AL bautizarla le habían puesto dos nombres y se llamaba en realidad Saga Carolin. Su madre la había llamado primeramente Carolin. Después Saga. Fue Nadja la que se enteró de esto.
He reflexionado mucho sobre los nombres de las personas.
Saga Carolin, sólo por llamarse así, tenía que sentirse como una persona que una vez fue muy querida. Al margen de lo que la vida le deparara, aunque lo perdiera todo, conservaría siempre sus bellos nombres, como una prueba de amor que nadie le podía quitar.
No he hablado nunca de cómo me llamo; pensaba que no necesitaba hacerlo, pero como posteriormente forma parte de esta historia, tal vez lo diga, tal vez no…
Sí, son cosas extrañas los nombres.
Mamá se llamaba Elisabet y ahora la llaman Elsa. Le iba bien. Elsa, lo mismo que Elisabet, significa para mí oscuro, sombrío, y mamá era muy morena, en sus cabellos y en sus ojos.
Papá se llamaba Carl Vilhelm. Mamá le llamaba siempre con los dos nombres. Parecía apropiado. Carl significa para mí claro; Vilhelm, oscuro. Papá era las dos cosas. Los ojos eran negros, mientras que el cabello era bastante claro, no rubio, castaño-dorado. El pelo de papá tenía un color muy bonito. Carl Vilhelm puede parecer un nombre un poco grave, pesado; papá no era pesado. Pero sí serio, grave.
Roland, mi hermano, tenía el pelo y los ojos de color castaño; lo mismo que para mí, su nombre tiende totalmente al castaño.
Nadja se parece también a su nombre, rizos claros y ojos azules. La llamaron así por una poesía de Runeberg que a mamá le gustaba mucho.
Pero no tengo ni idea de dónde procede mi nombre.
No podía soportarlo. Desde que tenía uso de razón me había atormentado el tener que decirlo yo misma u oír que otros lo pronunciaban. Me deprimía. Traté de sobreponerme, no pensar en ello, hacer como si no existiera. Pero tampoco era fácil no tener nombre.
A las sirvientas se les había dicho que nos llamaran por nuestros nombres. No debían tutearnos. Cuando ya éramos mayorcitos debían decirnos «señor» y «señorita». Carolin, debía decir, por tanto, «señor Roland» y a mí, «señorita» y añadir mi nombre de pila…
Que yo sepa, no lo hizo nunca. Cuando estábamos las dos solas, no había problemas; nos tuteábamos, naturalmente. Pero tan pronto como había una persona mayor en las proximidades, Carolin desarrollaba una obra de arte cuando se trataba de hablar con nosotros sin decir nuestros nombres ni nuestros «títulos».
En una ocasión le confesé que detestaba mi nombre.
Me miró muy pensativa.
—¿Cómo te querrías llamar?
No estaba segura, y además ya tenía un nombre consagrado por el uso.
Me llamo Berta.
Mamá lo defendía asegurando que Berta significa la «brillante», la «radiante». Esto no me consolaba. Yo no era ninguna figura luminosa. Ni mi nombre, ni yo mismo, dábamos luz a nuestro alrededor. Al contrario, poco a poco, sentía que cada vez me parecía más a mi nombre.
Los ojos cada vez más grises. Hasta la voz fue adquiriendo un tono apagado, hueco y muerto.
Naturalmente, exageraba; pero tenía que recrearme en mi desgracia.
Debían sufrir algún castigo. ¡Qué se puede esperar de una persona a la que se bautiza con el nombre de Berta!
Así se lo dije bien claramente a mamá, y ella me recriminaba mi maldad.
Es cierto que lo era. Yo, era cruel. Pero desde un principio sentía que me habían robado mis posibilidades.
Con papá no me atrevía; pero muy a menudo llegaba a exasperar a mamá.
—¡Querida hija mía! ¡Llámate como quieras! —exclamaba llorando.
Yo contestaba fríamente que ya era demasiado tarde. Alguien pensó por mí y me condenó a ser una desgraciada.
Lo mejor que podía hacer era ocultarme, no aparecer. Así continué atormentando a mi pobre madre, que me pedía y suplicaba que la dejase en paz. Pero no hacía caso. Gozaba siendo despiadada.
