Capítulo 4

HUBO un tiempo en que teníamos una vieja lavandera que se llamaba Flora. Vivía en las afueras, en la orilla del río.

Se le acostumbraba a llamar Flora del Oset. Había venido a casa para lavar durante varios años, pero ahora ya no podía continuar. No era muy vieja, pero había trabajado muy duro y estaba exhausta.

Tenía muchos hijos, pero no conocíamos a su marido. Los tres más pequeños vivían con ella; eran tres pequeños asustadizos, que se llamaban Edvin, Ejnar y Edit.

Edit era la más pequeña. Una vez, hace muchos años, cuando yo era pequeña, vino Flora y llamó a la puerta. Era la víspera de Navidad, a mediodía, y estaba precisamente sola en casa en aquel momento. La había visto venir desde la ventana de la cocina. Traía a Edit metida en su saco, a la espalda. La niña era tan pequeña que parecía un capullo que salía del saco. Sólo tenía unas semanas.

Tan pronto como Flora supo que yo estaba sola en casa se coló inmediatamente en la cocina y se sentó en una silla. Había pasado muchísimo frío, pues no tenía leña; me contó esto al mismo tiempo que dirigía su mirada alrededor de la cocina.

Allí, sobre la mesa, y bien cubiertas, estaban la masa, la levadura y las cazuelas con las buenas cosas que se comen por Navidad. Flora olfateaba. Olía a comida por todas partes. Yo no tenía dinero y, por otro lado, no me atrevía a tocar los alimentos, que tampoco estaban preparados. Pero leña sí había, y le dije que podía coger toda la que pudiera llevar.

Me miró con los ojos entreabiertos, sacudió la cabeza y exclamó:

—¡Ay, sí, sí, si fuera tan sencillo…!

No comprendí lo que quería decir, pero no se trataba tampoco de pedir, según ella. Continuó investigando y olfateando a su alrededor:

—¡Ay, ay… así es! La suerte es muy diferente…

Adoptó después un tono doctrinal y repitió las mismas palabras varias veces. Yo estaba allí avergonzada en medio de tanta comida y sin saber qué hacer. Para salir del paso me aproximé y observé con precaución a la pequeña Edit en su saco.

Entonces, Flora me cogió, me agarró del brazo con fuerza y exclamó con tono misterioso:

—Sí, hija mía, el frío viene de dentro.

La leña no le servía ahora. Primeramente tenía que calentarse por dentro. De otro modo perecerían ella y sus pequeños. Hizo un movimiento hacia el saco donde dormía la pequeña Edit con la cabeza colgando.

Yo estaba asustada. ¿Qué podía hacer? Para hacer ver el mucho frío que tenía, la pobre vieja empezó a temblar y los dientes le castañetearon.

¡Estar caliente por dentro! ¿Cómo se lograba eso? Me di cuenta que tartamudeaba cuando se lo pregunté.

Flora me soltó enseguida la mano.

—Que Dios te bendiga, hija mía. ¿Tienes un poco de aguardiente?

¡Aguardiente! Reflexioné. En el aparador del comedor había dos garrafas de cristal con vino tinto. ¿Era eso lo que quería?

—¡No, no, aguardiente! Eso que quema.

Estaba inquieta como si tuviera miedo de que alguien pudiera oírnos.

—¡Muévete un poco! —me gritó—. ¡Date prisa!

Temblaba y empezaban a castañetearle de nuevo los dientes, al mismo tiempo que se lamentaba. Yo estaba desconcertada. Sus vidas estaban en mis manos —pensé yo— y no sabía qué hacer. En el aparador había otras botellas. Me fui corriendo al comedor —gracias a que encontré las llaves en un tazón— y abrí las puertas del armario, cogí la botella más grande y volví corriendo a la cocina para auxiliar a Flora.

—¿Puede ser esto lo que quiere?

Retiró el corcho de la botella y olió.

—¡No, no, no es aguardiente, pero vendrá bien! —Levantó la botella y echó un trago—. ¡Adentro! ¡Y a bajó! ¡Gracias, hija mía!

