Capítulo 2

Hacer hincapié en la estupidez de la ficción, en la absurda irrealidad de las conductas, en la confusión de los nombres y costumbres de épocas diferentes, y en la imposibilidad de los acontecimientos bajo cualquier sistema de vida, era criticar inútilmente la imbecilidad irremediable, errores demasiado evidentes, y por añadidura demasiado groseros.

Johnson, A propósito de Cymbeline

También Sophie se había acostado temprano, y no para dormir. Con un cárdigan sobre la vieja mañanita estampada de su camisón, acurrucada en la cama al lado de la vela instalada sobre la mesa de noche, sólo dos dedos dejaba asomar por encima de las mantas para mantener abiertas las páginas del segundo volumen de una antigua novela en tres. Cuando la vela empezó a extinguirse, sacó otra del cajón de la mesilla, la encendió en la primera y la insertó en el candelero. Lejos, lejos estaba aún la boda final: apenas acababan de guardar en el viejo arcón el testamento secreto; la hija del obispo pensaba en el baile. La puerta se abrió, y una niñita entró en la alcoba de Sophie.

Qué sorpresa

Llevaba un vestidito azul, sin mangas ni cinturón. Dando un pasito hacia el interior, con la mano todavía en el pomo y la sonrisa de una niña que tiene un secreto, un secreto fabuloso que ignora si alegrará o enfadará a la persona adulta que tiene ante ella, esperó un momento, en el quicio, vagamente iluminada por la vela, la barbilla recogida sobre el pecho, los ojos alzados hacia una Sophie petrificada de asombro en su cama.

Al fin dijo:

—Hola, Sophie.

Era igualita a como Sophie había imaginado que sería a la edad que habría tenido en la época en que Sophie cesó de poder imaginarla. La llama de la vela, al temblar en la corriente que soplaba por la puerta abierta, proyectaba sombras misteriosas sobre la niña, y un terror y una sensación de extrañeza que jamás había experimentado sobrecogió a Sophie por un momento; pero no, éste no era un fantasma. Sophie podía estar segura de ello por la forma en que la niña, después de entrar, se había dado vuelta para empujar la puerta y cerrarla. Ningún fantasma hubiera hecho eso.

Despacito, con las manos enlazadas en la espalda, con su secreto en su sonrisa, se acercó a la cama. Le dijo a Sophie:

—¿Puedes adivinar mi nombre?

Que la niña hablase era, por alguna razón, más difícil de aceptar para Sophie que el hecho de que estuviese allí. Y Sophie supo por primera vez lo que era no creer a sus oídos: ellos le decían que la niña había hablado, pero Sophie no lo creía, y no podía imaginarse respondiéndole. Hubiera sido como hablar con una parte de ella misma, una parte que repentina e inexplicablemente se hubiera separado de ella y vuelto para enfrentarla, e interrogarla.

La niña soltó una risita; se estaba divirtiendo.

—No puedes —dijo—. ¿Quieres que te dé una pista?

¡Una pista! No era un fantasma, y no era un sueño, porque Sophie estaba despierta; no era su hija, ciertamente, porque su hija le había sido robada hacía más de veinticinco años, y ésta era una niña; sin embargo, Sophie sabía su nombre, por supuesto. Levantó las manos hasta su cara, y por entre los dedos dijo o murmuró:

—Lila.

Lila pareció un poco decepcionada.

—Si —dijo—. ¿Cómo lo sabías?

Sophie se rió o sollozó o las dos cosas a la vez.

—Lila —dijo.

Lila se rió, e intentó trepar a la cama con su madre, y Sophie tuvo que ayudarla a subir: tomó el brazo de Lila, titubeando, temiendo que acaso sentiría el tacto de su propia mano, y de ser así… entonces ¿qué? Pero Lila era carne, carne joven, era la muñeca de una niña lo que sus dedos rodeaban: levantó el peso real y sólido de Lila con su fuerza, y la rodilla de Lila hundió el colchón y lo hizo rebotar, y cada uno de los sentidos de Sophie tuvo ahora la certeza de que Lila estaba allí, delante de ella.

—Bueno —dijo Lila, apartándose de un manotazo los cabellos dorados de los ojos—. ¿No estás sorprendida? —Observó el rostro acongojado de su madre—. ¿No me dices hola ni me besas ni nada?

—Lila —dijo Sophie otra vez, sólo eso pudo decir, porque durante tantos, tantísimos años había habido un pensamiento prohibido para ella, una escena inimaginable, ésta, que ahora, de improviso, la encontraba desarmada; y el momento y la niña eran tan exactamente iguales a como Sophie los habría imaginado, si se hubiese permitido imaginarlos…; pero no, Sophie no se lo había permitido, y por ello la tomaba ahora desprevenida e inerme.

—Tú dices —dijo Lila, apuntando a Sophie (no le había sido fácil memorizar todo el parlamento y era preciso que le saliera bien)—, tú dices: «Hola, Lila, qué sorpresa», porque no me has visto desde cuando yo era un bebé; y entonces yo digo: «He venido de muy lejos, para decirte esto y aquello», y tú me escuchas, pero primero, antes de esa parte, tú dices cuánto me has echado de menos desde que me robaron, y entonces nos abrazamos. —Abrió los brazos, adoptando una expresión de dicha radiante, para atraer a Sophie; y qué otra cosa podía hacer Sophie sino abrir los brazos también ella, aunque lenta, tentativamente (no con miedo sino con la profunda timidez que se siente ante lo inverosímil), y tomar en ellos a Lila.

—Tú dices: «Qué sorpresa», le susurró Lila al oído.

A nieve olía Lila, a ella misma y a tierra.

—Qué sorpresa —empezó a decir Sophie, pero no pudo continuar, porque un nudo de lágrimas de dolor y desconcierto le subió a la garganta detrás de las palabras, trayendo consigo todo cuanto durante aquellos largos años le fuera negado y ella misma se había negado. Sophie lloraba, y Lila, ahora ella sorprendida, intentó apartarse, pero Sophie la retuvo; y entonces Lila, para reconfortarla, le palmeó suavemente la espalda.

—Sí —le dijo a su madre—, he vuelto; he venido de muy lejos, de muy, muy lejos.

Desde allá, caminando

Tal vez viniera, sí, de muy, muy lejos, en todo caso recordaba que eso era lo que tenía que decir. No recordaba, sin embargo, haber hecho una larga caminata: o se había despertado después de haber caminado en sueños casi hasta el final, o de lo contrario había sido realmente muy corta.

—¿Caminando en sueños? —preguntó Sophie.

—He estado durmiendo, sí —dijo Lila—. Tanto tiempo. Yo no sabía que había estado durmiendo tanto tiempo. Más tiempo que los osos. Oh, he estado durmiendo desde cierto día, desde el día en que te desperté. ¿Lo recuerdas?

—No —dijo Sophie.