A veces observaba la mirada penetrante de Carolin fija en mí.
Un día me dijo que iba a tratar de encontrar un nombre que me conviniera.
Lo extraño era que yo no pensaba después tanto en mi horrible nombre, sino en el que Carolin iba a encontrar. Pero la búsqueda se prolongaba y poco después ocurrieron otras cosas que ocuparon nuestros pensamientos.
Svea había descubierto que Carolin se largaba por la noche y regresaba muy tarde. Tenía que tener unos conocidos muy raros, decía Svea. ¡Y nosotros qué creíamos que no conocía ni a una sola persona en la ciudad!
Esto parecía misterioso; Svea estaba bastante pesimista y pronto su cabeza se hizo una maraña de sospechas. No sabíamos qué pensar; pero todo ello nos extrañaba mucho, puesto que Roland y yo acostumbrábamos a colarnos en el cuarto de Carolin por la noche. No queríamos que lo supiera Svea. Sus celos jamás soportarían nuestra intimidad con Carolin.
Si lo que decía Svea era verdad, indicaba que Carolin desaparecía después que nosotros nos habíamos ido a acostar. Nos era difícil creerlo.
Svea tenía un cuarto en la planta baja, sobre la cocina. A pesar de que había un piso intermedio, podía oír cuándo crujían los peldaños de la escalera de la buhardilla por las noches.
Roland y yo teníamos nuestros cuartos, uno junto al otro, en el piso superior, el mío precisamente debajo del de Carolin; pero ninguno de nosotros había oído el menor ruido. Según decía Svea era que dormíamos como lirones, mientras que ella padecía de insomnio. Desde que Carolin había venido a casa no podía casi dormir, y ahora quería que mamá le ajustara las cuentas a Carolin.
—¡Es el deber de un ama de casa! ¡Está bien claro!
Quería también que mamá investigase un poco el pasado de Carolin. Era algo que le preocupaba constantemente. La propia Carolin no soltaba prenda. A pesar de que Svea trataba de sonsacarle algo, no conseguía nada. No había manera de que se le escaparan algunas cosas. Y ahora Svea quería que mamá hablara con la abuela. Era ella la que nos había procurado a Carolin y tenía, naturalmente, que saber qué clase de persona era.
Y sobre todo pensando en nosotros, los niños, era necesario saberlo, subrayaba Svea. No teníamos que mezclarnos con una cualquiera. Teníamos que seguir siendo hijos de buena familia.
¡Qué expresión tan espantosa!
¿Quería decir entonces que también había hijos de «mala familia»? ¿Y quiénes eran ésos?
Carolin, seguramente.
Finalmente consiguió que mamá le escribiera a la abuela.
Pero la abuela contestó con una extraña contra-pregunta.
¿Por qué le preguntaba a ella sobre Carolin cuando la propia Carolin estaba allí viviendo bajo nuestro mismo techo? Estaba claro que si la abuela sabía algo, no pensaba decirlo. Carolin era una excelente chica; debíamos estar contentos de poder conservarla.
Desgraciadamente, esto intrigó todavía más a Svea. Estaba convencida de que había algo en Carolin que no estaba muy claro. Y tarde o temprano llegaría a saberlo.
—Pero, en todo caso, creo que podemos tener confianza en Carolin —le dijo mamá a Svea con mucha seguridad.
No recibió ninguna contestación. Pero la mala cara de Svea era una prueba evidente de su disgusto.
Nos sentimos intranquilos una temporada. La única que no lo estaba era, naturalmente, la propia Carolin. Se debía con seguridad a que tenía la conciencia tranquila, pensábamos nosotros.
Pero un par de días antes de Navidad ocurrió algo que me hizo pensar.
Estaba invitada por una compañera de clase. Era un domingo, el tercero de Adviento, y nosotras queríamos festejarlo, llevando regalitos que íbamos a sortear. Yo llevé un candelabro de latón en forma de ángel y con un gnomo de porcelana.
