Desenfrenado, más allá de toda norma o arte, éxtasis inmenso.
Milton
Lo que le gustaba a Fumo de que sus hijas crecieran era el hecho de que, si bien se iban de su lado, lo hacían (o eso suponía él) menos por rechazo o aburrimiento que por la necesidad de dar cabida al crecimiento de sus propias vidas: cuando ellas eran pequeñitas, sus vidas e intereses —los conejos y la música de Tacey, los nidos de pájaros y los noviecitos de Lily, las perplejidades de Lucy— cabían dentro de él, en el ámbito de su propia vida, que en ese entonces estaba repleto; y después, a medida que crecían y se expandían, dejaban de caber, necesitaban espacio, sus intereses se multiplicaban, era preciso acomodar a los amantes primero y a los hijos después, y Fumo ya no podía contenerlos a menos que también él se expandiese, y lo había hecho, y su propia vida se había expandido a la par de las de ellas, y no por ello las sentía más distantes de él que antes, y eso le gustaba. Y lo que no le gustaba de que fueran creciendo era ese mismo hecho: que ello lo obligara a crecer, a dilatarse a veces mucho más de lo que, temía él, la personalidad en la que, con el correr de los años, se había encasillado sería capaz de soportar.
El hecho de que se hubiera criado en el anonimato había tenido al menos una importante ventaja cuando a su vez tuvo hijos: porque gracias a eso ellos podían imaginarlo como les gustaba que fuese, podían considerarlo benévolo o severo, evasivo o franco, alegre o taciturno, según lo requiriese el temperamento de cada cual. Y eso era maravilloso, era maravilloso ser el Padre Universal, y que no le ocultaran nada. Y hasta hubiera apostado (aunque no tenía forma de demostrarlo) que a él sus hijas le habían confiado más secretos, graves, bochornosos, divertidos que las de la mayoría de los hombres. Pero también su flexibilidad tenía límites, y él no podía, a medida que pasaba el tiempo, estirarse tanto como lo hiciera en otras épocas, y cada vez se sentía menos capaz de pasar ese hecho por alto cuando su personaje, al volverse día a día más crustáceo e impenetrable, desaprobaba o no podía comprender a los jóvenes.
Quizá fuera más que nada eso lo que había sucedido entre él y su hijo pequeño, Auberon. Las emociones que Fumo recordaba haber experimentado más frecuentemente en presencia de su hijo eran una suerte de confusa irritación, y tristeza por el misterioso abismo que parecía abrirse entre ellos para siempre. Cada vez que se armaba de coraje para intentar saber qué le pasaba a su hijo, Auberon había ostentado una reserva compleja y bien ejercitada ante la cual Fumo se sentía impotente y hasta aburrido; cuando Auberon a su vez se acercaba a él, Fumo parecía incapaz de no parapetarse detrás de su disfraz de padre corriente y moliente que no sabe nada de nada, y Auberon se apresuraba a batirse en retirada. Y con los años las cosas no habían mejorado sino empeorado, hasta que por fin, con mil reparos y meneos de cabeza por fuera, y con una sensación de alivio por dentro, lo había visto partir para la Ciudad en su extraña misión.
Quizá si hubieran jugado un poco más a la pelota… Salido de casa, simplemente, hijo y padre, y pateado un rato la vieja pelota en una tarde de verano. A Auberon siempre le había encantado jugar a la pelota. Fumo lo sabía, aunque él mismo nunca había jugado bien ni disfrutaba haciéndolo.
La irrelevancia de esta fantasía le causó risa. Vaya la solución que se le ocurría sugerir a su personaje ante la inexplicabilidad de sus hijos. Tal vez, sin embargo, se le había ocurrido a él porque intuyera que algún gesto común, ordinario, podría haber zanjado ese abismo que se interponía entre él y su hijo; si también entre él y sus hijas existía un abismo tan grande, él nunca lo había advertido; pero desde luego, bien podía estar allí, disimulado por la extrañeza de estar creciendo hoy con un padre que había crecido ayer, o incluso anteayer.
Ninguna de sus hijas se había casado, ni parecía probable que fuera a hacerlo, pese a que él tenía ya dos nietos, los mellizos de Lily, y Tacey parecía resuelta a tener un hijo de Tony Cabras. Fumo no era por cierto un defensor acérrimo del matrimonio, aunque no podía imaginar la vida sin el suyo, por extraño que demostrara ser, y en cuanto a la fidelidad, él no tenía ningún derecho a hablar. Pero lo apesadumbraba, eso sí, la idea de que su descendencia pudiera ser más o menos innominada y, si las cosas seguían así, sólo identificable con el tiempo como los caballos de raza, por tal y cual y tal y cual. Y no podía por menos de pensar que había un algo embarazosamente obvio en los emparejamientos de sus hijas con sus amantes, una impudicia que el matrimonio hubiese podido cubrir con un manto de decencia. O mejor dicho, su personaje pensaba eso. Fumo mismo aplaudía la audacia y la valentía de sus hijas, y no se avergonzaba de admirar su sexualidad como siempre había admirado su belleza. Al fin y al cabo, ya eran mujeres. Y sin embargo… bueno, esperaba que ellas pasaran por alto el hecho de que su personaje hiciera ruidos raros o lo indujera, por ejemplo, a abstenerse de ir a visitar a Tacey y a su cómo-se-llama cuando estaban viviendo juntos en una cueva. ¡Una cueva! Sus hijas parecían decididas a recapitular en sus propias vidas toda la historia de la humanidad. Lucy juntaba hierbas curativas para simples y Lily leía los astros y a sus mellizos les colgaba corales alrededor del cuello para protegerlos del mal de ojo. Auberon, con una mochila al hombro, se marchaba a la Ciudad a probar fortuna. Y Tacey, en su cueva, descubría el fuego. Y por añadidura, justo cuando las provisiones de energía eléctrica parecían estar agotándose en el mundo definitivamente. Ahora, pensando en eso, oyó el reloj que canturreaba el cuarto de hora, y se preguntó si bajaría al sótano a apagar el generador.
Bostezó. La única lamparilla encendida en la biblioteca formaba un charco de luz que no le apetecía abandonar. Tenía junto a su poltrona una pila de libros en los que había estado buscando material para la escuela: los viejos, con el uso y los años, se habían vuelto repulsivos al tacto y a la vista, y mortalmente aburridos. Otro reloj canturreó la una, pero Fumo no le creyó. Afuera, vela en mano, por el corredor, pasó un fantasma familiar de la noche: Sophie, todavía despierta.
Pasó y se alejó —Fumo vio el halo de luz brillar y atenuarse en las paredes y los muebles— y a poco regresó.
—¿Todavía levantado? —dijo, en el mismo momento en que él le hacía a ella la misma pregunta.
—Es espantoso —dijo, entrando en la biblioteca. Llevaba un largo camisón blanco que le daba más aún el aire de un espectro errante—. Dando vueltas y vueltas. ¿Conoces la sensación? Como si tu mente estuviera dormida y tu cuerpo despierto, y no quisiera rendirse, y tuviera que seguir saltando de una a otra posición.