—Aquel día —dijo Lila—, el día en que te robé el sueño. Yo te grité: «¡Despierta!», y te tiré del pelo.

—¿Tú me robaste el sueño?

—Porque yo lo necesitaba, perdóname —dijo Lila alegremente.

—Ese día… —dijo Sophie, mientras pensaba: ¡Qué raro ser tan vieja y estar tan llena de cosas, y tener tu vida dada vuelta como puede tenerla un niño…! Ese día… ¿Y ella había dormido desde entonces?

—Desde entonces —dijo Lila—. Y luego vine aquí.

—Aquí —dijo Sophie—. ¿De dónde?

—De allá. Del sueño. O en todo caso…

En todo caso, se había despertado del sueño más largo del mundo, que olvidó por completo tan pronto como se despertó, para encontrarse andando, al anochecer, por un camino obscuro, con campos silenciosos cubiertos de nieve a cada lado, y en derredor un cielo frío y plácido rosa-y-azul, y una misión para la cual había sido preparada antes de dormirse (y que su largo sueño no había olvidado) por realizar. Todo aquello era bastante claro y a Lila no la sorprendió: más de una vez, mientras crecía, se había encontrado de improviso en circunstancias extrañas, pasando de un encantamiento a otro como un niño a quien levantan dormido de su cama para llevarlo a una celebración, y se despierta, y parpadea y mira en derredor con sorpresa, pero aceptándolo todo porque lo sostienen manos familiares. Sus pies se habían deslizado, pues, uno detrás de otro; había visto un cuervo y, cuando trepaba por una colina, vio morir los últimos resplandores de un sol escarlata y trocarse en malva el rosa del cielo y la nieve teñirse de azul, y sólo después, cuando descendía, se le ocurrió preguntarse dónde estaba, y cuánto más tendría aún que andar.

Al pie de la colina, entre pequeños y frondosos siempreverdes, se alzaba una casita desde cuyas ventanas brillaba en el anochecer la llama amarilla de las lámparas. Cuando llegó a ella Lila empujó el portoncito blanco de la cerca de estacas (una campanilla tintineó dentro de la casa mientras se abría) y echó a andar por el senderito que subía hasta el porche. Por encima del césped cubierto de nieve, asomó, como lo había estado haciendo durante años y años, la cabeza de un gnomo, el alto bonete duplicado por otro bonete de nieve.

—Los Juníperos —dijo Sophie.

—¿Qué?

—La casa de los Juníperos —dijo Sophie—. Su chalecito.

Allí vivía una mujer vieja, viejísima, la más vieja (excepto la señora Sotomonte y sus hijas) que Lila había visto jamás. Abrió la puerta, levantó en alto la lámpara, y con una vocecita cascada preguntó: «¿Amigo o Enemigo? Oh, santo cielo», porque lo que vieron sus ojos fue una niña casi desnuda, descalza y sin sombrero, allí, delante de ella, sobre la nieve del portal.

Margaret Junípero no hizo ninguna tontería: abrió la puerta para que Lila pudiese entrar, si eso quería, y al cabo de un momento Lila decidió que entraría, y entró y avanzó por el minúsculo pasillo a través de la alfombra raída y dejó atrás la repisa de las chucherías (largo tiempo sin desempolvar, pues Marge temía romper los objetos con sus viejas manos, y de todas maneras tampoco podía ahora ver el polvo) y por la puerta abovedada pasó a la salita, donde, en la estufa, chisporroteaba el fuego. Marge la seguía con la lámpara, pero al llegar al dintel titubeó, no estaba segura de querer entrar; vio que la niña se sentaba en el sillón de arce que fuera de Jeff, y apoyaba las manos en los brazos que parecían remos, como si le gustaran o la divirtieran. Luego miró a Marge.

—¿Puede usted decirme —preguntó— si voy bien por este camino a Bosquedelinde?

—Sí —respondió Marge, sin sorprenderse, Comoquiera, de que la niña le hiciera esa pregunta.

—Oh —dijo Lila—. Tengo que llevar un mensaje a ese lugar. —Levantó las manos y los pies hacia la estufa, aunque no porque pareciera sentir frío, y tampoco eso sorprendió a Marge—. ¿Cuánto falta aún para llegar?

—Horas —dijo Marge.

—Oh. ¿Cuántas?

—Yo nunca caminé hasta allí —dijo Marge.

—Oh. Bueno, soy buena caminadora. —Se levantó de un salto y señaló, interrogativamente, en una dirección, y Marge meneó la cabeza: No, y Lila se rió y señaló en la dirección opuesta. Marge asintió: Sí. Se hizo a un lado para que la niña pudiera salir, y la siguió hasta la puerta.

—Gracias —dijo Lila, su mano ya en el picaporte. De un cacharro que había junto a la puerta, donde guardaba los billetes de dólar y los caramelos surtidos con que pagaba a los muchachos que le barrían la nieve de la entrada y le cortaban la leña, Marge sacó un gran bombón de chocolate y se lo ofreció a Lila; la niña lo cogió con una sonrisa, e, irguiéndose sobre las puntas de los pies, besó la vieja mejilla de Marge. Acto seguido salió de la casa, bajó por el sendero y enfiló hacia Bosquedelinde sin volver la cabeza.

Marge, desde la puerta, la observaba, con la extraña y creciente sensación de que sólo para esta pequeñísima visita había vivido ella toda su larga existencia, de que esta casita a la vera del camino, esta lámpara que sostenía en la mano y toda la cadena de acontecimientos que condujeran a esta circunstancia habían tenido siempre y por única razón de ser esta visita. Y también Lila, mientras caminaba deprisa, recordaba en ese instante que visitar esa casa era, por supuesto, una de las cosas que ella tenía que hacer, así como decirle a la viejecita las cosas que le había dicho —fue el sabor del chocolate lo que se lo trajo a la memoria— y que al anochecer del día siguiente, un anochecer tan azul y sereno como éste, o quizá más sereno, en los cinco poblados que formaban una estrella pentacular alrededor de Bosquedelinde, todo el mundo sabría que Marge Junípero había tenido una visita.

—Pero —dijo Sophie—, caminando, no puedes haber llegado aquí desde el anochecer.

—Soy buena caminadora —dijo Lila—. O tal vez tomé un atajo. Fuera cual fuese el camino que tomara, había tenido que cruzar un lago escarchado y una isla lacustre rielando en él a la luz de las estrellas, donde se alzaba un pequeño cenador de pilares, o quizá fueran sólo figuras de nieve que sugerían un lugar así; y a través de los bosques, despertando a un paro carbonero, pasado por un edificio, una especie de castillejo como azucarado de nieve…

—El Pabellón de Verano —dijo Sophie.

