… la que, en volto comenzando humano
acaba en mortal fiera,
esfinge bachillera,
que hace hoy a Narciso
ecos solicitar, desdeñar fuentes…
GÓNGORA, Soledades
Lo despertó el grito plañidero de un gato. Un niño abandonado, pensó Auberon, y se volvió a dormir. Después, fue el balido de una cabra, y el ronco, sincopado clarín de un gallo.
—Malditas bestias —dijo en voz alta, y se disponía a dormirse de nuevo cuando recordó dónde se hallaba. ¿Habría oído realmente cabras y gallinas? No, un sueño o algún ruido de la Urbe transformado en otros por la magia del sueño. Pero de pronto oyó otra vez el canto del gallo. Envolviéndose en la manta (hacía horas que el fuego se había apagado y en esa biblioteca hacía un frío mortal) fue hasta la ventana y miró hacia abajo, hacia el patio. George Ratón, calzado con unas botas de goma negras y altas, volvía del ordeñe, trayendo el humeante tarro de leche. Desde el techo de un cobertizo, un escuálido gallo colorado agitó las recortadas alas y cantó otra vez. Lo que Auberon estaba contemplando desde la ventana era la Alquería del Antiguo Fuero.
De todos los fantasiosos proyectos de George Ratón, el de la Alquería del Antiguo Fuero había tenido al menos la virtud de la necesidad. Si en estos tiempos difíciles uno pretendía tener huevos frescos y leche y mantequilla a precios que no fueran ruinosos, no quedaba más remedio que buscar la manera de autoabastecerse. Y la manzana de edificios, vacíos desde hacía años, era de todos modos inhabitable, así que, con las ventanas exteriores cegadas por medio de chapas de hojalata o de madera terciada alquitranada, las puertas obturadas con ladrillos de cenizas, había quedado convertida en una muralla hueca, el bastión de un castillo cicunvalando una granja. Ahora las gallinas pernoctaban en las deterioradas habitaciones, las cabras soltaban sus risotadas y balidos en los jardines de los apartamentos y engullían los desperdicios que encontraban servidos en las grandes bañeras con patas de grifo. La huerta desnuda y pardusca que Auberon veía desde las ventanas de la biblioteca y que ocupaba la mayor parte de los jardines interiores de la manzana, estaba cubierta de escarcha esa mañana; bajo los restos del maíz y las coles asomaban, anaranjadas, las calabazas. Alguien, una muchacha menuda y morena, subía y bajaba con cautela las escaleras de incendio de hierro forjado y entraba y salía por las puertas y ventanas sin marcos. Las gallinas cloqueaban. Llevaba un vestido de noche de lentejuelas y tiritaba mientras recogía huevos en un bolso de lame dorado. Parecía furiosa, y algo le gritó a George Ratón, quien, bajándose un poco más el ala del ancho sombrero sobre la cara, siguió de largo, chapaleando sobre sus botas. La chica bajó al patio, hundiendo en el barro y los detritos de la huerta unos tacones altos y frágiles. Levantando un brazo amenazante, le gritó a George una palabrota y se ciñó alrededor de los hombros el chal orlado de flecos. El bolso de lame que llevaba colgado del brazo resbaló, bajo el peso de los huevos que uno tras otro empezaron a caer como recién puestos. Al principio, ella no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo; luego, de pronto, exclamó:
—¡Oh! ¡Oh! ¡Mierda! —y giró en redondo para impedir que siguieran cayéndose; se torció un tobillo cuando uno de sus tacones cedió, y le dio un ataque de risa. Se reía a carcajadas mientras los huevos se le escurrían entre los dedos, patinó en la babaza de los huevos y estuvo a punto de caerse, y se rió más fuerte. Se tapaba la boca, con delicadeza; pero Auberon la oía reír (una risa grave y ronca). Y él también se rió.
Se le ocurrió entonces —viendo cómo se rompían esos huevos— que le convendría averiguar dónde se celebraba el desayuno. Se estiró el traje arrugado y espiralado hasta darle una forma más o menos parecida a la verdadera, se restregó los ojos con los nudillos y se pasó los dedos por entre la soberbia mata de pelo, una peinada a la irlandesa, solía decir Rudy Torrente. Ahora, sin embargo, tenía que decidir si salía por la puerta, o por la ventana, por donde había entrado anoche. Recordaba haber pasado, camino a la biblioteca, por algún lugar donde se estaba preparando la comida, de modo que cogió su mochila —por nada del mundo quería que alguien se la revisara o le robara— y trepándose al alféizar, salió por la ventana al puente destartalado y, meneando tristemente la cabeza de sólo imaginar la figura ridicula que haría así, doblado en dos, empezó a cruzarlo. Los tablones gemían bajo su peso y una luz grisácea se filtraba por entre las rendijas. Como el inverosímil pasadizo de un sueño. ¿Y si se hundiera bajo su peso y lo precipitara abajo por el pozo de aire? ¿Y si en el otro extremo la ventana estuviese cerrada? Por Dios, qué idea tan absurda. Qué forma tan absurda de trasladarse de un sitio a otro. Un clavo le enganchó la chaqueta y, enfurecido, desanduvo el trecho que acababa de hacer.
Con la dignidad ultrajada y las manos sucias de hollín, salió por la vieja puerta de madera maciza de la biblioteca y bajó por la escalera en espiral. En uno de los rellanos, un valet-repisa, instalado en el nicho para la estatua, ofrecía al paso un carcomido cenicero. Al pie de la escalera había un boquete en la pared, un agujero festoneado de ladrillos que daba acceso al edificio aledaño, tal vez el mismo en que lo recibiera George la víspera, ¿o acaso ahora se habría desorientado? Pasó por el boquete a un edificio de otra categoría, no de una elegancia en decadencia sino de una decrépita miseria. La cantidad de manos de pintura que habían soportado esos cielos rasos de latón, las capas sucesivas de linóleo de aquellos suelos: era un espectáculo impresionante, casi arqueológico. La mortecina luz de una sola lamparilla alumbraba aquel corredor. Había una puerta, con todos sus cerrojos y pestillos abiertos, y música y risas del otro lado, Y olor a comida en preparación. Dio unos pasos en dirección a esa puerta, pero un acceso de timidez lo paralizó. ¿Cómo hacía uno aquí, en este mundo, para abordar a la gente? Era algo que tendría que aprender; él, que rara vez desde su más tierna infancia había visto una cara que no conociera, se encontraba ahora rodeado de extraños, millones de extraños.
Pero en ese momento la idea de entrar por esa puerta no lo seducía.
Furioso consigo mismo, pero incapaz de cambiar de idea, echó a andar a la ventura por el corredor: en el fondo, a través del cristal opaco reforzado con tela metálica de una puerta, se filtraba la luz del día; descorrió el cerrojo, la abrió y sus ojos se toparon con el corral, en el centro mismo de la manzana. En los edificios que lo circundaban había docenas de puertas, todas diferentes, obstruida cada una por un tipo de valla distinto, portillos oxidados, cadenas, alambradas, trancas, cerrojos, o todo a la vez, y a pesar de ello frágiles, poco seguras. ¿Qué habría detrás de aquellas puertas? Algunas estaban abiertas, y a través de una de ellas Auberon pudo ver unas cabras. En ese mismo momento alguien salió del interior, un hombrecito diminuto y patizambo, de brazos enormemente musculosos, que cargaba a la espalda una pesada bolsa de arpillera. Echó a andar por el patio, cruzándolo de prisa, a un trote rápido a pesar de sus piernas cortas (no era más alto que un niño de pocos años) y Auberon le gritó:
—Perdone usted.
El otro no se detuvo. ¿Sordo? Auberon corrió en pos de él. ¿Estaba desnudo? ¿O llevaría un enterizo del mismo color de su piel?