—Y despertándote a cada momento…
—Sí, y tu cabeza no puede… no puede zambullirse, o algo así, y dormir de verdad, pero tampoco ella se rinde y te despierta y sigue repitiendo el mismo sueño, o el principio de un sueño, sin llegar nunca al final…
—Barajando una y otra y otra vez el mismo mazo de disparates, sí, hasta que tú acabas por rendirte y te levantas…
—¡Sí, sí!, y tienes la sensación de haber estado echada allí horas y horas, debatiéndote en vano, y sin dormir ni un solo instante. ¿No es espantoso?
—Espantoso. —Fumo pensaba, aunque no lo admitiría jamás, que había un cierto sentido de equilibrio en el hecho de que Sophie, antaño la eterna dormilona, se hubiese convertido en los últimos años en una legítima insomne, y que conociese ahora incluso mejor que él, que con suerte sólo lograba conciliar de a ratos un sueño entrecortado, esa búsqueda desesperada del huidizo olvido—. Cocoa —dijo—. Leche tibia. Con un dedito de brandy. Y rezar tus oraciones. —Ya otras veces le había dado a Sophie esos mismos consejos.
Ella se arrodilló junto a su poltrona, cubriéndose los pies con el camisón, y apoyó la cabeza en su muslo.
—Pensé —dijo—, cuando salí de golpe de eso, ¿sabes?, del dar vueltas y vueltas, pensé: ella ha de tener frío.
—¿Ella? —dijo él. Y luego—: Ah.
—¿No es absurdo? Si está viva, no ha de tener frío, probablemente; y si está…, bueno, si no está viva…
—Mm. —Estaba, estaba Lila, desde luego; él había estado pensando con tanta autocomplacencia en lo bien que conocía a sus hijas, en lo mucho que ellas lo querían, en su hijo Auberon, el único granito de arena en su ostra; pero estaba esa otra hija suya, su vida era más extraña que como casi siempre solía aparecer ante él, Lila era una dimensión de misterio y dolor que él a veces olvidaba. Sophie no la olvidaba nunca.
—¿Sabes lo que es curioso? —dijo Sophie—. Hace años, añares, yo solía pensar que ella crecía, sabía que crecía y se hacía mayor. Lo podía sentir. Sabía con exactitud cómo era, qué aspecto tenía, qué aspecto tendría cuando fuese mayor. Pero de pronto, nunca más. Ella debía de tener… unos nueve, o diez años, supongo; y desde entonces no me la pude imaginar creciendo, haciéndose mayor.
Fumo no respondió, sólo acarició suavemente la cabeza de Sophie.
—Ella tendría ahora unos veintidós. Piensa en eso.
Él pensó en eso. Él había (veintidós años atrás) jurado ante su esposa que la hija de su hermana sería suya, suyas todas las responsabilidades. La desaparición de Lila no había cambiado las cosas, pero lo había dejado sin obligaciones. No había sido capaz de imaginar cómo buscar a la Lila real desaparecida, cuando a la larga le dijeron que se había perdido y que Sophie le había ocultado su suplicio con la falsa Lila, a él y a todos ellos. Él aún no sabía cómo había concluido la historia: Sophie se había marchado un día, y cuando regresó no había más Lila, ni falsa ni verdadera; y Sophie se había echado a dormir, y una nube había desaparecido de la casa, y una tristeza había entrado en ella. Eso era todo. Y él no debía preguntar.
Tantas y tantas cosas que él no debía preguntar… Era todo un arte: un arte que Fumo había aprendido a ejercitar con tanta pericia como un cirujano el suyo, como un poeta el suyo. A escuchar; a asentir; a actuar de acuerdo con lo que se le decía como si hubiese comprendido; a no ofrecer críticas ni consejos, excepto los más benévolos y anodinos, y ello sólo para demostrar su interés y su preocupación; a hacer mil conjeturas. A acariciar los cabellos de Sophie, y a no intentar apartarla de su tristeza; a preguntarse cómo había podido sobrellevar esa vida, con semejante pena en el corazón, y a no preguntar jamás.
Bueno, en cuanto a eso, sus otras tres hijas eran por cierto un misterio tan insondable para él como la cuarta, si bien no un misterio que le doliese contemplar. Reinas del aire y de la obscuridad, ¿cómo había podido engendrarlas? Y su esposa: sólo que hacía tanto tiempo (desde su luna de miel, desde el día de su boda) que había cesado de cuestionarla que ella ya no era más (ni tampoco menos) un misterio para él que las nubes y las piedras y las rosas. En cuanto a eso, el único a quien acaso empezaba a comprender (y a criticar, y a inmiscuirse en su vida y a estudiar) era a su único hijo varón.
—¿Por qué supones tú que es así? —preguntó Sophie.
—¿Por qué es así qué?
—Que yo ya no la pueda imaginar haciéndose mayor.
—Bueno, hm —dijo Fumo—. La verdad, no lo sé.
Ella suspiró y Fumo le acarició la cabeza, pasándole los dedos entre los rizos, separándolos. Nunca, nunca llegarían a encanecer de verdad; incluso ahora, con el oro empañado, seguían pareciendo rizos de oro. Sophie no era una de esas tías solteronas cuya belleza desperdiciada acaba por amustiarse y marchitar como una flor —para empezar, no era una solterona—, parecía como si nunca fuera a trasponer el umbral de la juventud, que nunca había llegado ni llegaría a ser una persona de edad madura. Llana Alice, ahora al filo de los cincuenta (¡cincuenta, santo Dios!), tenía exactamente el aspecto que debía tener, como si hubiese cambiado las sucesivas pieles de la infancia y la juventud y aparecido así, intacta, tal cuál era. Sophie representaba dieciséis, sólo que abrumada por un montón de años innecesarios, casi injustamente. Fumo se preguntaba cuál de las dos, en el correr de los años, le había parecido más a menudo la más hermosa.
—Tal vez necesites encontrar algún otro interés.
—No necesito ningún interés —dijo Sophie—. Sólo necesito dormir.
Había sido Fumo, cuando Sophie descubrió con sorpresa y horror qué cantidad de horas tiene el día cuando la mitad de ellas no las llena el sueño, quien comentara que la mayoría de la gente suele llenar esas horas con intereses de alguna clase y sugerido a Sophie que tratara de encontrar alguno. Y ella, en su desesperación, lo había hecho: las cartas, desde luego, en primer término, y cuando no trabajaba con ellas hacía jardinería, visitas, conservas, arreglos en la casa, leía libros por docenas, siempre consciente de que esos intereses eran una obligación impuesta por la ausencia de su piadoso y perdido (¿por qué?, ¿por qué perdido?) sueño. Daba vueltas y vueltas la desasosegada cabeza, sobre el muslo de Fumo como si fuese su desasosegada almohada. De pronto lo miró.
—¿Quieres dormir conmigo? —preguntó—. Dormir, quiero decir.
—Preparemos un poco de cocoa —dijo él.
