CUANDO Carolin y yo regresamos a casa después de visitar a Flora, nos encontramos con que estaba allí la abuela. Acababa de llegar. Una visita totalmente inesperada. Un par de días antes de Navidad habíamos recibido un gran paquete con los regalos de Navidad que nos había enviado, y en la carta que nos escribió decía categóricamente que aquellas Navidades las pasaría en su casa. Pero la abuela era una caja de sorpresas. Podía tener una idea repentina, poniéndola inmediatamente en práctica; le gustaba mucho sorprendernos y presentarse cargada de regalos. Esto fue lo que había decidido ahora: hacer de papá Noel con las manos cargadas de paquetes, a pesar de que ya había enviado los obsequios de Navidad.
Había sido una tontería tener tanta prisa y correr al correo —dijo—, pues había encontrado después muchas cosas divertidas. ¿Qué iba a hacer?
No tenía otro remedio, pensó, que traerlas ella misma. Y se fue al tren. La decisión fue tan rápida que no tuvo tiempo de avisar.
Así era la abuela. Allí estaba ella con sus mejillas rosadas, alegre como la flor de la esperanza.
Según contaba papá, disfrutaba infantilmente en las Navidades. En realidad, deberíamos haber comprendido que no podía quedarse en casa, sino que aparecería en el último minuto. No podía privarse de un reparto de obsequios de Navidad, del emocionante momento en que abriríamos sus paquetes. Resultaba natural que quisiera estar presente.
La abuela estaba acostumbrada a dominar y decidir. Había vivido sola con sus cinco hijos desde que papá tenía tres años, cuando el abuelo desapareció repentinamente en el archipiélago Vattern en un balandro que había zozobrado y fue arrastrado a la costa. No se le encontró nunca y comprendimos que se había ahogado. La abuela no se volvió a casar; se dejaba cortejar, pero el cadáver del abuelo no aparecía y sin ello no podía estar tranquila. Era una mujer fuerte y tenía un extraordinario buen humor. Cada ocasión de fiesta y alegría era aprovechada por ella con entusiasmo; pero su persona y sus hijos eran de su sola exclusividad.
Esto constituía para ella un gran honor. Sólo ella sabía cómo se las había arreglado. Había heredado un par de veces y había conseguido reunir, a fuerza de economías, una pequeña fortuna, que administraba ella misma con éxito. Siempre había sido muy despierta.
Ahora, en su vejez, su situación económica no era tan mala. Se podía permitir ser generosa, y esto tenía para ella mucha importancia.
Sus visitas no eran nunca muy largas.
—¡No voy a quedarme mucho tiempo!
Esto lo lanzó tan pronto como traspuso la puerta. Supimos el tren en el que pensaba regresar, y luego lo mantuvo con toda rigidez.
Podía cambiar de opinión, pero nunca cuando se trataba del viaje de vuelta.
Creo que comprendíamos el porqué. Cuando la abuela aparecía, quería desempeñar el papel principal de la casa, aunque no lo intentara expresamente, y su papel era tan extenuante, que no lo podía resistir mucho tiempo. Seguramente era sensato que obrase así. De esta manera, lograba mantenerse siempre en la cúspide de la pirámide familiar.
A mamá le caía bien, pero se ponía un poco nerviosa cuando se presentaba así, sin previo aviso. Y precisamente en la Nochebuena. Temía lo que le iba a parecer a Svea, y a Svea no le gustaba en absoluto que las personas se presentaran sin anunciarse.
Un año sí y otro no acostumbraba Svea a festejar las Navidades con nosotros; el año que no se quedaba, iba a pasarlas al campo con sus parientes. Desgraciadamente le tocaba estar en casa aquel año. Se podían esperar, por lo tanto, ciertas complicaciones. A los ojos de Svea, la abuela era una persona mimada, que hacía lo que le parecía, sin preguntar a nadie, es decir, a Svea. El presentarse por las buenas el día de Navidad sin avisar, era el colmo de la falta de consideración —especialmente para con Svea, que tendría un trabajo extraordinario.
Svea acostumbraba a ser astuta cuando hacía falta. Quería impresionar a la abuela y estar a bien con ella, al mismo tiempo que no quería adularla y andar con remilgos. Pero no era fácil saber lo que calificaba de adulaciones y remilgos. Todo dependía del humor con que se encontrara.
En aquella ocasión su humor era desastroso. Y le echaba la culpa a Carolin, pero no explicaba lo que Carolin había hecho. Le insinuó a mamá, por cierto, que ¡había muchas cosas en casa que no eran como debían ser! ¡Ahora tenían que estar en guardia! ¡Y no dejar hacer a la abuela lo que le diera la gana! Svea tenía sus terrenos, en los que reinaba. No le traía cuenta a la abuela intentar meterse en ellos.
