Capítulo 2

CAROLIN se convirtió entonces en nuestra nueva muchacha.

Svea cambió de opinión y en un alarde de generosidad le dijo a mamá que un fallo infantil lo podía tener cualquiera. Carolin también había pedido perdón.

Nadja se regocijaba y Roland se ruborizó de alegría cuando lo supimos. Yo misma me encontraba feliz, pero, al mismo tiempo, preocupada.

Preocupada porque tenía la sensación de que ambas, Svea y Carolin, podían cambiar de idea. Sólo las estrellas sabían el tiempo que podíamos tener a Carolin con nosotros.

Pero por ahora todo parecía que iba bien. Carolin tenía facilidad para adaptarse. El primer día estuvo muy tranquila y hacía lo que le mandaban. Svea parecía contenta. No sé si era yo la única en no creer lo que veían mis ojos. ¡Tanta perfección! De todas formas me alegraba que su conducta me hiciera cambiar mi primera impresión sobre ella.

Quizá por ello me chocara cuando la vi por primera vez con el uniforme de rigor: traje azul con delantal blanco y cofia.

Le pregunté a mamá el porqué no podía llevar sus propios vestidos. Pero era obvio que teníamos que proporcionar a Carolin la ropa de trabajo. No era justo que tuviera que gastar la suya. Y aparte era lógico que tuviese cierta armonía en la vestimenta.

¿Qué parecería si no?, se preguntaba mamá con cara de asombro.

Parecería mucho mejor, pensaba yo para mis adentros, pero no dije nada. Mamá no lo comprendería. Y a Carolin no parecía que le importara demasiado la vestimenta. Al cabo de un rato, a mí también se me había olvidado. Su personalidad era demasiado fuerte como para pensar en semejantes bagatelas.

Al fin y al cabo era aquello del uniforme lo que le hacía más importante para nosotros. Un contraste que nos gustaba.

Ninguno de nosotros había visto nunca nada semejante. Al mismo tiempo parecía como si la hubiéramos conocido toda la vida.

Llegó muy a punto. Verdaderamente la necesitábamos. Con ella llegaría cierto aire de fiesta y felicidad a nuestra casa.

No estábamos muy acostumbrados a ello.

Nuestra casa era muy grande, pero bastante solitaria. Pocas veces teníamos invitados. Papá se encontraba con sus amigos fuera de casa y mamá solía decir que no tenía ninguna necesidad de amigos.

Tenía algunos amigos de la infancia con los que mantenía correspondencia y alguna que otra amistad en la ciudad. Se veían casualmente. Pero nunca traía amistades a casa.

Con nosotros, sus hijos, mamá tenía suficiente. Éramos «todo» para ella, como le gustaba decir. El estar siempre dispuesta para la familia le parecía su máxima misión en la vida.

Cuando era pequeña, esto me parecía lo más natural, y no pensaba más en ello; pero al ser mayor sentía a menudo pena por mamá. Estaba cada día más sola.

Era la razón por la que Svea adquiría cada vez más importancia.

Naturalmente que tenía a papá, que seguramente también se preocupaba de ella.

Pero él tenía sus asuntos y era bastante distraído en casa. Sinceramente creo que consideraba que «nuestro pequeño mundo», el de mamá y el nuestro, era poco interesante. Se refugiaba en el suyo propio.

Sin embargo, Svea sólo se interesaba por las cosas de mamá, donde ciertamente también entrábamos los niños; pero para Svea era mamá lo más importante.

En el fondo, papá hubiese querido dedicarse a la investigación; hacia ese lado se inclinaba su talento. Y, sin embargo, tenía que perder su tiempo en la escuela con niños más o menos tontos. En Historia y en Religión por añadidura. Materias por las cuales él sentía un apasionante interés. Debió de ser un sufrimiento para él.

Menos mal que tenía a su Swedenborg.

Pero, ciertamente, mamá tenía a Svea y la cuestión es si, a pesar de todo, no mandaba más Svea que Swedenborg.

