Capítulo 1

Aquellos que tenían libre acceso, entraban a los aposentos privados por la puerta espejo que daba a la galería y que siempre permanecía cerrada. Se abría tan sólo cuando alguien arañaba suavemente el panel, y enseguida volvía a cerrarse.

Saint-Simon

Habían pasado veinticinco años. Una noche, ya al final del otoño, George Ratón salió por la ventana de la estancia que había sido antaño la biblioteca del tercer piso de su residencia urbana y cruzó el puentecito techado que unía su ventana con la ventana de la antigua cocina de un edificio colindante. La ex cocina estaba fría y obscura; a la luz del farol que llevaba era visible el vaho de su aliento. Las ratas y los ratones huían de sus pies y su luz, podía oírlos corretear y cuchichear, pero no veía nada. Sin abrir la puerta (pues desde hacía años no había allí ninguna puerta), salió al corredor y empezó a bajar la escalera con cautela, porque los peldaños estaban flojos y carcomidos, cuando no faltaban por completo.

Guardar distancias

En el piso de abajo había luz y risas, gente que entraba y salía de los apartamentos, atareada en los preparativos de una comida comunal y que lo saludaba al pasar; niños que correteaban por los pasillos. Pero la planta baja estaba a obscuras, ya que nadie la utilizaba ahora, a no ser como depósito. Sosteniendo en alto su farol, George escrutó el lóbrego corredor hasta la puerta de la calle, y pudo ver la pesada tranca en su sitio, con sus cadenas y candados bien asegurados. Bajó por la escalera hasta la puerta del sótano, mientras de uno de sus bolsillos sacaba un enorme manojo de llaves. Una, marcada especialmente, ennegrecida como una moneda añeja, abría la vetusta cerradura Segal del sótano.

Cada vez que abría esa puerta, George se preguntaba si no debería cambiar la cerradura; esa antigualla era un mero juguete y quien se lo propusiera la podría forzar. Y siempre decidía que una cerradura nueva sólo despertaría una mayor curiosidad y que, al fin y al cabo, vieja o nueva, un hombro contra la puerta bastaría para satisfacer a cualquier fisgón.

Oh, todos, en materia de guardar distancias, habían aprendido a ser muy circunspectos.

Más cauteloso aún, bajó los últimos peldaños: sabe Dios qué no habitaba allá entre las cañerías oxidadas y las calderas vetustas y los detritos fabulosos; cierta vez había tropezado con una cosa grande, inerte y viscosa, y a punto había estado de romperse la crisma. Al llegar al pie de la escalera colgó el farol, retiró de un rincón un viejo baúl y lo empujó para poder encaramarse en él y alcanzar un estante elevado, a prueba de ratas.

Había recibido el regalo, el que le profetizara años atrás la tía abuela Nube (el legado de un desconocido, que no sería dinero), mucho antes de conocer el cómo y el porqué de su buena fortuna. Pero aun antes de saberlo, y receloso como buen Ratón, había guardado sobre su existencia el más absoluto secreto: no en vano se había criado en las calles y era el hijo menor de una familia entrometida por naturaleza. Todo el mundo admiraba el potente y aromático hachís de que George parecía tener reservas inagotables, y todos ansiaban conseguir un poco, sólo que él no quería (no podía) presentarles a su proveedor (muerto hacía muchos años). Contentaba a todo el mundo regalando trocitos pequeños, y en su casa la pipa estaba siempre llena; y aunque algunas veces, después de varias pipas, miraba a sus embobados contertulios y la culpa de su clandestina delectación lo atenaceaba, y su portentoso secreto le ardía en las entrañas, pugnando por estallar, jamás lo confiaría a nadie, ni a un alma.

Había sido Fumo quien, sin sospecharlo, le revelara el origen de su prodigiosa fortuna. «Leí en alguna parte», había dicho Fumo (su forma habitual de iniciar una conversación), «que hace unos…, oh, cincuenta o sesenta años tu barrio era un suburbio de inmigrantes levantinos. Muchos libaneses. Y que en las dulcerías y otras tienduchas por el estilo se vendía hachís a la vista y paciencia de todo el mundo. Ya sabes, junto con el toffee y el halvah. Por cinco céntimos podías comprar trozos enormes, como una tableta de chocolate.»

Y en realidad, se parecían mucho a las tabletas de chocolate… George se había sentido como el ratón de los dibujos animados recibiendo de pronto, en pleno cráneo, el mazazo de la Revelación.

Desde entonces, cada vez que bajaba a buscar una porción de su misterioso tesoro, imaginaba que era un oriental con su barba de chivo, su nariz ganchuda y su birrete, un pederasta secreto que regalaba baklava a manos llenas a los chiquillos de tez aceitunada de las calles. Con gestos melindrosos, empujaba el viejo baúl y se subía a él (recogiéndose los desflecados faldones de un batín imaginario) y levantaba la tapa estarcida con letras rizadas del cajón.

Ya no quedaba mucho. Pronto sería preciso encargar una nueva partida.

