Capítulo 1

ERA el año 1911.

Yo tenía catorce años.

La abuela había escrito desde Eksjö para anunciarnos que el lunes, 6 de noviembre, precisamente el día de Gustav Adolf, fiesta nacional, nuestra nueva muchacha llegaría en el tren. Pero no teníamos que ir a esperarla; no lo quería. Era una chica «independiente» —decía en su carta la abuela— y mamá, que estaba un poco cansada de todas las otras muchachas que habíamos tenido y que no se atrevían a tomar una decisión, se alegró de que la nueva muchacha fuera diferente.

Mamá era demasiado buena y se dejaba engañar fácilmente. No tenía suerte cuando se trataba de encontrar muchachas. La abuela tenía mayor experiencia y mejor ojo para las personas. Las chicas que ella nos había recomendado, siempre se habían portado bien.

Acostumbrábamos a tener dos sirvientas en casa, una joven, la doncella, y otra de edad, la cocinera. Era la joven la que causaba a veces problemas. Cambiábamos de doncella bastante a menudo. A Svea, la cocinera, la habíamos tenido, por el contrario, muchos años. Antes de venir a nuestra casa había servido en muy «buenas familias» de las más «encopetadas» —como se complacía en contar—, para que comprendiéramos que era un honor para nosotros tenerla en nuestra casa.

Ya desde un principio, Svea había acogido a mamá bajo sus alas protectoras, y era seguramente mamá, la razón de que continuara en casa. Por lo demás, no necesitaba halagar a nadie —como decía—, pues sus buenos informes le harían encontrar trabajo donde quisiera. Pero encontraba que mamá estaba tan desamparada, que no podía tan fácilmente abandonarla y dejarla sola en un mundo de desaprensivos.

Tenía importancia que Svea se encontrara a gusto. Por eso reinaba cierta inquietud, hasta tener la seguridad que ella aprobaba a la nueva muchacha. Si no lo hacía, la nueva no se iba a hacer vieja en la casa.

Ahora, pasado el tiempo, he comprendido que Svea tenía razón y demasiada autoridad. Mamá le consultaba todo y aceptaba ciegamente lo que le decía. Si ocurría alguna desavenencia entre ellas, era mamá la que pagaba el pato. Nunca era la culpa de Svea. Y mamá era la estampa de la aflicción hasta que volvía a obtener el perdón.

A menudo tenía yo la impresión que se fiaba más de Svea que de papá y de nosotros.

La propia Svea se consideraba amante de los niños. Había deseado ardientemente tener hijos propios, pero no se había casado y ahora ya era demasiado vieja.

A su ruda manera, seguramente nos quería, pero no había que esperar que nos mimase. Éste no era su estilo. Además no quería encariñarse demasiado con los niños de la familia donde estaba, pues entonces podría ser difícil separarse de ellos cuando tuviera que irse.

Nosotros, los chicos, considerábamos a Svea como a una persona severa y hasta un poco peligrosa. Aunque a mamá le inspirase una total confianza, no era lo mismo en nuestro caso. Su papel, cuando se trataba de las relaciones entre nosotros y mamá, es un capítulo que nunca estuvo claro. Tal vez no sea justo, pero a veces me preguntaba si no llegaba hasta intrigar para hacer su propia voluntad, especialmente cuando se trataba de papá.

Su actitud para con los hombres era, por lo menos, ambigua.

Al mismo tiempo que admitía a ciegas que el hombre debía ser el señor de su casa, había que acostumbrarlo, eso sí, a que estuviera en su sitio. Los consejos que le daba a mamá eran desconcertantes. En parte, mamá debería mantenerse firme y no ceder; en parte, ella debía estar «sometida al hombre», como dice la Biblia. Todo esto ha debido de ser difícil para mamá en su vida.

