Itur in antiquam silvam, stabula alta ferrarum.
Eneida, Libro VI
Mientras Llana Alice meditaba, y mientras Sophie dormía o velaba, y mientras Halcopéndola corría como el viento a través de brumosos caminos rurales para alcanzar un tren en una estación del norte, Auberon y George, sentados junto a una pequeña fogata, se preguntaban qué sitio era éste al que Fred Savage los había guiado, sin poder recordar de una manera más o manos clara cómo era que habían llegado hasta allí.
Se habían puesto en camino, o al menos eso les parecía recordar, hacía cierto tiempo; habían empezado por hacer preparativos, vaciando los viejos arcones y cómodas de George, a fin de pertrecharse para el viaje, aunque, al no tener una idea precisa de qué peligros o avatares los podrían acechar, había sido una elección un tanto a la ventura; George desenterraba camisetas, mochilas flaccidas, galochas, gorros de punto.
—Vaya —exclamó Fred, encasquetándose uno sobre su pelambre hirsuta—. Hacía tiempo que no usaba una de estas cosas.
—¿De qué sirve todo esto? —dijo Auberon, que, con las manos en los bolsillos, se mantenía al margen.
—Bueno, escucha —dijo George—. Más vale prevenir. Hombre prevenido vale por dos.
—Por cuatro tendrás que valer —dijo Fred, levantando un poncho inmenso— si quieres que esto te sirva de algo.
—Esto es estúpido —dijo Auberon—. Quiero decir…
—Como quieras, como quieras —dijo George con enfado, empuñando una gran pistola que acababa de encontrar en el baúl—. Como quieras, usted decide, señor Sabelotodo, pero no vengas después a decir que yo no te previne. —Se puso la pistola en el cinto, pero cambió de idea y la volvió a arrojar dentro del baúl—. Hey, ¿qué os parece esto? —Era una navaja de veinte filos para mil usos—. Dios, años hacía que no veía este adminículo.
—Bonita —dijo Fred, levantando el descorchador con la uña amarillenta del pulgar—. Muy bonita. Y práctica.
Un rato aún, siempre con las manos en los bolsillos pero ya sin hacer objeciones, Auberon continuó observando los preparativos. Pronto, sin embargo, dejó de observar.
Desde la aparición de Lila allí, en la Alquería, le había sido sumamente difícil permanecer en el mundo. Era como si no pudiese hacer otra cosa que entrar y salir de escenas aisladas, sin relación alguna entre una y otra, como las habitaciones de una casa cuya planta desconocía o no le interesaba tratar de investigar.
Sospechaba, por momentos, que se estaba volviendo loco, pero aunque el pensamiento parecía razonable y en cierto modo una explicación, la idea en sí lo dejaba curiosamente impasible. De que una diferencia, una diferencia abismal, había alterado la naturaleza misma de las cosas, no le cabía ninguna duda, pero no acertaba a discernir en qué consistía esa diferencia, no conseguía poner el dedo en la llaga, o más bien, cualquiera que fuese la llaga en que pusiera el dedo (una calle, una manzana, un pensamiento, un recuerdo), no parecía para nada diferente, parecía, ahora, ser tal como había sido siempre, pese a lo cual la diferencia subsistía.
«Ninguna diferencia» solía decir George acerca de dos cosas que eran más o menos parecidas; pero para Auberon la frase se había convertido en el epítome de esa percepción que él tenía, la percepción de una cosa que, Comoquiera, había cambiado y era ahora —tal vez para siempre— más o menos diferente. Ninguna diferencia.
Bien podía ser, sin embargo (él no lo sabía pero parecía probable), que esa diferencia no hubiese sobrevenido de repente y que fuese él tan sólo quien de pronto había empezado a percibirla y a habitar en ella… La había descubierto de improviso, eso era; se le había hecho clara de repente, como si súbitamente hubiese cambiado el tiempo y entre nubes de tormenta irrumpiera la luz del sol. Y presentía ya (con apenas un leve estremecimiento de temor) un tiempo por venir en el que no notaría más la diferencia, ni recordaría que las cosas siempre habían sido, o más bien no habían sido, diferentes, y más tarde, un tiempo en el que las diferencias se producirían una tras de otra, como tormentas sucesivas, y él ni siquiera se percataría de ello.
Y se veía ya olvidando que una especie de frente oclusivo parecía interponerse entre él y sus recuerdos de Sylvie, que él había imaginado tan permanentes e inmutables como todo cuanto poseía, pero que ahora, cuando los tocaba, parecían haberse trocado en el oro feérico de las hojas otoñales, cuernos de gamo, conchas de caracoles, patas de fauno.
—¿Qué? —preguntó.
—Ponte esto —le dijo George, y le tendió un puñal en cuya vaina, tenuemente impresas en oro, podían leerse las palabras «Ausable Chasm»[4], que para Auberon no significaban nada, pero lo cogió y se lo enganchó en el cinto, incapaz de momento de pensar por qué preferiría no hacerlo.
Ese constante entrar y salir de capítulos que parecían de ficción con páginas intermedias totalmente en blanco le había facilitado sin duda la ardua tarea que había tenido que llevar a cabo: acabar (algo que nunca había pensado que necesitara hacer) la historia narrada en «Un Mundo en Otraparte». Acabar con un cuento cuya conclusión, por la naturaleza misma de la historia, era inconcebible… ¡difícil! Y sin embargo no había tenido más que sentarse delante de la máquina de escribir moribunda (tanto había sufrido la pobre) para que los capítulos empezaran a desplegarse con la misma inverosímil limpieza y destreza con que aparece en la mano vacía de un malabarista una interminable cadena de pañuelos multicolores. ¿Cómo acabar con un cuento que era tan sólo una promesa de nunca acabar? De la misma forma en que una diferencia acaba por habitar un mundo que, de otro modo, sigue siendo en todo sentido el mismo; de la misma forma en que un cuadro que representa una urna complicada se altera, a ojos vista, y acaba por transformarse en dos rostros que se miran frente a frente.
Él cumplía la promesa, la promesa de nunca acabar. Y éste era el final. Nada más que eso.
De qué modo lo había logrado, qué escenas había picado en el papel con la ayuda de los veintiséis botones alfabéticos y sus adláteres, qué juramentos fueron pronunciados, qué muertes acontecieron, qué nacimientos, Auberon no lo recordaría con posterioridad; eran los sueños de un hombre que sueña que sueña, imaginaciones imaginarias, insubstancialidades instaladas en un mundo que se había tornado, también él, insubstancial. Si los episodios serían producidos e irradiados y qué efectos causarían Allá Lejos si lo fuesen, qué encantamientos podrían suscitar o destruir, Auberon era incapaz de imaginarlo. Se limitó a mandar a Fred con las en un tiempo inimaginables últimas páginas, y recordó, riendo, ese truco escolar del que alguna vez se había valido, esa frase que todo colegial ha empleado alguna vez para poner fin a alguna loca, desenfrenada fantasía que de lo contrario sería de nunca acabar: y entonces se despertó.
Las frases musicales de su fuga con el mundo se tocaban una a otra. Ahí estaban los tres, él, George y Fred, provistos de sus galochas y sus pertrechos, detenidos delante de las fauces de una entrada del metro: un día de primavera frío como una cama en desorden donde el mundo dormía aún.
—¿Al norte? ¿Al sur? —preguntó George.