… un edificio que Lila había visto antes, hacía mucho tiempo, en otra estación. Se aproximó a él a través de los que antaño fueran los macizos de flores que bordeaban el césped, ahora un espeso matorral, del que sólo emergían por encima de la nieve los altos tallos secos del gordolobo y la malvaloca. La osamenta gris de una reposera de lona yacía en el patio. Al verla allí, Lila pensó: ¿Había algún mensaje, algún consuelo que traer a este lugar? Estuvo allí un momento, contemplando los despojos de la silla y la casa acurrucada, sin rastros de pisadas en la nieve que subía hasta la puerta, a medias atascada por la nieve, una puerta mosquitera para el verano, y por primera vez en su vida tembló de frío, pero no pudo recordar cuál era el mensaje ni para quién, ni si en verdad había un mensaje, y reanudó su camino.

—Auberon —dijo Sophie.

—No —dijo Lila—. No para Auberon.

Cruzó el camposanto, sin saber qué lugar era ése: la parcela de tierra donde fue primero sepultado John Bebeagua, y más tarde otros a su lado o cerca de él, algunos conocidos por él, otros no. A Lila la asombraban aquellas grandes piedras talladas dispuestas aquí y allá, al azar, como gigantescos juguetes olvidados. Durante un rato las estudió, yendo de una a otra y restregando la nieve que las cubría para escudriñar los rostros tristes de los ángeles, las letras grabadas en bajorrelieve, los florones de granito, mientras bajo sus pies, debajo de la nieve y de la negra hojarasca y de la tierra, las osamentas rígidas se distendían, y los pechos vacíos, de haber podido hacerlo, habrían suspirado, y las viejas actitudes de atención y ansiedad que ni la muerte había podido disolver se relajaban; y (como lo hace un durmiente cuando cesa un sueño que lo atormenta o un ruido que lo perturba, cuando deja de oírse el llanto de un gato o de un niño extraviado) los que allí yacían encontraban el verdadero reposo y dormían al fin profundamente mientras Lila caminaba por encima de ellos.

—Violet —dijo Sophie, llorando ahora a lágrima viva pero sin dolor—, y John; y Harvey Nube, y la tía abuela Nube. Y Papá. Y también el padre de Violet, y Auberon.

Y Auberon: ese Auberon. De pie encima de él, sobre el pecho de tierra que yacía sobre el pecho de ese Auberon, Lila empezó a ver más claro su mensaje y la razón por la cual estaba ahora allí. Sí, todo se iba aclarando, como si ella continuase despertándose más y más todo el tiempo después de haberse despertado.

—Oh, sí —se decía—; oh, sí… —Se volvió para ver, más allá de los negros abetos, la mole obscura de la casa sin una sola luz a la vista, tan cubierta de nieve como los abetos, pero inconfundible; y pronto encontró un sendero para llegar a ella, y una puerta para entrar, y peldaños para subir, y puertas con pomos de cristal entre los cuales elegir.

—Y entonces, y ahora —dijo, arrodillándose sobre la cama—, tengo que decirte lo que tienes que hacer.

—Si es que yo lo puedo recordar.

Parlamento

—Entonces, yo no estaba equivocada —dijo Sophie. La tercera vela empezaba a apagarse. El frío intenso de la medianoche llenaba la habitación—. Sólo unos pocos.

—Cincuenta y dos —dijo Lila—. Contándolos a todos.

—Tan pocos.

—La Guerra —dijo Lila—. Todos muertos. Y los pocos que quedan son viejos… tan viejos… No te lo puedes imaginar.

—Pero ¿por qué? —dijo Sophie—. ¿Por qué, si sabían que tendrían que perder a tantos?

Lila se encogió de hombros, miró para otro lado. Explicar no parecía ser parte de su misión, sólo dar la noticia, y una convocatoria: tampoco pudo explicarle a Sophie exactamente qué había sido de ella desde que la robaran, ni cómo había vivido; cuando Sophie la interrogaba, ella respondía como lo hacen todos los niños, con apresuradas referencias a extraños y a sucesos desconocidos para el que escucha, suponiendo que todo será comprensible, tan familiar para el adulto como lo es para él: pero Lila no era como otros niños.

sabes —decía una y otra vez, con impaciencia, cuando Sophie la interrogaba, y volvía a hablar de las noticias que había venido a traer: que la Guerra tenía que acabar; que iba a haber una conferencia de paz, un Parlamento, al cual todos los que podían debían asistir, para resolver este asunto, y acabar la larga época de tristeza de una vez.

Un Parlamento, en el que todos los que asistieran se encontrarían cara a cara. Cara a cara: cuando Lila le dijo esto, Sophie sintió que la cabeza le zumbaba, que los latidos de su corazón se detenían un instante, como si Lila le hubiese anunciado su muerte, o algo tan definitivo e inimaginado.

—Así que debéis venir —dijo Lila—. Tenéis que hacerlo. Porque ellos son ahora tan pocos, la Guerra tiene que acabar. Tenemos que hacer un Tratado, para todo el mundo.

—Un Tratado.

—O todos ellos estarán perdidos —dijo Lila—. El invierno podría prolongarse, no acabar nunca más. Ellos podrían hacer eso, podrían, sí: la última cosa que podrían hacer.

—Oh —dijo Sophie—. No. Oh, no.

—Ahora está en tus manos —dijo Lila, grave, conminatoria. Y, una vez transmitido este solemne mensaje, les tendió los brazos—. ¿De acuerdo, entonces? —dijo, con vivacidad—. ¿Vendréis todos? ¿Todos?

Sophie se llevó a los labios los nudillos fríos. Lila allí, sonriente, viva, luminosa en la polvorienta habitación invernal: y esta noticia. Sophie se sentía hueca, desaparecida. Si allí había un fantasma, era Sophie y no su hija.

¡Su hija!

—Pero ¿cómo? —dijo—. ¿Cómo haremos para llegar?

Lila la miró con desaliento.

—¿Tú no sabes cómo? —dijo.

—En un tiempo lo sabía —dijo Sophie, otra vez las lágrimas agolpándose en su garganta—. En un tiempo pensaba que podían encontrarlo, en un tiempo… Oh, oh, ¿por qué esperaste tanto? —Con una punzada de angustia vio muertas, sepultadas en ella todas las posibilidades de que Lila hablaba: muertas, sí, porque Sophie había aplastado cualquier posibilidad de que Lila pudiese alguna vez estar aquí y las enunciara. Durante demasiado tiempo había convivido con posibilidades terribles (Lila muerta, o transformada hasta lo irreconocible) y las había afrontado; pero en la antigua predicción, la de Tacey y Lily, ella nunca (aunque había contado los años y estudiado las cartas en busca de una fecha), no, nunca se había permitido creer. El esfuerzo había sido enorme y le había costado terriblemente caro: en su esfuerzo por no imaginar el momento, había perdido todas las certezas de su infancia, todas aquellas imposibilidades comunes y corrientes, y perdido incluso, casi sin reparar en ello, los recuerdos que siempre conservara tan vividos de aquellas imposibilidades cotidianas, de la plácida e inexplicable atmósfera de maravilla en que en un tiempo había vivido. De esa manera se había protegido ella; este momento no había podido herirla —matarla, ¡porque lo habría hecho!— si ella lo hubiese imaginado; y así había podido al menos seguir de día en día. Pero ahora habían pasado tantos años, tantos años sombríos y despiadados…— No puedo —dijo—. No sé. No conozco el camino.