Ella se incorporó.
—Es tan injusto —dijo, alzando los ojos hacia el cielo raso—. Todos allá arriba durmiendo profundamente y que yo tenga que rondar por la casa como un fantasma.
Aunque en realidad —además de Fumo, que a la luz del candil encabezaba la marcha hacia la cocina—, Mambé acababa de despertarse con sus dolores artríticos y se preguntaba qué sería más penoso, si levantarse para tomar una aspirina o quedarse acostada y no hacerles caso; y Tacey y Lucy no se habían acostado todavía, y estaban las dos charlando en voz baja a la luz de una vela de sus amantes y sus amigos y su familia, de la suerte de su hermano y de los defectos y virtudes de la hermana no presente, Lily. Los mellizos de Lily acababan también de despertarse, el uno porque se había hecho pipí en la cama, y la otra porque había sentido la humedad y, despiertos los dos, estaban a punto de despertar a Lily. La única que dormía en toda la casa era Llana Alice, que yacía boca abajo con la cabeza hundida entre dos almohadas de plumas, soñando con una colina donde crecían, estrechamente abrazados, un roble y un espino.
Cierto día de invierno, Sylvie fue a hacer una visita a su antiguo barrio, en el que ya no vivía desde que su madre regresara a la Isla, dejando a Sylvie al cuidado de unas tías. En una habitación amueblada al final de esa calle, con su madre, su hermano, un hijo de su madre y algún huésped ocasional, se había criado Sylvie, y adquirido Comoquiera el Destino que hoy llevaba consigo a esas callejuelas mugrientas.
Aunque a sólo unas pocas paradas de metro de la Alquería del Antiguo Fuero, parecía una distancia inmensa, en otra orilla, otro país; tan populosa era la Ciudad que podía albergar, adosados, muchos de esos países extraños; había algunos que Sylvie nunca había visitado, y cuyos antiguos nombres holandeses o pintorescamente rurales tenían para ella resonancias misteriosas y sugerentes. Pero estas manzanas las conocía bien. Las manos en los bolsillos de su viejo abrigo de pieles, con doble par de calcetines en los pies, bajaba por las callejuelas que a menudo recorría en sueños, y no las encontraba muy distintas de como las soñaba, se mantenían como preservadas por la memoria: casi todos los mojones con que ella las acotara de niña seguían estando allí, la dulcería, la iglesia evangélica donde mujeres con bigotes y caras empolvadas cantaban himnos, la sórdida tienda de comestibles que vendía al fiado, la notaría pavorosa y obscura. Llegó, guiada por esos mojones, al edificio donde vivía la mujer a quien llamaban La Negra, y aunque parecía más pequeño y más sórdido que antaño, o que como ella lo recordaba, y con pasillos más obscuros que apestaban a orina más que en su recuerdo, era el mismo, y el corazón le latía de prisa y con terror mientras trataba de recordar cuál puerta era la suya. Cuando subía la escalera, una trifulca estalló súbitamente en uno de los apartamentos, marido, mujer, suegra, griterío de niños, todo al compás de una música jíbara. El hombre estaba borracho y salía para emborracharse más; la mujer lo insultaba, la suegra insultaba a la mujer, la música le cantaba al amor. Sylvie preguntó dónde estaba la casa de La Negra. Todos enmudecieron de golpe y señalaron arriba, estudiando a Sylvie.
—Gracias —dijo, y siguió subiendo; tras ella el sexteto (bien y asiduamente ensayado) empezó otra vez.
Parapetada detrás de su puerta tachonada de candados, La Negra interrogaba a Sylvie, incapaz al parecer, pese a sus poderes, de ubicarla. De pronto Sylvie recordó que La Negra la había conocido sólo por un sobrenombre infantil, y lo dio. Un instante de aterrorizado silencio (Sylvie lo pudo percibir), y los cerrojos se abrieron.
—Yo creía que te habías marchado —dijo la mujer negra, los ojos muy abiertos, las comisuras de la boca caídas en una mueca de horrorizada sorpresa.
—Pues sí, me he marchado —dijo Sylvie—. Años ha.
—Lejos, quiero decir —dijo La Negra—. Lejos, muy lejos.
—No —dijo Sylvie—. No tan lejos.
También la mujer era una sorpresa para Sylvie, porque había cambiado, ahora era mucho más menuda, y por eso mismo mucho menos aterradora. Los cabellos se le habían vuelto grises como lana de acero. Pero el apartamento, cuando al fin La Negra se hizo a un lado y dejó entrar a Sylvie, permanecía idéntico: más que nada un olor, o muchos olores juntos, que le despertaron, como si inhalase junto con los olores la misma pavura, la misma extrañeza que siempre había sentido en ese lugar.
—Tití —dijo, tocando el brazo de la vieja (porque La Negra la seguía mirando como si no pudiera creer a sus ojos y no decía palabra)—. Tití, necesito ayuda.
—Sí —dijo La Negra—. Lo que tú quieras.
Pero Sylvie, mirando en torno el pequeño, minúsculo apartamento, estaba menos segura que una hora antes de qué clase de ayuda era la que necesitaba.
—Caray, igualito —dijo. Ahí estaba la cómoda arreglada como un altar, con las desportilladas estatuillas de la Negra Santa Bárbara y el Negro Martín de Porres, las velas rojas encendidas ante ellos, sobre el mantel de encaje plástico; allí el cuadro de Nuestra Señora derramando bendiciones que caian transformadas en rosas en un mar color llama de gas. En otra pared, el cuadro del Ángel Guardián, que también (curiosa coincidencia) colgaba en la pared de la cocina de George Ratón: el puente peligroso, los dos niños, el poderoso ángel cuidando que llegaran a salvo a la otra orilla—. ¿Quién es eso? —preguntó Sylvie. En medio de los santos, delante de la mano talismánica, a la trémula luz de una vela casi consumida, había un cuadro amortajado en seda negra.
—Vamos, siéntate, siéntate —dijo rápidamente La Negra—. No está castigada, no, aunque parezca estarlo. Yo nunca he querido hacer eso.
Sylvie decidió no poner en duda esa protesta.
—Oh, espera, he traído unas cositas. —Le ofreció la bolsa, unas frutas, algunos dulces, un poco de café que le había mendigado a George, pues había recordado que su tía lo tomaba con delectación, hirviente y muy azucarado.
La Negra, bendiciéndola profusamente, empezó a serenarse. Después que, por precaución, hubo retirado el vaso con agua que siempre tenía encima de la cómoda para atrapar a los malos espíritus y la hubo volcado en el estrepitoso inodoro y cambiado por otra, prepararon el café y se sentaron a charlar de las cosas de antaño, Sylvie un poco hasta por los codos de los nervios.
—Tuve noticias de tu madre —dijo La Negra—. Llamó desde larga distancia. No a mí. Pero me he enterado. Y de tu padre.
—Él no es mi padre —dijo Sylvie, evasiva.
—Bueno…
—No es más que el tipo con quien se casó mi madre. —Miró a su tía con una sonrisa—. Yo no he tenido padre.