—Hey —gritó Auberon, y el hombre se detuvo. Volvió hacia él la obscura y achatada cabezota y le sonrió de oreja a oreja; por encima de la ancha nariz, sus ojos eran meras ranuras. Caray, pensó Auberon, se diría que aquí la gente se vuelve positivamente medieval: ¿efectos de la miseria? Se preguntaba cómo abordar al hombrecito, convencido ya de que era idiota y que no comprendería, cuando advirtió que con la uña afilada de un largo dedo negro señalaba algo detrás de Auberon.
Volvió la cabeza. George Ratón acababa de abrir una de las puertas, dejaba salir del interior a tres gatos y, antes que Auberon tuviera tiempo de llamarlo, la había vuelto a cerrar. Tropezando con los surcos de la huerta, Auberon se lanzó en esa dirección, y se dio vuelta para agradecerle con un gesto su ayuda al hombrecito negro, pero éste había desaparecido.
En el fondo del corredor al que lo condujo esa puerta, se detuvo: sintió olor a comida y prestó oídos. Escuchó voces en el interior, una discusión al parecer, y ruido de cacharros y vajilla, el llanto de un bebé. Empujó, y la puerta se abrió.
La chica que un rato antes había visto sembrando huevos estaba allí, de pie delante de la cocina, todavía con su vestido dorado. Un niño de una belleza casi irreal, las mejillas surcadas de lágrimas mugrientas, estaba sentado en el suelo, a los pies de la chica. George Ratón presidía una mesa de comedor circular, bajo la cual sus botas enfangadas ocupaban un espacio considerable.
—Hola —dijo—. Cereales, chico. ¿Has dormido bien? —Golpeó con los nudillos la silla vecina a la suya. El bebé, sólo un momento intrigado por la presencia de Auberon, se preparaba para una nueva ronda de llanto escupiendo por sus labios angelicales diminutas burbujas de saliva. Tironeó del vestido de la chica.
—Ay, coño, hombre —dijo ella con dulzura—, un poquitín de paciencia —como si le hablara a un adulto; el crío la miró cuando ella lo miraba, y parecieron llegar a un entendimiento. No volvió a llorar. Ella, provista de una gran cuchara de madera, revolvía algo en una cacerola, una tarea que ejecutaba con todo el cuerpo, que hacía que su trasero recamado en oro se meneara rítmicamente hacia atrás y delante; Auberon estaba absorto contemplando todo aquel movimiento, cuando George Ratón volvió a hablar.
—Ésta es Sylvie, hombre. Sylvie, dile hola a Auberon Barnable, que ha venido a la Ciudad a buscar fortuna.
Su sonrisa fue instantánea y genuina, un súbito rayo de sol a través de las nubes. Auberon se inclinó, muy tieso, consciente de sus ojos legañosos y la sombra en sus mejillas.
—¿Quieres desayunar? —preguntó ella.
—Por supuesto que quiere. Aposéntate, primito.
Ella volvió a ocuparse de la comida. De un autito de cerámica tripulado por dos personajes tocados con chisteras que ostentaban sus nombres respectivos, Sr. Saladillo y Sr. Pimentel, sacó de un tirón a uno de ellos y lo sacudió vigorosamente sobre la cacerola. Auberon se sentó y cruzó las manos sobre la mesa. Las ventanas de losanges de aquella cocina daban al corral, donde ahora alguien —no el hombrecito extraño que Auberon había visto— llevaba las cabras a pastorear por entre la vegetación putrefacta, con la ayuda, notó Auberon…, de una vara métrica.
—¿Tienes muchos arrendatarios? —le preguntó a su primo.
—Bueno, arrendatarios, lo que se dice arrendatarios no son —respondió George.
—Él les da hospitalidad —dijo Sylvie, mirando a George con afecto—. Ellos no tienen otro sitio adonde ir. Gente como yo. Porque tiene buen corazón. —Siempre revolviendo, se echó a reír—. Ovejitas descarriadas… y demás.
—Creo que me encontré con alguien —dijo Auberon—. Un tío negro, allá afuera, en el patio. —Notó que Sylvie había dejado de revolver y se había dado vuelta y lo miraba—. Muy pequeñito —añadió, sorprendido por el silencio que había suscitado.
—Brownie[2] —dijo Sylvie—. Era Brownie. ¿Has visto a Brownie?
—Supongo —dijo Auberon—. ¿Quién…?
—Sí, el bueno de Brownie —dijo George—. Es más bien solitario. Una especie de ermitaño. Hace montones de trabajos aquí en la alquería. —Miró a Auberon con curiosidad—. Espero que no habrás…
—No creo que me haya entendido. Siguió de largo.
—Ah —dijo Sylvie con ternura—. Brownie.
—¿También lo has recogido a él? —preguntó Auberon.
—¿Mmm? ¿A quién? ¿A Brownie? —repuso George, que ahora parecía pensativo—. No, el viejo Brownie siempre ha estado aquí, me imagino, quién demonios lo sabe. Bueno, escucha —dijo, cambiando visiblemente de tema—. ¿En qué andarás hoy? ¿Negocios?
De un bolsillo interior Auberon sacó una tarjeta. Decía PETTY, SMILODON & RUTH, Abogados, y traía al pie una dirección y un número de teléfono.
—Los abogados de mi abuelo. Tengo que verlos por el asunto de la herencia. ¿Puedes decirme cómo hago para llegar?
George la estudió un rato, perplejo, leyendo y releyendo la dirección en voz alta y pausada, como si fuese algo esotérico. Sylvie, recogiéndose el chal sobre los hombros, llevó a la mesa una cacerola abollada y humeante.
—Toma la abeja o la mar —dijo—. Aquí tienes tu bazofia. —Con un golpe seco, plantó la cacerola sobre la mesa. George aspiró con fruición los vapores—. Ella no soporta la avena —le explicó a Auberon, con una guiñada.
Sylvie dio vuelta la cara, expresando muy gráficamente, con una mueca, con un gesto de todo su cuerpo en realidad, la aversión que sentía: y (cambiando instantáneamente de actitud), alzó con gracia y ternura al niño, que ahora parecía empeñado en hacer de tragasables con un bolígrafo.
—¡Qué jodiénda! Mira, mira esto. Hala, tú, mira estos cachetes gordezuelos, tan requetelindos, ¿no te apetece morderlos? Mmmmp. —Le besuqueaba la carita morena en tanto él trataba de zafarse y cerraba los ojos con fuerza. Lo sentó en una desvencijada sillita alta adornada con calcomanías descoloridas de ositos y conejos, y puso la comida delante de él. Le ayudaba a comer, abriendo la boca a la par de él, cerrándola alrededor de una cuchara imaginaria, limpiándole las sobras que se derramaban en la barbilla. Observándola, Auberon se sorprendió abriendo también él la boca, para ayudar. La cerró de golpe.
—Hey, princesa —dijo George cuando ella terminó con el bebé—. ¿Vas a comer o qué?
—¿Comer? —como si le hubiese propuesto una indecencia—. Si acabo de llegar. A la cama me voy, chico, y voy a dormir. —Se desperezaba, bostezaba, se ofrecía a Morfeo con alma y vida; con las largas uñas pintadas se rascaba lánguidamente el estómago. El vestido dorado se le hundía en el ombligo en un hoyuelo en sombras. Y Auberon no pudo menos que sentir que su cuerpo moreno era, aunque perfecto, demasiado pequeño para contenerla; que ella lo rebosaba, estallando en relámpagos y bengalas de inteligencia y emociones, y que hasta la pantomima que ahora representaba, de cansancio y debilidad, brotaba de ella como un estallido de luz y fulgor.
—¿La abeja o la mar? —preguntó.