Entonces se levantó de pronto de la silla, visiblemente reconfortada. El saco de la espalda recibió tal conmoción, que la pequeña Edit se despertó y empezó a llorar.

—¡Tú también tomarás un traguito! ¡Tú también! —y sacó un trapo viejo del bolsillo, echó en él una buena dosis de la botella y lo metió en la boquita de la pobre Edit, que se calló al momento.

—¡Bueno, te lo agradezco mucho! —se fue hacia la ventana y miró hacia fuera con precaución—. No hace falta que me acompañes —dijo, y se marchó rápidamente con la botella debajo del abrigo.

Corrí detrás de ella y le pregunté si quería llevarse también un poco de leña, pero no era necesario. Iban ambas calentitas.

Cuando mamá volvió a casa le conté, muy orgullosa, lo que había pasado. Había salvado la vida de una persona y creía haber hecho una obra de caridad. Nadie me reprochó nada, pero mejor hubiera sido si Flora se hubiera llevado leña para calentarse en lugar de la botella. Me di cuenta cuando mis padres me lo hicieron ver. Le había dado a Flora la botella de coñac, que papá había comprado para Navidad, y tal vez —comentó él— fuera mala suerte que yo escogiera precisamente aquella botella. Pero sería una buena calefacción para Flora durante algún tiempo. Comprendimos que lo pasaba mal, y desde aquel día acudíamos regularmente a Oset para ver cómo seguían Flora y sus tres pequeños.

Por Navidad íbamos siempre allí y les llevábamos algunos regalos.

También aquella Navidad decidimos Carolin y yo ir a verla. Carolin no había estado nunca allí, y yo estaba muy entusiasmada con la idea de hacer aquel largo recorrido sola con ella.

Svea había preparado una gran cesta con comestibles y las chucherías de Navidad. La llevábamos entre las dos, cada una de un asa; en mi mano libre llevaba una bolsa grande con golosinas y Carolin, una lata con petróleo.

En cuanto se hizo de día nos pusimos en camino.

Puesto que Carolin no había estado nunca en Oset, me pareció oportuno prevenirla un poco sobre lo que nos esperaba allí.

Le conté que podía suceder que Flora estuviera ya un poco alegre, y en tal caso, estaría echada en el sofá, alegando que estaba enferma. No armaba jaleo cuando estaba bebida, pero sí se ponía tristona y se quejaba con amargura de su suerte. Entonces, lo mejor era llevarle la corriente, pues no quería de ninguna manera ser consolada; le ponía furiosa el que alguien lo intentara.

Podría ocurrir también que estuviera de mal humor, lo cual significaba que no tenía nada en casa para festejar la visita. Entonces acostumbraba a invitar a café. No lo hacía en otro caso.

Sí invitaba, estaba uno obligado a aceptar, aun en el caso de que las tazas estuviesen mal fregadas. Flora consideraba que había limpiado y fregado tanto en su vida que no le quedaban fuerzas para tener la casa limpia. Pero antes de servir el café acostumbraba a limpiar el borde de las tazas con su dedo pulgar; en esto consistía todo el fregado. Solamente si estaban verdaderamente pringosas recurría a su viejo y sucio delantal. Había que poner buena cara y no darle importancia. Flora era muy sensible, y había que saberlo.

Mientras le contaba todo esto, Carolin caminaba silenciosa mirando al suelo. De pronto me miró muy seria y me dijo:

—Cómo me alegro de no haber nacido en una familia como la tuya.

¿Qué quería decir con esto? Me detuve y sentí cómo me sonrojaba. Sus palabras encerraban una crítica que me dejó muda. Estábamos una frente a la otra. La cesta la habíamos dejado en el suelo.

Me miró directamente a los ojos y continuó.

—A ti te parece algo increíble que haya gentes que vivan en las condiciones de Flora. Pero tengo que decirte que hay muchos que lo pasan peor. Esto no es tan raro como tú crees. Y no se trata solamente de cuentos de gente desgraciada.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y me sentí tonta y ridícula. Tenía seguramente razón, y no encontraba nada que decir en mí defensa. Continuó implacable:

—Tú y Roland sabéis muy poco. Verdaderamente dais lástima. Cuando contáis algo que os ha ocurrido, parece siempre como si lo hubierais leído en un libro y tratarais de comprenderlo; pero no lo conseguís, y en su lugar lo aprendéis todo de memoria. Hace el efecto de que nunca podéis experimentar algo vosotros mismos. Ni comprendéis lo que os ocurre.