Bajo una gruesa cubierta de papel plateado, capa sobre capa y capa. Las capas estaban separadas unas de otras por hojas amarillentas de papel parafinado. Y las tabletas, cuidadosamente envueltas a su vez en una tercera clase de papel parafinado. Sacó dos, reflexionó un momento y, de mala gana, volvió a poner una en su sitio. No duraría, oh no, no duraría eternamente, aunque eso había exclamado él cuando lo descubrió, maravillado, hacía muchos años. Lo volvió a cubrir con la hoja de papel parafinado y luego con la lámina de papel plateado. Bajó la sólida tapa, encajó en los agujeros los viejos clavos deformados y sopló el polvo para que se asentara de nuevo sobre la tapa. Se apeó del baúl y estudió la tableta a la luz del farol como lo hiciera la primera vez a la de la lamparilla eléctrica. La desenvolvió con cuidado. Era obscura, casi negra como el chocolate, más o menos del tamaño de un naipe y de unos tres milímetros de espesor. Tenía impresa una figura espiralada. ¿Una marca de fábrica? ¿Un sello fiscal? ¿Un símbolo místico? Jamás lo sabría. Corrió a su sitio en el rincón el baúl que le había servido de escalera de mano, recogió el farol y, escaleras arriba, volvió a la planta baja. En el bolsillo de su cárdigan llevaba un trozo de hachís quizá centenario, que con la edad no había perdido para nada su potencia. Mejorado quizá, como el oporto añejo.

Noticias de casa

Estaba cerrando la puerta del sótano cuando un golpe resonó en la de la calle, tan súbito, tan inesperado que apenas pudo contener un grito. Aguardó un momentó, con la esperanza de que fuera sólo el capricho de un loco y que no se volvería a repetir. Pero se repitió. Se acercó a la puerta y prestó oídos, sin hablar, y oyó al otro lado una palabrota de despecho. Después, con un gruñido, el fulano se asió a las trancas y empezó a sacudirlas.

—No ganarás nada con eso, nada —gritó George. Las sacudidas cesaron.

—Bueno, abra la puerta entonces.

—¿Qué?

Era costumbre en George, cuando no encontraba una respuesta a flor de labios, actuar como si no hubiese entendido la pregunta.

—¡Abra la puerta!

—Bueno, tú sabes, amigo, sabes que no puedo abrir la puerta así como así. Tú bien sabes cómo son las cosas.

—Bueno, escuche entonces. ¿Puede decirme cuál de estos edificios es el número veintidós?

—¿Quién quiere saberlo?

—¿Por qué todo el mundo en esta ciudad contesta siempre con otra pregunta?

—¿Mmm?

—¿Por qué demonios no abre usted esa maldita puerta de una buena vez y habla conmigo como Dios manda, como un ser humano?

Era tal la amargura, la frustración feroz que trasuntaba aquella protesta, que a George le llegó al corazón; prestó oídos, en espera de una nueva andanada: la seguridad que sentía detrás de su puerta inexpugnable le causaba, en el fondo del alma, una secreta desazón.

—¿Tendría usted la amabilidad de decirme —volvió a hablar el fulano, y por detrás del tono cortés George adivinó la cólera contenida— dónde, si lo sabe, puedo encontrar la residencia de la familia Ratón, o a George Ratón?

—Sí —respondió George—. Yo soy George —era un riesgo, sin duda, pero con seguridad ni los cobradores ni los alguaciles más desesperados andarían de ronda a esas horas de la noche—. ¿Y tú quién eres?

—Mi nombre es Auberon Barnable. Mi padre… —pero ya el chirriar y el rechinar de trancas, pestillos y cerrojos ahogaban su voz. George alargó un brazo hacia la obscuridad y atrajo hasta el zaguán a la persona que esperaba en el umbral. Cerró de un golpe, con celeridad y destreza, la puerta de la calle y la volvió a asegurar con todas sus trancas y candados. Acto seguido levantó el farol para examinar a su primo.

—Conque tú eres el bebé —dijo, notando con perverso placer el fastidio que le causaba su comentario a su joven y alto visitante. A la luz trémula del farol, su rostro parecía cambiar, pero no era un rostro cambiante: era enjuto y hermético: todo él, en realidad, esbelto y espigado como una pluma en el soporte de azabache de un impecable traje negro, parecía un tanto tenso y retraído. Está amoscado, pensó George. Se echó a reír y palmeó el brazo de su primo—. ¿Cómo anda la familia? ¿Qué tal están Elsie, Lacy y Tilly, o comoquiera que se llamen? ¿Y qué te trae por aquí?

—Papá escribió —dijo Auberon, como si deseara ahorrarse el esfuerzo de contestar a todo eso si ya estaba dicho.

—Ah, ¿sí? Bueno, tú sabes cómo anda el Correo. Bueno, bueno. Ven, no hace falta que nos quedemos aquí, en este zaguán, más frío que la teta de una bruja. ¿Café y alguna cosita?

Lacónicamente, el hijo de Fumo se encogió de hombros.

—Con cuidado ahora, en la escalera —dijo George, y a la luz del farol, a través del edificio y el puentecito, llegaron a la alfombra, la misma alfombra raída en que se conocieran años atrás los padres de Auberon.

En alguna parte, durante el trayecto, George había recogido una silla de cocina con tres patas y media.

—¿Así que has hecho abandono del hogar? Toma asiento —dijo George, empujando a Auberon a un andrajoso sillón de orejas.

—Mi padre y mi madre saben que he venido, si es eso lo que quieres decir. —Y se echó hacia atrás, encogido, en el sillón: George, con un gruñido y una mirada feroz, había levantado la silla rota por encima de su cabeza y con el semblante contraído por el esfuerzo la había arrojado de golpe en el hogar de piedra, donde cayó, crepitando, hecha astillas.

—¿Y ellos consintieron? —preguntó George mientras removía en el fuego los despojos de la silla.

—Por supuesto. —Auberon cruzó las piernas y se estiró la rodillera del pantalón—. Papá escribió. Me dijo que viniera a verte.

—Ah, sí. ¿Has venido andando?

—No —con cierto desdén.

—¿Y has venido a la Ciudad a…?

—A probar fortuna.

—Aja —George puso una marmita sobre las llamas y de un estante para libros bajó un precioso bote de café de contrabando—. ¿Alguna idea al menos de por dónde empezar?

