la mano y me iba a decir algo, cuando se aproximó papá. Empezaron a hablar de otra cosa, pero la arruguita entre las cejas de la abuela seguía allí. Y allí continuaba cuando desde la ventanilla del compartimento se despedía con su pañuelo de nosotros dos.

—¡Abuela, puede usted escribirme! —le grité yo y ella asintió.

Al poco tiempo me llegó su carta; pero en ella no había ni una palabra sobre Carolin ni del hermano del que yo le había hablado.

Si la abuela sabía algo, quería guardarlo como un secreto.

Pero tal vez tampoco ella supiera nada. No intenté indagar más sobre el asunto.