Como mamá y papá nunca recibían invitados, nosotros tampoco nos atrevíamos a traer amigos a casa. Se consideraba que nos teníamos los unos a los otros. Naturalmente que era así, pero, en el fondo, a veces nos sentíamos también bastante solos.

Por eso, Carolin llegó a nuestra casa como una brisa fresca.

Poco a poco se fueron confirmando mis sospechas iniciales. Carolin no era tan «buena» como quería aparentar al principio. No tardamos mucho en ver su verdadera personalidad y entonces se organizó un lío en casa. Especialmente cuando Svea llegaba con su aire de superioridad y tenía que decirle a Carolin cuáles eran los puntos de vista verdaderos y únicos. Era interesante escucharlo.

Por ejemplo, se trataba un día del derecho al voto: el sufragio universal y todas esas rarezas y peligros sobre las mujeres que intervienen en la política y exigen el derecho al voto. ¡Aquello no tenía sentido!

Svea miraba de reojo a Carolin y esperaba su contestación afirmativa, demostrando que estaba de acuerdo. Pero Carolin no estaba de acuerdo, y le contradijo. Svea se extrañó mucho. ¿Cómo se atrevía esta criatura?

Después llegó el sermón de siempre sobre la gente que no sabe estar en su sitio. La raíz y el polvorín del sufragio y todo lo malo en el mundo era, sencillamente, que la gente no quería someterse a las reglas. Era un signo de desorganización.

El único que podía atravesar las fronteras entre pueblo y pueblo era el rey. Y Nuestro Señor, claro está. Ante el trono —el terrenal igual que el celestial— se podía tolerar cierta igualdad; pero por lo demás, había que poner las cosas en su sitio. Es la única manera de que cada uno se sitúe adecuadamente, predicaba Svea.

—¡No, qué horror! ¡No apruebo ese criterio selectivo entre hombres! —dijo Carolin, y Svea estuvo a punto de atragantarse de indignación y siguió aún con más fuerza.

Al contrario que nosotros, Carolin escuchaba atentamente todo lo que Svea decía antes de contestar. Nunca interrumpía, nunca era maleducada, sino que dejaba que Svea terminase de hablar. Esto le hacía suponer a Svea que estaba de acuerdo, pero recibía después un fuerte impacto al darse cuenta de que no era así. Al contrario. Cada vez se producía la misma sorpresa. Como en esto del derecho al voto, por ejemplo.

Carolin no podía entender cómo Svea, que en otras ocasiones tenía tanto sentido común, podía ser tan simple. Ahora que los hombres habían obtenido el derecho al voto, era obvio que también lo tuvieran las mujeres. Tenía que haber cierto equilibrio en el sistema. ¿Y cuando eran las mujeres las que se ocupaban de la educación de los niños, por qué iban a estar al margen de todo? ¿Qué pasaría después con los niños?

Pero las ideas de Carolin no significaban, como pretendía Svea, que se iba a dar a todos una patente de orgullo.

¿Creía Svea que con la sola intervención de los hombres iban a desaparecer las injusticias? Carolin sufría ante semejante simplismo.

—¡Nunca he dicho nada semejante! Sólo hablo de mujeres que creen «saberlo todo».

—¿Y si alguna vez aciertan? O sea, ¿que tú crees que los hombres siempre saben más?

—No he dicho eso. No hablo ni de hombres ni de mujeres. Yo sólo sé que no necesito ningún derecho de voto para saber lo que está bien y ocuparme de mis asuntos.

Carolin levantó una ceja y sonrió equívocamente.

—Claro. Svea sabe más que nadie. Sí, claro, entonces lo entiendo. Pero ¡qué lástima entonces que Svea, con semejante talento, no se dedique a la política!

Svea jadeaba. No se lo creía. ¿Le estaba tomando el pelo aquella chiquilla? No lo parecía. Estaba ahí trajinando diligentemente con un cuchillo y con aire de inocente. Pero hacía sólo un ratito que su fina ceja se había enarcado con aires de superioridad. Y con ese aire de superioridad, de importancia… No, no había quien entendiera a esa chiquilla. No merecía la pena hablar con ella. Svea se puso tiesa y se calló. ¡Por esta vez! Pronto la atosigaría de nuevo con sus sermones.