Mientras se traqueteaba rumbo al centro en el ruidoso tren subterráneo de la Línea B, Auberon —sin experiencia alguna en esos trances— trataba de adivinar qué relación podía existir entre George y Sylvie. George era lo bastante mayor como para ser su padre, y Auberon era lo bastante joven para considerar improbable y repelente la posibilidad de esa clase de maridaje entre mayo y diciembre. Sin embargo, ella le había preparado el desayuno. ¿A qué cama habría ido cuando se fue a dormir? Él deseaba, bueno, no sabía muy bien lo que deseaba, y justo en ese momento algo imprevisto sucedió que lo arrancó bruscamente de sus cavilaciones. El tren empezó a zarandearse con violencia; gemía como si lo torturasen; estaba, al parecer, a punto de partirse en dos. Auberon se levantó de un salto. Fuertes golpes metálicos le retumbaban en los oídos, las luces trepidaban, se apagaban. Aferrándose a un poste frío, esperó el choque o descarrilamiento inminente. Entonces se percató de que nadie en el tren parecía alarmarse en lo más mínimo; imperturbables, los pasajeros leían periódicos en lenguas extranjeras o mecían cochecitos de bebé o sacaban cosas del interior de bolsas de papel o mascaban chicle plácidamente, por Dios, si los que dormían ni siquiera habían parpadeado. Lo único que, al parecer, les había extrañado era la forma brusca en que Auberon se había levantado de su asiento, y a la que habían dedicado apenas una mirada furtiva. Pero ahora la catástrofe se precipitaba. Del otro lado de las ventanillas casi cómicamente mugrientas vio otro tren, en una vía paralela, abalanzándose hacia ellos, todo silbidos y chirriantes alaridos; iban a chocar de costado, las ventanas amarillas (todo cuanto era visible) del otro tren se precipitaban hacia ellos como ojos despavoridos. En el último instante posible los dos trenes viraron apenas y reanudaron la furiosa marcha paralela, a pocos centímetros uno de otro, en carrera desenfrenada. En el otro tren, Auberon alcanzó a ver viajeros plácidos y abrigados que leían periódicos extranjeros y sacaban cosas de bolsas de papel. Volvió a sentarse.
Un hombre negro de cierta edad, enfundado en un gabán pasado de moda y raído, que a lo largo de todo el incidente había permanecido muy tranquilo agarrado a un poste en el centro del vagón, estaba argumentando, cuando se amortiguaron los ruidos:
—Ahora, no me interpreten mal, no me interpreten mal —mientras extendía la palma cenicienta de una larga mano hacia los pasajeros en general, a quienes intentaba persuadir y que hacían visiblemente oídos sordos a su perorata—. No, no me interpreten mal. Una mujer bien vestida es algo digno de ver, seguro que sí, ustedes saben, claro que lo saben, una cosa bella, una alegría eterna. A lo que yo me refiero es a la mujer que se pone una piel. Pero eso sí, no me interpreten mal… —un gesto humilde de la cabeza para atajar las posibles críticas—; pero vean ustedes, una mujer que se pone la piel de un animal adquiere las propensiones de ese animal. Véanlo ustedes. —Adoptó la postura informal de quien va a narrar una anécdota y paseó una mirada de benévola intimidad por sus supuestos oyentes. Cuando se abrió hacia un costado el indescriptible gabán para apoyar los nudillos sobre la cadera, Auberon alcanzó a ver en el bolsillo el pesado balanceo de una botella—. Pues bien, estaba yo hoy en el Saks de la Quinta Avenida —prosiguió— y había allí unas damas admirando un abrigo hecho con la piel de la marta. —Meneó tristemente la cabeza al evocar la escena—. Y bien, y bien, de todos los animales de la creación del Señor, le ha tocado a la marta ser el más rastrero. El animal marta, amigos míos, se come a su propia prole. ¿Oyen ustedes lo que les estoy diciendo? Essués. La marta es el más inmundo, el más ruin, el más malvado… La marta es una bestia más ruin y más malvada que el visón, amigos, que el visón, y ustedes saben con seguridad en qué cosas andan los visones. ¡Essués! Y allá estaban esas bellas señoras, que no matarían ni a una mosca, palpando ese abrigo hecho con la piel del animal marta, sí, sí, ¿no es divino?… —Incapaz de contener un momento más su regocijo, dejó escapar una risita—. Sí, sí, las propensiones del animal, sin ninguna duda… —Sus ojos amarillos se posaron en Auberon, el único que lo escuchaba con cierto interés, preguntándose si tendría tazón—. Mmm-mmm-mmm —murmuró abstraído, concluida su perorata, con una semisonrisa en los labios; sus ojos vivaces, humorísticos y a la vez con un algo de reptil en la mirada, parecieron descubrir algo divertido en Auberon. En ese momento el tren viró en un ángulo chirriante, y el negro, despedido hacia delante, avanzó por el coche en una elegante gavota, en equilibrio precario pero sin caerse, el bolsillo cargado con la botella repicando contra los postes. Cuando pasaba por su lado, Auberon le oyó decir—: Los abanicos y las capas de piel lo ocultan todo. —La llegada del tren a una estación frenó de golpe al hombre, haciéndolo danzar en retroceso; las puertas se abrieron, y una sacudida final lo lanzó fuera del coche. Justo a tiempo, Auberon reconoció su parada, y también él saltó al andén.
Estruendo y humo acre, anuncios urgentes mezclados en confusa algarabía con la estática e inaudibles, de todos modos, en medio de los bramidos metálicos de los trenes sin cesar repetidos por el eco. Auberon, totalmente desorientado mientras subía tras manadas de viajeros por rampas y escaleras mecánicas, seguía estando, al parecer, siempre bajo tierra. En un recodo alcanzó a divisar el gabán del negro; en el siguiente —que parecía resuelto a conducirlo otra vez abajo— se encontró al lado del hombre, que ahora caminaba como sin rumbo con aire preocupado. La locuacidad de que hiciera gala en el metro se había esfumado. Un actor fuera del escenario, con problemas personales.
—Perdone usted —dijo Auberon, buscando algo en su bolsillo. El negro, sin sorprenderse, extendió la mano para recibir lo que Auberon pudiera ofrecerle, y sin sorprenderse la retiró cuando Auberon sacó tan sólo la tarjeta de Petty, Smilodon & Ruth—. ¿Puede usted ayudarme a dar con esta dirección? —dijo, y la leyó en voz alta. El negro pareció dudar.
—Una engañifa —dijo—. En apariencia, significa una cosa, pero no. Oh, una engañifa. Costará dar con ella. —Echó a andar arrastrando los pies y con aire ausente, pero su mano a lo largo de su flanco indicaba con un movimiento rápido que Auberon tenía que seguirlo—. Yo contigo iré —musitaba— y tu guía siempre seré, y si mi ayuda te fuera menester, a tu lado yo me encontraré.
—Gracias —dijo Auberon, aunque no estaba del todo seguro de que esas palabras estuvieran dirigidas a él. Su incertidumbre fue en aumento a medida que el hombre (cuyo trote era más rápido de lo que parecía y que en las esquinas doblaba sin previo aviso) lo guiaba a lo largo de túneles obscuros que apestaban a orina y en los que el agua de la lluvia se filtraba y goteaba como en una caverna, y por pasadizos poblados de ecos y, escaleras arriba, hasta una inmensa basílica (la antigua terminal), y más arriba aún, por escalinatas relucientes a vestíbulos de mármol, en tanto él, a medida que ascendían a los pulcros lugares públicos, parecía cada vez más zaparrastroso y más hediondo.
—Déjame que le eche otra ojeada —dijo, cuando se detuvieron delante de una hilera de vertiginosas puertas giratorias de cristal y acero, a través de las cuales pasaba un incesante aluvión de viajeros. Auberon y su guía se habían detenido justo en el lugar de paso, y la gente, obligada a hacer un cuidadoso rodeo para esquivarlos, parecía malhumorada, si era a causa de la obstrucción o por motivos personales, Auberon no pudo adivinarlo.
—Tal vez si le preguntara a algún otro —sugirió.