Auberon había sugerido otras puertas, o lo que a él le había parecido que podían ser otras puertas: un pabellón en un parque privado del cual él tenía la llave; un edificio de la zona alta de la ciudad que había sido el último destino de Sylvie en sus tiempos de Mensajera Alada; una bóveda cilindrica debajo de la Terminal que era el nexo de cuatro corredores. Pero era Fred el guía de esta expedición.
—Una barca —dijo—. Bueno, si tenemos que tomar una barca es seguro que vamos a cruzar un río. Así que, sin contar el Bronx y el Harlem, descontando el Kills y el Spuyten Duyvil, que en realidad es el océano, sin llegar hacia el norte tan lejos como el Saw Mili, y descartando el East y el Hudson, que tienen puentes, nos queda aún una condenada maraña de ríos por considerar, sólo que, y ésta es la cuestión, corren bajo tierra, invisibles todos, cubiertos por las calles y las casas de la gente y las tiendas; corren a través de tuberías, comprimidos o reducidos a arroyuelos y riachos y cosas por el estilo, retenidos o empujados a las profundidades de la roca donde se transforman en filtraciones y las que vosotros llamáis vuestras aguas subterráneas: y ahí siguen estando, así que ya lo veis, ya lo veis, debemos antes encontrar el río para poder cruzarlo, y si la mayor parte de ese río corre bajo tierra, bajo tierra es donde tenemos que ir.
—De acuerdo —dijo George.
—De acuerdo —dijo Auberon.
—Id con cuidado —dijo Fred.
Bajaron, pisando con cautela, como si exploraran un lugar desconocido, aunque los tres lo conocían casi como la palma de su mano, pues no era sino el Tren, el tren con sus cavernas y sus antros, con sus contradictorios letreros indicadores inútiles para guiar al extraviado, con su incesante rezumar de aguas entintadas, sus borborigmos distantes.
A medio camino escaleras abajo, Auberon se detuvo.
—Esperad un segundo —dijo—. Esperadme.
—¿Qué pasa? —preguntó George, echando una rápida mirada en torno.
—Esto no tiene ni pie ni cabeza —dijo Auberon—. No puede ser aquí.
Fred, que había continuado la marcha y estaba por doblar un recodo, les hacía señas de que lo siguieran. George, detenido a media distancia entre los dos, no perdía de vista a Fred y observaba a Auberon.
—Continuemos, continuemos —dijo George.
Esto sí que sería penoso, muy penoso, pensó Auberon mientras, renuente, seguía a sus amigos; mucho más penoso abandonarse a esto que a las lagunas y confusiones de su antigua embriaguez. Y sin embargo, las artimañas que había aprendido en los tiempos de su larga borrachera —a renunciar al dominio de sí mismo, a cerrar los ojos a la vergüenza y aceptar convertirse en un espectáculo, a no cuestionar las circunstancias o al menos a no sorprenderse cuando no podía hallar respuestas a las preguntas—, esas artimañas eran ahora todo cuanto poseía, todo el bagaje que podía traer para esta expedición. Y hasta dudaba, incluso con ellas, de poder llegar hasta el final; sin ellas, pensó, no hubiera sido ni siquiera capaz de iniciarla.
—Bueno, pero esperad —dijo, mientras se internaba en pos de los otros en lugares más recónditos—. Esperad.
¿Y si toda esa época atroz, esa instrucción elemental, le hubiera sido inflingida con el solo fin de que pudiese ahora (cegado por la nieve, deslumbrado por el sol) sobrellevar esa tormenta de diferencia, y buscar su camino a través de este bosque tenebroso?
No: quien lo había echado a andar por esta senda era Sylvie, o, mejor dicho, la ausencia de Sylvie.
La ausencia de Sylvie. ¿Y si la ausencia de Sylvie, si, oh, Dios, la presencia de Sylvie en su vida, su amor por él, su misma belleza, hubiesen sido desde el comienzo tramados con el solo propósito de convertirlo a él en un borracho empedernido, a fin de instruirlo en esas artimañas, adiestrarlo en la búsqueda de pistas y de sendas, de mantenerlo durante años enclaustrado en la Alquería del Antiguo Fuero a la espera de noticias que ignoraba que esperaba, para esperar la venida de Lila con promesas y mentiras sólo destinadas a atizar y hacer brotar nuevas llamas de los obscuros rescoldos de su corazón, y todo con una finalidad que sólo ellos conocían, y que nada tenía que ver con él, ni tampoco con Sylvie?
Muy bien, suponiendo que fuera a celebrarse ese Parlamento, suponiendo que esa historia no fuese también una mentira y que él se encontrara al fin, Comoquiera, con ellos cara a cara: él tenía unas cuantas preguntas que formularles, y unas cuantas respuestas claras que exigir. Y que encontrase a Sylvie, sí, que la encontrase al menos, también para ella tenía un par de preguntas difíciles sobre su participación en toda esta condenada trama. Si la encontrara, si tan sólo la encontrara…
Mientras pensaba todo esto, alcanzó a ver, saltando el último peldaño de una raquítica escalera mecánica, a una niña rubia con un vestido azul, luminosa en la gris obscuridad de los pasadizos. La niña volvió un instante la cabeza y (comprobando que ellos la habían visto) giró alrededor de un poste desde el cual un letrero advertía: SUJÉTENSE LOS SOMBREROS.
—Creo que éste es el camino —gritó George. Un tren bramó al pasar como un huracán en el momento mismo en que se reunían, resueltos a lanzarse escaleras abajo, y el ventarrón que levantó amenazó arrancarles los sombreros de las cabezas, pero sus manos fueron más veloces—. ¿Sí? —dijo George, mientras se sujetaba el sombrero, gritando para hacerse oír por encima de la doble carrera de los trenes.
—Sí —dijo Fred, sujetando el suyo—. Eso mismo iba yo a decir.
Bajaron las escaleras. Auberon los seguía. Promesas o mentiras, no tenía ninguna otra opción, y con seguridad también eso lo habían sabido ellos desde siempre: ¿no habían sido ellos acaso quienes desde el principio echaran sobre él esta maldición? Percibía con una lucidez aterradora de qué manera las circunstancias todas de su vida, todas sin excepción, incluso este subterráneo inmundo y esta escalera que ahora bajaban, se tomaban una a otra de la mano en cadena; se encadenaban, sí, y se desenmascaraban y, asiéndolo por el cuello, lo zarandeaban, lo zarandeaban, lo zarandeaban, hasta que él se despertaba.
Fred Savage regresaba del bosque con un brazal de ramas secas para alimentar la hoguera.
—Un montón de gente por allá —dijo con satisfacción mientras apilaba las ramas sobre las brasas—. Un montón de gente.
—Ah, ¿sí? —dijo George con cierta alarma—. ¿Animales salvajes?
—Puede que sí —respondió Fred. Los dientes le brillaron, blanquísimos. Con la gorra de vigía y el poncho, parecía arcaico, un bulto informe, una especie de sapo de charca sabio y viejo.
George y Auberon se aproximaron un poco más a las débiles llamas de la hoguera y, acurrucados junto al fuego, aguzaron el oído y escrutaron la intrincada obscuridad.
No se habían adentrado aún en la espesura de este bosque, desde la orilla en que los dejara la barca, cuando los sorprendió la obscuridad, y Fred Savage ordenó un alto. Ya antes, mientras la destartalada barca gris se deslizaba aguas abajo chirriando y castañeteando a lo largo de su línea, habían visto al sol escarlata hundirse detrás de la alta arboleda todavía desarrapada, desmenuzarse en fragmentos entre la maleza y desaparecer. Había sido un espectáculo extraño y pavoroso, y sin embargo George dijo:
—Tengo la impresión de haber estado antes aquí.