Pero ¿quién podía detener a la abuela? Estaba en todas partes, dirigiendo y mandando en todo. No había manera de pararla.
Svea temblaba de rabia.
—¡No, usted sabe, señora, que es imposible! ¡Ella revuelve toda la casa! ¡No podemos dejar que siga mandando!
Pero lo que quería decir es que mamá interviniera enérgicamente con la abuela. Una empresa dificilísima. Así lo comprendió también mamá, y por una vez decidió con energía cuando le contestó:
—¡Mientras mi suegra esté en casa, se hará aquí lo que quiera ella! ¡Ni yo ni nadie puede hacer otra cosa! ¡Svea, tendrá usted que aguantarse!
Y Svea, que no estaba acostumbrada a que mamá hablase con energía, hizo todo lo posible por dominarse. Pero no podía renunciar a su manera de ser y, naturalmente, hubo sus peleas.
En cierta ocasión, por ejemplo, quería adular a la abuela al darle una lección a Carolin. Sus intenciones eran bastante turbias, pero era su estilo. Se trataba de su tema favorito: el sufragio universal.
Mientras poníamos la mesa de Nochebuena, empezó, sin motivo alguno, a poner en ridículo a las sufragistas.
Carolin se sulfuró enseguida, naturalmente, y Svea, que estaba convencida de que la abuela se pondría de su parte, arremetió contra aquellas «mujeres mimadas» que hacían cualquier cosa para evitar sus deberes caseros y su responsabilidad. Volvió a soltar su viejo rollo mientras miraba dulcemente a la abuela.
La abuela no despegó los labios. Svea creyó, naturalmente, que la estaba escuchando y subió de tono. Pero yo, que conocía a la abuela, sabía que se hacía la sorda. Era lo mejor que podía ocurrir, pensé yo. Pero la abuela había oído ya bastante y explotó:
—¡Svea, basta ya de decir tonterías! ¡No sabe de lo que habla! ¡No puedo seguir escuchando esa perorata! ¿No se da cuenta usted misma de lo tonto que resulta esto? ¡Hablar del sufragio universal y eliminar a las mujeres! ¿No es esto una insolencia? ¡Cómo puede usted, Svea, aprobar eso! ¡Usted, Svea, a quien le encanta mandar! ¿O sólo es así dentro de las paredes de esta casa?
Sí, esta vez Svea recibió una verdadera descarga. Cayó en su propia trampa. Creo que ella misma se dio cuenta. En todo caso, se calló prudentemente. Es posible que hasta escuchara lo que decía la abuela.
—Sí los hombres dejaran paso libre a las mujeres en la sociedad —sostenía la abuela—, tal vez las mujeres, a su vez, permitirían la entrada de los hombres en el hogar para que tuvieran allí más responsabilidad. Entonces ganarían ambas partes. Mira mi hijo Carl Vilhelm, por ejemplo. No tiene idea de lo que pasa en su casa y casi no se atreve a meter las narices en la cocina. Es totalmente irresponsable y seguramente nunca podría arreglárselas solo. Esto es trágico. Tal como están ahora las cosas, se enfrentan los hombres y las mujeres. Esto no puede seguir así.
Esto le dijo la abuela a Svea en la Navidad de 1911, y nadie le llevó la contraria. Papá acababa de entrar en la cocina y se volvió a marchar. Nadie le preguntó lo que quería, pero tal vez él tampoco lo sabía. Mamá estaba un poco asustada. La abuela sonreía.
Se ha roto el encanto de la Nochebuena, pensé yo, y clavé la mirada en Svea. Pero esto era no conocer a la abuela. Inmediatamente después desagravió totalmente a Svea al alabar su buen gusto y las buenas cosas que había preparado. Svea olvidó lo ocurrido y resplandeció como un sol.
No, la abuela no podía poner en peligro una Nochebuena.
Resultó al final una buena noche.
Svea y Carolin nos acompañaron. Casi todo estaba ya preparado y no tenían que permanecer mucho tiempo en la cocina. Pero, naturalmente, hubo mucho que fregar y bastante trabajo para servir la mesa. Antes no había reflexionado en tales cosas; para mí era una cosa natural que las sirvientas hicieran su trabajo. Pero ahora, tras la bella jornada en casa de Flora, donde Carolin y yo colaboramos en todo, no podía ver con los mismos ojos que ellas nos sirvieran. Traté también de ayudar un poco de la manera más discreta posible, pero Svea lo descubrió y me preguntó qué tenía que hacer yo en la cocina. No sabía qué contestarle, y me dijo en un tono bastante fuerte, que me fuera inmediatamente con la familia; no pude hacer otra cosa.