Mis ojos empezaban a empañarse. Para ocultar las lágrimas me incliné y cogí la cesta.

—Es muy triste que tú tengas que encontrar tantas faltas en nosotros tan pronto.

Conseguí permanecer tranquila, a pesar de que tuve que luchar con las lágrimas.

Cogió ella la otra asa de la cesta, la levantó y nos volvimos a poner en marcha.

—No, no es culpa vuestra, no quería decir eso. Lo que yo no quiero admitir es que la existencia sea así; lo que para unos es sencillamente la pura realidad, los otros no pueden casi comprender que exista, y después lo cuentan casi como si se tratara de un bello relato.

Me tragué todo, y no encontraba nada que oponer, ya que Roland y yo no teníamos mucha experiencia. Nuestra vida estaba circunscrita a lo que pasaba en la escuela y lo que ocurría entre las paredes de nuestra casa. Ésa era toda nuestra realidad.

Carolin tenía otras perspectivas. Ella misma decía que había visto muchísimas cosas, pero que era reservada y guardaba para sí sus experiencias. En efecto, a menudo podía contar historias arriesgadas y en las que parecía que había desempeñado el papel principal. A juzgar por el entusiasmo que ponía no se podría pensar otra cosa. Pero si se pensaba un poco, resultaba sencillamente imposible que hubiera podido participar en tantas cosas y en tantos sitios diferentes y aproximadamente al mismo tiempo. Era todavía muy joven. Para tener tiempo para todo aquello tendría que haber vivido cien años. Si se le preguntaba algo sobre lo que contaba, lo olvidaba todo con un golpe de risa y agregaba que podíamos creer lo que nos pareciera.

En un principio estábamos pendientes de sus labios y nos creíamos todo cuanto decía, pero poco a poco comprendí que no podía ser verdad todo lo que contaba. Sencillamente se trataba de una costumbre. Para guardarse sus propias aventuras contaba historias fantásticas, para que nosotros tuviéramos siempre algo que admirar. Se decía que yo tenía una fantasía muy viva. Pero ¿qué se podría decir entonces de Carolin? ¿Tenía realmente derecho a criticarme por contar cuentos?

Continuó a mi lado en silencio. Ya había dicho lo que quería. Yo me sentía al mismo tiempo enfadada y triste. Quería encontrar algo bueno y verdadero con que poder contestarle, ahora que Carolin se había abierto algo conmigo. Había esperado mucho de aquel paseo, e íbamos las dos juntas en silencio. Mi cabeza no funcionaba, no encontraba nada que decirle. Así llegamos al Oset. La pequeña y vieja casucha estaba allí frente a nosotras, totalmente aislada, en la punta del cabo helado. Allí no había jardín, ni vegetación alguna. Sólo barro blanqueado por la escarcha; cuando llovía era un auténtico barrizal. En los veranos secos, por el contrario, se abrían grandes grietas en el barro, tan grises y desoladas como la casucha.

Lo primero que vimos al llegar fue una puerta desvencijada y que no se podía cerrar. Los gatos de la casa entraban y salían por la puerta entreabierta.

Tras la pequeña ventana aparecían tres cabecitas. Detrás, la más completa oscuridad. No salía humo alguno por la resquebrajada chimenea. Llamamos a la puerta.

Una voz rota preguntó si no se veía la puerta abierta. Era la voz de Flora. Cuando entramos, estaba medio sentada en el borde del sofá; pero enseguida se volvió a echar y empezó a lamentarse.

—¡Qué malucha estoy!

Esta vez era verdad. Parecía que no había bebido aguardiente; estaba resfriada. No era nada extraordinario, con el frío que hacía en la casa. En la chimenea no había fuego y la puerta no se podía cerrar.