—No, no exactamente. Es decir… —Mientras preparaba la cafetera y ponía encima de la mesa dos tazas de distinto juego, George parecía meditar, y murmuraba entre dientes como si discutiera consigo mismo, ajá-ejem-ajá…— Yo quería, quiero escribir, ser escritor —dijo Auberon. George alzó las cejas. Auberon se había encogido en el sillón de orejas como si esas confesiones escaparan de él contra su voluntad y tratara de retenerlas—. Había pensado en la televisión.

—Te has equivocado de costa.

—¿Qué?

—Toda esa televisión se hace allá, en la Costa del Sol, la Costa de Oro, la Occidental. —Auberon enroscó el pie derecho alrededor de su tobillo izquierdo y guardó silencio. George, mientras buscaba algo en las estanterías de la biblioteca y en los cajones y sacudía sus numerosos bolsillos, se preguntaba cómo habría llegado hasta Bosquedelinde esa antigua vocación. Era curioso que los jóvenes se aficionaran tan confiadamente a esos oficios moribundos y depositaran en ellos tantas esperanzas. En su juventud, cuando los últimos poetas peroraban a solas, incomunicados (luciérnagas ahogadas en sus cañadas de rocío), los muchachos veinteañeros se proponían ser poetas… Halló por fin lo que buscaba: un abrecartas en forma de daga, un souvenir decorado con figuras esmaltadas, que había encontrado años atrás en un apartamento abandonado, y al que le había tallado un filo, como si fuese un cuchillo—. Todo ese asunto de la tele —dijo— requiere mucha ambición, y muchísimo empuje; y son muchos los que fracasan. —Vertió el agua en la cafetera.

—¿Y cómo lo sabes? —le replicó su primo, como si más de una vez hubiese escuchado esos alegatos del saber de los mayores.

—Porque —repuso George— yo no poseo esos talentos, y al no poseerlos no he fracasado en ese campo, o sea quod erat demostrandum. El café se está filtrando. —Auberon no se dignó sonreír. George posó la cafetera sobre una especie de trípode que ostentaba una leyenda cómica en el argot germano de Pensilvania y sacó de una lata un puñado de galletitas casi todas rotas. También sacó del bolsillo de su cárdigan una tableta de hachís—. ¿Quieres probar? —preguntó, sin un asomo de cicatería en la voz (supuso él), mientras se la enseñaba a Auberon—. Libanes, el mejor del mundo, en mi opinión.

—No consumo drogas.

—Oh, aja.

Calculando con largueza, cortó con su instrumento florentino una esquina de la tableta, le clavó la punta de la daga y la zambulló en su taza de café. Se sentó, y removió el cuchillo dentro de la taza mientras observaba a su primo, que soplaba y resoplaba su café con deliberada concentración. Ah, era tan agradable ser viejo y canoso, y haber aprendido a no pedir de la vida ni mucho ni poco.

—Bueno —dijo. Retiró el cuchillo de la taza para ver si el hachis ya se había disuelto—. Cuéntanos tu historia.

Auberon no despegó los labios.

—Vamos, cuenta. —Sorbió ávidamente el líquido fragante.

Al principio, fue poco menos que un hábil interrogatorio, pero al fin, cuando ya casi amanecía, Auberon empezó a soltar prenda, frases, anécdotas. Para George, lo bastante: después de haberse bebido aquel café cortado era capaz de oír en las frases sueltas de Auberon toda una vida, completa y con pormenores divertidos y extrañas coincidencias: dramática, incluso mágica, incluso. Se sorprendió escrutando el cerrado corazón de su primo como si fuese una sección transversal de la concha espiralada de un nautilo.

Lo que oyó Ratón

Había partido de Bosquedelinde con las primeras luces. Tenía el don —que compartía con su madre— de poder despertarse a la hora que quería, y se había despertado, como se lo había propuesto, justo antes del amanecer. Encendió una lámpara; pasarían, aún un par de horas antes de que Fumo bajara chancleteando al sótano para encender el generador. Sentía una opresión, un temblor en el diafragma, como si algo pugnara por liberarse o escapar de allí. Conocía la expresión «tener arrechuchos»: pero era una de esas personas a las que esas frases no les sugieren nada. Ha tenido arrechuchos y se le han ido el alma a los pies y la sangre a los talones; más de una vez ha perdido los estribos, pero él siempre ha creído que esas experiencias eran suyas y de nadie más, y nunca se le ocurrió que fueran tan comunes que hasta tuvieran nombres. Su ignorancia le permitía componer poemas acerca de las sensaciones extrañas que experimentaba; un manojo de páginas mecanografiadas que tan pronto como se hubo vestido con el impecable traje negro guardó con cuidado en la mochila de loneta verde junto con el resto de su ropa, su cepillo de dientes…, ¿qué más? Una antigua Gillette, cuatro pastillas de jabón, un ejemplar de El Secreto del Hermano Viento-Norte, y todo el papelerío testamentario para los abogados.

Recorrió la casa dormida (imaginando solemnemente que por última vez) en su viaje rumbo a un destino ignoto. En verdad, la casa parecía más bien intranquila, como si diera vueltas y vueltas en un agitado duermevela y, al oír sus pasos, abriera los ojos, sobresaltada. Una claridad invernal, acuosa, flotaba en los corredores; los aposentos y galerías imaginarios eran reales en la penumbra.

—Se diría que no te has afeitado —dijo Fumo dubitativamente cuando Auberon entró en la cocina—. ¿Quieres un poco de avena?

—No he querido despertar a toda la casa, haciendo correr el agua y todo lo demás. No creo que pueda comer.