Al distribuir los regalos de Navidad, hubo también un momento difícil. Svea y Carolin recibieron sus regalos. Pero había diferencia entre lo que les daban a ellas y lo que recibíamos nosotros. Habíamos escrito unas listas con las peticiones de lo que deseábamos y recibimos regalos muy personales y de acuerdo con nuestros deseos. Pero las sirvientas recibían cada año las mismas cosas.
La eterna tela para sus uniformes y trajes de faena, siempre la misma y socorrida tela azul. O, eventualmente, una tela negra para el vestido que se ponían los domingos o cuando teníamos invitados en casa. Eran también delantales blancos de algodón o uniformes con volantes para servir la mesa. Pañuelos, cepillos para la cabeza y espejos de mano. Un cerdito de mazapán y unas monedas en un sobrecito, eran también los obsequios clásicos al servicio.
Nunca había pensado en esto, pero al verlo ahora, me daba mucha pena.
Menos mal que la abuela estaba allí. Sus regalitos alegraban la situación. No había distinción alguna en sus regalos: objetos personales para todos. Fue precisamente ella, por ejemplo, la que nos dio libros propios de Navidad. Recuerdo que aquel año me regaló «David Copperfield»; Roland recibió «Djucngelboke», y Nadja, «Kattresan». La abuela nos había comprado también «Los tres mosqueteros» y «La casa de Liljecrona», de Selma Lagerlof en otra ocasión.
A Carolin le regaló «La liga de Norrtull», de Elin Wägner. Le gustó muchísimo. La única que no recibió libro alguno de la abuela fue Svea; pero todos sabíamos que Svea consideraba que no tenía tiempo para leer libros. En su lugar recibió una revista de Navidad.
Más tarde, por la noche, corrimos bailando alrededor del árbol de Navidad y jugamos como es costumbre en la Nochebuena. Me pareció que Carolin estaba, aunque extrañamente silenciosa, alegre. Se dedicaba a Nadja y Nadja a ella.
Papá no hacía mucho ruido. Lo hacía pocas veces y nunca en Nochebuena. Allí estaba sentado con su pipa y mirándolo todo; se veía que estaba contento y alegre de estar con nosotros, pero no lo manifestaba expresamente.
Me parecía que cuando miraba a Nadja y a Carolin se alegraba un poco más. Pero cuando Carolin se dio cuenta de su mirada, se le turbaron un poco los ojos y no parecía que estuviera tan contenta. Esto me hacía recordar sus palabras cuando íbamos camino de la casucha de Flora: «¡Estoy contenta de no haber nacido en una familia como la tuya!».
Tal vez fueron estos pensamientos los que me embargaban secretamente en ese momento.
Pero no. ¿Por qué iba a ser así? Tuvimos una noche muy agradable. Y la abuela estaba sencillamente encantadora. Una y otra vez nos hacía reír con sus palabras, especialmente a Carolin. Miraba a la abuela con verdadera alegría. Pero ¿quién no lo hacía? Hasta la propia Svea se olvidaba de poner su cara de pocos amigos.
Nadja debía irse a acostar antes que nosotros, y Carolin se fue con ella, para que no se sintiese un poco abandonada.
Yo creía que Carolin iba a volver, pero no lo hizo.
Mamá aseguraba que había dado las buenas noches antes de marcharse, pero ni Roland ni yo lo habíamos oído.
Noté que Roland se puso un poco nervioso cuando vio que no volvía. Miraba constantemente a la puerta y, finalmente, se marchó. Comprendí que pensaba subir y tratar de que Carolin volviese.
Pero al cabo de un momento volvió solo.
Durante el resto de la noche parecía estar ausente, y cuando nos despedimos me dijo al oído nerviosamente que Carolin había desaparecido. No estaba en su cuarto cuando subió a buscarla. Ni tampoco en otro lugar de la casa. Debía haberse marchado por la escalera de la cocina, inmediatamente después de que Nadja se acostara. Nadie se había dado cuenta. Y era lo mejor que podía ocurrir.
—Seguramente estará de vuelta mañana por la mañana —dijo Roland.
Pero estaba un poco triste y desilusionado. No podía comprender adonde tenía que haber ido. ¡La Nochebuena!
No le contesté nada. Pero naturalmente pensé en el joven que vi en la calle hacía algún tiempo. Su parecido con Carolin era tan grande que bien podía ser su hermano gemelo.