—¿De veras? —dijo Auberon. Estaban los dos de pie en la proa, en tanto Fred, sentado en la popa con las piernas cruzadas, le hacía observaciones al viejo barquero, que no le contestaba ni una sola palabra.
—Bueno, no, no de haber estado aquí —dijo George—, pero como si. —¿Qué aventuras, las de quién, en esta barca, en estos bosques, había conocido él, y cómo se había enterado de ellas? Dios, últimamente su memoria se parecía cada vez más a una esponja seca—. No sé —dijo, y miró con curiosidad a Auberon—. No sé. Pero…, ¿no estamos navegando en la dirección opuesta?
—Eso no me lo puedo imaginar —dijo Auberon.
—No —dijo George—. No puede ser… —Y sin embargo, la sensación persistía, la sensación de estar no alejándose de la orilla sino regresando a ella. Ha de ser, reflexionó, esa misma desorientación que experimentaba algunas veces cuando, al salir del metro en un barrio que no le era familiar, situaba el norte en la dirección del sur y el sur en la zona alta de la ciudad, y le era imposible hacer girar la isla mentalmente para poner cada cosa en su sitio, y ni los letreros indicadores de las calles y ni siquiera la posición del sol conseguían disuadirlo de su error, como si estuviese aprisionado en un espejo—. Bueno —dijo, y se encogió de hombros.
No obstante, había sacudido la memoria de Auberon. Él también conocía este transbordador, o al menos le habían hablado de él. Se estaban acercando a la orilla, y el barquero levantó la alta pértiga para proceder al amarre. Auberon lo miraba, miraba el cráneo calvo del barquero, su barba blanca, pero el viejo no lo miraba a él.
—¿No hubo… —empezó a decir, y ahora, cómo formular la pregunta—, no hubo en una época, hace algún tiempo, una muchacha morena trabajando aquí, para usted?
Con brazos largos, recios, el barquero haló la línea del transbordador y alzó hacia Auberon una mirada tan azul y tan opaca como el cielo.
—¿Una tal Sylvie? —preguntó Auberon.
—¿Sylvie? —preguntó el barquero.
La barca crujió al chocar contra el pequeño muelle y se detuvo. El barquero extendió la mano y George le puso en la palma la moneda reluciente que había traído para pagarle la travesía.
—Sylvie —dijo George junto al fuego. Tenía los brazos alrededor de las rodillas—. ¿No has pensado…? —prosiguió—, quiero decir que yo he pensado, ¿tú no?, que esto podría ser algo así como un asunto de familia.
—¿Un asunto de familia?
—Todo esto, quiero decir —dijo vagamente George—. Se me ocurrió que tal vez sólo la familia tiene que ver con este asunto, ya sabes, por Violet.
—Claro que lo he pensado —dijo Auberon—. Pero por qué Sylvie.
—Sí —dijo George—. Eso es lo que quiero decir.
—Pero también —dijo Auberon—, también podría ser que toda esa historia de Sylvie sea una mentira. Ellos son capaces de decir cualquier cosa. Cualquier cosa.
George, pensativo, miraba el fuego. Al cabo de un momento dijo:
—Mm…, bueno, creo que debo hacer una confesión. O algo por el estilo.
—¿Qué quieres decir?
—Sylvie —dijo George—. A lo mejor es familia. Lo que quiero decir —prosiguió— es que quizá ella es de la familia. No estoy seguro, pero… En fin, ya ni sé cuándo, hace veinticinco años, oh, más…, conocí a una mujer. Puertorriqueña. Una beldad. Loca, loca de atar, pero hermosa. —Se rió—. Un verdadero volcán. No hay otra palabra. Era una inquilina de aquí de la casa, esto fue antes de la Alquería, y ella alquilaba este pequeño apartamento. Bueno, para decir la verdad, alquilaba el Dormitorio Plegable.
—Oh. Oh —dijo Auberon.
—Algo fuera de serie, hombre. Yo subí una vez y ella estaba aquí, fregando los platos, con un par de zapatos de taco alto. Fregando los platos con tacones altos de color rojo. Y bueno, qué otra cosa podía pasar.
—Hm —dijo Auberon.
—En fin. —George suspiró—. Tenía en alguna parte un par de crios. Yo me palpitaba que si quedaba preñada perdería del todo la chaveta, sin meter bulla, si me entiendes. Así que…, bueno…, me anduve con cuidado. Pero.
—Caray, George.
—Y sí que la perdió. No sé por qué, quiero decir, nunca me lo dijo. Se mandó mudar… Se volvió a Puerto Rico. No la vi nunca más.
—Así que… —dijo Auberon.
—Así que… —George se aclaró la garganta—. Así que… Silvie se parecía muchísimo a ella. Y encontró la Alquería. Quiero decir que apareció un buen día. Y nunca me dijo cómo.
—Dios mío —dijo Auberon, a medida que columbraba las derivaciones de la historia—. Dios mío. ¿Es cierto lo que me has contado?
George dio fe extendiendo la palma.
—Pero ella nunca…
—No. Ella nunca dijo nada. No era el mismo apellido, aunque tampoco tenía por qué serlo. Y su madre estaba ausente, decía, se había ido del país. Yo nunca la conocí.
—Pero tú sin duda… ¿Tú no…?
—Para serte sincero, hombre —dijo George—, la verdad es que nunca quise averiguar demasiados detalles.
Auberon, intrigado, permaneció un rato en silencio. Porque entonces también ella había sido tramada; si lo habían sido las vidas de todos ellos, y ella era uno de ellos.
—Me pregunto —dijo al cabo—, me pregunto lo que ella pensaría…, quiero decir.
—Verdad —dijo George—. Verdad. Ésa sí que es una pregunta que vale la pena. Sí que lo es.
—Ella solía decir —dijo Auberon— que tú eras como un…
—Ya sé lo que ella solía decir.
—Santo Dios, George, entonces cómo pudiste…
—Yo no estaba seguro. ¿Cómo podía estar seguro? Todas se parecen un poco, las de ese tipo.
—Caray —dijo Auberon con cólera—. A ti en realidad te atraen esas cosas ¿verdad? A ti…
—Dame un respiro —dijo George—. Yo no estaba seguro. Yo pensaba, demonios, que probablemente no.
—En fin. —Ahora los dos primos miraban absortos el fuego—. Eso lo explica, sin embargo —dijo Auberon—. Explica esto. Si es un asunto de familia.
—Eso fue lo que yo pensé —dijo George.
—Claro —dijo Auberon.
—¿Claro? —dijo Fred Savage. George y Auberon lo miraron, sorprendidos—. Entonces ¿qué demonios estoy haciendo yo aquí?
Miraba alternativamente a uno y a otro, sonriente, opacos los ojos, vivaces, divertidos.
—¿No lo veis?
—Caramba —dijo George.
—Caramba —dijo Auberon.