—No —declaró el negro sin rencor—. Has dado con el mejor. Soy mensajero, ¿sabes? —Miró a Auberon cara a cara—. Mensajero. Mi nombre es Fred Savage, Servicio Alado de Mensajería, sólo que estoy un poco desorientado para decírtelo. —Con gracia y agilidad se introdujo entre las cuchillas de la trilladora de la puerta. Auberon, indeciso, a punto de perderlo, se precipitó dentro de un segmento vacío, que tras un giro vertiginoso lo depositó en la calle, bajo una lluvia fina y fría, al aire libre al menos, y apuró el paso para alcanzar a Fred Savage—. Mi compadre Duke —estaba diciendo el negro—, me encontré a Duke a eso de la medianoche en un callejón detrás del cementerio, con la pierna de un hombre al hombro. Epa, le dije, Duke, compadre. Dijo que él era un lobo, sólo que un lobo es peludo por fuera, ¿sabes?, y él es peludo por dentro… Dijo que yo le podía arrancar su propio pellejo, dijo, y vería si no…
Auberon lo seguía, abriéndose paso a codazos a través de la apretujada y adiestrada multitud, doblemente temeroso de perderlo, ahora que Fred Savage se había quedado con la tarjeta de los abogados. Pese a todo, se distraía, fascinado por la altura de los edificios, algunos se perdían allá arriba entre las nubes cargadas de lluvia, tan castos y nobles en las cumbres y en las bases tan sórdidos, atestados de negocios y letreros, cubiertos de escaras, oprimidos y humillados como robles gigantescos en cuyos troncos generaciones y generaciones hubiesen tallado herraduras y corazones. Sintió un tirón en la manga.
—Deja de mirar para arriba como un bobo —le reconvino, risueño, Fred Savage—. Buena forma de que te vacíen el bolsillo. Además —sonreía de oreja a oreja y sus dientes, o bien eran asombrosamente perfectos, o era una dentadura postiza de las más baratas— no están aquí para que los mire desde abajo la gente como tú, ¿sabes?; no están para que la clase de gente que hay dentro se asome a mirar, ¿entiendes? Ya aprenderás, hi-hi. —Arrastró a Auberon tras de él, dando vuelta una esquina y por una calle en la que los camiones combatían entre sí y con los taxis y con los peatones—. Ahora, si lo miras bien, te parece que esta dirección tendría que estar en la avenida, pero no, es una mentira. Está aquí, en esta calle, pero ellos no quieren que lo sepas.
Gritos y voces de alerta desde arriba. Por la ventana de un primer piso estaban sacando lentamente, suspendido de cuadernales y poleas, un enorme espejo de similor. Abajo, en la calle, había escritorios, sillas, archivadores, toda una oficina en plena acera, la gente tenía que transitar por la inmunda cuneta para esquivarlos; pero en ese momento la calle se llenó de camiones y las advertencias arreciaron.
—¡Cuidado atrás! ¡Cuidado atrás! —El espejo, ya fuera de la ventana, se columpió en el aire, y su luna, habituada a reflejar tan sólo interiores apacibles, invadida de pronto por el balanceo demencial, estremecedor de la Urbe, parecía profanada, horrorizada. Descendía lentamente, girando, meneando de lado a lado en su superficie los edificios y letreros invertidos. La gente miraba, boquiabierta, esperando verse ellos mismos, con sus gabanes y sus paraguas, revelados.
—Ven —dijo Fred, y asió con fuerza la mano de Auberon. Con él a la zaga, se escabulló por entre el mobiliario. Gritos de horror y furia de los cuidadores del espejo. Algo andaba mal: súbitamente las cuerdas filaron; el espejo, ya a sólo unos pocos pies de la calle, se inclinó peligrosamente; un aullido de los mirones, mundos que aparecían y desaparecían a medida que se enderezaba. Arrastrando los pies, rozando con la copa de su sombrero el falso oro del marco, Fred Savage pasó por debajo. Fue el brevísimo instante en que Auberon, pese a estar mirando la calle hacia atrás, tuvo la sensación de estar mirándola hacia delante, una calle de la cual o en la cual Fred Savage había desaparecido. En seguida se agachó y pasó por debajo.
Ya del otro lado, perseguidos aún por las maldiciones de los encargados del espejo, y por una especie de trueno que retumbaba en alguna parte, Fred Savage condujo a Auberon hasta la ancha arcada del portal de un edificio.
—Estar preparado es mi lema —dijo, complacido consigo mismo—. Asegúrate de que estás en la buena senda, y sigue adelante. —Le señaló el número del edificio, que era, en efecto, un número de avenida, y le devolvió la tarjetita; palmeó la espalda de Auberon para infundirle ánimo.
—Eh, gracias —dijo Auberon y, recapacitando, metió la mano en un bolsillo y la sacó con un arrugado dólar.
—El servicio es gratuito —dijo Fred Savage, pero de todos modos cogió el dólar con delicadeza, entre el pulgar y el índice. Una historia larga, fascinante estaba inscrita en su palma—. Y ahora, adelante. —Empujó a Auberon hacia las puertas giratorias de cristal guarnecidas de bronce. En el momento en que entraba, Auberon oyó el trueno, o la explosión de la bomba, o lo que fuere, una vez más, sólo que ahora mucho más terrorífico, un bramido que le hizo agacharse, desgarrador como si el mundo mismo, desde una esquina, se estuviese partiendo en dos, y mientras el trueno retumbaba, oyó un grito ahogado, el aullido simultáneo de mil gargantas, con sobreagudos femeninos, y Auberon respiró hondo, juntando aliento para soportar el estrépito inconfundible de un enorme espejo al hacerse añicos (inconfundible a pesar de que Auberon no había oído nunca hacerse añicos uno tan grande como aquél).
Y ahora: cuántos años de mala suerte le tocarán a alguien, pensó, preguntándose al mismo tiempo si él se habría salvado de alguno.
—Te pondré en el dormitorio plegable —dijo George. Linterna en mano, guiaba a Auberon a través de la conejera casi desierta que rodeaba la Alquería del Antiguo Fuero—. Al menos tiene una chimenea. Cuidado, no te lleves ese trasto por delante. Arriba ahora.
Auberon lo seguía, tiritando, con su mochila al hombro y una botella de ron Doña Mariposa bajo el brazo. Un chaparrón de aguanieve lo había sorprendido camino del centro, en plena calle, y traspasado sin piedad su gabán y, o eso sentía al menos, también sus carnes magras hasta helarle el corazón. Durante un rato se había resguardado en una pequeña tienda cuyo letrero rojo —LICORES— se encendía y apagaba en los charcos de la acera. Mortificado por la impaciencia creciente con que el bodeguero lo observaba utilizar sin escrúpulos como refugio gratuito un local de ventas, Auberon se había puesto a examinar una por una las distintas botellas, y comprado al fin el ron porque la chica de la etiqueta, con una blusa paisana y los brazos cargados de cañas de azúcar, se parecía a Sylvie; mejor dicho, a ella se parecería Sylvie si fuera imaginaria.
George sacó su manojo de llaves y con aire ensimismado empezó a buscar una. Desde que Auberon regresara, parecía intranquilo, ausente, taciturno. Divagaba sin cesar acerca de las dificultades de la vida. Auberon quería preguntarle algunas cosas, pero intuyendo que de un George en ese talante no obtendría ninguna respuesta, optó por seguirlo en silencio.
El dormitorio plegable estaba cerrado bajo doble llave y George demoró un rato en abrirlo. No obstante, había luz eléctrica en la habitación, una lamparilla con un paisaje en la pantalla cilindrica, una escena campestre por donde corría un tren, la locomotora poco menos que mordiéndose el furgón de cola, como la Culebra. George, con un dedo en los labios, como si tiempo atrás hubiese perdido algo en esa habitación, paseó una mirada en torno.
—Bueno —dijo—, la cosa es… —y nada más. Echó un vistazo a los lomos de los libros en rústica alineados en un estante—. Aquí, ¿sabes?, todos cooperamos —dijo—. Cada cual hace su parte. Eso lo entenderás. Quiero decir que las cosas no se hacen solas. Es lo normal, supongo. Ese retrete es el armario…, al revés, quise decir. La cocinilla y esas cosas no funcionan, pero come con nosotros, todo el mundo aporta. Bueno, escucha. —Contó de nuevo sus llaves y Auberon tuvo la impresión de que lo iba a encerrar; pero George sacó tres llaves de la argolla y se las entregó—. Por amor de Dios, no las pierdas. —Consiguió esbozar una triste sonrisa—. Y bueno, bienvenido a la Gran Ciudad, hombre. Y no vayas a meterte en camisa de once varas.