De todos modos, Fumo siguió afanándose con la vieja cocina de leña. A Auberon, de pequeño, siempre lo asombraba ver a su padre yéndose a dormir por la noche en esa casa, y aparecer después, a la mañana siguiente, en la escuela detrás de su escritorio como traducido, o como si fuera un doble. La primera vez que se levantó lo bastante temprano como para sorprender a su padre con el pelo revuelto y una bata a cuadros, a medio camino entre el sueño y la escuela, fue como si hubiese sorprendido in fraganti a un hechicero; pero, en realidad, Fumo siempre se preparaba su desayuno, y aunque la cocina eléctrica blanca y reluciente siempre había estado allí, fría e inútil, en el rincón, como un ama de llaves presuntuosa jubilada contra su voluntad, y Fumo era tan desmañado con el fuego como lo era con la mayor parte de las cosas, lo seguía haciendo; sólo le requería tener que levantarse más temprano para empezar.

Auberon, empezando a impacientarse con la paciencia de su padre, se agachó delante de la cocina y, en un abrir y cerrar de ojos le hizo brotar llamas furibundas, mientras Fumo, detrás de él, con las manos en los bolsillos, lo observaba admirado. Poco después estaban los dos sentados frente a frente con sendos tazones de avena, y café por añadidura, un regalo de George Ratón, el primo de la Ciudad.

Por un momento permanecieron así, en silencio los dos, las manos sobre las rodillas, mirando no el uno a los ojos del otro sino los obscuros ojos brasileños de sus respectivas tazas de café. Luego Fumo, con una tosecita nerviosa, se levantó y bajó de un estante alto una botella de brandy.

—Es una larga caminata —dijo, y cortó el café.

¿Fumo?

Sí; George podía comprender que una especie de nudo de sentimientos lo ahogara de vez en cuando en los últimos años, una opresión que un traguito bien podría aliviar. Ningún problema, en realidad, un traguito apenas, para poder empezar a preguntarle a Auberon si estaba seguro de llevar dinero suficiente, si tenía la dirección de los agentes del Abuelo y la de George Ratón, y todos los instrumentos legales y demás sobre la herencia, etc., etc. Y sí, lo tenía todo.

Después de la muerte del doctor, sus cuentos seguían publicándose en el periódico vespertino de la Ciudad, George los leía aun antes que la página de los chistes. Además de esos cuentos postumos —que la familia atesoraba como las ardillas las nueces para el invierno—, el doctor había dejado un mare mágnum de asuntos pendientes, tan tupido y enmarañado como un zarzal; los abogados y agentes se afanaban con todo eso y bien podían seguir haciéndolo durante años. Auberon tenía un interés personal en esos espinosos asuntos porque el doctor había hecho un legado a su favor, lo bastante como para que pudiera vivir más o menos un año y escribir sin preocupaciones. En realidad, lo que el doctor había esperado —aunque era demasiado tímido para manifestarlo— era que su nieto y mejor amigo de sus últimos años siguiera contando las pequeñas aventuras, si bien en ese aspecto Auberon estaba en desventaja: hubiera tenido que inventarlas, a diferencia del doctor, quien durante años las había obtenido de primera mano.

Ha de ser un tanto embarazoso, George lo podía imaginar fácilmente, descubrir que uno puede conversar con los animales. Nadie sabía cuánto tiempo el doctor mismo había tardado en convencerse, aunque algunos de los mayores recordaban la primera vez que había aludido a ese poder, tímida, tentativamente: en broma, pensaron, una broma sin mucha gracia, pero de todas maneras las bromas del doctor nunca eran muy divertidas, excepto para millones de niños. Más tarde asumió la forma de una adivinanza: relataba sus conversaciones con las salamandras y los paros carboneros con una sonrisa críptica, como invitando a su familia a adivinar por qué hablaba así.

A la larga, cesó de tratar de mantenerlo oculto: las historias que escuchaba narrar a sus interlocutores eran, sencillamente, demasiado interesantes para que él a su vez no las contara.

Y como todo eso sucedía en la época en que Auberon empezaba a tener uso de razón, al niño le parecía que los poderes de su abuelo se iban acrisolando, que su oído se aguzaba cada vez más. Cuando, durante uno de sus largos paseos por los bosques, el doctor dejó por fin de simular que lo que oía decir a los animales lo inventaba él y confesó que repetía conversaciones que escuchaba, abuelo y nieto se sintieron mucho mejor. A Auberon nunca le había gustado demasiado el «hagamos de cuenta», y al doctor siempre le había parecido abominable mentirle al pequeño. La ciencia de la cosa, dijo, se le escapaba; tal vez no fuera nada más que el resultado de su devoción de toda la vida; de todas maneras, sólo a ciertos animales podía comprender, los pequeños, los que mejor conocía. De los osos, de los alces, de los escasos y fabulosos felinos, de las grandes y solitarias aves de rapiña, nada sabía. Ellos lo desdeñaban, o no sabían hablar, o consideraban inútil la charla insubstancial, no lo sabía.

—¿Y los insectos y los bicharracos? —le preguntó Auberon.

—Algunos, no todos —respondió el doctor.

¿Y las hormigas?

—Oh, sí, las hormigas —dijo el doctor—. Claro que sí. —Y allí mismo, donde estaban arrodillados, junto al montoncito de fresca tierra amarilla, cogió las manos de su nieto y tradujo para él, agradecido, el parloteo trivial de las hormigas que trajinaban en el túnel.

Ratón sigue enterándose

Auberon dormía ahora hecho un ovillo bajo una manta en el despanzurrado confidente —quién no, si se hubiese levantado tan temprano y viajado tan lejos en tantas direcciones como lo hiciera hoy su primo—; George Ratón, en cambio, presa de tics y retozando por los vertiginosos toboganes y escalerillas de la Alta Especulación, montaba guardia junto al muchacho y seguía enterándose de sus aventuras.