Mamá intentaba de vez en cuando salir en defensa de Svea. Pero sólo tenía un punto de vista sobre la materia. Había que alegrarse de no tener que meterse en política y cosas semejantes. Para ello había políticos. ¿Por qué había que meter la nariz en lo que hacían? Ellos se habían preparado para estas cosas. Además, las personas corrientes no tenían conocimiento alguno sobre política. Y las mujeres se guardarían bien de cotillear y dar voces. ¡Era lo opuesto a la condición femenina!

En la boca de mamá «poco femenino» significaba lo mismo que «muy reprobable», y con ello daba por terminada la discusión.

Para Carolin era como un juego hacer saltar en pedazos este razonamiento.

Y cuando mamá concluía, enseguida le hacía saber que «poco femenino» y «poco masculino» no quería decir, prácticamente, nada. ¿Que significado tenían estas palabras?

En la mayoría de los casos, sólo tonterías y una pantalla de situaciones injustas y de intereses creados.

«Inhumano», por otra parte, era una palabra que se entendía. Contenía muchas cosas distintas. Justamente el atacarse los unos a los otros por poca feminidad o poca masculinidad, podía, por ejemplo, ser inhumano.

—La señora misma lo está oyendo. No merece la pena el intentar hablar con ella. ¡Todo lo retuerce y lo tergiversa!

Svea arrojó con fuerza una cuchara de palo al fregadero; la madera saltó en dos pedazos. Así de excitada estaba.

Pero Carolin no tenía nunca intención de aplastar a nadie. No podía dejar de reflexionar sobre lo que se decía.

Se retractaba a menudo y cambiaba de opinión. Y no se desanimaba si se demostraba que la otra parte tenía razón. Al contrario. Eso le hacía feliz. Entonces tenía la oportunidad de aprender algo nuevo, tenía constante inquietud por aprender. Todo lo tenía que saber y averiguar.

Estábamos continuamente preocupados pensando que Svea y Carolin, un buen día, pudiesen llegar a las manos y que, en ese caso, Carolin tuviera que marcharse.

Con el único con quien Carolin no discutía era con papá. Aquello me extrañaba. No concordaba con su gran sentido de la sinceridad.

Rehuía a papá. Era difícil entender el porqué, ya que él sólo le demostraba amabilidad. Parecía incluso apreciarla. Hecho tanto más notable cuanto que papá no se fijaba en nuestras muchachas. Pero se había fijado en Carolin y decía de ella que era extraordinariamente inteligente.

Aquello era cierto. A pesar de haber ido solamente unos años a la escuela, sabía bastante más que Roland y yo. Estaba siempre leyendo y papá le prestaba todos los libros que quisiera coger de nuestra biblioteca.

No había razón para que Carolin fuese tan suspicaz, tratándose, como se trataba, de papá. No sé si él mismo se daría cuenta; si era así, no lo daba a entender.

No era exactamente que fuese poco cariñosa con él. Se mostraba completamente indiferente. Si se hubiera tratado de otra persona que no fuese Carolin, seguramente nadie se hubiera dado cuenta. Pero como ella era el polo opuesto a la indiferencia, yo no podía dejar de pensar en ello. ¿Era, a pesar de todo, un poco tímida?

¿Quizá no fuese tan sincera como yo creía?

Ya dije que tenía una cara que cambiaba con mucha frecuencia. Fue lo primero que me chocó; pero después me llegó a fascinar tanto, que dejé de pensar en ello. Yo era totalmente opuesta a la crítica. Personalmente, ella era muy alegre y equilibrada durante sus primeros días de estancia con nosotros y aquello nos contagiaba a todos.

Pero no se disipaba mi interrogante.

Era extraordinariamente reservada acerca de sí misma. Nos hubiera gustado saber algo de ella, de sus padres, si tenía hermanos; saber algo de su vida anterior; pero era inútil preguntar. Se andaba con mil rodeos y se refugiaba en bromas y risas para rehuir las respuestas a preguntas sobre su vida.