¿Camisa de once varas? Mientras cerraba la puerta, Auberon reflexionó que el lenguaje de su primo estaba plagado de trastos viejos y florilegios arcaicos como su Alquería. Un tipo fuera de serie, tal vez así se definiría él. Bueno: una peculiaridad más intuida que percibida de aquella alcoba se puso en evidencia cuando Auberon paseó una mirada en torno: la ausencia de una cama. Había una silla de tocador de terciopelo borra de vino, una mecedora decrépita con los cojines atados con cuerdas; había una alfombra andrajosa y un guardarropa o algo parecido de madera lustrada con un espejo biselado en el frente y cajones con manillas de bronce en la parte inferior; de cómo se abriría el mueble ése, Auberon no tenía la menor idea. Pero cama, no, cama no había. De un cajoncito de albaricoques (Golden Dream) sacó leña menuda y papel y con dedos trémulos encendió la chimenea, imaginando ya la noche que pasaría en las sillas; porque no tenía desde luego la intención de rehacer a ciegas el camino a través de la Alquería del Antiguo Fuero para ir a presentar sus quejas.
Tan pronto como el fuego empezó a crepitar, Auberon empezó a sentirse un poco menos desdichado; a decir verdad, a medida que la ropa se le secaba sobre el cuerpo, se sentía casi exultante de felicidad. El amable señor Petty, de Petty, Smilodon & Ruth, se había mostrado curiosamente evasivo con respecto a la situación de su herencia, pero le había ofrecido motu proprio un anticipo. Auberon lo tenía en el bolsillo. Había llegado a la Ciudad, no se había muerto y nadie lo había atacado: tenía dinero y la perspectiva de más; la vida comenzaba, la vida real. La perpetua ambigüedad de las cosas en Bosquedelinde, el sofocante atisbo de misterios propuestos sin cesar, jamás resueltos, ese estar esperando eternamente que fueran desvelados los propósitos, puntualizadas las direcciones: todo pasado. Ahora era dueño de sus actos. Libre, sin ataduras, ganaría millones, conocería el amor y ya nunca, nunca más volvería a casa a la hora de acostarse. Fue hasta la minúscula cocina aneja a la alcoba, donde la cocinilla y un refrigerador abollado y presumiblemente también averiado compartían el suelo con una bañera y un fregadero; encontró una taza de café blanca y descacharrada y, después de expulsar de ella el cadáver de un insecto, sacó su botella de ron Doña Mariposa.
Estaba sentado con la taza llena entre las rodillas, contemplando las llamas con una sonrisa en los labios, cuando oyó un golpe en la puerta.
Tardó un momento en percatarse de que la tímida muchacha morena que estaba en la puerta era la misma que había visto sembrando huevos con un vestido dorado. Ahora, enfundada en un par de téjanos desteñidos y blandos como de lienzo, y tan contraída por el frío que hasta los pendientes multiformes que llevaba en las orejas le tiritaban, parecía mucho menos robusta; es decir, era igual de menuda, pero había escondido esa vitalidad que antes, bajo el ropaje de su figura compacta, la hiciera parecer tan corpulenta.
—Sylvie —dijo Auberon.
—Sí, yo. —Volvió un momento la cabeza para escrutar el largo y obscuro corredor, y miró otra vez a Auberon, como con ansiedad, o fastidio, o algo…: ¿qué?— Yo no sabía que había alguien aquí. Creía que estaba vacía.
Era tan obvio que él estaba allí, llenando el quicio de la puerta, que Auberon no atinó a decir nada.
—Bueno —dijo ella. Dejó salir de su escondite en la axila una mano fría, lo suficiente apenas para poder apretarse el labio contra los dientes y morderla, y de nuevo desvió la mirada, como si Auberon pretendiera retenerla y ella estuviera ansiosa por escapar de allí.
—¿Has dejado algo aquí? —Ella no contestó—. ¿Cómo está tu hijo? —Esa pregunta hizo que la mano que presionaba el labio cubriera toda la boca, como si de pronto ella se hubiese echado a llorar o a reír, o ambas cosas a la vez, siempre mirando hacia la puerta, aunque era obvio que no tenía ningún sitio adonde ir; eso al menos lo percibió Auberon—. Adelante —dijo, y la invitó a entrar, haciéndose a un lado para que ella pudiera pasar, sacudiendo la cabeza para alentarla.
—Algunas veces vengo aquí —dijo ella mientras entraba—, cuando quiero estar…, tú me entiendes, sola. —Miró en torno con una expresión que Auberon interpretó como de bien justificado agravio. Él era el intruso. Se preguntó si le cedería a ella el cuarto y se iría a dormir a la calle. Dijo, en cambio:
—¿Quieres un poco de ron?
Ella pareció no haberle oído.
—Bueno, escucha —dijo, y nada más. Auberon tardaría algún tiempo en comprender que esas dos palabras eran, las más de las veces, una de las tantas muletillas de la jerga urbana, no siempre destinadas, como parecían serlo, a solicitar atención. Se dispuso a escucharla. Ella se sentó en la silla de terciopelo y dijo al cabo, como para sus adentros—: Se está bien aquí.
—Mm.
—Bonito fueguecito. ¿Qué estás bebiendo?
—Ron. ¿Quieres un trago?
—Claro que sí.
Como al parecer no había allí ninguna otra taza, los dos bebieron de la misma pasándosela de mano varias veces.
—No es mi hijo —dijo Sylvie.
—Perdona, pero…
—Es el crío de mi hermano. Tengo un hermano loco. Se llama Bruno. Igual que el crío. —Miraba el fuego, con aire pensativo—. Qué chiquillo. Tan adorable. Y listo. ¿Y malo? —Sonrió—. Igualito a su papa. —Se encogió todavía más, levantando las rodillas casi hasta los pechos, y Auberon pudo ver que lloraba por dentro, y que sólo ese constante apretujarse y contraerse impedían que estallara ese llanto.
—Tú y él parecéis llevaros muy bien —dijo Auberon, meneando la cabeza en un gesto que, lo comprendió, era ridiculamente solemne—. Creí que eras su madre.
—Oh, su madre, hombre —con una mueca del más profundo desdén, suavizado apenas por un leve dejo compasivo—, es tristísima. Es un caso triste. Digno de lástima. —Rumió sus pensamientos—. Y cómo lo tratan, hombre. Va a salir igualito a su padre.
Eso no era bueno, al parecer. Auberon ansiaba encontrar una pregunta que pudiera inducirla a contarle la historia toda entera.
—Bueno, los hijos suelen salir a sus padres —dijo, mientras se preguntaba si semejante conclusión le parecería acertada alguna vez respecto de él mismo—. A fin de cuentas, pasan mucho tiempo con ellos.
Ella resopló con fastidio.
—Mierda, Bruno no ha visto a este chiquito en todo un año. Y de buenas a primeras se presenta y dice: «Eh, mi hijo», y patatín y patatán. Y sólo porque él tiene religión.
—Hm.
—No, religión no. Pero está ese tío para quien él trabaja. O a quien sigue. Ese Russell…, qué es, yo no lo sé, yo no entiendo nada. Pero sea lo que sea, habla de amor, familia, bla-bla-bla. Así que está ahí, en el umbral.
—Hm.
—Me lo van a matar a ese crío. —Ahora sí, ahora los ojos se le habían llenado de lágrimas, pero las hizo desaparecer de un parpadeo, no vertió ni una sola—. Y George, maldito sea, ¿cómo ha podido ser tan estúpido?
—¿Qué ha hecho George?
—Dice que estaba borracho. Que tenía una navaja.