—Ay, bendita.
—Hija de madre virgen —dijo Sylvie—, pregúntaselo a mi madre si no —y acto seguido, aunque riéndose, se dio una palmada en la boca por la blasfemia.
Hecho el café, lo tomaron y comieron los dulces, y Sylvie le dijo a su tía a qué había venido: para que le extirpase el Destino que La Negra le leyera años atrás en las cartas y en la palma de la mano: para que se lo arrancase como una muela.
—Porque, ¿sabes?, he conocido a ese hombre —dijo, bajos los ojos, súbitamente tímida al sentir el calor que le florecía en el corazón—. Y yo lo quiero y…
—¿Es rico? —preguntó La Negra.
—No lo sé. Creo que su familia, más o menos.
—Entonces —dijo su tía—, quizá él es tu Destino.
—Ay, Tití —dijo Sylvie—. No es tan rico.
—Bueno…
—Pero yo lo amo, y no quiero ningún Destino que pueda venir a arrebatarme, y a separarme de él.
—Ay, no —dijo La Negra—, porque ¿dónde iría a parar? ¿Si saliera de ti?
—Yo no sé —dijo Sylvie—. ¿No podríamos tirarlo tranquilamente a la basura?
La Negra, con los ojos redondos de espanto, meneó lentamente la cabeza. De pronto, Sylvie se sintió aterrorizada y estúpida a la vez. ¿No hubiera sido más sencillo dejar, pura y simplemente, de creer que había un Destino para ella, a creer que el amor era un destino tan alto como el que cualquier persona podía ambicionar o tener, y que ella lo tenía? ¿Y si con brujerías y potingues no sólo no se lo sacara de encima sino que, por el contrario, lo enconara contra ella, o lo agriara, y le costara incluso su amor?
—Yo no sé, no sé —dijo—. Lo único que sé es que lo quiero y que con eso me basta; quiero estar con él, y ser buena con él, y guisarle arroz y frijoles y tener sus bebés… y seguir así y así para siempre.
—Haré lo que me pides —dijo La Negra en una voz tan baja que no parecía la suya—. Cualquier cosa que me pidas.
Sylvie la miró, y un frisson de magia espeluznante le trepó por la médula. La vieja negra continuaba sentada en su sillón como un cuerpo inerte, y aunque sus ojos no se apartaban de Sylvie, no parecían verla.
—Bueno —dijo Sylvie, dubitativa—, como aquella vez, o sea cuando fuiste a nuestra casa y encerraste los malos espíritus en un coco, y lo echaste a rodar hasta la puerta. Y después por el pasillo y a la basura. —Le había contado esta historia a Auberon, desternillándose junto con él de la risa, pero aquí no sonaba divertida—. Titi —dijo, pero su tía (aunque seguía sentada en el sillón tapizado de plástico) ya no estaba allí.
No, a un Destino no se lo podía meter en un coco, era demasiado pesado; no se podía eliminarlo con ungüentos ni quitárselo de encima lavándolo con infusiones de hierbas; estaba profundamente enraizado. La Negra, si fuera a hacer lo que Sylvie le ordenaba, siempre y cuando su viejo corazón pudiese resistirlo, tendría que extraerlo de Sylvie y tragárselo. Y ante todo, ¿dónde estaba? Se aproximó con pasos cautelosos al corazón de Sylvie. Ella conocía la mayor parte de esas puertas: amor, dinero, salud, hijos. Ese otro portal, entreabierto, ella no lo conocía.
—Bueno, bueno —dijo, mortalmente asustada de que el Destino, cuando lo forzara a salir de Sylvie, fuera a abalanzarse sobre ella y matarla o transformarla en algo tan horrendo que acaso más le valiera morir. Sus espíritus guías, cuando ella se volvió para consultarlos, habían huido despavoridos. Y, no obstante, tenía que hacer lo que Sylvie le había ordenado. Apoyó la mano sobre la puerta y empezó a abrirla, atisbando del otro lado una luminosidad dorada, de pleno día, escuchando una ráfaga de viento, o el murmullo de una multitud de voces.
—¡No! —gritó Sylvie—. No, no, no, yo estaba equivocada, ¡no!
Con un golpe seco, el portal se cerró. La Negra, presa de un vértigo desolador, se desplomó una vez más en su silla, en el minúsculo apartamento. Sylvie la sacudió.
—¡Lo quiero de vuelta! ¡Lo quiero de vuelta! —gritaba. Pero jamás había salido de ella.
La Negra, recobrándose, se golpeaba con la mano el pecho jadeante.
—No se te ocurra volver a hacer esto nunca más, criatura —dijo—. Podrías matar a una persona.
—Lo siento, lo siento tanto —dijo Sylvie—. Pero fue sólo un error, un tremendo error…
—Descansa, descansa —dijo La Negra, todavía inmóvil en su asiento, viendo cómo Sylvie se ponía de prisa su abrigo—. Descansa. —Pero Sylvie sólo quería escapar de esa habitación, donde las corrientes poderosas de la brujería parecían entrecruzarse y estallar alrededor de ella como relámpagos; estaba arrepentida hasta la desesperación de haber tenido siquiera la idea de dar ese paso, de esperar contra toda esperanza que su estupidez no hubiese dañado su Destino, o lo hubiese enconado contra ella, o despertado del todo, por qué, por qué no lo habría dejado dormir tranquilamente donde estaba, en paz, sin molestar a nadie… Su invadido corazón le golpeteaba, acusador, dentro del pecho; abrió con dedos trémulos su bolso, buscando el rollo de billetes que había traído para pagar esa descabellada operación.
La Negra retrocedió ante los billetes de Sylvie como si fueran a morderla. Si Sylvie le hubiese ofrecido monedas de oro, hierbas potentes, un medallón dotado de poderes, un libro de secretos, ella los habría aceptado: había soportado la horrible prueba, y algo merecía, sí, pero no sucios billetes para comprar comida, no un dinero que había pasado por mil manos.
Ya fuera, en la calle, mientras se alejaba a prisa del lugar, Sylvie pensaba: estoy bien, estoy bien, y esperaba que fuese cierto, claro que podía hacerse arrancar su Destino; también podía cortarse la nariz. No, estaba en ella para siempre, todavía lo llevaba consigo, y si el saberlo no la alegraba, la alegraba al menos el saber que no se lo habían sacado: y aunque era poco aún lo que sabía de él, una cosa había aprendido cuando La Negra había intentado abrirla, una cosa que la hacía huir precipitadamente, buscando una estación de metro que la llevase al centro de la Ciudad: había sabido que, fuese cual fuere su Destino, Auberon estaba en él. Y que, por supuesto, si no estuviera en él, ella no lo querría para nada.
Todavía aturdida, La Negra se levantó pesadamente de su sillón. ¿Había sido realmente ella? No podía ser ella, no ella en carne y hueso, no a menos que todos los cálculos de La Negra hubieran estado equivocados; sin embargo, allá encima de la mesa estaban las frutas que ella había traído, y los dulces a medio comer.