No eran más de las tres cuando salí de casa, pero a pesar de ello, fuera era casi de noche. Empezaban a encender las farolas. Nevaba ligeramente y las ventanas se veían iluminadas. La ilusión de las próximas Navidades me embargaba poco a poco, y esa extraña sensación de ingravidez y alegría que traen consigo. No era frecuente que estuviera invitada, puesto que nosotros nunca lo hacíamos.
Mi compañera de clase vivía en el otro extremo de la ciudad.
Yo iba trotando sobre la nieve, doblando una esquina tras otra. Las calles estaban desiertas y silenciosas. No me crucé con una sola persona, con excepción del farolero, que surgió de pronto ante mí con su larga pértiga. Iba de aquí para allá, de una farola a otra; levantaba la pértiga, nacía un lucecita, se encendía una nueva llama y empezaba a derramar su pobre resplandor, hasta que toda la ciudad se llenaba de bolas luminosas que regalaban un leve resplandor a la nieve sucia de las calles. Me encontraba ahora lejos de casa, en otro barrio, al que casi nunca íbamos.
De pronto se oyeron voces. Yo bordeaba una valla que acababa precisamente de traspasar, cuando tuve un presentimiento y me detuve. Entonces se abrió una puerta y por ella salieron tres jóvenes. Tenían naranjas en sus manos y las llevaban delante con tanto cuidado como si fueran de cristal. Continuaron por la calle; crucé rápidamente al otro lado y di un par de pasos en sentido contrario. Cuando me volví, vi que estaban bajo una farola. Entonces me detuve nuevamente y retrocedí en la oscuridad, junto a la pared de la casa. No sabía lo que esperaba, pero una extraña sensación me retuvo.
Cada uno de ellos había encendido su cigarrillo y allí estaban fumando, con la naranja en una mano y el pitillo en la otra. Iban ligeramente vestidos: ninguno llevaba abrigo; uno de ellos no llevaba ni chaqueta, sino sólo un jersey de lana negro. Iban sin nada en la cabeza, excepto el del jersey, que llevaba una gorra de visera negra. Calzados con fuertes botas de agua, parecían pobres e iban mal equipados para el invierno; pero estaban alegres.
Entonces, el joven del jersey tiró de pronto su cigarrillo al suelo e iba a pisarlo, cuando uno de los otros se inclinó rápidamente y lo cogió.
—Está mojado…
Le dirigieron al del jersey una mirada de reproche y examinaron después detenidamente el tesoro soplando sobre él para tratar de secarlo. Mientras, el del jersey hacía juegos malabares con su naranja. La lanzaba al aire cada vez más alta y la cogía después, saltando sobre la nieve medio derretida.
Sentía cómo mi corazón empezaba a latir fuertemente. Había algo en aquel muchacho… ¿Algo conocido? No podía retirar la mirada de él. Entonces se le cayó la naranja, que vino rodando hacia la pared donde yo estaba. Se volvió y vino hacia mí. ¡Aquella cara!
Temí que se me parara el corazón. Ahora me había visto y nuestras miradas se cruzaron.
Era exactamente la cara de Carolin. Sus ojos se clavaron en los míos sin la menor señal de conocerme.
Estaba como petrificada. La naranja estaba a menos de un metro de mis pies. Cuando él se inclinó y la recogió, casi me rozó. Sonrió un poco, me miró de nuevo a los ojos, y se reintegró al grupo, divertido con su juego.
Me apresuré a marcharme de allí, pero en el siguiente cruce me volví. Allí estaban los tres bajo la farola. Oí que canturreaban «Esta noche es Navidad»; uno silbaba y el chico del jersey continuaba lanzando al aire su naranja. Pero no miraba hacia donde yo estaba.
¿Por qué debía hacerlo?
No me conocía.
Por un momento creí que estaba viendo visiones. Pero sus flexibles movimientos con la naranja y la gracia de su juego con la cabeza me hicieron reconocer a Carolin.
Tenía, por tanto, que tener un hermano. Tal vez hasta un hermano gemelo. Además, aquí en la ciudad.
Podía ser la explicación de por qué salía de noche. Svea había oído bien.
Pero ¿por qué no decía que tenía un hermano?