Pero Svea tampoco fue persona fácil para nosotros, los niños. Teníamos que ser «obedientes y dóciles» para con todos los mayores, puesto que los mayores siempre sabían más que los niños, según ella. Para Svea no existía la posibilidad de que los mayores pudieran tener entre ellos opiniones opuestas y criterios diferentes y que, por tanto, dieran órdenes contradictorias. Y, sin embargo, era así.

A menudo no sabíamos a quién debíamos obedecer.

Nuestra nueva muchacha vendría el lunes, 6 de noviembre.

Era el día de Todos los Santos[1] y habíamos estado en el cementerio y encendido velas sobre la tumba de nuestro hermanito enterrado allí. Era el mayor de todos los hermanos; debería haber cumplido los diecisiete años si hubiera vivido; pero murió cuando era tan pequeño, que ninguno de nosotros le recordábamos.

Se llamaba Hjalmar.

Nadie sabe exactamente de qué murió. Un buen día perdió el ánimo, dejó de respirar y se murió.

Fue muy extraño. Se creía que su ánimo de vivir no era suficientemente fuerte.

Pero ¿de dónde viene el ánimo de vivir? ¿Quién lo enciende y lo apaga?

Reflexionaba yo acerca de esto cuando estábamos allí con las velas encendidas sobre su pequeña sepultura.

Estábamos mamá, mi hermano Roland, nuestra hermanita Nadja y yo. Papá no estaba.

El suelo crujía, helado y duro, bajo nuestros pies. Soplaba un leve vientecillo. Tiritábamos en nuestros abrigos, y las luces temblaban inquietas sobre las sepulturas.

Cuando regresamos, toda la casa estaba dormida en la oscuridad. Svea no había encendido todavía la luz. Vino corriendo con un candelabro y parecía que estaba muy despierta. Mamá le rogó que encendiera las velas e hiciera fuego en la chimenea del comedor. Después, podía preparar el chocolate.

La luna salía precisamente de una nube y su luz empezaba a penetrar por la ventana. Mi deseo era que Svea no encendiera demasiadas luces.

Pero a mamá le gustaba tener mucha luz a su alrededor. El claro de luna la hacía tiritar de frío, especialmente en esta época del año, que resultaba tan fría y azul. Dentro de la casa la luz debía ser caliente y roja, según mamá.

—Qué gusto dará el año que viene cuando tengamos luz eléctrica —exclamó mamá al mismo tiempo que ayudaba a Nadja a ponerse las babuchas.

Estas palabras las repetía casi cada día, y al cabo de un rato agregaba con un pequeño suspiro:

—Si al fin llega tal acontecimiento.

Pensaba en papá, que consideraba que la electricidad no era algo para jugar. No había que olvidar que se trataba de meter en casa una energía extraña, una energía que tal vez no fuera totalmente inofensiva. Y, naturalmente, había que pensarlo antes de decidirse a dar tal paso. No había, por tanto, que precipitarse, hacer como los demás, como mamá quería.

Sin embargo, papá había prometido reflexionar ahora seriamente sobre el asunto, pero pedía un año de plazo; entonces tal vez podría decidirse. Pero mamá temía que pudiera haber nuevas dilaciones, ya que cada vez que papá oía algo negativo sobre la electricidad, llegaba y lo contaba con aire triunfante.

—¡Pero esta vez no voy yo a ceder! —le dijo mamá a Svea.

Sabía que en este asunto tenía a Svea de su parte. Svea no era muy partidaria de modernismos, pero creía y aprobaba la novedad eléctrica.

—¡Sí, muy bien! ¡Hágase fuerte, señora!

En su sencillez, mamá seguía siempre las palabras de Svea con una extraña seguridad. Cuando Svea estaba de acuerdo con ella, nada era imposible. Además, Svea tenía una voz convincente, y una manera de decir las cosas que le hacía a uno dudar de su propio sentido común si ella pensaba de otra manera.

Pero volvamos a aquella tarde del domingo.