Pero si era ella la que había estado con La Negra hacía un rato, ¿quién era, entonces, la que en todos esos años había ayudado a La Negra en sus rezos y hechizos? Si ella aún estaba aquí, no transfigurada aún, en la misma Ciudad en que habitaba La Negra, ¿cómo, entonces, invocada por La Negra, pudo haber curado, y dicho verdades, y reunido amantes?
Fue hasta la cómoda y retiró el trozo de seda negra que cubría la imagen que ocupaba el centro en el altar de sus espíritus. Esperaba a medias que hubiese desaparecido, pero no, allí estaba: una fotografía vieja y resquebrajada, un apartamento muy parecido a éste, en el que estaba La Negra: una fiesta de cumpleaños, y una chiquilla flacucha de tez morena y trencitas sentada (sin duda sobre una voluminosa guía telefónica) detrás de su tarta, una corona de papel en la cabeza, los ojos inmensos fascinados y misteriosamente sabios.
¿Tan vieja estaría ella?, se preguntó La Negra, que ya no era capaz de distinguir el espíritu de la carne, las visitas de las visitaciones. Y si así fuera, ¿qué podía ello augurar para sus prácticas?
Encendió otra vela y la puso en el vaso rojo.
Muchos años antes George Ratón le había mostrado la Ciudad al padre de Auberon, haciendo de él un hombre de Ciudad; ahora Sylvie hacía lo mismo con Auberon. Pero ésta era una Ciudad distinta. Las dificultades que habían ido surgiendo en todas partes, incluso en los planes mejor elaborados de los hombres, el inexplicable pero Comoquiera inevitable fracaso que parecía viciar sus múltiples proyectos, era en la Ciudad donde se manifestaban con más despiadada intensidad, y era allí donde más dolor y furia provocaban, la furia permanente que no viera Fumo, pero que Auberon veía en casi todas las caras de la Ciudad.
Porque la Ciudad, aún más que la Nación, vivía del Cambio: rápido, implacable, siempre para mejor. El Cambio era la savia vital de la Ciudad, el espíritu que alentaba todos los sueños, el poder que corría por las venas de los hombres del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, el fuego que mantenía en permanente hervor el caldo del bienestar, la actividad frenética y la satisfacción. La Ciudad a la que había venido Auberon era, sin embargo, una Ciudad de ritmos lentos. Los vertiginosos torbellinos de la moda habían languidecido; las grandes olas de iniciativa se habían convertido en un lago estancado. La depresión permanente contra la cual luchaban, sin conseguir revertirla, los miembros del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, había comenzado con ese frenazo chirriante y laborioso, ese inusitado y aplastante sopor de la Ciudad capital, y se expandía desde ella hacia fuera en lentas ondas de cansado agotamiento para entumecer a la república. Salvo en los aspectos más triviales (y tan constantemente y tan en vano como siempre), la Ciudad había cesado de cambiar: la Ciudad que Fumo había conocido había cambiado radicalmente, había cambiado porque había cesado de cambiar.
Sylvie, a partir de las envejecidas moles, creaba para la imaginación de Auberon una Ciudad que habría sido de todos modos distinta de la que George edificara para Fumo. Un terrateniente, aunque insólito por cierto, y un miembro tradicional, incluso fundador (por parte de su abuelo) de las grandes familias promotoras del Cambio, George Ratón percibía la decadencia de su adorada Manzana, y a veces lo amargaba, y a veces lo indignaba. Pero Sylvie descendía de otra casta, de la que fuera en tiempos de Fumo el obscuro envés de un sueño prodigioso, y que era ahora (aunque sacudida aún por la violencia y la desesperación) su enclave menos deprimido. Las últimas calles alegres de la Ciudad eran aquellas en que la gente había estado siempre a merced de los instigadores del Cambio, y que ahora, en medio de la decadencia y estancamiento e irremediable caos de todos los demás, vivían como siempre: a la buena de Dios, al día, y al compás de la música.
Sylvie lo llevaba a los apartamentos pulcros y atestados de sus parientes, donde él se sentaba sobre las fundas de plástico de muebles estrafalarios y donde le ofrecían vasos de soda sin hielo (no es bueno enfriar la sangre, pensaban ellos) sobre platillos, y dulces incomibles, y oía cómo ellos lo ponderaban en español: un buen marido, pensaban, para Sylvie, y aunque ella objetaba el honorífico, ellos lo seguían usando por mor de la decencia. Lo confundían los innumerables, y para su oído tan similares, diminutivos que empleaban al hablar entre ellos. A Sylvie, por razones que ella recordaba pero que nunca atinaba a explicar, la llamaban Tati algunos miembros de su familia, una rama que incluía a la tía negra, que no era una tía verdadera, la que le había leído el Destino a Sylvie, la tía a quien llamaban La Negra. Tati, en boca de algún niño, se había transformado en Tita, un sobrenombre que también le había quedado, y que a su vez se había transformado (un diminutivo maravilloso) en Titania. Con frecuencia, Auberon ignoraba que el tema de las anécdotas que le contaban en un inglés champurreado y desopilante era su amada bajo otro nombre.
—Ellos piensan que eres fenomenal —le dijo Sylvie, ya en la calle, después de una visita, su mano hundida en el bolsillo del gabán de Auberon, donde él la había cogido buscando su calor.
—Bueno, ellos también son muy simpáticos…
—Pero papo, lo incómoda que me sentí cuando plantaste los pies encima de esa… esa cosa… esa especie de mesa de café.
—¡Oh!
—Eso estuvo muy mal. Todo el mundo lo notó.
—Bueno —dijo él, amoscado—, ¿por qué demonios no me dijiste algo? Es que en casa poníamos cualquier cosa encima de los muebles, y aquéllos eran… —Calló antes de decir y aquéllos eran muebles, muebles de verdad, pero ella le oyó decirlo.
—Yo traté de decírtelo. Te miraba fijo. Te das cuenta de que no podía decirte, eh, quita de ahí las patas. Ellos pensarían que te trato como Titi Juana trata a Enrico. —Enrico era un marido al que su mujer tenía en un puño, el blanco de todas las pullas—. Es que tú no sabes lo que les cuesta a ellos conseguir esas cosas horrendas —dijo ella—. Lo creas o no, cuestan mucho esos muebles.
Anduvieron un rato en silencio, empujados por un viento cruel. Muebles, pensaba Auberon, «movibles», extraña lengua de sonido tan formal para gente como ellos.
—Son todos locos —dijo Sylvie—. O sea, algunos están locos locos, pero son todos locos.
Él sabía que ella, pese al inmenso cariño que les profesaba, trataba desesperadamente de escapar de la larga y casi jacobina tragicomedia que era la vida cotidiana de su intrincada familia, cargada como estaba de locura, farsa, amor corrosivo, incluso asesinatos, y hasta de fantasmas. Por las noches ella solía dar vueltas y vueltas en la cama y gritar angustiada imaginando cosas terribles que podrían acontecerle, o le habían acontecido ya a uno u otro de esa multitud de personas propensas a sufrir accidentes; y a menudo —pese a que Auberon las desechaba como simples terrores nocturnos (porque nada, absolutamente nada, que él supiera, había ocurrido jamás en su familia que pudiera llamarse terrible)— las alucinaciones que la atormentaban no distaban mucho de la realidad.