Cuando, sin haber probado la avena pero apurado en cambio el café hasta la última gota, salió de la casa por la ancha puerta principal (la mano de Fumo apoyada paternalmente sobre el hombro de su hijo, pese a que el del muchacho era más alto que el suyo), Auberon supo que no habría manera de que pudiese partir de incógnito, sin adioses. Sus hermanas, las tres, habían acudido a despedirlo: Lily y Lucy llegaban ya por el caminito de la entrada cogidas del brazo, Lily transportando a sus mellizos en sendas mochilas, a proa y a popa, en tanto Tacey aparecía al final del sendero montada en su bicicleta.

Lo podía haber imaginado, pero él no había deseado esa despedida, era lo que menos había deseado, por esa irrevocabilidad formal que la presencia de sus hermanas confería siempre a cualquier partida, llegada o reunión a que asistían. ¿Cómo demonios se habían enterado, en todo caso, de que sería hoy, esta mañana? Sólo a Fumo se lo había comunicado, anoche a última hora, y le había hecho jurar secreto absoluto. Una especie de furia que le era familiar lo sublevó, aunque ignoraba que ese sentimiento se llamaba furia.

—Hola, hola —dijo.

—Hemos venido a decirte adiós —dijo Lily. Lucy hizo a un lado a la melliza de proa y añadió—: Y a traerte algunos regalos.

—¿De veras? Vaya. —Tacey frenó con destreza su bicicleta al pie de la escalera del porche y se apeó—. Hola, hola —dijo de nuevo Auberon—. ¿Habéis traído con vosotras a todo el condado? —Por supuesto, ellas no habían traído a nadie más: ninguna otra presencia era necesaria, y sí la de ellas.

Tal vez porque sus nombres eran tan parecidos, o porque con tanta frecuencia las tres aparecían y actuaban simultáneamente en la comunidad, lo cierto es que la gente de los alrededores de Bosquedelinde solía confundirlas. Sin embargo, eran las tres muy diferentes. Tacey y Lily descendían de su madre y de la madre de ésta, largas, de huesos grandes, y retozonas, aunque Lily había heredado no se sabe de quién un casco de pelo lacio rubio y fino, paja hilada en hebras de oro como la que devanaba la princesa del cuento, en tanto que los cabellos de Tacey eran aurirrojos y rizados como los de Alice. Lucy, en cambio, era el vivo retrato de su padre, más baja que sus hermanas, con los bucles castaños y la expresión plácida y ausente de Fumo, y hasta un algo de su anonimía congénita en sus ojos redondos. Pero en otro sentido, eran Lucy y Lily las que formaban una pareja: esa clase de hermanas en la que una puede terminar las frases de la otra, y sentir sus dolores incluso a la distancia. Durante años habían compartido una especie de juego inventado consistente en una serie de chistes aparentemente absurdos; una hacía, por ejemplo, en el tono más serio del mundo, una pregunta tonta, y la otra, tan seria como su hermana, la contestaba con una tontería aún mayor; y acto seguido, le otorgaban un número al chiste. Los números habían ascendido a varios centenares. Tacey, quizá por ser la mayor, se mantenía al margen de los juegos de sus hermanas; era una persona solemne y retraída por naturaleza que cultivaba con devoción una serie de pasiones, la flauta dulce, la cría de conejos, las bicicletas de carrera. Por otra parte, en todas las conspiraciones, planes y ceremonias que tenían que ver con los mayores y sus asuntos, siempre había sido Tacey la sacerdotisa, y las dos más pequeñas sus acólitos.

En una sola cosa eran las tres iguales: las tres tenían una sola ceja que les cabalgaba por encima de la nariz sin interrupción, desde la comisura exterior de un ojo hasta la del otro. De los hijos de Fumo y Alice, era Auberon el único que no la tenía.

Uno de los recuerdos que Auberon conservaría siempre de sus hermanas era de cuando jugaban a los misterios: el nacimiento, el matrimonio, el amor y la muerte. Había sido el Bebé de ellas cuando era muy pequeño, llevado y traído sin cesar de un baño imaginario o un hospital imaginario, un muñeco de carne y hueso. Más tarde tuvo, necesariamente, que ser el Prometido, y por último el Difunto, cuando ya tenía edad suficiente para sentirse a gusto tendido e inmóvil mientras ellas le administraban los últimos sacramentos. Y no todo era juego: a medida que se hacían mayores, las tres iban adquiriendo, al parecer, una comprensión instintiva de las escenas y los hechos de la vida cotidiana, de los telones que se alzaban y caían en las vidas de las personas de su entorno. Nadie recordaba haberles dicho (tenían en ese entonces cuatro, seis y ocho años) que la hija menor de los Pájaros se iba a casar con Jim Grajo en Campollano, y sin embargo se aparecieron las tres en la iglesia vestidas con pantalones vaqueros, con ramilletes de flores silvestres en las manos, y se arrodillaron piadosamente en las gradas del atrio mientras en el recinto el novio y la novia prestaban sus juramentos. (El fotógrafo de las bodas, mientras esperaba puertas afuera la salida de los recién casados, tomó una foto caprichosa de las tres preciosidades, que luego obtuvo un premio en un concurso de fotografías. Parecían estar en pose, y en cierta forma lo estaban.)