Al no haber reflexivos en la lengua en que Sylvie tenía que expresarse, Auberon se encontró muy pronto perdido, sin la más remota idea de quién tenía una navaja ni quién estaba borracho. Sólo después de haber escuchado dos veces más toda la historia en los días sucesivos alcanzó a comprender que Bruno (hermano) había aparecido borracho en la Alquería del Antiguo Fuero e, impulsado por esa nueva fe o filosofía que ahora profesaba, había reclamado a Bruno (sobrino), y George Ratón, en ausencia de Sylvie, y tras un prolongado debate que amenazó tornarse violento, se lo había entregado. Y que el sobrino Bruno estaba ahora en las manos endemoniadas y amantes de unas parientes hembras rematadamente estúpidas (hermano Bruno no aguantaría mucho, ella estaba segura de eso), que lo criarían como habían criado a su hermano después que su papa lo abandonara: vanidoso, arisco, de una indocilidad exasperada y un egoísmo encantador, al que ninguna mujer podía resistirse, y a decir verdad, pocos hombres. Y que (aun cuando el chiquillo se salvara de que lo mandasen al Asilo) el plan de Sylvie para rescatarlo había fallado: George le había prohibido a su parentela que se apareciese por la Alquería, ya bastantes problemas tenía.
—Por eso no puedo seguir viviendo con él —dijo: George esta vez, sin ninguna duda.
Una extraña esperanza despertó en Auberon.
—Quiero decir que no es culpa de él —dijo Sylvie—. No, él no tiene la culpa, de veras. Es que yo ya no podría, simplemente. Yo siempre lo había pensado. Y de todas maneras. —Se oprimía las sienes como si con ello pudiera aclarar sus ideas—. Mierda. Si yo tuviera el coraje de mandarlos a todos de paseo. A todos, sí. —Su angustia y su desesperación estaban llegando al límite—. No quiero volver a verlos nunca más. Nunca. Nunca jamás. —Se reía casi—. Y en realidad todo es tan estúpido, porque si me voy de aquí no tengo ningún otro sitio adonde ir. Ninguno.
No lloraba. No lo había hecho antes, y ahora el momento había pasado; ahora, mientras miraba el fuego con la cara entre las manos, su rostro era la viva imagen de la desolación.
Auberon cruzó las manos a la espalda, ensayó para sus adentros un tono de voz no ceremonioso, puramente cordial, y dijo:
—Bueno, puedes quedarte aquí, eres bienvenida, ¿sabes? —y se dio cuenta de que le estaba ofreciendo un lugar que era mucho más de ella que suyo, y se ruborizó—. Quiero decir que puedes quedarte aquí, por supuesto, si no te importa que yo también me quede.
Ella lo miró con recelo, le pareció, un recelo lógico, pensó, visto y considerando un cierto basso obbligato en sus sentimientos, que Auberon trataba de disimular.
—¿De veras? —dijo, y sonrió—. No ocuparé mucho sitio.
—Bueno, no hay demasiado sitio aquí. —Convertido en el anfitrión, examinó el cuarto, pensativo—. No sé cómo podremos arreglarnos, pero está la silla y, bueno, está mi gabán casi seco, que podría servirte de manta… —Se vio a sí mismo, acurrucado en un rincón: probablemente no cerraría un ojo. Ahora, sin embargo, el rostro de ella se había endurecido un poco, ante esos planes tan faltos de calor. A Auberon no se le ocurría qué otra cosa le podía ceder.
—¿No podría —preguntó ella—, no podría usar un rinconcito de la cama? ¿A los pies, por ejemplo? Me haré bien pequeñita.
—¿La cama?
—¡La cama, sí! —dijo ella, impacientándose.
—¿Qué cama?
Comprendiendo, ella soltó una carcajada.
—Oh, oh —dijo—, oh no, así que tú pensabas dormir en el suelo… ¡No lo puedo creer! —Fue hasta el enorme guardarropa o cómoda que se alzaba contra la pared y, metiendo la mano por la parte de atrás, hizo girar una perilla o movió una palanca y, divertidísima, dejó caer todo el frontispicio del mueble. Contrapesado (los falsos cajones sostenían las plomadas), el frente se balanceó suave, soñadoramente hacia abajo; el espejo reflejó un instante el suelo y desapareció; unas perillas de bronce aparecieron en los ángulos superiores, y deslizándose hacia abajo a medida que el frente descendía, se convirtieron en patas, trabándose en su sitio gracias a un mecanismo de gravedad cuyo ingenio causaría más tarde el asombro de Auberon. Era una cama. Tenía la cabecera tallada; la parte superior del guardarropa se había transformado en el soporte de los pies; y estaba tendida, con su colchón, sus sábanas y mantas, y un par de rechonchas almohadas.
Auberon se reía a la par de ella. Desplegada, la cama ocupaba casi todo el cuarto. El dormitorio plegable.
—¿No es fabuloso?
—Fabuloso.
—Sitio suficiente para dos, ¿no?
—Oh, claro que sí. En realidad… —Estuvo en un tris de ofrecérsela a ella toda entera; era lo justo, y así lo habría hecho espontáneamente en el primer momento de haber sabido que estaba allí, escondida. Pero pensó que ella lo supondría lo bastante poco galante como para suponer que ella le quedaría agradecida con sólo la mitad, y supondría que él suponía que ella… Una súbita astucia le selló los labios.
—¿Estás seguro de que no te importa? —preguntó Sylvie.
—Oh, no. Si tú estás segura de que a ti no te importa.
—Nop. Yo siempre he dormido con alguien. Mi abuela y yo dormimos juntas durante años, y a menudo también con mi hermana. —Se sentó en la cama, tan alta y abuchonada que tuvo que ayudarse con las manos para izarse, y una vez arriba no tocaba el suelo con los pies, y le sonrió, y él le sonrió a su vez—. Bueno —dijo ella.
La transformación del cuarto era ya la transformación del resto de su vida, de todo lo no metamorfoseado aún por la partida y el autobús y la Ciudad y los abogados y la lluvia. Ya nada volvería a ser como antes. Se percató de que la había estado mirando ávidamente, y que ella había bajado los ojos.
—Bueno —dijo, levantando la taza—, ¿qué te parece si tomamos otro tragüito?
—De acuerdo. —Mientras él servía el ron en la taza, ella dijo—: Y a propósito, ¿a qué has venido a la Ciudad?
—A buscar fortuna.
—¿Huh?
—Bueno, quiero ser escritor. —El ron y la intimidad le soltaban la lengua—. Voy a buscar algún trabajo en eso de escribir. Algo. Tal vez en la televisión.
—Oh, fantástico. Mucha pasta.
—Mm.
—¿Podrías escribir, por ejemplo, algo así como «Un Mundo en Otraparte»?
—¿Qué es eso?
—Ya sabes, la telenovela.
No, él no lo sabía. Y la inconsistencia de sus ambiciones se le hizo de pronto patente, cuando las vio rebotar hacia atrás, por así decir, desde Sylvie, en vez de rodar (como las viera siempre antes) hacia la infinitud del futuro.
—Es que en casa nunca hemos tenido un televisor.
—¿De veras? Vaya. Caray. —Bebió un sorbo de la taza que Auberon le acababa de pasar—. ¿No teníais dinero para compraros uno? George me ha dicho que sois ricos en serio. ¡Uff!
—Bueno, «ricos». Tanto como «ricos», no sé… —¡Caramba! Había una inflexión, semejante a la de Fumo, que Auberon percibía en su voz por primera vez… Una forma de poner como entre comillas, entre unas comillas imaginarias de duda, una palabra. ¿Se estaría volviendo viejo?— Hubiéramos podido comprar una televisión, seguramente… ¿Cómo es esa telenovela?
—¿«Un mundo en Otraparte»? Un dramón cada día.
—Oh.
—Uno de esos culebrones de nunca acabar. Sales de un problema y ya estás metido en otro. Pero te engancha. —De nuevo había empezado a temblar y, levantando los pies hasta la cama, tiró de la colcha y se envolvió las piernas. Auberon estaba atareado con el fuego—. Hay una chica que se parece a mí —dijo, con una risita recatada—. Pero si tendrá problemas. Se supone que es italiana, pero la interpreta una puertorriqueña. Y es hermosa. —Lo dijo como si hubiese dicho: «Es coja, y es en eso en lo que se parece a mí»—. Y tiene un Destino. Ella lo sabe. Todos esos problemas espantosos, pero tiene un Destino, y a veces la muestran con la mirada ausente, perdida en la lejanía, mientras un coro de voces canta en el fondo aa-aa-aaaah, y es que está pensando en su Destino.