—¿No lo veis? —dijo otra vez Fred—. ¿Qué demonios estoy haciendo yo aquí? —Sus ojos amarillos se cerraban y abrían, como se cerraban y abrían detrás de él los innumerables ojos amarillos del bosque. Meneaba la cabeza como si estuviera perplejo, pero en realidad él no estaba perplejo. Él jamás se preguntaba seriamente una cosa así, qué estaba haciendo dondequiera que se encontrara, a no ser que le divirtiera observar a otros considerar esa pregunta con consternación. La consternación, la consideración, la reflexión misma eran para él más que nada un espectáculo, un hombre que como él había renunciado tiempo ha a establecer distingos entre lo que había detrás de sus párpados negros cuando los mantenía cerrados y lo que veía delante de él cuando los tenía abiertos, no era alguien que se confundiera con facilidad; y en cuanto a este lugar, a Fred Savage no le sorprendía en absoluto estar en él: ni siquiera se tomaba el trabajo de suponer que había vivido jamás en ningún otro.
—Era una broma —dijo a sus amigos con dulzura y afecto—. Sólo una broma.
Montó la guardia durante un tiempo, o durmió, o ambas cosas, o ninguna. Y pasó la noche. Vio un sendero. En el amanecer azul, con los pájaros ya despiertos y el fuego apagado, vio el mismo sendero, o quizá otro, allá entre los árboles. Despertó a George y Auberon, que dormían apiñados, y con su índice obscuro y nudoso, con pegotes de tierra como una raíz, lo señaló a sus amigos.
George miraba en torno, presa de un inquietante desconcierto. Desde que empezaran a internarse por el sendero que Fred había descubierto, tenía la sensación de que nada allí era tan extraño como debería ser, o tan desconocido para él. Y aquí, en este lugar, no diferente por lo demás (tan intrincado de matorrales, tan espeso de árboles gigantes como el resto), la sensación era aún más intensa. Sus pies habían estado antes aquí. En realidad, rara vez se habían alejado de este lugar.
—Esperad —dijo—. Esperadme un segundo. —Fred y Auberon, que iban más adelante, buscando a tropezones la continuación del sendero, se detuvieron y volvieron la cabeza.
George miraba para arriba, miraba para abajo, a su derecha y a su izquierda. Sí: allí, más que ver lo intuía, allí había un claro. Del otro lado de esa hilera de árboles guardianes, flotaba un aire más dorado y más azul que el gris de la espesura.
Esa hilera de árboles guardianes.
—¿Sabéis una cosa? —dijo—. Tengo la impresión de que, al fin y al cabo, no ha sido tan largo el camino.
Pero sus amigos estaban demasiado lejos para oírlo.
—Vamos, George —llamó Auberon.
George reanudó la marcha. Pero había avanzado apenas unos pocos pasos cuando se sintió atraído hacia atrás.
Maldición. Se detuvo.
El bosque era —parecía imposible que una masa de vegetación pudiera ser eso, pero era, sí— como una interminable sucesión de aposentos separados por puertas por las que se pasaba de un lugar a otro siempre muy distinto del anterior. Y tan sólo se había alejado cinco pasos del sitio que le había parecido tan familiar. Deseaba volver a él; deseaba con toda su alma volver a él.
—Bueno, esperad, es sólo un segundo —gritó a sus compañeros, pero esta vez ellos no volvieron la cabeza, estaban ya en alguna otra parte.
Las voces de los pájaros parecían más fuertes que la voz del propio George. Indeciso, dio dos pasos en la dirección en que había visto desaparecer a sus amigos, pero luego, movido por una curiosidad más fuerte que el miedo, volvió al sitio desde donde había vislumbrado el claro.
No parecía estar lejos. Hasta parecía haber un sendero en esa dirección.
El sendero lo llevó cuesta abajo, y casi al instante los árboles guardianes y la franja de sol que lo habían guiado desaparecieron de la vista. Poco después, también el sendero había desaparecido. Y al cabo de un momento George había olvidado por completo qué era lo que lo había inducido a seguirlo.
Continuó andando aún, un corto trecho: sus botas se hundían en el suelo fangoso; las espinas de las zarzas malignas que crecen en los pantanos se hincaban en la tela de su gabán. ¿Adonde? ¿A qué? Se detuvo de golpe y empezó a hundirse, y con un esfuerzo reanudó la marcha. En torno a él el bosque cantaba, impidiéndole escuchar sus propios pensamientos. Y ahora George había olvidado también quién era él.
Otra vez se detuvo. Estaba obscuro y al mismo tiempo claro. Los árboles parecían haber florecido repentinamente en una nebulosidad de un verde amarillento, la primavera había llegado. ¿Y por qué estaba él aquí, muerto de miedo, en este lugar, cuándo y dónde era esto, qué le estaba aconteciendo? ¿Quién era él? Empezó a registrar sus bolsillos, sin saber qué encontraría en ellos, pero con la esperanza de hallar una clave de quién era el que estaba allí y qué estaba haciendo en ese lugar.
De un bolsillo sacó una pipa ennegrecida que no le dijo nada, pese a que la hizo dar vueltas y más vueltas en la mano; del otro sacó un viejo reloj de bolsillo.
El reloj: sí. No pudo descifrar la expresión de su cara bigotuda, que lo miraba con una sonrisa desconcertante, pero era sin lugar a dudas una clave. Un reloj en su mano. Sí.
Había, con seguridad (casi podía recordarlo), tomado una pildora. Una nueva droga con la que estaba experimentando, una droga prodigiosa, de una potencia sencillamente inaudita. Eso había sido hacía algún tiempo, sí, según el reloj, y éste era el efecto de la droga: le había robado la memoria, e incluso el recuerdo de haber tomado la pildora, y lo había lanzado a debatirse a través de un paisaje totalmente imaginario, ¡santo Dios, una pildora tan potente que era capaz de crear todo un bosque, un bosque con arándanos y con trinos de pájaros en el recinto de su cabeza, para que él paseara a través de él al homúnculo de sí mismo! Pero ese bosque imaginario estaba a la vez levemente entremezclado con la realidad: él tenía en su mano el reloj, el reloj con el que había pretendido medir el tiempo de actividad de la nueva droga. Lo había tenido en la mano todo el tiempo, y sólo ahora, y porque el efecto de la pildora empezaba a atenuarse, había imaginado que lo acababa de sacar de su bolsillo para consultarlo… había imaginado que lo sacaba porque al debilitarse el efecto de la droga empezaba por etapas, lentamente, a volver en si, y el reloj real se inmiscuía, un intruso, en el bosque irreal. Dentro de un momento, en cualquier momento, el terrible bosque recamado de follaje se desvanecería, y empezaría a ver a través de él la habitación en la que en realidad se hallaba con el reloj en la mano: la biblioteca de su casa urbana, en el tercer piso, sentado en el diván. ¡Sí! Donde había permanecido sentado sin moverse sabe Dios cuánto tiempo, la pildora lo hacía parecer toda una vida, y en torno a él, esperando su reacción, su descripción, estarían sus amigos, que habían velado junto con él. En cualquier momento, ahora, sus rostros emergerían en la realidad, como lo había hecho ya su reloj: Franz y Fumo y Alice, cobrando forma y consistencia en la vieja biblioteca polvorienta donde tantas veces se habían reunido, sus rostros ansiosos, vivaces, expectantes: ¿Cómo fue, George? ¿Cómo ha sido? Y él, durante un largo rato, sólo sacudiría la cabeza y emitiría sonidos inarticulados, incapaz, hasta que la realidad se instaurase de nuevo con firmeza, de hablar de ello.
—Sí, sí —dijo George, llorando casi de alivio, el alivio de poder recordar—. Ya recuerdo, ya recuerdo —y mientras pronunciaba estas palabras deslizó otra vez el reloj en su bolsillo, y se volvió a mirar el paisaje de verdor—. Ya recuerdo… —Levantó una bota del fango, y la otra, y ya no recordó más.