Desde una edad muy temprana habían cultivado las labores de la aguja, adquiriendo en ellas una maestría creciente y abordando ramas cada vez más intrincadas y esotéricas de ese arte a medida que se hacían mayores: los encajes, el bordado con seda, la pasamanería; lo que Tacey aprendía primero de la tía abuela Nube y de su abuela, lo enseñaba a su vez a Lily, y Lily a Lucy; y cuando estaban las tres reunidas, sentadas (a menudo en la sala de música poligonal, donde en todas las estaciones del año entraba el sol), tramando y destramando sus hebras con destreza, llevaban entre ellas un calendario permanente de las defunciones, matrimonios, rupturas, partos previstos (anunciados o no) de la gente que conocían. Ataban nudos, cortaban hilos, lo sabían todo; y con el tiempo no hubo en la comunidad acontecimiento alguno, luctuoso o feliz, del que ellas no estuvieran enteradas, y pocos que se llevaran a cabo sin que las tres estuvieran presentes. Y a esos pocos, era como si les faltase algo, como si no estuviesen sancionados. La partida de su único hermano para su cita con el destino y con los abogados no iba a ser uno de ellos.

—Toma —dijo Tacey, sacando de la cesta de su bicicleta un paquetito en papel azul hielo—. Llévate esto y ábrelo cuando llegues a la Ciudad. —Lo besó con ternura.

—Toma esto —dijo Lily, entregándole uno envuelto en papel verde menta— y ábrelo cuando tengas ganas de hacerlo.

—Toma esto —dijo Lucy. Su paquete era blanco—. Ábrelo cuando quieras volver a casa.

Asintiendo, turbado, Auberon recibió los tres y los puso en su mochila. Ni una palabra más dijeron las chicas acerca de los regalos; pero se quedaron un rato con él y Fumo sentadas en el porche, donde las hojas muertas, arrastradas por el viento, se amontonaban debajo de las sillas de mimbre (habrá que guardarlas en el sótano, pensó Fumo: una antigua tarea de Auberon; sintió un escalofrío de presentimientos, como de pérdida, pero pensó que no era más que el melancólico amanecer de noviembre). Mientras tanto, Auberon, que era lo bastante joven y solitario como para suponer que hubiera podido escapar de su casa sin que nadie lo viera, que nadie prestaba mucha atención a sus movimientos, seguía allí, sentado entre ellos por la fuerza, viendo despuntar el día; de pronto se palmeó las rodillas, se levantó, estrechó la mano de su padre, besó a sus hermanas, prometió escribir y echó a andar hacia el sur a través del sonoro mar de hojas, en dirección al cruce donde podría tomar un autobús; ni una sola vez volvió la cabeza para mirar a los cuatro que lo veían partir.

—Bueno —dijo Fumo, rememorando su viaje a la Ciudad a una edad cercana a la de Auberon—, tendrá aventuras.

—Montones —dijo Tacey.

—Va a ser divertido —dijo Fumo—, probablemente, posiblemente. Recuerdo…

—Divertido por un tiempo —dijo Lily.

—No demasiado divertido —dijo Lucy—. Divertido al principio, sí, por lo menos.

—Papá —dijo Tacey, viéndolo tiritar—, no deberías estar aquí fuera en pijama, por amor de Dios.

Fumo se levantó, ciñéndose al cuerpo la bata de baño. Esa tarde tendría que entrar los muebles del porche, antes que la nieve se apilara absurdamente en sus asientos estivales.

Un amigo del doctor

Cambiando con presteza de enfoque, George Ratón observaba ahora desde un nicho de la Vieja Cerca de Piedra a su primo Auberon, quien, cruzando por el atajo de la Antigua Dehesa, se encaminaba hacia Arroyodelprado. En ese nicho, el Ratón de Campo, con una brizna de hierba entre los dientes y rumiando sus sombríos pensamientos, veía al humano que se acercaba haciendo crujir y aplastando con sus botas las ramas grandes y las hojas secas por centenares. Ah, qué patas tan enormes y torpes tenían. Esas patas enfundadas en botas eran más grandes y más torpes que las del legendario Oso Pardo. Sólo el hecho de que no tuvieran más que dos y que raras veces, y siempre en solitario, vinieran a rondar por las cercanías de su casita, hacía que el Ratón de Campo se sintiera hacia ellos un poco más benévolo que con la Vaca pisoteadora de hogares, su monstruo más temido. Cuando Auberon estuvo cerca (pasó en realidad muy cerca del nicho en el que él estaba agazapado), el Ratón de Campo se llevó una sorpresa mayúscula. Si era el chico —crecidísimo ahora— que en una ocasión había venido con el doctor que fuera amigo de su tatarabuelo; el mismísimo chico que el Ratón de Campo, en aquel entonces un pichoncito de ratón, había visto una vez, con las manos sobre las desnudas rodillas costrosas, escrutar con vivísimo interés la vivienda familiar en tanto el doctor tomaba nota de las memorias de su tatarabuelo, tan famosas hoy en día no sólo entre varias generaciones de Ratones de Campo sino en todo el Ancho Mundo. Una súbita oleada de afectuosa familiaridad hizo que el Ratón de Campo se sobrepusiera a su timidez natural, e intentara un saludo: «Mi tatarabuelo era amigo del doctor», gritó. Pero el muchacho siguió de largo.

El doctor podía hablar con los animales, pero el joven, al parecer, no podía hacerlo.

Un pastor en el Bronx

Mientras Auberon, hundido en la dorada hojarasca hasta las pantorrillas, esperaba en el cruce, y Fumo se quedaba absorto, de espaldas a su tribu, que se preguntaba por qué, de pronto, se habría callado, con la tiza contra la pizarra, entre sujeto y predicado, Llana Alice, bajo su edredón estampado (¡sí!, George Ratón se extasiaba viendo hasta dónde llegaban, y en cuántas direcciones, sus Empatias Mentales), soñaba que su hijo Auberon, que ahora vivía en la Ciudad, la llamaba por teléfono para contarle cómo le iban las cosas.