Se había criado en el campo; eso lo sabíamos, porque nos lo había contado la abuela en su carta. Carolin sólo había dicho que no tenía inconveniente en vivir en la ciudad, pero que también podía adaptarse a la vida en el campo. Siempre daba este tipo de contestación. En cuanto se tocaba el tema de su vida anterior, lo rehuía y daba contestaciones que ella misma jamás hubiera aceptado.

Era extremadamente prudente en cuanto se refería a datos; nunca daba ningún nombre, ni dirección alguna. Era la niña sin antecedentes. Y, aparentemente, lo quería así.

Yo creía que Carolin no conocía a nadie en nuestra ciudad; pero después demostraría que sí, que conocía a gente.

Las otras muchachas siempre tenían fotos de los suyos y las amontonaban sobre la cómoda de su cuarto. Pero Carolin, no. No había nada sobre su cómoda. En todo caso, si poseía alguna foto, no la exhibía. Tampoco ninguna otra pertenencia particular. Ropa y artículos de tocador, exclusivamente.

Sí, apareció un día sobre su almohada, encima de la cama, un conejito de trapo, por cierto, bastante estropeado; pero cuando yo llegué se dio mucha prisa en esconderlo. Y aquello no era por miedo a ser considerada infantil, sino para evitarse preguntas.

Había algo que no encajaba. No sé si había alguien más aparte de mí que se preguntara sobre aquello. Pero ella rehuía a papá, y de ello, forzosamente, todos se tenían que dar cuenta. Quizá era sólo a mí a quien le extrañaba.

Recuerdo especialmente una de las primeras noches recién llegada. Iba a haber por la noche una procesión de antorchas a través de la ciudad para conmemorar a Gustav II Adolf, que murió en Sülzer en 1632, y el alcalde solía pronunciar un discurso en la plaza. Nosotros acompañaríamos a mamá y papá. A Svea y Carolin les habían dado permiso para poder ir. Y Svea estaba impaciente y loca de emoción. Gustav Adolf pertenecía a sus héroes. Había que celebrarlo. Tenía mucha prisa por ir y preguntó a Carolin si la quería acompañar.

Pero Carolin rehusó, dándole las gracias.

Svea no lo comprendió. Esta fiesta era algo que ella misma había estado esperando con mucha ilusión, la emocionante procesión de antorchas, el solemne discurso, todos cantando «Nuestro Dios es para nosotros una gran fortaleza». Después iríamos todos a Sindska Konditoriet a tomar «pasteles de Gustav Adolf». Se lo describía a Carolin con mucho entusiasmo y exageración.

Pero Carolin dijo que no iba, a pesar de todo.

Svea, en aquel momento, estaba llena de ternura. Se indignó mucho al mismo tiempo. ¿Cómo se podía perder uno semejante festejo?

Papá pasó en el momento en que Svea señalaba a Carolin sollozando:

—Esta pobre criatura… ¿Se va a quedar en casa? ¿No quiere venir a festejar al rey de los héroes?

No recuerdo lo que papá contestó.

Pero me sorprendió bastante cuando después vi a Carolin entre la multitud de la plaza. Sólo fui yo quien la vio e hice como si no la viera. Por lo visto, no quiso que nadie la viera.

Yo tenía la impresión de que iba acompañada de alguien, pero no estoy del todo segura. Había un enorme gentío y era imposible determinar quiénes iban acompañados.

Observé que había coincidido con papá, que estaba un poco más adelante para poder oír mejor. No le quitaba ojo. A los demás no sé si nos vio. Pero a papá le observaba con una mirada escudriñadora. Entonces me pareció que tenía un aire crítico en su mirada, aunque tampoco estaba tan segura de que fuera así. A la oscilante luz de las antorchas pude haber perdido bastante la expresión de su cara.

Ella había llegado hacía poco tiempo a nuestra casa y apenas había visto a papá. Aprovecharía este momento para observarle. Recuerdo que en un momento dado tuve una sensación extraña, pero en realidad no supe por qué.

Más tarde pude comprobar que Carolin miraba muy a menudo a papá de reojo. Como si se tratase de un extraño personaje. A veces, papá sentía su mirada y miraba distraído a otra parte. Entonces, ella se retiraba inmediatamente.