¿Se avergonzaba de que fuera tan pobre?
No, esto no era propio de ella. Tenía que haber otra razón.
Cuando volví a casa, reinaba en ella un silencio poco habitual. Papá no estaba en casa. Svea se encontraba, seguramente, también fuera. Nadja estaba acostada ya. Lo único que se oía era el pedalear de una máquina de coser: era mamá cosiendo un vestido a Nadja, regalo de Navidad para su muñeca.
Le pregunté si Roland estaba en casa; mamá me contestó, sin levantar los ojos de la máquina, que no lo sabía con seguridad. No hacía más que pedalear y pedalear.
—¿Te has divertido en la fiesta?
—Sí. ¿Está Carolin en casa?
—Creo que sí… ¿Comisteis bien? Sí, ya me lo figuro…
Era algo típico de mamá. Hacía preguntas, a las que contestaba inmediatamente, cuando no quería hablar. La actitud de mamá daba a entender que sabía muy bien de la presencia de Roland en el cuarto de Carolin en este mismo momento. Pero tampoco quería dejarlo traslucir con sus palabras.
Pobre mamá.
Respiré profundamente y me fui directamente a la buhardilla.
Pero, en realidad, no tenía ninguna gana. No me encontraba especialmente alegre. ¿Podría ser verdad que Carolin nos engañara? ¿Cómo iba yo ahora a mirarla a la cara? No era muy agradable toparse con su hermano sin tener la menor idea de que existía. ¿Qué le iba a decir yo ahora?
Estuve a punto de dar media vuelta en la escalera.
Allí arriba no se oía nada. Todo estaba en silencio. Tal vez ella no estaba en casa. Precisamente cuando iba a volverme para bajar oí que empezaba a cantar. Tenía una voz suave y un poco apagada. Era agradable, pero daba la impresión de que cantaba para sí misma. Roland no estaba tal vez allí, como yo había creído. ¡Si yo pudiera estar a solas con ella un momento!
Me apresuré a subir y llamé a la puerta. La voz se calló instantáneamente, pero ella no contestó. Volví a llamar.
—Soy yo…
—Pasa, no he cerrado.
Yo lo sabía. Carolin no cerraba nunca. Las puertas eran para abrirse, no para cerrarse. Con Svea ocurría lo contrario. Su puerta estaba siempre cerrada, tanto si estaba dentro como si no.
Pero Carolin no estaba sola. Roland estaba allí sentado. Estaban sentados en su cama, apoyados contra la pared, con las cabezas próximas. En la cómoda lucía una pequeña vela en un candelero de latón, igual al que yo había regalado. Un ángel de latón que soportaba una luz. Los habíamos comprado los dos juntos, y yo creía que él lo iba a regalar en Navidad a alguno de la familia, a Nadja, por ejemplo.
Ahora lo había recibido Carolin.
—Celebramos la Navidad —dijo Roland—. ¡Mira lo que tengo!
Levantó una pasta grande en forma de corazón adornada con azúcar derretida de varios colores. La había amasado la misma Carolin para él.
—Tú también vas a tener otro —dijo ella, y me alargó un corazón igual, pero más pequeño.
No había más que una silla en el cuarto. Estaba en un rincón, un poco más allá de la cama. Fui y me senté en ella. Carolin echó jarabe en un vaso y me lo ofreció. Después brindamos. La situación resultaba un poco forzada y después de brindar se produjo un silencio. Me arrepentí de haber subido.
Roland parecía incómodo, como si hubiera sido sorprendido. Estaban mirando viejas fotografías, dijo él nerviosamente, y señaló un montón de álbumes y una caja de cartón que se hallaban en el suelo.
—A Carolin le gustan las viejas fotografías. ¿No es verdad?
Él la miró, pero ella no contestó y yo estaba un poco violenta. Eran nuestros álbumes, retratos familiares que papá había hecho, por lo menos la mayoría. Hace algunos años, papá sacaba muchas fotografías. Pero ¿qué hacían allí esas fotografías? Naturalmente, era sólo un pretexto. ¿Creían que me podían engañar tan fácilmente?