—Durante cierto tiempo fui pastor en el Bronx —le decía la voz incorpórea y sin embargo cauta—, pero cuando llegó noviembre vendí el rebaño. —Y mientras él lo contaba, ella podía ver ese Bronx del que él le hablaba: las verdes y desmochadas lomas marinas, un espacio de aire puro y ventoso entre loma y loma, y las nubes de lluvia a escasa altura. Era como si ella hubiese estado cuando él pastoreaba, como si por los senderos trillados hubiese seguido las huellas delicadas y los negros excrementos hasta las dehesas, con los oídos repletos de tristes balidos, las fosas nasales impregnadas del olor de la lana húmeda en los amaneceres brumosos. ¡Vivido! Podía ver a su hijo cuando (como él se lo contaba) se detenía cayado en mano sobre un promontorio y avizoraba en la dirección del mar, y hacia el oeste, de donde soplaban los vientos, y hacia el sur, en la otra orilla del río, hacia el bosque obscuro que cubría toda la isla, y se preguntaba…

Después, en el otoño, trocaba su zamarra y sus polainas por un decoroso traje negro y su cayado por un bastón, y aunque nunca lo hubiera decidido con tantas palabras, él y Chispa, el perro (un buen ovejero que Auberon hubiera podido vender junto con el rebaño pero del que le era imposible separarse), echaban a andar por la orilla del río Harlem hasta llegar a un paraje (cerca de la Calle 137) por donde podían cruzarlo. El viejo, viejísimo barquero tenía una biznieta bellísima de tez morena como una baya, y una balsa gris, destartalada y gruñona; Auberon iba de pie en la proa mientras la balsa navegaba río abajo siguiendo el cable hacia el amarradero de la orilla opuesta. Pagaba, el perro Chispa saltaba delante de él, y Auberon, sin volver la cabeza, se internaba en el Bosque Agreste. Caía la tarde, y el sol (podía divisarlo de tanto en tanto, un resplandor opaco detrás de las nubes aceradas) parecía tan frío y melancólico que casi deseaba que cayera la noche.

Ya más en la espesura, se retractaba de ese deseo. En algún momento, entre el Parque San Nicolás y la Avenida de la Catedral, había equivocado el camino y ahora subía una cuesta pedregosa salpicada de liqúenes. A su paso, los grandes árboles aferrados con dedos nudosos a las rocas gruñían y se reían entre dientes; los troncos le hacían muecas burlonas en la media luz crepuscular. Jadeante de fatiga, de pie sobre una roca alta, veia por entre los árboles que el sol se ocultaba bajo el horizonte. Sabía que aún estaba lejos del centro de la ciudad, y ahora había caído la noche; tenía frío y ¿cuántas veces no lo habían puesto en guardia sobre los peligros de la noche en estos parajes? Se sentía pequeño. En verdad, se estaba achicando. Y Chispa se daba cuenta de ello, pero no lo comentaba.

La noche, como es natural, traía consigo a sus criaturas. Auberon, atolondradamente, echaba a correr, y al correr tropezaba, y cuando tropezaba las criaturas se aproximaban a él con miles de ojos en aquella intrincada obscuridad que lo cercaba por todas partes. Auberon trataba de recobrar la calma. No debía demostrarles que sentía miedo. Apretaba con energía el mango de su bastón. Sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, proseguía la marcha a duras penas. Una o dos veces se sorprendió mirando embobado las copas de los árboles que rozaban el cielo de la noche (porque ahora ya no le cabía duda, se había empequeñecido muchísimo), pero bajaba los ojos con presteza; no quería que lo tomasen por un forastero, por alguien que va sin ton ni son; sin embargo, no podía dejar de echar algunas miradas de reojo en torno, de espiar a aquellos que, burlones, sapientes o indiferentes, lo miraban pasar.

¿Dónde está Chispa?, se preguntaba, mientras se zafaba de un enmarañado pozo de lobo en el que se había hundido hasta la cadera.

Ahora que podría montar sobre el lomo del perro y adelantar camino… Pero Chispa desdeñaba a un amo ahora tan diminuto, y se había marchado en la dirección de las lomas de Washington a probar fortuna en solitario.

En solitario, Auberon se acordó de los tres regalos que le llevaran sus hermanas. Sacó de la mochila el que le había dado Tacey y, con dedos temblorosos, rompió el papel azul hielo.

Era una linterna-lapicero, con un extremo para iluminar y otro para escribir. Práctico. Hasta tenía una pequeña pila; oprimió el botón, y la linterna se encendió. En el haz de luz flotaron algunos copos de nieve; algunas de las caras que se le habían acercado se apartaron de prisa. Y a la luz de la linterna descubrió que se hallaba en el corazón del bosque, delante de una puertecita; su peregrinación había terminado. Llamó, y volvió a llamar.

Mira la hora que es

George Ratón se estremeció violentamente. Tras el esfuerzo de la Empatia Mental y con el bajón de la dosis, sentía un tanto pulverizado. Había sido divertido, pero ¡santo Dios, mira la hora que es! Dentro de unas pocas tendría que estar de nuevo en pie para el ordeñe. Porque con seguridad Sylvie (morena de tez, como una baya, pero no de regreso todavía, a menos que la intuición le fallara) no se levantaría a tiempo. Recogiendo sus miembros, que el hachís había dispersado y que le dolían con un cansancio placentero (un largo viaje), los hilvanó como pudo en el lugar correspondiente de la conciencia y se incorporó. Se estaba haciendo viejo para estos trotes. Se cercioró de que su primo tenía mantas suficientes, atizó el fuego y (olvidándose de casi todo lo que acababa de espiar por detrás de los párpados obscuros y bien formados del muchacho), cogió la lámpara y, bostezando desaforadamente, se encaminó al revoltijo de su propia alcoba.