Una hilera de árboles guardianes y un claro donde se filtraba la luz del sol, y una insinuación de cultivo. Adelante, adelante: sólo que ahora avanzaba cuesta abajo trastabillando sobre unas rocas musgosas y negras de humedad hacia una cañada por la que corría un río torrentoso. Respiraba el aliento mohoso del paisaje. Había un puente rústico, en gran parte caído, en el que se enredaban las ramas flotantes y el agua blanca se arremolinaba. Parece peligroso; y un ascenso difícil para cruzar al otro lado; y cuando posó un pie cauteloso sobre el puente, atemorizado y respirando con dificultad, olvidó de adonde se afanaba por llegar, y en el próximo paso (un travesaño suelto), sereno ahora, olvidó quién era él, el que de ese modo se afanaba y para qué; y en el paso siguiente, en medio del puente, se dio cuenta de que lo había olvidado.
¿Y por qué estaría ahora escrutando el agua de la corriente? ¿Qué estaba ocurriendo aquí, en todo caso? Metió las manos en los bolsillos con la esperanza de encontrar algo en ellos que le diera una clave. Sacó un viejo reloj de bolsillo, que nada le dijo, y una pequeña pipa de cazo ennegrecido.
La hizo girar entre sus manos. Una pipa, sí.
—Ya recuerdo —murmuró vagamente.
La pipa, la pipa. Sí. Su sótano. Abajo, en el sótano de un edificio de su manzana, había descubierto un antiguo escondrijo, un hallazgo sorprendente, prodigioso. ¡Un verdadero tesoro! Él había fumado un poco, con esta pipa, eso debía de ser: en este cazo ennegrecido. Podía ver los restos cenicientos de la resina consumida, toda ella ahora en él, y éste —¡éste!— era el efecto. ¡Nunca, no, nunca había conocido un enajenamiento tan total, tan envolvente! El rapto había sido instantáneo y ya no estaba más en el sitio en que había estado cuando acercó la cerilla al contenido de la pipa —en el puente, sí, un puente de piedra allá en el Parque, donde había ido a compartir una pipa con Sylvie— sino en un bosque, un bosque fabuloso, tan real que hasta olerlo podía, tan ajeno al mundo que era como si hubiese estado arrastrándose por este bosque horas y horas, desde siempre, sin saber quién era, cuando en realidad (lo recordaba, lo recordaba claramente) acababa de apartar de sus labios la pipa, estaba aquí, todavía en su mano, delante de sus ojos. Sí: había sido la primera en reaparecer, primer indicio de su inminente retorno de un viaje sin duda corto pero absolutamente fascinante, y el rostro de Sylvie bajo un viejo sombrero negro de piel de seda sería el siguiente. Si hasta ahora estaba a punto de volverse hacia ella (ya los bosques creados por el hash se descreaban a sí mismos y el sombrío parque invernal cubierto de hojarasca resurgía en torno de él) y decirle: Hm, ha…, pega fuerte este hash, ojo, PEGA MUY FUERTE. Y ella, riéndose de su aire atolondrado, haría algunos comentarios estilo Sylvie, mientras le sacaba la pipa de la mano.
—Ya veo, ya recuerdo —dijo, a modo de conjuro, pero en el mismo momento tuvo la terrible certeza de que ésta no era la primera vez que recordaba, claro que no: ya antes lo había recordado todo una vez, pero había sido un recuerdo diferente.
¿Una vez? ¿Sólo una? No, oh, no, muchas veces tal vez, oh, no, oh, no; horrorizado, entrevio la posibilidad de una interminable serie de recordaciones, distintas todas, pero nacidas todas ellas de un brevísimo momento en los bosques: una serie interminable repetida hasta el infinito de «oh, ya recuerdo, ya recuerdo», cada una extendiendo un tiempo de vida hacia el futuro a partir de un breve, brevísimo instante (un movimiento de la cabeza, un paso del pie) en un bosque absolutamente inexplicable. Y George, ante esa perspectiva, sintió que había sido de repente —más no repentinamente, por largo tiempo, un tiempo inmemorial— condenado al infierno.
—Socorro —dijo, o susurró—. Socorro, oh, socorro.
Dio unos pasos a través del raquítico puente bajo el cual se arremolinaba en espuma el río de aquel bosque. Había un cuadro sin cristal enmarcado de un viejo marco dorado en la pared de su cocina (aunque George acababa de olvidar que estaba allí) que representaba un puente igual de peligroso que éste, y dos niños, inocentes, o inconscientes tal vez del peligro, cruzándolo tomados de la mano, una niña rubia y un muchachito moreno y resuelto, mientras desde arriba, listo para tenderles la mano si un travesaño flojo se rompía o si un pie pisaba en falso, un ángel los observaba: un ángel blanco con una diadema de oro, fofa la cara envuelta en velos flotantes, pero fuerte, fuerte para salvar a los niños. Esa misma fuerza sintió de pronto George a sus espaldas (aunque no se atrevió a darse vuelta para mirarla) y, cogiendo la mano de Lila, ¿o era la de Sylvie?, avanzó resueltamente a través de los crujientes travesaños para ganar la otra orilla.
Después, hubo un lapso, un lapso de tiempo largo y por no recordado inacabable; pero al fin George ganó, con las rodillas desgarradas y las manos cansadas, la cresta del barranco. Emergió entre dos piedras que parecían rodillas levantadas y se encontró —¡sí!— en un pequeño claro tachonado de flores, y a corta distancia la hilera de árboles guardianes. Y un poco más lejos, ahora había claridad del otro lado, un cercado de mimbres, y un edificio o dos, y una voluta de humo elevándose de una chimenea.
—Oh, sí —dijo George, jadeando—. Oh, sí. —Cerca de él, en el claro, había un corderito; el ruido que escuchaba no era su confundido corazón, era la voz llorosa del animalito.
Se había enredado en una maligna zarza rastrera, y en sus esfuerzos por liberar la patita se estaba haciendo daño.
—Paciencia, paciencia —dijo George—. Paciencia, paciencia.
—Baa, baa —dijo el corderito.
George le liberó la pata negra y frágil, y el corderito, siempre lloriqueando, cayó de bruces, era recién nacido, ¿cómo había podido alejarse de su madre? George fue hacia él, lo alzó en vilo por las patas, había visto hacer eso pero no recordaba dónde, y lo echó hacia atrás por encima de su cabeza. Y así, con el corderito colgado del cuello, que le pateaba suavemente la espalda, y giraba hacia él su carita tontita y tristona tratando de mirar de cerca la cara de George, se encaminó hacia el cerco de mimbres, del otro lado de los árboles guardianes. El portillo estaba abierto.
—Oh, sí —dijo George, deteniéndose delante de él—. Oh, sí, ya veo, ya veo.
Porque esto era ya bastante claro: ahí estaba la casita destartalada con sus falsas ventanas; ahí el establo, allá el cobertizo de las cabras; ahí la parcela de hortalizas recién plantadas, donde alguien estaba cavando la tierra: un hombrecito muy moreno de tez que al ver venir a George soltó su herramienta y se alejó refunfuñando. Ahí estaba la caseta del aljibe, y el sótano donde guardaban las raíces, allí la pila de leña con el hacha enhiesta sobre el taco; y allí las ovejas hambrientas, empujando contra la alambrada y reclamando su pitanza. Y todo alrededor del pequeño claro, mirando al suelo, obscuro, indiferente, estaba el Bosque Agreste.