Papá no estaba en casa. Se había ido al campo para estar tranquilo y reflexionar. Siempre estaba celoso de su tiempo libre y necesitaba mucha soledad para, al fin, poder terminar su libro. Estaba escribiendo sobre Emanuel Swedenborg, que vivió en el siglo XVIII. Era un gran pensador, que, al igual que papá, profundizaba en el alma de los hombres y reflexionaba sobre todo aquello que en la vida y en la naturaleza siempre ha sido difícil de comprender. Papá estaba ocupado constantemente en tales pensamientos, y a mamá no le hacía mucha gracia el tal Emanuel Swedenborg. A Svea tampoco.

De allí procedían, naturalmente, todas las ideas extrañas de papá. Por ejemplo, su animadversión a la electricidad.

Se acababa de descubrir cómo se podía utilizar la electricidad en el siglo XVIII, pero ello no impedía que tal vez fuera contrario, en todo caso, a las ideas y principios de Swedenborg.

—Casi no existe nada en este mundo en que no esté mezclado ese Swedenborg, si hay que hacerle caso al señor —decía Svea—. No me extrañaría mucho que sostuviera que la electricidad no es buena para el alma. Pero ¡señora!, no claudique. El señor no entiende de la vida práctica, pero es en ella en la que nosotros, simples mortales, debemos vivir.

Papá y mamá tenían pareceres muy diversos sobre muchas cosas. Y ésta era la razón por la que papá no podía concentrarse como quería, en medio del trajín doméstico. Desaparecía y se iba al campo siempre que podía. Y, sobre todo, los domingos.

En realidad, aquel día debería haber estado en casa y acompañarnos al cementerio. Pero la muerte de nuestro hermanito le había afectado tan profundamente, y acostumbraba a quedar tan deprimido y meditabundo tras la visita a su tumba, que mamá le rogó que se marchara al campo en lugar de acompañarnos, y tal vez tendría más tiempo en el verano para estar con la familia.

Papá se había marchado, como de costumbre. Pero su abrigo de pieles colgaba en el perchero, y mamá sacudió la cabeza preocupada.

—¿A que se ha ido otra vez con su abrigo de entretiempo?

Entonces Nadja, nuestra hermana pequeña, que sólo tenía ocho años, corrió al perchero y metió su naricilla en el blando forro de piel de oso del abrigo de papá. Se subió a la repisa donde se colocaban los chanclos y se metió en el abrigo de piel, escondiéndose allí. En el abrigo de pieles de papá se encontraba, a veces, más segura que con el propio papá.

Nadja y yo nos habíamos quedado solas en la antesala. Observé que estaba sentada y me contemplaba a través de una rendija del abrigo.

—¡Vamos, ven! ¡Tenemos chocolate! —le dije mientras me iba con los otros; pero ella no quería.

—¡No, yo me quedo aquí! ¡Vete tú! Tengo frío…

Los ojos que me miraban desaparecieron y se sumergió en el abrigo. Era la más pequeña, demasiado infantil y acostumbraba a decir que papá era sólo de ella.

Cuando llegué al comedor, mamá estaba corriendo las cortinas de la ventana, mientras que Svea preparaba el fuego de la chimenea. Entonces llamaron a la puerta. Tres cortas señales. Mamá se enderezó y dejó las cortinas.

¿Quién podría ser? ¿Tan tarde? ¿Y un domingo?

Svea iba ya camino de la antesala.

¿Podía ser papá, que había olvidado las llaves?

No parece que fuera así. Mamá escuchaba. Seguramente sería algún pordiosero. Oíamos que allí fuera Svea refunfuñaba.

Poco después volvió con cara de profunda extrañeza.

—¿Habían llamado a la puerta, no?

—¡Claro que sí!

—¡Pues no era nadie!

Al mismo tiempo se oyó un silbido fuera, en el jardín, y el rostro de Svea se crispó amenazador.

—¡Tranquilícese, Svea! —dijo mamá—. Seguramente será algún compañero de Roland…

Se oyó otro silbido más fuerte que el anterior. Roland y yo corrimos a la galería y miramos curiosos hacia el claro de luna.