—Tienes que conocerlo —dijo Lila, simplemente.

—No —respondió Sophie meneando la cabeza—. No lo conozco, y aunque lo conociera, tendría miedo. —¡Miedo! Eso era lo peor: miedo de salir de esta casona vieja y sombría, el miedo que puede sentir un fantasma—. Demasiado tiempo —dijo, enjugándose la nariz con la manga de su cárdigan—. Demasiado tiempo.

—¡Pero si la casa es la puerta! —dijo Lila—. Eso lo sabe todo el mundo. Está marcada en todos sus mapas.

—¿La casa?

—Sí. Seguro.

—¿Y desde aquí?

Lila la miró con desaliento.

—Bueno —dijo.

—Lo siento, Lila —dijo Sophie—. He tenido una vida muy triste, ¿sabes?

—¿Oh? Oh. Ya sé —exclamó Lila con súbita vehemencia—. ¡Las cartas! ¿Dónde están?

—Allí —dijo Sophie, señalando la caja de marquetería del Palacio de Cristal sobre la mesa de noche. Lila estiró el brazo y levantó la tapa de la caja.

—¿Por qué has tenido una vida triste? —preguntó sacando las cartas.

—¿Por qué? —dijo Sophie—. Porque te robaron a ti, en parte, principalmente…

—Oh, eso. Bueno, eso no importa.

—¿No importa? —Sophie se rió, llorando.

—No, eso sólo fue el principio. —Con sus manos pequeñas, empezó a barajar las cartas torpemente—. ¿No sabías eso?

—No. No. Yo pensaba… Creo que yo pensaba que aquello era el fin.

—Oh, qué tontería. Si no me hubieran robado yo no habría podido recibir mi Educación, y si no hubiese recibido mi Educación no podría haber venido ahora a traer la noticia; así que todo ha sido para bien, ¿no lo entiendes?

Sophie la observaba barajar las cartas, dejando caer algunas para recogerlas e insertarlas de nuevo en el mazo, en una especie de parodia de cuidadoso arreglo, y trataba de imaginar la vida que Lila había llevado, pero le era imposible.

—¿Y tú, Lila —preguntó—, me echabas de menos alguna vez?

Atareada, Lila se limitó a alzar un hombro.

—Toma —dijo, y le entregó el mazo a Sophie—. Ahora sigue tú.

Sophie cogió lentamente las cartas, y en ese momento, por un instante apenas, y por primera vez desde que había entrado en la alcoba, Lila pareció ver a Sophie, verla realmente.

—Sophie —dijo—, no estés triste. Las cosas son tanto más grandes de lo que tú piensas. —Puso una mano sobre la de Sophie—. Oh, hay una fuente allí…, o una cascada, no recuerdo bien, y te puedes bañar en ella…, es tan transparente y tan tan fría y… todo es tanto más grande de lo que tú piensas.

Bajó de un salto de la cama.

—Y ahora, duerme —dijo—. Yo tengo que marcharme.

—¿Marcharte? ¿Adonde? No, Lila, yo no voy a dormir.

—Vas a dormir —dijo Lila—. Ahora puedes porque yo estoy despierta.

—¡Oh! —Apoyó lentamente la cabeza sobre las almohadas que Lila había ahuecado para ella.

—Porque —dijo Lila, otra vez con su secreto en su sonrisa— yo te había robado el sueño, pero ahora yo estoy despierta y tú puedes dormir.

Exhausta, Sophie apretó las cartas contra su pecho.

—¿Adonde? —dijo—. ¿Adonde te irás? Está obscuro y hace frío.

Lila tembló, pero sólo respondió:

—Tú duerme. —E irguiéndose de puntillas junto a la cama, apartó de la mejilla de Sophie los rizos claros y la besó con dulzura—. Duerme.

Cruzó el cuarto sin hacer ruido y tras una última mirada a su madre por encima del hombro, salió al corredor frío y silencioso, y cerró la puerta.

Desde la cama, Sophie permaneció con los ojos fijos en la puerta cerrada, en el vacío que Lila acababa de dejar. Con un siseo y un plop se apagó la tercera bujía. Siempre apretando las cartas, Sophie se zambulló poco a poco bajo las mantas y los edredones, pensando… o no pensando tal vez sino sólo sintiendo… sintiendo que en algo Lila le había estado mintiendo, al menos engañándola con respecto a algo: sí, pero ¿con respecto a qué?

Duerme.

Sophie estaba pensando y pensar era como respirar con la mente: ¿con respecto a qué? Eso era lo que estaba respirando cuando —mientras su alma dejaba escapar un gritito de felicidad que casi la despierta— supo que dormía.

No todo ha acabado

Auberon, bostezando, echó ante todo una ojeada al correo que Fred Savage le había traído del centro la noche anterior.

«Estimado Mundo en Otraparte» —escribía con tinta azulverdosa una señora—, «le escribo esta carta para hacerle una pregunta que me atormenta desde hace tiempo. Quisiera saber, si fuera posible, dónde queda esa casa en la que viven los MacReynolds y los otros. No lo molestaría con esta carta si no fuera porque me resulta absolutamente imposible imaginarla. Cuando vivían en Shady Acres (¡hace añares!) me la podía imaginar con relativa facilidad, pero este otro sitio al que ahora han ido a parar, me es imposible imaginarlo. Por favor, déme usted alguna idea. No puedo pensar en ninguna otra cosa». Firmaba: «Esperanzadamente suya», y agregaba un post scriptum: «Prometo sinceramente no molestar a nadie». Auberon miró el sello postal…, una población del Lejano Oeste…, y la tiró a la papelera.

Y él se preguntó: ¿para qué demonios se había despertado tan temprano? No para leer la correspondencia. Echó una ojeada al reloj pulsera de esfera cuadrada que heredara del doctor, que estaba sobre la repisa de la chimenea. Ah, sí, para ordeñar. Toda esa semana. Estiró distraídamente las mantas de la cama, puso una mano debajo de la barandilla de los pies, exclamó «Arriba» y la transformó como por arte de birlibirloque en un viejo guardarropa con un espejo de luna en el frente. El clic con que culminaba el ensamblaje en la posición vertical siempre se le antojaba un suspiro de satisfacción.