Ella odiaba que ellos estuvieran en peligro; odiaba estar tan ligada a ellos: su propio Destino, en medio de las confusiones irremediables en que ellos se debatían, brillaba como una antorcha rutilante, siempre a punto de extinguirse, lentamente o de un soplo, pero encendida aún.
—Necesito un café —dijo él—. Algo caliente.
—Yo necesito un trago —dijo ella—. Algo fuerte.
Al igual que todos los enamorados, pronto habían montado (como en un escenario giratorio) los lugares en que se representaban, alternativamente, las escenas de su drama: un pequeño merendero ucraniano, donde el té era negro y también el pan; el Dormitorio Plegable, desde luego; un vasto y melancólico teatro con ornatos egipcios incrustados donde las películas eran baratas y renovadas con frecuencia y duraban hasta la madrugada; el Mercado del Buho Nocturno; el Bar y Grill del Séptimo Santo.
La gran virtud del Séptimo Santo, amén del precio de las bebidas y de estar tan próximo a la Alquería del Antiguo Fuero, a sólo una parada de metro, era sus inmensos ventanales, casi desde el suelo hasta el cielo raso, en los que, como en una linterna mágica o la pantalla de un cinematógrafo, se reflejaba la vida que discurría por la calle. El Séptimo Santo debió de ser en tiempos un lugar más bien dispendioso, porque ese muro de cristal había sido teñido a todo coste de un cálido y suntuoso color miel que, a la vez que agregaba a la escena contornos de irrealidad, suavizaba en el recinto, como gafas ahumadas, la intensidad de la luz. Era como estar en la caverna de Platón, le decía Auberon a Sylvie, que lo escuchaba disertar sobre el tema; o más bien lo miraba hablar, fascinada por su extrañeza. Le encantaba escuchar, pero su mente divagaba.
—¿Las cucharas? —dijo él, mostrándole una.
—Mujeres —dijo ella.
—Y los cuchillos y los tenedores son varones —dijo él, vislumbrando una norma.
—No, los tenedores también son mujeres.
Delante de ellos, sobre la mesa, tenían sendos cafés-royale. Afuera, ensombrerada y embufandada contra el frío glacial, pasaba presurosa la gente que volvía del trabajo, inclinada ante el viento invisible como ante un ídolo o un personaje de alto rango. Sylvie estaba de momento sin trabajo (un dilema trivial para alguien con un Destino tan alto como el suyo), y Auberon estaba viviendo de sus anticipos. Eran pobres de dinero pero ricos de ocio.
—¿La mesa? —preguntó él. No podía imaginarlo.
—Mujer.
No era de extrañar, pensó Auberon, que ella fuese tan sexual, cuando todo en el mundo era para ella hombres y mujeres. En la lengua que ella aprendiera desde la cuna no había neutros. En el latín que Auberon había aprendido con Fumo, o estudiado al menos, los géneros de los sustantivos eran una aberración que él en todo caso nunca había llegado a entender; pero para Sylvie el mundo era un congreso permanente de machos y hembras, de mujeres y varones. El mundo: eso era el mundo, un hombre, pero la tierra, la Tierra era una mujer. Eso le parecía lógico a Auberon, el mundo de los negocios y las ideas, el nombre de un periódico, el Ancho Mundo; pero la madre tierra, el suelo fecundo, la Dueña Generosa. No obstante, esas divisiones lógicas no iban demasiado lejos: la fregona de pelo lanoso era una mujer, pero también lo era su huesuda máquina de escribir.
Jugaron un rato a ese juego y después comentaron la gente que pasaba por la calle. Debido al tinte del cristal, los transeúntes no veían el interior de la caverna sino el reflejo de su propia imagen; y al ignorar que eran observados desde el interior, se detenían a veces a arreglarse la vestimenta o a admirarse. Las críticas de Sylvie sobre el común de la gente eran más mordaces que las suyas: la fascinaban todas las excentricidades y rarezas, pero tenía cánones severos en cuanto a la belleza física, y un aguzado sentido del ridículo.
—Oh, papo, mírame a ése, míramelo bien… Eso es lo que yo llamo un huevo pasado por agua, ¿te das cuenta de lo que quiero decir? —Y él se daba cuenta, sí, y ella se deshacía de la risa, de esa risa suya ronca y melodiosa. Sin saberlo, él adoptaba de por vida los cánones de belleza de ella, podía incluso sentirse atraído hacia los hombres cenceños, morenos, de ojos soñadores y muñecas recias que ella prefería, como León, el camarero de tez café-con-leche que les había servido sus tragos. Fue un alivio para él cuando ella decidió (después de largas reflexiones) que los hijos que tendrían serían hermosos.
El Séptimo Santo se estaba preparando para la hora de la cena. Los camareros ayudantes echaban miradas de reojo a la mesa desaliñada que ellos ocupaban.
—¿Lista? —dijo Auberon.
—Sí que estoy lista —dijo ella—. ¿Nos hacemos un humo en polvorosa? —Una frase de George cargada de nostálgicos dobles sentidos un tanto arcaicos, más reminiscentes de la picaresca que exactamente chuscos. Se enfundaron en sus abrigos.
—¿Tren o a pie? —preguntó él—. Tren.
—Sí, caray —dijo ella.
En la prisa por buscar calor, treparon por error en el expreso que (repleto de viajeros aborregados, que olían a borrego, con destino al Bronx) no paró hasta llegar, a los trompicones, junto con otros veinte trenes que partían en todas direcciones, a la antigua Terminal.
—Oh, espera un segundo —dijo ella cuando estaban por cambiar de tren—. Hay una cosa aquí que quiero mostrarte. Oh, seguro. Tienes que verlo. ¡Ven conmigo!
Bajaron por pasajes y subieron rampas, el mismo laberinto por el que lo guiara Fred Savage la primera vez, aunque si en la misma dirección, él no tenía la más remota idea.
—¿Qué? —preguntó.
—Te va a encantar —dijo ella. Se detuvo en un recodo—. A ver si lo puedo encontrar… ¡Ahí!
Lo que señalaba era un espacio vacío: una intersección bajo una arcada donde confluían en cruz cuatro galerías.
—Ven. —Lo tomó por los hombros y lo empujó hasta un rincón, donde la bóveda acanalada descendía hasta el suelo, formando lo que parecía ser una ranura o un estrecho orificio, pero que no era nada más que la juntura del enladrillado. Le hizo ponerse de cara a esa juntura—. No te muevas de aquí —dijo, y se alejó. Él esperó, obedientemente, de cara a su rincón.
De improviso, sorprendiéndolo profundamente, su voz, inconfundible y sin embargo hueca y fantasmal, sonó ahí, delante de él.