No veíamos a nadie. Pero los árboles proyectaban negras sombras y entre ellos había espacios azules. El resplandor de la luna era extraordinariamente fuerte; había luna llena.

Ahora se oyó por tercera vez el mismo silbido. No era el silbido de un gamberro. Era un sonido suave y aflautado, más bien un poco melancólico, y extraño en aquella época del año, puesto que parecía proceder de un pájaro.

—¡Hay alguien allá abajo! ¡He visto algo que se mueve!

Roland escudriñaba el jardín, y yo seguía su mirada. En medio del césped había alguien que miraba hacia la casa. ¿Era una chica? ¿O era un joven? Mostraba una actitud tan segura que yo dudaba. Pero era una joven.

Junto a ella, en el suelo, había una maleta y un saco.

Roland golpeó el cristal de la ventana. Ella se enderezó y nos vio, tomó la maleta y el saco y avanzó lentamente hasta ponerse debajo de la ventana. Miró hacia arriba, pero no la podíamos ver. Su rostro estaba en la sombra.

En la mesa había una lámpara de petróleo con una pantalla blanca. Roland la cogió, aumentó la llama, fue con la lámpara a la ventana y proyectó la luz sobre la chica.

Ella retrocedió inmediatamente. Roland levantó la lámpara y entonces salió de la sombra. La luz cayó sobre su cara. Los tres estábamos inmóviles y nos mirábamos sorprendidos.

Qué cara tan extraordinaria tenía…

Aunque viviera mil años no olvidaría aquella cara que vi por primera vez allá abajo en el jardín, cuando no sabía nada de ella.

Aquel rostro sería para mí un misterio en muchas ocasiones. Era un rostro extraordinariamente variable y animado.

Aquí estoy ahora cavilando cómo podría describirla. Pero no me es posible. Si me detengo en detalles, la descripción resultaría banal. Si afirmo que aquella cara era redonda e inocente, con una barbillita puntiaguda, que parecía tener forma de corazón, veo que me pierdo en detalles nimios. Tampoco si digo que la boca era pequeña y firme. O que la nariz era un poco respingona.

No sé siquiera si era hermosa; no había nada que pareciera sorprendente en aquel rostro. Tal vez los ojos, que siempre parecían llenos de misterio.

Eran ojos extraordinarios. Abiertos, llenos de vida. Pero, al mismo tiempo, la mirada estaba siempre en guardia. Era una mirada arisca, llena de curiosidad y, sin embargo, huidiza. O una mirada infantil, sumamente concentrada y limpia, pero muy lejos de ser sincera.

No, no vale la pena que lo intente. Las palabras carecen de sentido. Sencillamente, no se parecía a nadie. Poseía lo que se acostumbra a llamar irradiación. Esto era todo.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí mirándonos mutuamente. El tiempo es una realidad tan sutil que a veces parece inexistente. Es una situación que nos embruja y alivia y cuyo hechizo ninguno de nosotros quiere romper.

Además, no suele ser necesario. Otros lo hacen con gusto. Esta vez lo hizo Svea, y con decisión.

De pronto, apareció por la esquina de la casa enarbolando un farol. Se dirigió directamente a la joven desconocida y levantó el farol hasta la altura de su rostro, de modo que quedó deslumbrada. No podía haber visto a Svea; solamente debió de oír su voz furiosa:

—¡Así que es usted la que asusta y molesta a gente tranquila!

Roland y yo salimos corriendo de la galería hacia el jardín. Roland consiguió salir, pero a mí me detuvo mamá.

—¡Tú te quedas aquí! ¡Eso es cosa de Svea!

Nadja, atemorizada, estaba agarrada a las faldas de mamá. Tenía verdadero miedo y creía que habían llegado los lobos.

Transcurrieron algunos minutos. Apareció de nuevo Svea con su antorcha, la apartó de un golpe y la apagó. Sus movimientos eran comedidos, pero distaba mucho de parecer benévola.