Viendo por la ventana que caía una ligera nevada, eligió un par de botas altas, y un jersey grueso. Bostezando de nuevo (¿tendría café George? Esperanzadamente suyo) se puso el sombrero y, pisando fuerte, salió del Dormitorio Plegable, cerró tras él las puertas y, cruzando el pasillo, bajó por la escalera, salió por la ventana, de nuevo abajo por la escalera de incendio, y de allí al vestíbulo a través del boquete de la pared, y de allí a la escalera que descendía hasta la cocina de la familia Ratón.

Al llegar al pie se topó con George.

—Esto sí que no lo querrás creer —dijo George.

Auberon se detuvo y esperó, pero George no dijo nada más. Tenía el aire de quien había visto un fantasma: Auberon reconoció ese aire, pese a que nunca había visto antes a alguien que hubiese visto un fantasma. O el aire de un fantasma, si los fantasmas pueden parecer azorados, abrumados por emociones contradictorias y desconcertados.

—¿Qué? —preguntó.

—No. No lo vas a creer. —Estaba en calcetines, con una bata acolchada de boxeador. Tomó a Auberon de la mano y lo empezó a arrastrar por el pasillo hacia la puerta de la cocina.

—¿Qué? —preguntó una vez más Auberon. La espalda del batín de George decía que pertenecía al Yonkers A.C.

Al llegar a la puerta, que estaba entreabierta, George se volvió a Auberon.

—Ahora, por amor de Dios —murmuró, implorante—, no vayas a decir una sola palabra de, bueno, de esa historia. La historia que te conté… de… —miró de reojo la puerta entreabierta— Lila. —Dijo, o más bien no dijo el nombre, sólo lo formó con los labios, silenciosa, exageradamente, con un temeroso guiño de advertencia.

Acto seguido abrió de par en par la puerta.

—Mira —dijo—. Mira, mira —como si Auberon pudiera no mirar—. Mi hija.

La niña estaba sentada en el borde de la mesa, y balanceaba en el aire de atrás para adelante las desnudas piernas cruzadas.

—Hola, Auberon —dijo—. Te has hecho mayor.

Auberon, con una sensación como de bizquera en el alma pero mirando a la niña con firmeza, palpó el lugar de su corazón en que estaba guardada su Lila imaginaria. Seguía allí.

Entonces ésta era…

—Lila —dijo.

—Mi hijita. Lila —dijo George.

—Pero ¿cómo?

—No me preguntes cómo —dijo George.

—Es una larga historia —dijo Lila—. La historia más larga que conozco.

—Hay una asamblea en preparación —dijo George.

—Un Parlamento —dijo Lila—. He venido a decíroslo.

—Ha venido a decírnoslo.

—Un Parlamento —dijo Auberon—. ¿Qué demonios?

—Escucha, hombre —dijo George—. No me lo preguntes a mí. Yo bajaba para preparar un poco de café, cuando oí que llamaban a la puerta…

—Pero ¿por qué —preguntó Auberon—, por qué es tan joven?

—¿A mí me lo preguntas? Así que me asomé, y ahí estaba esta chiquilla, esperando en la nieve…

—Es que debería ser mucho mayor.

—Es que ha estado durmiendo. O algo por el estilo. Yo qué sé. De modo que abrí la puerta…

—Todo esto es más bien difícil de creer —dijo Auberon.

Lila, con las manos enlazadas sobre la falda, había estado mirando ora a uno, ora al otro, sonriendo a su padre una sonrisa de amorosa alegría y a Auberon una de astuta complicidad. Ahora los dos habían callado y la miraban. George se acercó a ella. Su rostro reflejaba una ansiosa, maravillada felicidad, como si él mismo acabara de empollar a Lila.

—Leche —dijo, chasqueando los dedos—. ¿Qué te parecería un buen vaso de leche? A los niños les gusta la leche, ¿verdad?

—No puedo —dijo, riéndose de su solicitud—. No puedo aquí.

Pero ya George había sacado de la nevera un bote de jalea y un jarrito de leche de cabra.

—Seguro —dijo—. Leche.

—Lila —dijo Auberon—. ¿Adonde quieres tú que vayamos?

—Adonde se celebrará la reunión —dijo Lila—. El Parlamento.

—Pero ¿dónde? ¿Por qué? ¿Qué…?

—Oh, Auberon —dijo Lila, impaciente—. Ellos os explicarán todo eso cuando vayáis. Tenéis que ir.

—¿Ellos?

Lila alzó los ojos al cielo en un gesto de fingida estupefacción.

—Oh, vamos —dijo—. Sólo tenéis que daros prisa, sólo eso, para no llegar tarde…

—Nadie va a ir a ninguna parte ahora —dijo George, poniendo en las manos de Lila el jarro de leche. Ella lo observó un momento con curiosidad, y lo puso sobre la mesa—. Ahora has vuelto y eso es fabuloso, de dónde ni cómo, no lo sé, pero estás aquí sana y salva, y aquí nos quedaremos.

—Oh, pero es que debéis ir —dijo Lila, asiendo la manga del batín de George—. Tenéis que ir. Porque si no…

—¿Si no? —preguntó George.

—No terminará bien —dijo Lila en voz baja—. El Cuento —añadió, en voz aún más queda.

—Oho —dijo George—. Oho, el Cuento. Bueno. —Se plantó delante de ella con los brazos en jarras, meneando con aire escéptico la cabeza, pero sin saber qué decir.

Auberon los observaba, padre e hija, y pensaba: No todo ha acabado, entonces. Eso era lo que había empezado a pensar no bien entró en la vieja cocina, o más bien no a pensar sino a saber, a saber por cómo se le erizaban los cabellos de la nuca, la multitud de extraños sentimientos, la sensación de que los ojos le bizqueaban y de ver sin embargo más claro que nunca. No todo terminado: durante largo tiempo él había vivido en un cuarto pequeño, un dormitorio plegable, y lo había explorado en cada uno de sus recovecos, había llegado a conocerlo como sus propias entrañas, y había decidido: esto está muy bien, esto bastará, aquí se puede vivir una especie de vida, aquí hay una silla junto al fuego y una cama para dormir y una ventana para asomarse a mirar; y si era opresivo, sofocante, el hecho de que fuera hasta tal punto sensato, razonable, compensaba ese defecto. Y ahora, era como si hubiese bajado el frente azogado del guardarropa y encontrado, no una cama tendida con sábanas remendadas y un viejo edredón, sino un portal, un navio levando anclas con las velas tendidas, un amanecer ventoso y una avenida sombreada por árboles altos que desaparecían de la vista en lontananza.

Lo cerró, atemorizado. Él había tenido su aventura. Él había transitado por sendas maravillosas, y no sin buenas razones las había abandonado. Se levantó, y fue pesadamente hasta la ventana. Las cabras, no ordeñadas, balaban quejosas en su apartamento.

—No —dijo—. Yo no iré, Lila.

—Pero si ni siquiera sabes las razones —dijo Lila.

—No me importa.

—¡La Guerra! —dijo Lila—. ¡La Paz!