Cómo había llegado aquí, George no lo sabía, ni tampoco sabía ya de dónde venía, pero dónde estaba ahora era bien claro: estaba en casa.
Depositó el corderito en el aprisco, y el animalito corrió brincando hacia donde su madre lo regañaba. George deseaba poder recordar un poco al menos: pero ¡qué demonios!, iba a pasar la vida entera en uno u otro encantamiento, o de un encantamiento a otro, y a otro… estaba demasiado viejo ya para andar preocupándose por cuando cambiara. Esto era suficientemente real.
—Qué demonios —dijo—. Qué demonios, es una vida. —Se dio vuelta para cerrar su portón de estacas, trancándolo y asegurándolo con maña y cuidado contra las asechanzas del obscuro Bosque Agreste y lo que en él habitara y, restregándose las manos, se encaminó a su puerta.
Un paraíso recóndito, pensaba Halcopéndola, un paraíso no más grande que la yema de tu dedo pulgar. La isla-jardín de los Inmortales, el valle en el que todos somos para siempre reyes. Con el balanceo y el triquitraque del tren, el pensamiento daba vueltas y vueltas por los senderos de su mente.
Ariel Halcopéndola no era de esas personas a quienes el movimiento rítmico de un tren podía serenar; por el contrario, la irritaba, la mantenía en un horrible estado de alerta, y aunque un amanecer opaco y lluvioso parecía ya querer despuntar en el paisaje del otro lado de la ventanilla, ella no había cerrado un ojo, pese a que a la hora de embarcar había anunciado que dormiría, una simple treta para mantener al presidente, al menos por un tiempo, alejado de su puerta. Cuando el viejo y amable camarero había ido a prepararle la cama, ella lo había despedido, y luego lo había vuelto a llamar para pedirle una botella de brandy y ordenar que nadie fuera a molestarla.
—¿Seguro, miz, que no quiere que le prepare la cama?
—No. Esto es todo. —¿Dónde habrían encontrado los hombres del presidente a estos negros afables y sumisos que eran ya viejos, lerdos y escasos en los tiempos en que ella era joven? ¿Y dónde, por cierto, habrían encontrado estos coches tan amplios, y dónde las trochas por las que aún podían transitar?
Con los nervios agotados, los dientes castañeteando, se sirvió una copa de brandy. Tenía la sensación de que hasta las más sólidas mansiones de su memoria estaban desmoronándose en escombros con este traqueteo. Sin embargo, más que nunca ahora necesitaba estar lúcida, poder pensar, no en círculos sino en profundidad. En el portaequipaje, arriba, frente a ella, viajaba el bolso de cocodrilo que contenía las cartas.
Un paraíso recóndito: si fuera así, si ese lugar fuese en verdad el paraíso o un sitio semejante al paraíso, si algo podía decirse de él con absoluta certeza era que, cualesquiera que fueran las demás cualidades deleitables que pudiera tener, debía ser más espacioso que el mundo ordinario que abandonamos para alcanzarlo.
Más espacioso: cielos menos limitados, picos montañosos menos accesibles, más profundos e insondables mares.
Pero allá, ellos, los Inmortales mismos, deben soñar y meditar, y hacer sus ejercicios espirituales, y buscar en el interior de ese paraíso un paraíso más pequeño aún. Y ese paraíso, si existiera, debería ser más grande aún, menos limitado, más alto y más vasto, más profundo que el primero. Y así un tercero y un cuarto… Y el punto máximo, el centro, el infinito…, Faery, el País de las Hadas, donde los héroes gigantes cabalgan a través de paisajes infinitos y surcan mar tras mar y lo posible no conoce límites…, ese círculo es tan, tan diminuto que en él no hay ninguna, ni una sola puerta.
Sí, tal vez el viejo Zarzales había estado en lo cierto, sólo que su concepción era demasiado simple, o demasiado compleja, con sus otromundos infundibulares de puertas concéntricas. No, dos mundos no; ella, con la vieja navaja de Occam, podía decapitar esa idea. Un solo mundo, uno solo pero con diferentes modos de ser: ¿qué era, al fin y al cabo, un «mundo»? El que ella veía en la televisión, «Un Mundo en Otraparte», podía sin multiplicación de entidades caber en éste, era intangible pero perfecto: era, pura y simplemente, otro modo de ser, era ficción y en un modo de ser como la ficción como de mentirijillas, existía ese mundo al que sus primas le habían dicho que estaba invitada a…, no, ¡le habían dicho que debía!… viajar. Sí: porque era un país, y la única forma de llegar a él era viajando.
Todo eso era suficientemente claro, pero vano.
Porque los paraísos chinos y las comarcas de nunca-jamás tenían eso en común, que Comoquiera que se llegase a ellos, siempre era uno mismo quien elegía hacer el viaje; y para esos viajes, se requerían casi siempre preparativos fatigosos, y una voluntad o al menos una ilusión de hierro. ¿Y qué tenía eso que ver con un modo de ser que, en contra de la voluntad de este mundo y sin siquiera solicitar su venia, lo invadía poco a poco, apropiándose de la extravagancia de un arquitecto, de una estrella pentacular de pueblos, de una manzana de edificios en los arrabales, una bóveda de la Estación Terminal…, la Capital misma? ¿Cuál fuerza era esa que de ese modo común afectaba a los habitantes de esta Ciudad y los arrastraba consigo o los absorbía al menos, lo quisieran o no, en la creciente, imperiosa marea de su propio ser? El Sacro Imperio Romano, la había llamado ella: se había equivocado. El emperador Federico Barbarroja era sólo resaca flotando a la deriva de esa ola que movía las aguas del Tiempo, interrumpido, roto su sueño de siglos como cuando las aguas de una inundación rompen las tumbas y arrastran a la deriva a los muertos, así iba él, llevado hacia otra parte.
A menos que ella, que en modo alguno tenía la intención de acabar en un lugar gobernado por quién sabe qué amos, amos que bien podían tomar muy a mal su rebelión en contra de ellos, pudiera captarlo. Captarlo, como capta a un agente secreto el bando al cual espía. Para eso había robado las cartas. Con ellas, podía dominarlos, o al menos hacerles ver razones.
Su plan adolecía, sin embargo, de un gran fallo.
¡Qué atolladero! ¡Qué atolladero! Echó una ojeada al bolso, allá arriba, en el portaequipaje. Presentía que su maniobra para eludir esta tempestad iba a ser inútil, tan inútil como cualquier maniobra vana, desesperada, de quienes, atrapados en un callejón sin salida, ven de pronto que algo se les viene encima, algo imparable, algo inexorable, y mucho más enorme de lo que imaginaban. Eigenblick lo había proclamado en cada una de sus arengas: él había estado en lo cierto, y ella ciega. Aceptarlo de buen grado era tan fútil como desafiarlo, pues de uno u otro modo, si quisiera atraparla, la atraparía. Halcopéndola se arrepentía de su soberbia, pero de todas maneras tenía que escapar. Escapar.
Pasos: aislándolos del traqueteo acompasado de las ruedas al girar, los oía avanzar por el corredor hacia su compartimiento.
No tenía tiempo para esconder las cartas, y, de todos modos, qué mayor escondite que a ojos vista. Todo esto se estaba precipitando demasiado, al fin y al cabo ella era una mujer ya vieja y nada ducha en estos trances.