—¡Bueno! ¿Qué pasa? —mamá la miró interrogante, sin obtener respuesta.

Svea permaneció en un extraño mutismo.

El portal parecía abierto, y Roland estaba en la escalera con una maleta. Inmediatamente después vimos a la joven desconocida con su saco.

Svea hizo un gesto con la mano hacia ella, y dijo sin dignarse a dirigirle una mirada:

—¡La nueva ha venido! ¡La señora se encargará de ella!

Seguidamente, Svea salió de la habitación, pero al pasar le dirigió a mamá una mirada que claramente significaba que ella era la responsable. Svea se lavaba las manos.

Entonces se oyó una risa sarcástica.

—¡Pero bueno, señores míos, no soy tan peligrosa!

Roland sonreía, y mamá miró desconcertada desde la puerta donde Svea se había atrincherado, lejos de la nueva chica, que ya estaba desabrochándose el abrigo, totalmente ajena al efecto que había producido.

Mamá carraspeaba.

—¡Ah! ¿Entonces es usted Carolin? —estaba algo desilusionada.

—¡Naturalmente! ¡Carolin Jakobsson! —le tendió la mano, que mamá estrechó con pálida sonrisa.

—Bienvenida.

—Gracias.

Carolin soltó la mano de mamá y nos saludó después a nosotros uno por uno.

Cuando terminó dio unos pasos tranquilos por la antesala, cogió una percha y colocó en ella su abrigo.

—¿Puedo colgarlo aquí?

Ya había colgado su abrigo junto al abrigo de pieles de papá.

—Sí, está bien —contestó mamá humildemente; se veía con claridad que no dominaba la situación.

Carolin arrojó su gorro sobre la repisa de los sombreros y después se sentó para desatarse las botas, mientras que nosotros permanecíamos mirándola un poco asombrados. Para nosotros, una muchacha de servicio era una persona un poco tonta, que hacía el menor ruido posible. Y, sobre todo, que no abría la boca hasta que se le preguntaba algo. Por eso no podíamos creer lo que ahora veían nuestros ojos.

Mamá, que acostumbraba a lamentarse de las muchachas que habíamos tenido anteriormente porque no tenían iniciativas propias, había enmudecido. Aquí no se trataba, en todo caso, de una chica con inhibiciones. Consideraba, sencillamente, que debía tomar posesión de la casa y trataba ya de instalarse de la mejor manera posible.

Mamá se frotaba nerviosamente las manos.

—Carolin, no la esperábamos realmente hasta mañana.

—Sí, lo comprendo. Pero me pareció que era lo mismo llegar esta noche, para poder empezar ya a trabajar mañana por la mañana y no perder tiempo.

¿Qué podía mamá objetar a esto?

Mamá contemplaba perpleja los pies de Carolin embutidos en gruesos calcetines de lana. Las botas estaban ya en la repisa de los chanclos junto a las nuestras.

Carolin percibió algo en la mirada de mamá y enseguida dijo servicialmente.

—Si le parece a la señora puedo quitar de aquí las botas.

Mamá movió la cabeza, pero después pensó en lo que iba a decir Svea.

—Pues, sí…, Svea acostumbra a tener sus cosas en su cuarto…

—¡Naturalmente, dígame cómo quiere las cosas! Lo prefiero así.

Le dirigió una mirada agradecida a mamá, recogió rápidamente sus cosas y el saco.

—¿Y dónde me van a alojar? —miró a Roland—. ¿Tú me llevas la maleta, no?

Roland se inclinó inmediatamente y cogió la maleta, mientras que yo me encontré de pronto con sus botas en mi regazo.

—¡Y tú vas a coger esto! Tengo las manos ocupadas.

—¿Y yo, entonces? ¡Yo también quiero llevar algo!

Era Nadja, que llegaba y quería participar en la expedición. Carolin le alargó inmediatamente su abrigo. Pero Nadja prefería llevar el saco.