—No me importa. —De ahí él no se movería. Si el mundo entero pasara a su lado en marcha hacia allá (y era probable que lo hiciera) él no lo echaría de menos; o tal vez sí, tal vez lo echara de menos, pero era preferible eso a vivir con el alma entre los dientes, a lanzarse de nuevo en ese mar, ese mar Deseo, ahora que había escapado de él y encontrado una orilla. Nunca.

—Auberon —dijo Lila en voz baja—, Sylvie estará allá.

Nunca. Nunca, nunca, nunca.

—¿Sylvie? —dijo George.

—Sylvie —dijo Lila.

Como ninguno de los dos parecía tener nada más que decir, y el silencio se prolongaba, Lila dijo, al fin:

—Ella me pidió que os lo dijera.

—¡No es verdad! —dijo Auberon, volviéndose hacia ella—. ¡No es verdad, es mentira! ¡No! No sé por qué quieres engañarnos, no sé por qué ni para qué has venido, pero tú dirás cualquier cosa, ¿no? ¡Cualquier cosa menos la verdad! Igual, igual que todos ellos, porque a ti no te importa. No, no, tú eres tan perversa como ellos, tan perversa como esa Lila que George hizo volar, ésa, la falsa.

—Oh, gran Dios —dijo George alzando los ojos al cielo—. Esto sí que es espantoso.

—¿La voló? —dijo Lila, mirando a George.

No fue culpa mía —dijo George, fulminando a Auberon con la mirada.

—Así que fue eso lo que le pasó —dijo Lila, con aire pensativo. Acto seguido se echó a reír—. ¡Oh, ellos se pusieron furiosos! Cuando las cenizas se dispersaron. Era viejísima, varias veces centenaria, la última que les quedaba. —Con un revuelo de la falda saltó de la mesa—. Ahora tengo que marcharme —dijo, y fue hacia la puerta.

—No —dijo Auberon—. Espera.

—¡Marcharte! No —dijo George, y la cogió por el brazo.

—Es que hay tanto que hacer —dijo Lila—. Y aquí todo está arreglado, así que… Oh —dijo—. Me olvidaba. Vuestro camino es casi todo a través del bosque, así que será mejor que llevéis un guía. Alguien que conozca los bosques, y pueda orientaros. Llevad una moneda, para el barquero; y abrigaos bien. Hay montones de puertas, pero algunas son más rápidas que otras. ¡No os demoréis, o llegaréis tarde al banquete! —Estaba ya en la puerta, pero dio media vuelta para echarse de un salto en los brazos de George. Le rodeó el cuello con sus bracitos dorados, le besó las enjutas mejillas, y saltó de nuevo al suelo—. Va a ser tan, tan divertido —dijo; miró a los dos una vez más, con una sonrisita en los labios de simple picardía y placer, y se escabulló. George y Auberon oyeron el tap-tap de sus pies descalzos sobre el viejo linóleo del pasillo, pero no oyeron abrirse, ni cerrarse, la puerta de la calle.

De una percha de sombreros desvencijada George descolgó un sombrero y su gabán, se los puso, se calzó las botas, y fue hasta la puerta, pero cuando llegó a ella pareció haber olvidado para qué o por qué se disponía a salir con tanta prisa. Miró en torno, y al no encontrar ninguna clave, fue a sentarse a la mesa.

Lentamente Auberon fue y se sentó frente a George, y así estuvieron los dos, un tiempo en silencio, y por momentos sobresaltándose, pero sin ver nada, en tanto una cierta luz o significación iba desapareciendo de la cocina, devolviéndola a su vulgaridad, transformándola una vez más en una simple cocina en la que se preparaban potajes y se bebía leche de cabra y donde dos solterones, galocha contra galocha, holgazaneaban sentados frente a frente, con todas las faenas aún sin empezar.

Y un viaje en perspectiva: eso había quedado.

—Bueno —dijo George—. ¿Qué? —Miró a su primo, pero Auberon no había dicho nada.

—No —dijo Auberon.

—Ella dijo… —dijo George, pero no supo decir exactamente qué, no porque hubiera olvidado lo que había dicho Lila, sólo que (caray, con las cabras allá balando a gritos, y el rumor de la nieve y el de su corazón dilatándose y contrayéndose) tampoco podía recordarlo.

—Sylvie —dijo Auberon.

—Un guía —dijo George.

Se oyeron pasos en el corredor.

—Un guía —dijo George—. Ella dijo que necesitaríamos un guía.

Los dos a la par miraron la puerta, que en ese momento se abría.

Fred Savage, con sus galochas, entró en la cocina listo para desayunar.

—¿Guía? —dijo—. ¿Alguien va a alguna parte?

La dama del Bolso

—¿Es ella? —preguntó Sophie, corriendo un poco más el cortinado para poder mirar.

—Tiene que ser —dijo Alice.

Que los faros de un automóvil enfilasen por entre los pilotes de piedra del portón, no era hoy en día un hecho lo bastante frecuente como para que se pensara que pudiera ser otro el visitante.

El automóvil, largo y bajo, negro en la penumbra del anochecer, cruzó rebotando el descuidado camino pedregoso mientras sus ojos brillantes inundaban de luz el edificio. Se detuvo frente al porche, y sus focos se apagaron, pero el burbujeo impaciente del motor prosiguió un rato más. Al fin guardó silencio.

—¿George? —preguntó Sophie—. ¿Auberon?

—A ellos no los veo —dijo Alice—. A ella, únicamente.

—Oh, caramba.

—Bueno —dijo Alice—. Ella al menos.

Volviendo la espalda a la ventana, enfrentaron los rostros expectantes de los que esperaban congregados en el doble salón.

—Ella está aquí —dijo Alice—. Comenzaremos dentro de un momento.

Ariel Halcopéndola, después de apagar el motor, permaneció un rato sentada, escuchando el nuevo silencio. Luego, desasiéndose del abrazo del asiento, salió del coche, recogió del asiento contiguo un bolsón de cocodrilo y, bajo la ligera llovizna, aspiró una profunda bocanada del aire de la noche y pensó: Primavera.

Por segunda vez había viajado al norte hasta Bosquedelinde, esta vez a través de las rutas más transitadas y los baches de una red de carreteras degenerada, y pasando ahora por las garitas de control donde había tenido que mostrar visas y permisos, algo que cinco años antes, la primera vez que había venido aquí, hubiera parecido impensable. Halcopéndola suponía que la habían seguido, al menos parte del trayecto, pero era casi imposible que hubieran podido seguir sus rastros a través de la intrincada maraña de caminos lluviosos que desde la carretera elevada la habían traído hasta aquí. Venía sola. La carta de Sophie, aunque extraña, le había parecido lo bastante urgente como para justificar que la hubiese enviado (Halcopéndola había insistido en que sus primas no le escribiesen a la Capital, ella sabía que le era registrada su correspondencia) y para justificar por su parte ese viaje y una larga ausencia del gobierno en un momento crítico.