—¡Hola!
—¿Qué… —dijo él—, dónde…?
—Shh —dijo su voz—. No te des vuelta. Habla bajito, susurra.
—¿Qué es? —susurró él.
—No lo sé —dijo ella—. Pero si yo me pongo aquí, en este rincón, y susurro, tú me puedes oír allá. No me preguntes cómo.
¡Extrañísimo! Era como si Sylvie le estuviese hablando desde algún reino escondido en el rincón, a través de la grieta de una puerta inimaginablemente estrecha. ¡Una galería susurrante!: ¿no había en la Arquitectura algunas especulaciones a propósito de galerías susurrantes? Probablemente. Había pocas cosas sobre las cuales no especulaba ese libro.
—Bueno —dijo ella—. Dime un secreto.
Él calló un momento. Había una atmósfera de tan profunda intimidad en ese rincón, en aquel susurro incorpóreo, que tentaba a las confidencias. Se sentía desnudo, o desnudable, aunque no pudiera ver nada: todo lo contrario de un vojeur. Dijo:
—Te quiero.
—Aw —dijo ella, emocionada—. Pero eso no es ningún secreto.
Un calor desconocido, impetuoso, le subió por la médula y le erizó la piel y los cabellos en el momento en que se le ocurrió la idea.
—Bueno —dijo, y le susurró un deseo secreto que había abrigado pero que nunca se había atrevido a expresarle.
—Oh, caray, uou —dijo ella—. Qué desvergonzado.
Él lo dijo de nuevo, agregándole ciertos detalles. Era como si le susurrara las palabras al oído en la más secreta intimidad del lecho, pero más abstracto, más secretamente íntimo aún que eso: directamente al oído de su mente. Alguien pasaba caminando entre ellos: Auberon podía oír el ruido de sus pasos. Pero el, alguien no podía oír sus palabras: sintió un escalofrío de placer. Dijo más.
—Mm —dijo ella, como ante la perspectiva de un goce y una satisfacción inmensos, un ruidito al que él no pudo evitar responder con un sonido propio—. Hey, ¿qué estás haciendo allí? —susurró, insinuante—. ¡Pórtate bien!
—Sylvie —susurró él—. Vayamos a casa.
—Claro.
Se dieron vuelta en sus respectivos rincones (cada uno apareciendo ante el otro diminuto y brillante y lejano después de aquella obscura intimidad de los susurros) y fueron a reunirse en el centro, riendo ahora, abrazándose hasta donde se lo permitían los abultados abrigos y con miles de sonrisas y miradas (Dios, pensaba él, sus ojos son tan brillantes, tan luminosos, profundos, cargados de promesas, todas esas cosas que los ojos son en los libros y nunca en la vida, y ella era suya), tomaron el tren correcto y viajaron de regreso a casa en medio de desconocidos, absortos en sus pensamientos, que ni siquiera notaban la presencia de esos dos, o si la notaban (pensó Auberon) no sabían nada, nada de lo que sabía él.
El sexo, había descubierto Auberon, era maravilloso, un juego maravilloso. Al menos de la forma en que lo practicaba Sylvie. Para él, siempre había existido un cisma entre los deseos encadenados en su interior y la fría circunspección que, imaginaba, requería ese mundo de adultos en el cual (a veces pensaba que por equivocación) le había tocado habitar. El deseo intenso le parecía infantil; la infancia (o al menos la suya, hasta donde la alcanzaba a recordar, y podía contar historias de otras infancias) era un fuego, una llama que ardía secretamente, cargada de pasiones obscuras; para los adultos, todo eso había quedado atrás, ellos vivían de los afectos, del mutuo compañerismo, en una inocencia infantil. Que todo eso era monstruosamente perverso, lo sabía, pero era así como él lo había vivido. Que el deseo adulto, sus apremios, su grandeza lo hubiesen mantenido en secreto para él al igual que el resto de las cosas, no le extrañaba; ni siquiera se tomaba el trabajo de sentirse estafado por el largo engaño, puesto que con Sylvie había conocido otra realidad, roto el código, dado vuelta la trama del lado del revés, y el revés era el derecho, y cobraba fuego.
Si bien no era exactamente virgen cuando la conoció, bien hubiera podido serlo: con ninguna otra había compartido esa voracidad infantil apremiante, inmensa, ninguna otra había prodigado la suya en él ni había gozado de él con tanta complacencia, con tan puro deleite. Era un juego de nunca acabar y todo en él era gratificado: si él quería más (y Auberon descubría que guardaba en su interior prodigiosas espesuras de deseo amontonadas allí durante años), más recibía. Y lo que deseaba, estaba él tan ansioso por darlo como ella ávida de recibirlo. ¡Era todo tan simple! No porque no hubiese reglas, oh, claro que las había, aunque eran reglas como las de los juegos espontáneos de los niños, seguidas estrictamente pero a menudo improvisadas sobre la marcha por un deseo súbito de alterar el juego y darse el gusto. Se acordaba de Cherry Lagos, una chiquilla imperiosa de cejas renegridas con quien solía jugar: ella, a diferencia de todos sus otros compañeros de juego, que decían: «Hagamos ver que…», siempre empleaba otra fórmula: ella decía «Debemos». «Debemos ser malvados. Yo debo ser capturada y atada a este árbol, y tú debes rescatarme. Ahora yo debo ser la reina, y tú debes ser mi esclavo.» ¡Deber!, sí…
Sylvie, al parecer, siempre había sabido todas esas cosas, ella nunca había vivido a ciegas. Le hablaba de ciertas vergüenzas, de ciertas inhibiciones que había sentido de pequeña y que él nunca había conocido, porque todo eso, ella lo sabía —el besarse y el desnudarse con los chicos, y las oleadas de sensaciones—, eran para los grandes, y que ella sólo llegaría realmente a eso cuando fuese mayor también ella, y tuviese pechos y tacones altos y se maquillase. Por eso no existía en ella ese cisma que él percibía; en tanto a él le habían contado que Mamá y Papá se habían querido tanto que se habían sometido a esas indignidades infantiles (o eso le parecían a él) para fabricar bebés, y no podía relacionar (y sólo a medias creer en) esos actos con los violentos latigazos de sensaciones que despertaban en él Cherry Lagos, ciertas fotografías y los locos juegos que jugaban desnudos, Sylvie había sabido desde siempre la verdad de las cosas. Por muchos y muy terribles problemas que la vida le hubiese deparado (y sí que lo eran), ése al menos ella lo tenía resuelto; o más bien, nunca lo había sentido como un problema. El amor era real, tan real como la carne misma, y la pasión y el sexo no eran ni siquiera la trama y la urdimbre, era todo una sola cosa, un todo tan inextricable como la seda inconsútil de su piel fragante y morena.