—Yo puedo con él porque soy fuerte. Papá lo ha dicho.

Carolin miró rápidamente a su alrededor. En la antesala había nada menos que cuatro puertas dobles. Todas estaban cerradas.

—Bueno, ¿dónde está el señor? Debería saludarlo.

Recorrió todas las puertas una tras otra, y, finalmente, se detuvo ante una que, precisamente, correspondía al gabinete de trabajo de papá.

—¿Está ahí dentro?

—No, mi marido no está en casa ahora.

—¡Bueno! —Carolin dirigió entonces sus pasos hacia la puerta por la que Svea había salido—. ¿Es aquí adónde vamos, no? ¿O qué ha pensado la señora?

—El cuarto de la doncella está en la buhardilla…

Pero Carolin ya había abierto la puerta, y allí detrás estaba Svea con la cara al rojo vivo. Había estado allí escuchando y ahora le dieron con la puerta en las narices.

—¡Ay, perdone! —exclamó sonriente Carolin—. No era mi intención, pues no sabía que hubiera alguien aquí.

Svea le clavó los ojos. Después nos tocó el turno a nosotros. Pero ¿qué nos había ocurrido? Allí estaba yo con las botas de Carolin, Roland con su maleta y Nadja cargada con el saco.

Allí estaba la propia Carolin con el abrigo sobre un hombro. Lo único que tenía en las manos era el gorro y los guantes. Svea le dirigió una dura mirada a mamá:

—¿Puedo hablar con la señora? —su cara expresaba su descontento—. ¡Ahora, inmediatamente!

—Sí, Svea, naturalmente… —mamá se aproximó a ella.

—¡Vamos allí! —Svea se dirigió hacia el comedor y mamá la siguió como un corderillo.

Cerraron las puertas, y nosotros nos quedamos allí.

Era la antesala del piso bajo. Una escalera conducía al segundo piso. La chimenea estaba encendida. Carolin lanzó su abrigo sobre una silla y se aproximó a la chimenea, cogió el atizador y reavivó la lumbre.

—Aquí se pueden asar manzanas —dijo.

Nadja dejó el saco y se abalanzó hacia ella.

—¡Hay manzanas en la buhardilla! Voy por ellas.

Roland y yo nos miramos mutuamente. Sabíamos muy bien lo que iba a pasar. Carolin no podría quedarse. Svea no lo aprobaría nunca. Ahora estaba sin duda recriminándole a mamá por no haberse deshecho de Carolin inmediatamente. No era difícil imaginarse lo que pasaba.

Roland suspiró.

—¡Si se pudiera hacer algo!

¿Qué podíamos hacer nosotros? No había nadie que nos preguntase nuestro parecer.

—Es una verdadera lástima —dije en voz baja.

—Sí, porque es divertida. Yo quería que se quedase.

—Yo también.

Entonces vimos cómo Carolin estaba sentada con Nadja delante del fuego y le susurraba lo que ella creía ver en el fuego; parecía como si le estuviera contando un cuento, y entonces pensé que tal vez era mejor que Carolin no se quedara con nosotros. No iba a ser como ella creía. Nada de manzanas asadas. Nada de cuentos. En lugar de ello se vería enseguida confinada en la cocina, los dominios de Svea. Y allí se le haría saber que no era precisamente un huésped en la casa, sino la nueva muchacha.

A los ojos de Svea no había nada más ridículo que las personas que no saben estar en su sitio. Era lo mismo si se trataba de los llamados señores que querían hacerse «amables», o de la servidumbre que se «engreía»; tan malo lo uno como lo otro. No tenía palabras suficientemente fuertes para calificar tales pecados. ¡Era una verdadera infamia!

Era la primera vez que Carolin servía en una familia, había escrito la abuela, y tal vez no sabía muy bien lo que esto significaba.