—Hola, Alice —dijo cuando las dos altas hermanas salieron a recibirla. En el porche no había encendida ninguna lámpara—. Hola, Sophie.

—Hola —dijo Alice—. ¿Y Auberon? ¿Y George?

Halcopéndola subió los peldaños.

—Fui a la dirección —dijo—, y estuve llamando largo rato. La casa parecía abandonada…

—Siempre lo parece —dijo Sophie.

—… y nadie acudía. Me pareció que había alguien detrás de la puerta, y los llamé por sus nombres. Alguien, alguien con un acento, me contestó que se habían marchado.

—¿Que se habían marchado? —dijo Alice.

—Sí, marchado. Yo pregunté adonde, por cuánto tiempo, pero nadie respondió. No me atreví a quedarme allí mucho tiempo.

—¿No te atreviste? —dijo Alice.

—¿Podemos entrar? —dijo Halcopéndola—. Hace una noche espléndida, pero húmeda. —Sus primas ignoraban y, suponía Halcopéndola, no podían ni siquiera imaginar en qué peligros podían verse envueltas por tener tratos con ella. Deseos poderosos convergían hacia esa casa, ignorando su existencia, pero husmeándola cada vez más cerca. Salvo la débil llama de una vela, que confería una atmósfera de desolada inmensidad al vestíbulo, tampoco allí había luz. Subiendo, bajando, dando vueltas y vueltas a través de los imposibles entresijos de la casa, Halcopéndola siguió también a sus primas hasta dos amplias salas donde había un fuego encendido, y lámparas, y donde muchos rostros se alzaron a su llegada, interesados, expectantes.

—Ésta es nuestra prima —dijo Llana Alice—. Largo tiempo perdida, digamos, y su nombre es Ariel. Y ésta es la familia —le dijo a Ariel—, ya los conoces, y algunos más. Supongo —añadió— que ya estamos todos. Todos los que han podido venir. Iré a buscar a Fumo.

Sophie fue a sentarse a una mesa de juego donde había una lámpara encendida, una lámpara con una pantalla verde, y donde se hallaban las cartas. Al verlas allí Ariel Halcopéndola sintió que se le henchía, o se le encogía, el corazón. Cualesquiera otros destinos que esas cartas pudieran encerrar, Halcopéndola supo en ese momento con absoluta certeza que el suyo estaba en ellas: era ellas.

—Hola —dijo, saludando brevemente a la asamblea con un movimiento de cabeza. Escogió una silla de respaldo recto entre una señora mayor, increíblemente vieja, de ojos clarísimos, y dos niños gemelos, varón y mujer, que compartían un sillón.

—¿Y cómo —le preguntó Marge Junípero— viene usted a ser prima nuestra?

—Hasta donde yo sé —dijo Halcopéndola—, no soy realmente una prima. El padre del Auberon que era hijo de Violet Bebeagua fue mi abuelo por un matrimonio ulterior.

—Oh —dijo Marge—. Esa parte de la familia.

Halcopéndola se sentía el blanco de todas las miradas. Se volvió, con una ligera sonrisa, a los dos niños que ocupaban el sillón, y que la estaban observando con una indefinible curiosidad. Raras veces han de ver gente extraña, supuso Halcopéndola, pero lo que Retoño y Florita estaban viendo, en persona, con asombro y una leve trepidación, era a ese enigmático y un tanto aterrador personaje de una canción que ellos solían cantar y que aparece en el momento crucial de la historia: La Dama del Bolso de Cocodrilo.

No robado aún

Alice subió a prisa las escaleras, orientándose en los tramos obscuros con la destreza de un ciego.

—Fumo —llamó cuando hubo llegado al pie de la estrecha espiral de peldaños empinados que subía a la orrería. No obtuvo respuesta, pero allá arriba había luz.

—¿Fumo?

A Alice no le gustaba subir a la buhardilla: los peldaños angostos, la puertecita abovedada, la estrecha cúpula fría, repleta de aparatos, la ponían demasiado nerviosa, no estaba concebida para divertir a alguien tan corpulento como ella.

—Ya están todos aquí —dijo—. Podemos empezar.

Esperó, acurrucándose. La humedad era palpable en este piso descuidado; las manchas pardas se extendían por todo el empapelado. Fumo dijo:

—Ya voy. —Pero Alice no oyó movimiento alguno.

—George y Auberon no han venido —dijo—. Estaban de viaje. —Esperó otro rato y entonces, al no oír ni rumor de actividades ni de preparativos para bajar, subió la escalera y asomó la cabeza por la puertecita.

Fumo estaba sentado en una banqueta pequeña, como un suplicante o un penitente ante su ídolo, la mirada fija en el mecanismo que ocupaba el interior de la caja de acero negra. Al verlo en esa actitud, ante el objeto de sus desvelos al desnudo, Alice se sintió un poco avergonzada, casi como una intrusa.

—Ya va —dijo Fumo otra vez, pero cuando se levantó fue sólo para sacar una de las bolas del tamaño de un pelota de croquet que estaban alineadas en la parte posterior de la caja. La colocó en el hueco de la mano de uno de los brazos articulados de la rueda que la caja contenía y protegía. Lo soltó, y el peso de la bola hizo girar el brazo hacia abajo. Al moverse éste, los otros brazos articulados también se pusieron en movimiento; otro, clac-clac-clac, se extendió para recibir la próxima bola.

—¿Te das cuenta de cómo funciona? —dijo Fumo con tristeza.

—No —dijo Alice.

—Una rueda que rompe el equilibrio —dijo Fumo—. Estos brazos articulados, ¿ves?, se extienden bien rígidos de este lado gracias a las articulaciones; pero cuando dan toda la vuelta hacia este lado, las articulaciones se repliegan, y el brazo descansa sobre la rueda. Bien. Esta parte de la rueda, aquí donde sobresalen los brazos, siempre pesará más, y siempre bajará, es decir, dando la vuelta; de modo que cuando pones la bola en el hueco, la rueda gira en descenso, y pone en actividad el brazo siguiente. Y otra bola cae en el hueco de la mano de ese brazo, y lo hace bajar y girar, y así sucesivamente.

—Oh. —Fumo le estaba describiendo el proceso en un tono monocorde, como si fuera una vieja y mil veces repetida lección de gramática. Alice recordó de pronto que esa noche Fumo no había bajado a cenar.

—Entonces —prosiguió él— el peso de las bolas al caer en los huecos de los brazos de este lado levanta los brazos de este otro lado lo suficiente como para que se replieguen, y la taza se inclina, y la bola rueda —giró la rueda a mano para demostrarlo— y vuelve a la hilera, y rueda y cae en la taza del brazo que acaba de extenderse de este lado y éste hace girar el brazo y así hasta el infinito. —Y en efecto, el brazo inactivo depositó su bola, y la bola rodó al brazo que, clac-clac-clac, extendió la rueda. El brazo fue transportado hasta el final del ciclo de la rueda. Luego se paró.