—Hum. —Toda la leña que había en el cajón eran restos, restos de muebles más que nada, aunque también había algunas tablas con letras estarcidas. El barniz de la madera torneada chirriaba y se ampollaba. Auberon se sentía eufórico: formaba parte de una comunidad de desconocidos y estaba quemando, sin conocimiento de ellos, sus muebles y otras pertenencias, del mismo modo que ellos aceptaban su dinero en los quioscos y le hacían sitio en los autobuses—. Un Destino, huy.
—Aja. —Ella miraba absorta la locomotora de la lámpara girando alrededor de su minúsculo paisaje—. Yo tengo un Destino —dijo.
—¿De veras?
—Sí. —Pronunció la sílaba en un tono de voz y una actitud del rostro y los brazos que significaba: «Sí, es verdad, y una larga historia por añadidura, y aunque posiblemente me lo merezco, es algo con lo que yo no tengo nada que ver, y hasta un poco molesto, como tener una aureola». Observaba un anillo de plata en uno de sus dedos.
—¿Cómo sabe uno —preguntó Auberon— que tiene un Destino? —La cama era tan grande que si se sentaba a los pies de ella, en la sillita de terciopelo, se sentiría absurdamente bajo; trepó pues, ágilmente, y se sentó al lado de ella. Sylvie se corrió para hacerle sitio, y se instalaron, cada uno, en los ángulos opuestos, contra las alas que sobresalían de la cabecera.
—Una espiritista me leyó el mío. Hace mucho tiempo.
—¿Una qué?
—Una espiritista. Una mujer con poderes, ¿sabes? Que tira las cartas y prepara cosas con cosas de la botánica. Una especie de bruja, ¿te das cuenta?
—Oh.
—Ésta era una especie de tía mía, bueno, no mía en realidad, no recuerdo de quién era tía; nosotros la llamábamos Titi, pero todo el mundo la llamaba La Negra. Yo le tenía pavura. En su apartamento, en las afueras de la ciudad, siempre había velas encendidas en esos altarcitos que tenía, y las cortinas siempre corridas, y esos olores imposibles; y afuera, en la escalera de incendio, un par de gallos, hombre, yo no sé qué hacía ella con esos gallos ni lo quiero saber. Era enorme, no gorda, pero con esos brazos musculosos de gorila y esa cabeza pequeñita, y negra. Como azul-negro, ¿entiendes? No podía ser que fuera de mi familia. Y bueno, cuando yo era chiquitita estuve malísima, desnutrida, no quería comer. Mami no conseguía hacerme probar bocado, y me había puesto así de flaca —levantó un meñique con la uña pintada de rojo—. El doctor decía que tenía que comer hígado. ¡Hígado! ¿Te imaginas? Y bueno, Abuela decidió que alguien, vaya a saber, me estaba haciendo mal de ojo, ¿entiendes? Brujería. A distancia. —Meneaba los dedos rápidamente como un hipnotizador de circo—. Una venganza o algo así. Mami estaba viviendo en ese entonces con el marido de no sé quién, y a lo mejor su mujer había buscado un espiritista para que la vengara enfermándome a mí. Vaya a saber, vaya a saber… —Tocó suavemente el brazo de Auberon porque en ese momento él no la estaba mirando. En realidad, le tocaba el brazo cada vez que él dejaba de mirarla, un gesto que empezaba a irritarlo, ya que su atención no podía estar más pendiente de ella; supuso que sería un mal hábito de ella, hasta que descubrió mucho más tarde que también lo hacían los hombres que jugaban al dominó en la calle, y las mujeres que cuidaban niños y cotilleaban en los portales: un hábito racial, no personal, mantener contacto—. Vaya a saber. Me llevó a casa de La Negra para que me lo sacase de encima o qué sé yo. Hombre, nunca en mi vida tuve tanto miedo. Empezó a toquetearme y apretujarme con esas manazas negras, y gemía o canturreaba y decía esas cosas, y los ojos se le ponían en blanco y le temblaban los párpados… espeluznante. De repente corre hacia el brasero y echa algo en él, unos polvos o no sé qué, y se empieza a sentir ese perfume fuerte, penetrante, y ella se da media vuelta y como que baila y otra vez me toquetea un rato. Hacía otras cosas también, pero me las he olvidado. Y de pronto acaba con toda esa historia, y está como siempre, normal, ¿entiendes?, bueno, más o menos, el trabajo del día listo, concluido, como cuando vas al dentista; y le dice a Abuela que no, que nadie me ha echado ningún maleficio, sólo que estoy flaca como un palo y tengo que comer más. Y Abuela siente tal alivio… Entonces —otra vez el toquecito en la muñeca, Auberon había mirado un momento el fondo de la taza—, entonces ellas se sientan y toman café y Abuela paga, y La Negra sin dejar de mirarme. Mirándome y mirándome. Hombre, yo estaba como alucinada. ¿Qué es lo que está mirando? Ella podía ver tu corazón, podía ver, ella, hasta el fondo, el fondo mismo de tu corazón. Y entonces hace esto —Sylvie extendió la lenta y negra manaza de la bruja, el gesto de llamar a la niña, de atraerla hacia ella—, y empieza a hablarme así, despacito, y a preguntarme que qué sueños tengo y otras cosas que no recuerdo; y está pensando y pensando, como ensimismada. Entonces saca ese mazo de barajas viejas como el mundo y gastadas, y me agarra la mano y me la pone encima del mazo, y la de ella sobre la mía; y de nuevo se le ponen los ojos en blanco y está como en trance. —Arrancó de la mano de Auberon la taza que, en trance también él, apretaba con fuerza entre los dedos—. Oh ¿ya no hay más?
—Mucho más. —Fue a llenar otra vez la taza.
—Bueno, escucha, escucha. Ella extiende las barajas… Gracias. —Bebió, con los ojos muy abiertos, un poco parecida por un momento a esa chiquilla de quien hablaba—. Y empieza a leérmelas. Fue entonces cuando ella vio mi Destino.
—¿Y cómo era? —Se había sentado de nuevo en la cama, al lado de ella—. Un Destino maravilloso.
—El más maravilloso —dijo ella, adoptando un tono de voz confidencial, misterioso—. Maravillosísimo. —Se echó a reír—. Ella no lo podía creer. Esa chiquilla flacuchenta, desnutrida, con un vestidito de mala muerte. Y semejante Destino. Miraba y miraba. Miraba las barajas y me miraba a mí. Y yo tenía los ojos llenos de lágrimas y me parecía que me iba a echar a llorar, y Abuela que rezaba, y La Negra que hacía esos ruidos, y yo lo único que quería era mandarme mudar…
—Pero ¿cómo —dijo Auberon—, cómo era ese Destino? Exactamente.
—Bueno, exactamente ella no lo sabía. —Se reía; la historia misma, de pronto, se había vuelto absurda—. Ése es el único problema. Un Destino, dijo ella, y de los grandes, no te vayas a creer. Pero qué, no. Una estreya de cine, una reina. La Reina del Mundo, hombre. Cualquier cosa. —Tan de improviso como se echara a reír, ahora se había quedado pensativa—. Claro que todavía no se va a realizar —dijo—. Pero yo solía figurármelo. En el futuro, o sea, realizado en el futuro. Yo tenía esta visión. Había una mesa, ¿en un bosque? Una mesa larga, como para un banquete. Con un mantel blanco. Y encima, toda suerte de manjares. De punta a punta, repleta. Pero en un bosque. Árboles y cosas alrededor. Y había un sitio vacío en el medio de la mesa.
—¿Y?
—Y nada más. Yo lo veía, simplemente. Una visión. —Miró a Auberon por el rabillo del ojo—. Apuesto a que nunca conociste a nadie que tuviera un Destino semejante —dijo, sonriéndole.