En realidad era verdad que a Carolin le gustaban las fotos. Ya lo había observado. Pero ¿viejas fotografías familiares? No, todo estaba muy claro.
Entonces, Carolin cogió un álbum y empezó a hojearlo. Roland se inclinó para mirar las fotos por encima del hombro de Carolin y para poder estar, así, más cerca de ella.
Me levanté y dije que me iba. Yo misma me quedé extrañada del tono tajante de mi voz, pero no tenía la menor gana de estar sentada allí haciendo de tapadera.
Sentía que querían deshacerse de mí.
Roland se rió tontamente, pero Carolin se levantó.
—Pero si acabas de llegar. Quiero que te quedes.
Colocó sus manos sobre mis hombros y me obligó, sonriente, a que me volviera a sentar. Después miró a Roland y dijo que podíamos cambiar de sitio, de modo que yo me sentara en la cama, cerca de ella. Pero Roland se hizo el sordo y yo misma tuve que decirle que se cambiara de sitio. Seguramente se sintió herido y se marchó al poco tiempo.
Cuando nos quedamos solas, me explicó por qué estaba tan interesada en las fotos. Comprendía que yo me preguntara el porqué y naturalmente no eran las fotos de nuestra familia las que despertaban su curiosidad. Su interés se refería a otras cosas.
—Algo sobre lo que no todos piensan —afirmó pensativa.
Tenía más curiosidad por el que sacaba las fotografías que por las imágenes mismas.
Es decir, por el invisible fotógrafo, que salía allí en la foto, puesto que no podía evitar influir sobre lo fotografiado.
—De esta manera se puede casi decir que él es el personaje principal —dijo, al mismo tiempo que pasó una página del álbum que tenía sobre las rodillas.
—¡Mira aquí, por ejemplo! En esta foto se ve claramente que la mujer…
—Es mamá, ¿no lo ves?
—Tu mamá hace entonces como si no se diera cuenta de que la están fotografiando. Hace como que está jugando con el niño, pero piensa todo el tiempo en el que la está retratando. Se aprecia que está poco natural. ¿No lo ves?
—Sí, tal vez.
Pero ¿no están todas las personas un poco engoladas cuando son fotografiadas?
No. Carolin movió la cabeza. No todas. Se inclinó sobre la fotografía.
—¿Quién es el niño? ¿Eres tú o es Roland?
Pero no era ninguno de los dos. Era Hjalmar, el hermano pequeñito que había muerto.
—¿Y quién sacó la foto?
—Creo que fue papá…
—Es curioso que tu mamá esté tan insegura; por eso sale poco natural —afirmó Carolin, al mismo tiempo que pasaba la página.
Se había detenido ahora en otra página y la estudiaba. Estaba completamente inmóvil. Entonces me miró y su cara adquirió de pronto una expresión infantil interrogante:
—¿Esta fotografía…?
—Sí…
—Me pregunto si…
Me incliné hacia delante para ver mejor. La habitación estaba con muy poca luz. Toda la iluminación procedía de la pequeña luz del candelero de latón que estaba sobre la cómoda, y estaba próxima a terminarse. No quedaba más que una llama vacilante y moribunda, pero Carolin parecía ver bien.
—La mujer de esta foto no tiene tanto miedo —exclamó—. ¿Lo aprecias tú?
Pero yo sólo veía una gran cantidad de troncos de árbol y un banco.
—¿No lo ves? —señalaba.
—Lo intento, pero…
Carolin extendió lentamente un dedo sobre la foto.
—Ves la sombra aquí, que… Tiene que haber sido él, el que la sacó…
Precisamente en aquel momento, la luz flameó por última vez, pero antes pude distinguir un árbol con un banco delante, un niño pequeño vestido de blanco, y más allá, entre los troncos de los árboles, una mujer vestida también de blanco. Y, además, el dedo de Carolin mostraba una sombra que caía sobre el banco y en primer término.
Después se apagó la luz y el cuarto quedó a oscuras.
Nos levantamos y buscamos cerillas. Carolin las encontró y encendió la lámpara de petróleo.
Pensaba volver a sentarme, pero Carolin permanecía allí, de pie junto a la lámpara de la mesa. Me di cuenta de que estaba transformada.