No mires, se recomendó a sí misma, no mires el bolso de cocodrilo.
La puerta se abrió de golpe. Sosteniéndose de la jamba con las dos manos para contrarrestar el movimiento del tren, allí frente a ella estaba él, Russell Eigenblick: con la obscura corbata torcida, la frente bañada en sudor, clavó en Halcopéndola una mirada furibunda.
—Las puedo oler —dijo.
Ése era el grave fallo de su plan. Ella lo había vislumbrado por primera vez cierta noche de nevisca en el Despacho Oval. Ahora estaba segura. El emperador estaba loco. Loco como un sombrerero.
—¿Huele qué, señor? —dijo, con mansedumbre.
—Las puedo oler —repitió él.
—Se ha levantado usted muy temprano —dijo ella—. ¿Demasiado para un trago de esto? —añadió, señalándole la botella de brandy.
—¿Dónde están? —dijo él, entrando en el compartimiento—. Usted las tiene ahora, aquí, en alguna parte.
No mires, no mires el bolso.
—¿Las tengo?
—Las cartas —dijo él—. Zorra.
—Hay un asunto sobre el que debo hablar con usted —dijo ella levantándose—. Siento mucho haber demorado tanto el embarque, pero…
Eigenblick iba y venía por la cabina, los ojos avizores, las aletas de la nariz dilatadas.
—Dónde —dijo—. Dónde.
—Señor —dijo ella, tratando de adoptar una postura digna, pero sintiéndose invadida por la desesperación—. Señor, es preciso que usted me escuche.
—Las cartas.
—Usted no sabe lo que hace —dijo ella atropelladamente, al no poder encontrar una frase apropiada y sintiendo con horror que sus ojos no podían separarse del bolso de cocodrilo que Eigenblick no había descubierto en el portaequipaje. De momento, recorría el cuarto golpeando con los nudillos los tabiques en busca de un escondite secreto—. Tiene usted que escucharme —dijo Halcopéndola—. Sus adversarios, los hombres que le han hecho promesas…, no tienen la más remota intención de cumplirlas. Incluso si pudieran. Pero yo…
—¡Usted! —replicó él, volviéndose hacia ella—. ¡Usted! —Soltó una carcajada—. ¡Eso sí que es gracioso!
—Yo deseo ayudarlo.
Eigenblick interrumpió sus búsquedas. La miró un momento, con abismos de desolados reproches en sus ojos castaños.
—Ayudarme —dijo—. Usted. Ayudarme. A mí.
Había sido una selección poco afortunada de palabras. Él sabía —Halcopéndola podía leerlo en su rostro— que en ningún momento había sido su intención ayudarlo, ni lo era ahora. Loco podía estar, pero no era estúpido. Lo que su rostro delataba en ese momento la obligó a desviar la mirada. Era evidente que nada de cuanto ella pudiera alegar conmovería a ese hombre. Todo cuanto él quería de ella ahora era precisamente lo que de nada podía servirle sin ella, aunque tampoco eso podía ella pensar de qué forma explicarle.
Se sorprendió de pronto, con los ojos clavados en ellas, en el portaequipaje. Podía verlas casi, mirándola a su vez.
De viva fuerza desvió la mirada, pero el Tirano ya la había visto. La empujó hacia un costado y levantó el brazo.
—¡Quieto! —dijo ella, insuflando en la palabra poderes que en cierta ocasión había jurado no utilizar jamás a no ser en situaciones extremas y sólo para bien. El emperador quedó inmóvil. Paralizado en mitad del gesto: su fuerza de toro luchó contra la orden de Halcopéndola, pero no pudo vencerla. Halcopéndola cogió de un tirón el bolso de cocodrilo, y salió precipitadamente del compartimiento.
En el corredor, chocó casi con el sumiso y pachorriento camarero negro.
—¿Lista ahora para ir dormir, miz? —inquirió amablemente.
—A dormir te vas tú —dijo ella, y apartándolo de un empujón, prosiguió su carrera. El negro se deslizó a lo largo del tabique, con la boca abierta, cerrados los ojos, dormido. Al cruzar al coche contiguo, Halcopéndola oyó a Eigenblick detrás de ella, bramando de ira y frustración. Corrió de un manotón un pesado cortinaje que le cerraba el paso, y se encontró en un coche-dormitorio donde a los gritos de Eigenblick sus hombres se habían despertado, y ahora, pálidos y soñolientos los rostros, alarmados, corrían los visillos de las cuchetas superiores e inferiores para ver qué sucedía. Vieron a Halcopándola. Ella reculó y a través del cortinado volvió al coche del que había venido.
Allí, en un nicho de la pared, vio esa cuerda de la cual, lo sabía, quien tirara de ella por simple picardía, o con mala intención, sería severamente multado. Ella nunca había creído que esas cuerdecitas pudieran de verdad detener la marcha de un tren, pero al oír pasos y clamores en el fondo del coche, tiró de ella y, corriendo hacia la puerta, se asió a la manivela.
A los pocos segundos, con un estruendoso y desacompasado traqueteo, el tren se detuvo. Halcopéndola, asombrada de su hazaña, abrió de un tirón la portezuela.
La lluvia le azotó la cara. Estaban detenidos en una tierra de nadie, rodeados de bosques sombríos donde, bajo la lluvia torrencial, se derretían los últimos bloques de hielo. Hacía un frío feroz. Con el corazón desfalleciente y un grito, Halcopéndola saltó al suelo. Obstaculizada por su falda, trepaba con dificultad el terraplén, acuciada por el temor de que la absoluta imposibilidad de hacerlo la venciera.
Amanecía un día gris, más lóbrego casi en su palidez que la noche. Desde lo alto del terraplén, ya en el bosque, jadeando, volvió la cabeza y miró la obscura cinta inmóvil del tren. En el interior se estaban encendiendo las luces. De la misma portezuela que ella dejara abierta al escapar, un hombre saltó al suelo, e hizo una seña a otro, detrás de él. Echando a correr, dando traspiés entre los matorrales invisibles bajo el manto de nieve, Halcopéndola se internó en la espesura. Oyó gritos a sus espaldas. La cacería había comenzado. Se refugió detrás de un gran árbol y, jadeando, conteniendo sollozos fríos, dolorosos, apoyó la cabeza en el tronco y prestó oídos.
Crujir de ramas: a causa de ella el bosque era maltratado. Una ojeada en derredor le permitió atisbar una figura imprecisa, distante aún, con un objeto contundente en la mano enguantada.
Asesinada secretamente. Nadie se enteraría.
Con manos trémulas abrió el bolso de cocodrilo. De entre las cartas desparramadas en el fondo, cogió un pequeño sobre de cuero marroquí. El aliento, al condensársele delante de la cara, le impedía ver con claridad, y los dedos le temblaban sin control. Abrió de un tirón el sobre y a tientas buscó en él el trocito de hueso que contenía, un hueso escogido entre los mil huesecitos surtidos de un gato negro puro. ¿Dónde se habrá metido el condenado? Lo palpó. Lo sujetó entre los dedos. El crujir de unos matorrales que parecían cercanos la sobresaltó, levantó la cabeza, el minúsculo amuleto se le escurrió de los dedos. Estuvo a punto de atraparlo cuando se enganchó al caer, en la trama de su falda, pero su mano, demasiado ansiosa al intentar agarrarlo, lo hizo volar. Cayó entre la nieve y la negra hojarasca. Halcopéndola, profiriendo un «¡no!» desesperado pisó sin darse cuenta el sitio en que había caído.