El prefirió no decirle que más bien nunca había conocido a nadie que no lo tuviera. El Destino había sido como un secreto vergonzante compartido por todos en Bosquedelinde, un secreto cuya existencia ninguno de ellos admitía exactamente, salvo en los términos más velados y sólo en la extrema necesidad. Él había huido del suyo. Le había ganado la carrera, estaba seguro de ello, como las ánades con sus alas poderosas le ganaban la carrera al Hermano Viento-Norte; aquí, ya no podría congelarlo. Ahora, si él quisiera tener un Destino, sería uno elegido por él. Le gustaría, por ejemplo, sólo por ejemplo, ser el de Sylvie: ser el Destino de Sylvie.
—¿Y es divertido —preguntó— eso de tener un Destino?
—No demasiado —dijo ella. Pese a que el fuego había calentado suficientemente la pequeña estancia, ella había empezado a encogerse otra vez—. Cuando yo era chica, todos se burlaban de mí a causa de eso. Menos Abuela. Pero no pudo resistir la tentación de ir a contárselo a todo el mundo. Y La Negra también lo contó. Y yo seguía siendo la misma flacuchenta que ni cagar sabía. —Se agitaba entre las mantas, intranquila, y hacía girar en el dedo la sortija de plata—. El Destino maravilloso de Sylvie. Hacían bromas a montones al respecto. Y un día —desvió la mirada—, un día apareció el tío ése, el viejo gitano. Mami no quería dejarlo pasar, pero él dijo que había venido desde Brooklyn sólo para verme. Así que entró. Todo encorvado y sudoroso, y gordísimo. Y hablando ese español tan raro. Y a mí me sacaron a la rastra, y me exhibieron. Yo estaba comiendo una pata de pollo. Y él me miró un buen rato con esos ojos saltones, y la boca abierta. Y de repente…, ay, hombre, si es cosa de no creer, va y se pone de rodillas, y lo que le costó hacerlo, y me dice: Acuérdate de mí cuando hayas entrado en tu reino. Y me da esto —levantó la mano (la palma, con su intrincada red de líneas minuciosamente trazadas) y la hizo girar para mostrar la sortija de plata, el frente y el dorso—. Después, todos tuvimos que ayudarle a levantarse.
—¿Y entonces?
—Se volvió a Brooklyn. —Guardó silencio un momento, recordándolo—. Hombre, a mí no me gustaba nada el tío ése. —Se echó a reír—. Cuando estaba a punto de marcharse, yo le metí en el bolsillo la pata de pollo. Ni se dio cuenta. En el bolsillo de la chaqueta. A cambio del anillo.
—Una pata de pollo por un anillo de plata.
—Aja. —Rió otra vez, pero un momento apenas. De nuevo parecía inquieta, angustiada. Cambiante: como si sus vientos variaran sin cesar, como si su clima fuera mucho más inestable que el de la mayoría de la gente—. Gran negocio —dijo—. Olvídalo. —Bebió ansiosa, rápidamente un trago largo y enseguida soltó el aliento y se apantalló la boca con la mano para enfriar el fuego del ron. Devolvió la taza y se arrebujó bajo las mantas—. Si ni siquiera soy capaz de cuidar de mí misma. Mucho menos de los demás. —Su voz sonaba débil ahora, cansada. Se dio vuelta de espaldas a Auberon, y se hubiera dicho que trataba de desaparecer; luego se volvió otra vez y bostezó. Auberon pudo verle el interior de la boca, la lengua arqueada, hasta la úvula: no de ese rosa indefinido del paladar de la gente blanca, sino de un color más intenso, más rico, con tintes de coral. Se preguntó…— Ese crío probablemente ha tenido suerte —dijo ella, cuando acabó de bostezar—. Librarse de mí.
—Eso no lo puedo creer —dijo Auberon—. Os entendíais tan bien.
Ensimismada, absorta en sus pensamientos, ella no respondió.
—Quisiera… —dijo, pero luego nada más.
Él deseaba poder pensar en algo, alguna cosa para ofrecérsela. Además de todas las cosas.
—Bueno —dijo—, aquí puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Todo el tiempo que quieras.
De repente ella tiró de las mantas y se arrastró a través de la cama, se iba, y Auberon sintió el loco impulso de agarrarla, de impedir que se marchase.
—Pipi —dijo ella.
Trepó por encima de las piernas de Auberon, saltó al suelo y abrió de un tirón la puerta del retrete (que se abrió apenas lo suficiente para que ella pudiera pasar antes de chocar con la contera de la cama), y encendió la luz.
La oyó bajarse la cremallera del pantalón.
—¡Ufff! ¡Qué frío está este asiento! —Un silencio, y enseguida el siseo hueco de las aguas menores. Un momento después, le oyó decir—: ¿Sabes una cosa? Eres un tipo simpático. —Y cualquier cosa que él hubiera podido responder a eso (no se le ocurrió nada) quedó ahogada en el ruido del agua cuando ella tiró de la cadena.
Los preparativos del lecho común fueron un puro regocijo (él sugirió en broma que podían dormir con una espada desnuda entre los dos, y a ella, que nunca había oído hablar de nada semejante, le había hecho muchísima gracia), pero cuando la locomotora quedó al fin inmóvil y la obscuridad los envolvió, Auberon la oyó llorar, quedamente, ahogando las lágrimas, distante en la mitad del lecho que le había tocado en el reparto.
Auberon había supuesto que ninguno de los dos dormiría esa noche; no obstante, al cabo de una búsqueda larga y agitada, de este lado y del otro, después de haberse quejado (¡Ay! ¡Ay!) en voz baja varias veces, como si sus propios pensamientos la amedrentaran, Sylvie acabó por encontrar un camino hacia la Puerta de Cuerno; las lágrimas se habían secado en sus pestañas renegridas: dormía. En sus forcejeos, había enrollado las mantas tortuosamente alrededor de su cuerpo, y Auberon, que ignoraba que una vez traspuesto el umbral estaría como muerta durante varias horas, no se atrevía a tironear de ellas demasiado. Para dormir, Sylvie se había puesto una camiseta, de esas que se fabrican en serie como souvenirs para los hijos de los turistas, y que llevan burdamente impresas en colores chillones cuatro o cinco atracciones de la Gran Ciudad; eso, y unos calzones diminutos, unos trocitos de seda negra y un elástico, no más grande que una venda para los ojos. Durante largo rato, mientras la respiración de Sylvie se volvía más regular y acompasada, él permaneció despierto a su lado. Se durmió un momento, y soñó que la camiseta de niña que ella llevaba, y su tremenda desesperación, y las ropas y mantas de la cama, se trenzaban, protectoras, alrededor de su cuerpo moreno, y que la deliberada e intensa eroticidad de sus casi inexistentes prendas interiores era una adivinanza. Se rió, en sueños, al comprender los sencillos juegos de palabras contenidos en esas prendas, y la respuesta sorprendente, pero obvia, y su propia risa lo despertó.
Furtivamente, como una de las gatas de Llana Alice cuando trataba de buscar el calor de un cuerpo sin perturbar al que dormía, su brazo se abrió un lento camino por debajo de las mantas y por encima de ella. Durante largo rato permaneció así, cauteloso e inmóvil. Y, durmiéndose a medias, volvió a soñar, esta vez que su brazo, en contacto con el de ella, se le iba transformado lentamente en oro. Se despertó, y descubrió que lo tenía dormido, pesado e inerte; lo retiró, picoteado por agujas y alfileres; se lo acarició, olvidando por qué éste y no el otro se le antojaba tan valioso; se durmió otra vez; se volvió a despertar. Sylvie, a su lado, se había vuelto inmensamente pesada, parecía pesar en su mitad de la cama como un tesoro, más prodigioso por lo compacto que era, y más prodigioso aún porque no tenía conciencia de serlo.
Cuando al fin se durmió, esta vez de verdad, no soñó, sin embargo, con nada que tuviera relación con la Alquería del Antiguo Fuero: soñó con su niñez, con Bosquedelinde y con Lila.