Era sólo él, por lo tanto —aunque en números estrictos ella no fuese más experimentada que él—, el que se asombraba, se maravillaba de que esa indulgencia como la de un bebé glotón resultara ser ni más ni menos que lo que hacen los mayores, resultara ser la esencia misma de la adultez: la solemne exaltación de la potencia y la receptividad, y al mismo tiempo el loco arrobamiento infantil en una autocomplacencia sin fin. Era la virilidad, la femineidad certificados una y otra vez por el más vivido de los sellos. Papi, lo llamaba ella en sus éxtasis. Ay, papi, yo vengo. ¡Papi!, no el papa diurno sino el papi nocturnal y fuerte, grande como un plátano y padre de placeres. Él casi evitaba pensar en eso, ella se apretaba contra su flanco, su cabeza apenas le llegaba al hombro, pero él seguía andando a paso firme, con sus largas piernas, un paso de adulto. ¿Se equivocaba, o los hombres percibían su potencia mientras caminaba junto a ella a paso largo, y lo miraban con respeto? ¿Sería cierto que las mujeres lo miraban de reojo, admirativamente? ¿Por qué no toda la gente que pasaba, por qué los edificios mismos y hasta el desnudo, el impasible cielo no los bendecían?
Y eso fue lo que hicieron: en ese mismo instante, cuando doblaban ya la calle por la que se podía entrar a la Alquería del Antiguo Fuero, entre un paso y el próximo, algo aconteció, en todo caso, algo que él supuso al principio que acontecía en su interior, una apoplejía, un ataque al corazón, pero al instante lo sintió en derredor: algo enorme que parecía sonido pero que no era un sonido, que era o bien una demolición (toda una manzana de sucios edificios e interiores de paredes empapeladas convertida en polvo, si fuera eso), o el estampido de un trueno (que rasgara el cielo por lo menos en dos, ese cielo que permanecía inexplicablemente impasible e invernal, si fuera eso), o ambas cosas a la vez.
Se detuvieron, apretándose el uno contra el otro.
—¿Qué demonios fue eso? —dijo Sylvie.
Esperaron un momento, mas no brotaron turbias humaredas de los edificios circundantes, no aullaron sirenas en respuesta a la catástrofe; y los compradores y los ociosos y los criminales seguían su camino imperturbables, impávidos, los rostros preocupados por agravios personales.
Apoyados el uno en el otro, andando con cautela, reanudaron la marcha hacia la Alquería del Antiguo Fuero, intuyendo cada uno que aquel estruendo súbito había tenido por único propósito separarlos (¿por qué?, ¿cómo?) y que había fallado por poco, y que podía repetirse en cualquier momento.
—Mañana —dijo Tacey, haciendo girar su bastidor de bordar—, o pasado, o traspasado.
—Oh —dijo Lily. Ella y Lucy estaban trabajando juntas en un edredón, una de esas colchas locas hechas con retacitos de mil colores, y decorando la superficie con bordados, flores, cruces, arcos, eses—. El sábado o el domingo —dijo Lucy.
En aquel momento la mecha fue colocada contra el oído del cañón (quizá por accidente, habría algún problema después en cuanto a eso) y lo que Sylvie y Auberon oían o sentían en la Ciudad tronó en Bosquedelinde, retumbando en las ventanas, sacudiendo las chucherías en las repisas, quebrando una figulina de porcelana en la antigua alcoba de Violet y haciendo que las hermanas se encorvaran e irguieran los hombros para protegerse.
—¡Qué demonios…! —dijo Tacey. Se miraron una a otra.
—Un trueno —afirmó Lily—, un trueno de pleno invierno, o tal vez no.
—Un avión a chorro —dijo Tacey—, rompiendo la barrera del sonido. O tal vez no.
—Dinamita —dijo Lucy—. Allá, en la Interestatal. O tal vez no.
Durante un rato, en silencio, se enfrascaron de nuevo en sus labores.
—Quién sabe —dijo Tacey, levantando la vista de su bastidor semiinclinado de atrás para adelante—. Bueno —dijo, y escogió un hilo diferente.
—No, no —dijo Lucy—. Eso queda raro —añadió en tono de crítica, refiriéndose a un punto que estaba haciendo Lily.
—Es una colcha loca —dijo Lily.
Lucy observó a su hermana y se rascó la cabeza, sin convicción.
—Loca no es rara.
—Loca y rara —dijo Lily, y continuó trabajando—. Es un gran zigzag.
—Cherry Lagos —dijo Tacey. Levantó su aguja hasta la luz menguante de la ventana que había cesado de trepidar—. Ella creía que había dos muchachos enamorados de ella. El otro día…
—¿Sería un Lobos? —preguntó Lily.
—El otro día —prosiguió Tacey (deslizando de primera intención una hebra de seda verde como la envidia en el ojo de la aguja)— el muchacho Lobos tuvo una pelea terrible… con…
—El rival.
—Un tercero. Cherry ni se enteró. En los Bosques. Ella es…
—Tres, tres —canturreó Lucy, y en el segundo «tres» Lily se unió a ella en una octava más grave—. Tres, tres, los rivales; dos, dos, los inocentes galanes. Vestidos todos de verde-limón.
—Es —dijo Tacey— prima nuestra, o algo así.
—Uno es uno —cantaron sus hermanas.
—Los perderá a los tres —dijo Tacey.
—… Y sólita, sola para siempre quedará.
—Deberías usar las tijeras —dijo Tacey, viendo a Lucy de cara contra la colcha empeñada en cortar una hebra con los dientes.
—Y tú no deberías meterte…
—En lo que no te importa —dijo Lily.
—Pico largo y nariz corta —dijo Lucy.
Cantaron de nuevo: Cuatro por los evangelistas.
—Huirán —dijo Tacey—. Los tres.
—Para nunca volver.
—No pronto, en todo caso. Como quien dice, nunca.
—Auberon…
—El bisabuelo August.
—Lila.
—Lila.
Las agujas que pasaban al envés de la tela brillaban cuando las volvían a sacar estirando la hebra en toda su longitud; y cada vez que las sacaban las hebras eran más cortas hasta que quedaban integradas a la tela, y tenían que cortarlas y enhebrar otras en los ojos de sus agujas. Sus voces eran tan quedas que si alguien las estuviera escuchando no sabría quién decía qué, ni si estaban realmente conversando o tan sólo musitando cosas sin sentido.
—Será divertido —dijo Lily— verlos a todos de nuevo.
—Todos de vuelta en casa.
—Vestidos todos de verde-limón.
—¿Y nosotros estaremos allí? ¿Estaremos todos? ¿Dónde será eso, dentro de cuánto tiempo, en qué lugar del bosque, en que estación del año?
—Estaremos.
—Casi todos.
—Allí, pronto, no el tiempo de una vida, en todas partes, el día más largo del verano.
—Qué enredo —dijo Tacey, y sacó de su costurero, en el que sin duda un niño había metido mano, o tal vez un gato, un puñadito de cosas: hilo dé seda rojo brillante como la sangre, y negro algodón de zurcir, una madeja de lana color oveja, un alfilerito o dos, y colgando de todo ello, y girando en el extremo de una hebra como una araña cuando desciende, un trocito de una tela bordada con lentejuelas.