Carolin consiguió encontrar el pasador que se había desprendido de la puerta y se apresuró a cerrarla. La bisagra superior se había soltado. La puerta era bastante pesada y tuve que ayudarla a levantarla. Lo logramos enseguida.

Papá acostumbraba a enviar leña a Flora de vez en cuando; leña había allí siempre, pero no siempre tenía fuerzas para encender la chimenea. Nos apresuramos a hacer un buen fuego.

Mientras tanto, los tres pequeñuelos permanecían totalmente inmóviles, con los dedos en la boca y miraban con ojos curiosos y expectantes la gran cesta y el saco con los paquetes y golosinas de Navidad.

Flora estaba echada en el sofá y con voz gangosa dijo:

—¡Les debería invitar a café!

Ahora el fuego de la chimenea había tomado fuerza, chisporroteaba y con él llegó la luz y el calor. Los pequeños se acercaron tímidamente para calentarse. Carolin los miraba. Tenía los ojos llorosos y rápidamente se acercó al saco y les dio una pasta a cada uno.

—¡Tomad! Comed la pasta y calentaos. Ahora vamos a limpiar un poco… Después miraremos lo que hay en la cesta.

—Yo os querría invitar a café… Si por lo menos tuviera aquí agua —se oyó decir desde el sofá.

Carolin cogió un cubo y me lo alargó.

—Saca agua del pozo, mientras yo me ocupo de la limpieza.

Cuando regresé, la encontré barriendo.

—¡Prepara el agua con jabón. Tenemos que darnos prisa, hay mucho que hacer antes de marcharnos! Yo sigo limpiando y tú vete a buscar algunas ramas de abeto.

Había un bosquecillo algo más allá de la casucha. Fui corriendo hasta allí; sólo había árboles de hoja perenne, blancos de escarcha. Al final encontré un par de abetos jóvenes y conseguí coger un manojo de ramas olorosas para colocarlo delante de la puerta y adornar un rinconcito.

El trabajo avanzaba. Me dediqué a las ventanas y limpié el polvo de los muebles, mientras que Carolin fregaba y pulía las pocas tacitas que había en la casa. Queríamos tener tiempo para todo. Los pequeños deberían celebrar unas buenas navidades. Revoloteaban todo el tiempo a nuestro alrededor, llenos de curiosidad, mientras que Flora permanecía inmóvil en el sofá, y seguía con su letanía quejumbrosa.

—¡Pero no os vais a matar de esa manera…!

Al mismo tiempo, sacaba nuevas cosas a las que nos podíamos dedicar, puesto que ya estábamos en faena.

Carolin y yo trabajamos muy bien juntas. Observé que todo el tiempo me encomendaba lo que no requería mucha práctica o experiencia. Esto me alegró mucho y constituía para mí un placer trabajar así con ella.

Cuando terminamos, dijo Carolin:

—¡Pon las velas en el candelabro! ¡Voy a hacer café!

Precisamente aquel día habíamos hecho velas y traíamos una caja para Flora. También teníamos bollos con azafrán, recién hechos, pastas y galletas.

Flora había conseguido sentarse y echó una mirada a todo. Parecía contenta.

—Bueno, menos mal que al final os he podido invitar a café, con lo mucho que habéis trabajado aquí…

Después, mientras vaciábamos el contenido de la cesta, los pequeños, con sus manos en la boca, miraban con grandes ojos aquel «tesoro».

Para entonces Flora ya había conseguido ponerse de pie. Estaba inclinada sobre la mesa, y cada cosa que sacábamos, era objeto de su aprobación, moviendo en silencio sus labios, y comprobando que nada de lo que ella esperaba había sido olvidado.

Se veía claramente que todo era de su agrado.

—Ya veis, hijos míos, que estas Navidades también va a haber de todo…

Lo último que vimos fueron las tres cabecitas de los pequeños pegadas a la ventana. Pero ahora la ventana estaba limpia y había luz en la casa.

Por el camino de vuelta. Carolin me cogió de pronto del brazo.

—Tú y yo nos deberíamos ir por ahí y trabajar juntas de criadas. ¡Qué bien lo haríamos!

Yo estaba tan contenta que no pude articular palabra alguna.