—Asombroso —dijo Alice con dulzura.

Fumo, con las manos enlazadas en la espalda, contemplaba la rueda inmóvil con aire sombrío.

—Es la cosa más estúpida que he visto en mi vida —dijo.

—Oh…

—Ese tipo Nube ha de haber sido el inventor o el genio más estúpido que jamás… —No sé le ocurrió ninguna conclusión, y agachó la cabeza—. Nunca funcionó, Alice, este artefacto nunca ha podido accionar nada. Nunca va a funcionar.

Ella avanzó pisando con cautela entre las herramientas y las piezas sueltas y aceitadas y lo cogió del brazo.

—Fumo —dijo—. Están todos abajo. Ariel Halcopéndola ha venido.

Él la miró, y se echó a reír, una risa de frustración ante una derrota absurdamente definitiva; de pronto hizo una mueca, y se llevó rápidamente la mano al pecho.

—Oh —dijo Alice—. Tendrías que haber comido.

—Es mejor cuando no como —dijo Fumo—. Pienso.

—Vamos —dijo Alice—. Ya lo encontrarás. Estoy segura. Tal vez podrías preguntarle a Ariel. —Le dio un beso en la frente, salió delante de él por la puerta abovedada y, con una profunda sensación de alivio, bajó las escaleras.

—Alice —dijo Fumo—. ¿Es hoy? ¿Esta noche, quiero decir? ¿Es eso?

—¿Es qué?

—¿Es, no? —dijo él.

Mientras atravesaban el corredor y bajaban al segundo piso, Alice no dijo nada. Llevaba a Fumo del brazo, y pensó más de una cosa que podía decir; pero al fin (no tenía objeto alguno seguir hablando en clave, ella sabía demasiado, y él también) dijo tan sólo:

—Supongo. Casi.

La mano de Fumo, la mano con la que se apretaba la clavícula, le empezó a hormiguear.

—Oh-oh —dijo, y se detuvo.

Estaban en el rellano superior de la escalera. Vagamente podía ver abajo las luces del salón, y oír las voces. Súbitamente las voces se diluyeron en un zumbido de silencio.

Casi. Si era casi, entonces él había perdido; porque estaba muy retrasado, tenía trabajo por hacer que ni siquiera era capaz de concebir, y mucho menos comenzar. Había perdido.

Un agujero enorme pareció abrirse en su pecho, un agujero más grande que él. El dolor se apretujaba en los contornos de los huecos, y Fumo supo que al cabo de un momento, de un momento interminable, el dolor penetraría violentamente y llenaría el vacío; pero por el momento no era nada, nada más que una terrible premonición, y una incipiente revelación, ambas vacías, en pugna en su vacío corazón. La premonición era negra, y la revelación incipiente sería blanca. Se detuvo de golpe, tratando de no aterrorizarse por no poder respirar: no había aire dentro del vacío para que él lo respirase; sólo la batalla entre Premonición y Revelación podía experimentar, y oír el largo, intenso zumbido que parecía ser una voz que le decía: Ahora ves, tú no pediste ver y no es éste el momento en que habrías en todo caso esperado, deseado que la visión viniera a ti, aquí en esta escalera y en esta obscuridad, pero es Ahora; y en ese mismo instante cesó. Su corazón, con dos terribles golpes secos como mazazos, empezó a latir frenética y resueltamente, como con furia, y el dolor, familiar y liberador, lo inundó. La batalla había concluido. Ya podía respirar dolor. Dentro dé un momento respiraría aire.

—Oh —le oyó decir a Alice—, oh, oh, uno de los bravos. —La vio apretarse su propio pecho en un gesto de solidaridad, y sintió en el brazo izquierdo la presión de su mano.

—Sí, uff —dijo él, reencontrando su voz—. Oh, caray.

—¿Pasó?

—Casi. —El dolor le bajaba por el brazo izquierdo, que ella retenía, adelgazándose en un hilo que se prolongaba hasta llegar al dedo anular, en el que no llevaba ningún anillo, pero del cual, y eso era lo que ella sentía ahora, un anillo le estaba siendo arrancado, a los tirones, un anillo que había usado durante tanto tiempo que ya nadie podía quitarle sin seccionar el nervio y el tendón—. Sal de una vez, sal —le dijo, y salió, o en todo caso se adelgazó un poco más—. Ya está —dijo—. Ya.

—Oh, Fumo —dijo Alice—. ¿Ya?

—Ya pasó —dijo él. Reanudó el descenso hacia las luces del salón. Alice lo tenía, lo sostenía, pero él no estaba débil; ni siquiera estaba enfermo, el doctor Fish y los viejos libros de medicina del doctor Bebeagua estaban de acuerdo en que lo que él padecía no era una enfermedad sino una condición, compatible con una larga vida, e incluso por lo demás con la buena salud.

Una condición, algo con que convivir. ¿Por qué, entonces, parecía ser revelación, una revelación que nunca llegaba del todo, y que no podía ser recordada después?

—Sí —había dicho el viejo Fish—, la premonición de la muerte es una sensación frecuente con la angina, nada por qué preocuparse. —Pero ¿era de muerte? ¿Sería acaso ésa la revelación, cuando llegase, si llegaba?

—Te dolió mucho —dijo Alice.

—Bueno —dijo Fumo, riéndose o jadeando—. Creo que hubiera preferido que no ocurriera, sí.

—Puede que éste sea el último —dijo Alice. Parecía imaginar los ataques como si fuesen estornudos, que uno grande al final limpiaba el sistema.

—Oh, apuesto a que no —dijo Fumo con mansedumbre—. No creo que deseemos que sea el último. No.

Bajaron las escaleras, sostenidos el uno en el otro.

—Aquí estamos —dijo Alice—. Aquí está Fumo.

—Hola, hola —dijo él. Sophie alzó la vista de su mesa, y sus hijas de sus tejidos, y él vio reflejado en sus rostros su propio dolor. El dedo le hormigueaba aún, pero él estaba entero, el anillo que durante tanto tiempo había usado no le había sido robado todavía.

Una condición: pero parecía una revelación. ¿Acaso la de ellas, se preguntó por primera vez, sería tan dolorosa como la suya?

—Bueno —dijo Sophie—. Podemos empezar. —Miró en torno al círculo de rostros que la observaba. Bebeaguas y Barnables, Pájaros, Flores, Piedras, y Matas, sus primos, vecinos y parientes. La claridad de la lámpara de bronce sobre la mesa dejaba en la penumbra para ella el resto del salón, como si estuviera sentada junto a un vivac mirando las caras de unas alimañas cuya conciencia y decisión ella, con la magia de sus palabras, debía despertar.

—Bueno —dijo—, he tenido una visita.