Los movimientos de sus perseguidores eran sosegados, confiados, cada vez más cercanos. Halcopéndola abandonó su refugio, atisbando al hacerlo la sombra de otro de los soldados de Eigenblick, o el mismo, en todo caso armado; y también él la vio.
Con su alma escondida y a buen resguardo, ella nunca se había preocupado en demasía por lo que le pudiera acontecer a su cuerpo mortal si le infligieran daños irreparables, si fuese violentamente traspasado por proyectiles, si su sangre fuera derramada. Ella no moriría, de eso estaba segura. Pero ¿qué, exactamente? ¿Qué? Se volvió y vio al hombre tomar puntería. Sonó un disparo, ella dio media vuelta para echar a correr otra vez, incapaz de saber si estaba herida o tan sólo aturdida por el estampido.
Herida. Podía diferenciar la humedad tibia de su sangre de la fría mojadura de la lluvia. ¿Dónde estaba el dolor? Siguió corriendo, trastabillando desesperadamente, descompuesta, una de sus piernas parecía no responder. Se caía contra los árboles altos, oyendo a sus perseguidores orientarse uno a otro mediante órdenes breves. Estaban muy cerca.
Había formas de escapar de esto, había otras salidas que ella podría encontrar, estaba segura de ello. Pero en ese preciso momento no podía recordar ninguna.
Una tras otra, iba perdiendo el dominio de sus artes. ¡Era incapaz de recordar! Bueno, eso era justo, porque ella las había deshonrado, había mentido, había robado, había, en el apogeo de su soberbia, usado poderes que jurara no emplear para sus fines personales. Era justo, perfectamente justo. Se volvió, acorralada; veía en todas partes las siluetas obscuras de sus perseguidores. Sin duda, querían atraparla de cerca, para evitar un gran alboroto. Uno o dos disparos. Pero ¿qué iba a ser de ella? El dolor al que se había creído inmune le trepaba ahora por el cuerpo, y era espantoso. Seguir corriendo no tenía objeto; nubes negras le flotaban delante de los ojos. Sin embargo, se dio vuelta otra vez, decidida a escapar.
Allí había un sendero.
Había un sendero, sí, perfectamente visible a la media luz crepuscular.
Y allá…, bueno, ella podía ir allá, ¿por qué no? A esa casita en el claro. Un estampido la estremeció horriblemente, pero como si un súbito rayo de sol la iluminara, la casa apareció más clara; una casita de lo más curiosa, en verdad, la casita más rara que Halcopéndola había visto en su vida. ¿A qué casa le hacía acordar? Recargada de adornos y multicolor, con chimeneas semejantes a bonetes cómicos, y el alegre chisporroteo del fuego visible a través de las ventanitas profundas, y una puerta redonda y verde. Una puerta verde acogedora, afable, que en ese momento se abrió; una puerta por la que asomó una cara con una ancha sonrisa para darle la bienvenida.
Dispararon contra ella varias veces, supersticiosos como eran ellos mismos, y sí, bien muerta que parecía; tan muerta como cualquier persona muerta que hubieran visto antes, la misma inercia, como de marioneta, de los miembros, la misma cara inanimada. Inmóvil. Ni una nubécula de aliento se condensaba en torno de sus labios. Satisfechos al fin, uno de ellos le arrancó de un tirón el bolso de cocodrilo, y regresaron al tren.
Llorando, soltando broncas risotadas, con las viejas cartas (anversos y reversos entreverados) al fin apretadas contra su pecho, Russell Eigenblick, el presidente, tiró de la cuerda que nuevamente pondría el tren en marcha. Cegado por el terror y el júbilo, corrió a través de los coches, casi a punto de caerse de bruces cuando el tren, con una violenta sacudida, volvió a arrancar; azotado por la lluvia, exhalando nubes de vapor, el tren atravesaba su paisaje. Entre Sandusky y South Bend la lluvia se trocó a regañadientes en nieve y granizo y tornó más espesa la niebla; el azorado maquinista no veía nada. Dejó escapar un grito cuando ante él surgió la boca de un túnel sin ninguna luz, porque sabía que en esta región no podía haber túnel alguno, nunca lo había habido, pero antes de que pudiera tomar cualquier precaución (¿qué precaución?) ya el tren había penetrado bramando en una tiniebla ilimitada más estruendosa y obscura que el triunfo de Barbarroja.
Cuando, completamente vacío de pasajeros, llegó a la próxima estación (un poblado de nombre indio en el que ningún tren había parado desde hacía años), el camarero a quien Ariel Halcopéndola había empujado en su prisa, se despertó.
¿Qué demonios era esto?
Se levantó, asombrado por haberse dormido, porque el tren hubiera parado donde nunca lo hacía y por la ausencia total de sus pasajeros. A mitad de camino de los coches, en el silencio, se encontró con el demudado maquinista, y se consultaron, pero hablaron poco. No había nadie más a bordo; no había habido revisor, era un tren especial, todos los miembros del pasaje habían sabido adonde iban. Eso le dijo el camarero al maquinista.
—Ellos sabían —dijo— adonde iban.
El maquinista regresó a su cabina, a fin de utilizar la radio, aunque aún no había decidido qué decir. El camarero, sintiéndose fantasmal, continuó recorriendo los vagones. En el coche-bar encontró, entre vasos vacíos y cigarrillos aplastados, un mazo de naipes, unas barajas antiguas desparramadas aquí y allá como si alguien las hubiese tirado en un acceso de furia.
—Algún loco —pensó—. Jugando al desparramo.
Las juntó —las figuras, los caballeros y los reyes y las reinas, distintas de todas cuantas había visto antes—, parecían implorarle que las recogiera. La última, un comodín tal vez, un personaje barbudo, cayendo de su montura a las aguas de un río, la recogió en el borde de la ventanilla, mirando hacia fuera, como a punto de escapar. Cuando las hubo juntado y emparejado, se quedó allí, inmóvil, de pie en el coche con las cartas en las manos, profundamente compenetrado con el mundo, con el mundo entero y su lugar en él; un lugar cercano al centro; y con el valor que las eras por venir atribuirían al hecho de que él estuviese allí solo en ese momento, en ese tren vacío, en esta desierta estación.
En cuanto al Tirano Russell Eigenblick, no sería olvidado. Una larga era de calamidades esperaba a su pueblo, una época amarga en la que aquellos que habían combatido contra él acabarían, en su ausencia, por combatirse los unos a los otros; y la frágil República caería, despedazada, y sería reconstruida de varias formas diferentes. Y en esa larga contienda, una nueva generación olvidaría las pruebas y penurias que sus padres padecieran bajo la Bestia; evocarían, con creciente nostalgia, con profundo dolor o desolación, aquellos años que precedieron a la memoria viva, esos años en que, les parecería, siempre había brillado el sol. Su obra, dirían, había quedado inconclusa, su Revelación, postergada; él había desaparecido, y abandonado a su pueblo irredento.
Mas él no había muerto. No; desaparecido, desvanecido una noche entre el alba y el día; pero muerto no. En las Humosas o en las Rocosas, escondido en la sima de un lago volcánico o a gran profundidad bajo las ruinas de la propia Capital, yacía él, dormido, con su cuerpo de ejecutivos en torno de él, su barba roja creciéndole sin cesar cada vez más larga; esperando el día (augurado por cien señales) en que la extrema necesidad de su pueblo lo despertase al fin una vez más.