El álbum estaba cerrado sobre la cama; hice un movimiento para cogerlo, pero me lo impidió.
—¡Déjalo ahí!
Pero ahora que podíamos ver bien quería mirar esa fotografía más detenidamente.
—¡Yo no quiero!
Era otra persona la que estaba allí. Su amabilidad había casi desaparecido.
—¿Es que me tengo que ir?
Me fui hacia la puerta con pasos tranquilos; quería que me dejara permanecer allí, pero ella estaba vuelta de espaldas y recogía la cera del candelero de latón.
—Bajaré el álbum mañana por la mañana —dijo— para que esté en su sitio cuando te despiertes. ¿Te parece bien?
—¡Naturalmente! ¡Buenas noches!
—¿Quieres que te alumbre hasta la escalera?
—Gracias. No hace falta.
Cerré la puerta tras de mí y fui en la oscuridad hacia la escalera. Entonces se volvió a abrir la puerta y allí apareció Carolin con su lámpara y me alumbró hasta que bajé. Me detuve un segundo y me volví con la esperanza de que me iba a llamar. Pero permanecía inmóvil como una estatua, con su lámpara.
—¡Ya nos veremos! —me dijo con voz queda. Hizo una pequeña reverencia y cerró la puerta. Aquella noche me fue difícil dormir. Pensaba en su hermano. Lo veía un instante claramente ante mí. Enseguida se esfumaba como una figura difusa.
¿Sería todo pura imaginación? Es cierto que cuando lo vi reinaba la oscuridad en la calle, nevaba, la luz de la lámpara era difusa. Y yo tenía una gran fantasía, decían todos.
Quería haberle dicho a Carolin que había visto a su hermano, pero no hubo ocasión. Casi fue una suerte el que se complicaran las cosas y no pudiera decírselo.
No estoy segura de mí misma, del testimonio de mis sentidos, como acostumbraba a decir papá.
¿Por qué tenía Carolin que asegurar que mamá parecía insegura en la fotografía? ¿Que ella no se mostraba natural ante papá?
¿Qué es lo que en realidad quería decir con esa extraña afirmación?
¿Era, tal vez, una forma de ocultar que las fotografías eran en realidad un simple pretexto? ¿Era como yo había creído en un principio? ¿No sería que Roland había subido con el álbum para tener una excusa y hablar con Carolin en su cuarto? ¿Y que ella trataba de protegerlo con aquella verborrea?
¡Pero no! Su interés había sido verdadero. Era suficientemente astuta para salir siempre del paso, pero no en aquella ocasión. No, ella veía algo especial en aquellas fotografías.
Al día siguiente estaba alegre y amable como siempre, y fue fácil olvidar y celebrar sus bromas, pero tan pronto como me concentraba, no me sentía totalmente satisfecha.
Recordaba que cuando era pequeña soñaba en burbujas de jabón resistentes. A pesar de que sabía que aquellas relucientes burbujas de jabón, que yo soplaba en mi tubo, estaban condenadas a explotar, lloraba desconsoladamente cada vez que ocurría. Nunca me acostumbraba. Mi desilusión era tan grande, que tuve que terminar con mis burbujas de jabón.
La misma sensación tenía yo ahora. En cierta manera me había asustado. Tenía catorce años y creía que había encontrado algo tan insólito como es una persona buena. La única absolutamente fiable. Nunca había creído que una persona como Carolin podía existir.
Empezaba a presentirlo poco a poco: tampoco lo era ella. La Carolin que yo había visto no existía. Era sencillamente una burbuja de jabón. Mi exterior era normal, pero lloraba en mi interior.
Pasó algún tiempo hasta que me rehíce lentamente y comprendí que alguna Carolin debía existir.
¿Cómo podía yo estar segura de que mi Carolin era la única verdadera? Ella era, en verdad, solamente un descubrimiento mío. ¡Qué orgullo!
Se trataba, naturalmente, de encontrar la verdadera Carolin. Y aunque se ocultase bajo miles de rostros —y seguramente lo hacía— yo no cedería nunca. La encontraría.