Lo curioso era que papá podía tropezar con las personas sin verlas. Sin embargo, parecía sentir siempre la presencia de Carolin. Cuando estaba enfrascado en sus libros, ya podían caer chuzos que él no pestañeaba. Pero si Carolin, silenciosamente, pasaba por la habitación de al lado, levantaba la cabeza y la seguía distraído con la mirada. Así de fuerte era su irradiación. Hasta papá lo percibía.

Debo confesar que me hacía sentir un poco celosa. Cuando ahora, después de tanto tiempo, pienso en papá, veo como un bonito retrato de una cara muy sensible y llena de viveza. Me encuentro a sus pies y a cierta distancia, en actitud contemplativa, como queriendo conocerle íntimamente.

Carolin tenía dieciséis años cuando llegó a casa, dos años más que yo y, aproximadamente, un año más que Roland. No puedo saber muy bien cómo me comportaba yo con ella, pero sé que a veces me parecía que Roland se comportaba muy infantilmente cuando Carolin estaba con nosotros. Seguramente él no lo sabía, pero se hacía el interesante. Nunca le había visto así antes. Quería impresionarla, pero fracasaba en su empeño.

Nadja tenía mucha más gracia. A Carolin le gustaban mucho los niños y tenía muy buena mano con ellos, y Nadja, desde el primer momento, la quería mucho y la seguía a todas partes como un perrito.

Para Nadja habría sido una tragedia si Carolin no hubiese podido quedarse.

A veces me preguntaba cómo terminaría todo aquello.

Las peleas que poco a poco fueron surgiendo entre Svea y Carolin nunca habían tenido lugar antes en nuestra casa. Sin embargo, habían sido despedidas de casa una muchacha tras otra. Pero Carolin no.

Creo que se debía a su eficacia. Era realmente algo extraordinario. Nadie le tenía que indicar lo que debía de hacer.

Tenía los ojos puestos en todas partes y lo observaba todo. Ya desde el primer día estuvo en el jardín rastrillando hojas. Nadie lo había hecho antes. Trataba las rosas para que no se helasen. Todo por iniciativa propia. Tenía experiencia y habilidad. Estaba dispuesta a aprender y era atenta. Si algo se rompía, enseguida estaba allí para arreglarlo. Ni siquiera Svea tenía nada que objetar a su trabajo. No lo demostraba abiertamente, pero sí se notaba que recibía mucha ayuda de Carolin.

¿Dónde habría aprendido tanto Carolin?, se podría uno preguntar. Pero a esto, naturalmente, ella no contestaba. Para ella eran bagatelas. Cosas claras y obvias. Todo parecía fácil y divertido.

Nosotros, que estábamos acostumbrados a ver el trabajo de la casa como algo pesado y duro, y a lo que uno prefería «escurrir el bulto», veíamos con asombro con qué alegría ella tomaba parte en todo.

También era ordenada y muy rápida en sus movimientos. En algunas cosas aventajaba incluso a Svea. El tener que quitar manchas, por ejemplo, era de las cosas que Svea odiaba.

Pero para Carolin, aparentemente, no había nada aburrido. Si se ponía a quitar una mancha, la frotaba hasta que nadie pudiese ver la más mínima sombra. Esto impresionaba a Svea, aunque no lo quería reconocer.

—¡No frotes tanto! ¡Se puede quitar la pintura a la vez! —decía con una admiración en la voz que a veces quería ocultar. La pintura, por supuesto, no salía, pero la mancha desaparecía de raíz.

—Sí, ya veo que Carolin entiende de manchas —asentía Svea entonces.

—¡Como si sólo se tratase de manchas! —se reía Carolin.

Se encontraba a gusto con nosotros. Se notaba.

Recuerdo que Nadja escribió una carta a la abuela dándole las gracias por habernos mandado a Carolin.

Entonces nos contestó la abuela diciendo que Carolin también le había dado a ella las gracias por haberla enviado a nuestra casa.

«Ella os necesita. Cuidadla mucho», había escrito la abuela en su carta.