¡Pobre mamá! También debía tener en consideración a la abuela. ¿Qué pensaría si despedía a una muchacha recomendada por la abuela sin probarla siquiera? No podía hacerlo.

La situación no era ciertamente muy divertida.

Esto ocurría a menudo con mamá. De cualquier forma que actuase, siempre estaba entre la espada y la pared. Podía elegir entre enfrentarse con Svea o con la abuela. El tener una opinión propia no era algo en lo que pudiera pensar. Casi siempre ocurría lo mismo. Rodeada de voluntades fuertes, tenía, en primer lugar, que salir del atolladero de las opiniones de los demás. Y después no le quedaban muchas fuerzas para llevar a cabo las suyas propias. ¡Si al menos supiera lo que realmente quería!

Allí, delante de la chimenea, jugaban Nadja y Carolin. Roland estaba ahora también allí. Carolin estaba en plena actividad. Sus gruesas trenzas de color castaño volaban alrededor de su cabeza. Yo no oía lo que decía, pero estaba contando en voz baja algo que debía de ser muy apasionante. Sólo el contemplarla constituía un acontecimiento, y era difícil apartar los ojos de ella. La cara de Roland brillaba de admiración.

Entonces se abrió la puerta y apareció mamá. Venía con los ojos fijos en el suelo, nerviosa y frotándose las manos. Había perdido con Svea, eso se veía a la legua.

Svea no se dejaba ver, si bien se notaba su sombra en la puerta abierta.

Se hubiera podido oír la caída de un alfiler, tal era el silencio en la habitación. Carolin se había parado súbitamente.

Mamá estaba de pie en el centro de la sala; no sabía qué decir, tardaba… Y la sombra que estaba en la puerta se movía impaciente.

Mamá miró hacia allí y se lanzó; había que salir de aquella desagradable situación.

Entonces ocurrió algo inesperado. Carolin recogió rápidamente sus cosas y se dirigió despacio y tranquilamente hacia la puerta donde la sombra permanecía en guardia.

—Me voy a marchar enseguida —dijo—. Comprendo que esto, tal vez, no es para mí. Pero antes, quiero pedirles perdón por haberme portado tan infantilmente. Quiero explicarles lo que ha pasado. No era mi intención provocar a nadie. Pero precisamente cuando llamé a la puerta me entró la idea que debía ver quién salía a abrir antes de darme a conocer.

Hizo una pausa y se volvió hacia nosotros para declarar que ella misma se había asombrado de su audacia. Pero había sido presa de una duda repentina: la de si podría quedarse en una casa en la que vivía alguien con quien de ninguna manera podría vivir en paz. Pensaba que debía marcharse.

Puesto que había venido con un día de anticipación, nadie tenía que saber que ella era la nueva muchacha. Cuando llamó a la puerta y vio que Svea la abría, su sentimiento de inseguridad había desaparecido; no tenía deseo alguno de eclipsarse y pensaba adelantarse y presentarse; pero después, la puerta se había cerrado.

Fue entonces cuando se le ocurrió imitar el canto de una curruca. Era también algo pueril, naturalmente, pero creía que era preferible a llamar otra vez; acostumbraba a imitar a los pájaros. Y pensó que si oíamos el canto de un pájaro veraniego en esta época del año nos entraría curiosidad y miraríamos hacia fuera. Es precisamente lo que habíamos hecho. De esta manera, su plan había tenido éxito.

—Pero ahora reconozco que fui tonta y lo que hice no era apropiado —se volvió entonces hacia Svea—. No les voy a incomodar más. Me voy a ir inmediatamente. ¡Adiós, Svea, perdóneme! ¡Adiós a todos!

Primero hizo una reverencia a Svea y después a mamá, disponiéndose a marchar.

Svea mantenía su gesto adusto. Había escuchado sin la menor reacción, y todo el tiempo había permanecido con el mismo aire duro.

Ahora hizo una seña rápida a mamá y le dijo:

—¡Tengo que volver a hablar con la señora! ¿Puede usted venir?