El Club se reune

A esa hora, a unas pocas manzanas de distancia, ante la enjuta fachada de la residencia de Ariel Halcopéndola que miraba a un pequeño parque, se detuvieron uno tras otro una serie de grandes y silenciosos automóviles de otra era, y cada uno, después de haber descargado a un único pasajero, se dirigió al sitio habitual en que los vehículos de esa clase suelen esperar a sus dueños. Cada uno de los visitantes tocó el timbre de Halcopéndola y la puerta se abrió para franquearle la entrada; cada uno de ellos tuvo que sacarse dedo por dedo los ceñidísimos guantes, que entregó dentro de su sombrero a la doncella; algunos llevaban al cuello bufandas de seda blanca que silbaban suavemente cuando se las quitaba. Se reunieron en la planta de recepción que más que cualquier otra cosa era una biblioteca. Cada uno de ellos cruzó las piernas al sentarse. Intercambiaron unas pocas frases en voz baja.

Cuando Halcopéndola entró por fin en la sala, todos (pese a que ella les pidió con un ademán que no se levantaran) se pusieron de pie para saludarla, y volvieron a sentarse, estirándose cada uno la rodillera del pantalón al cruzar nuevamente las piernas.

—Supongo —dijo uno— que podemos dar por inaugurada esta sesión del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. Para tratar el nuevo asunto.

Ariel Halcopéndola esperaba en silencio las preguntas de sus contertulios. La cara angulosa, el pelo gris acero, los modales bruscos y deliberados como los de una cacatúa, estaba llegando ese año al apogeo de sus poderes. Era imponente, si bien no del todo aún la figura intimidante que llegaría a ser, y todo en ella, desde los zapatos gris acero hasta los dedos cuajados de anillos, sugería poderes, poderes que al menos el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro no dudaba ni por un instante que ella poseía.

—El nuevo asunto —repitió otro miembro, dirigiéndose a Halcopéndola con una sonrisa— es, por supuesto, el asunto de Russell Eigenblick. El Orador.

—¿Qué piensa usted ahora? —preguntó un tercero—. ¿Cuáles son sus impresiones?

Halcopéndola juntó las yemas de los dedos, como Holmes.

—Él es y no es lo que parece —dijo con una voz precisa y seca como un pergamino—. Más listo de lo que parece en la televisión, aunque no tan expansivo. El entusiasmo que despierta es genuino pero, no puedo menos que pensarlo, evanescente. Tiene cinco planetas en Escorpio; también los tenía Martín Lutero. Su color favorito es el verde billar. Tiene ojos grandes, castaños y húmedos, falsamente tiernos, como los de las vacas. Su voz es amplificada por dispositivos minúsculos que lleva escondidos en la ropa, que es cara pero no le cae bien. Usa, debajo de los pantalones, botas altas hasta las rodillas.

Los presentes absorbieron esta información.

—¿Su carácter? —preguntó uno.

—Despreciable.

—¿Sus modales?

—Bueno…

—¿Sus ambiciones?

Por un momento, Halcopéndola no supo qué contestar, y sin embargo era esa respuesta la que más deseaban oír los banqueros poderosos, los presidentes de directorio, los burócratas plenipotenciarios y los generales retirados que se reunían bajo la égida del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. En tanto que guardianes secretos de una república quisquillosa, obstinada y caduca, que se debatía en las garras de una depresión social y económica más o menos permanente, eran sensibles hasta la exasperación ante la posible emergencia de cualquier hombre atrayente, así fuese predicador, soldado, aventurero, pensador o rufián. Halcopéndola sabía demasiado bien que sus percepciones habían dado lugar a la eliminación de más de uno de tales individuos.

—Él no tiene interés en ser Presidente —dijo.

Uno de los miembros hizo un ruido que indicaba: si no lo tiene, ninguna otra ambición que pueda abrigar tendría por qué alarmarnos; y si lo tiene, es en vano, puesto que desde hace años la sucesión periódica de presidentes simbólicos (sea lo que fuere lo que haya pensado el pueblo y los propios presidentes) ha sido un asunto de la exclusiva incumbencia del Club. Un ruido breve, desde la garganta.

—No es fácil describirlo con precisión —dijo Halcopéndola—. Por un lado, su vanidad es ridicula y sus aspiraciones tan desmesuradas que se las puede desechar por entero, como las de Dios. Por otro lado… Asegura, por ejemplo, a menudo y con una expresión singular, como si pretendiera insinuar vagos misterios, que él «está en las cartas». Una vieja frase hecha; y sin embargo yo creo, Comoquiera (me temo que no sé decir exactamente cómo), que sus palabras son exactas, y que está en las cartas, en ciertas cartas, sólo que no sé qué cartas son ésas. —Notó los gestos pesarosos de sus oyentes, el desconcierto que habían sembrado sus palabras, y lamentó que no pudieran ser más claras: pero ella misma estaba desconcertada. Había pasado semanas con Russell Eigenblick: en carreteras, en hoteles, en aviones, notoriamente disfrazada de periodista (los paladines de rostro pétreo que rodeaban a Eigenblick no tardaron en descubrir que se trataba de un disfraz, pero nada pudieron ver por dentro), y a pesar de ello se encontraba ahora en peores condiciones para sugerir la forma de resolver el caso que cuando, al oír por primera vez su nombre, se había reído.

Con las yemas de los dedos sobre las sienes, recorrió palmo a palmo la nueva ala que, escrupulosamente ordenada, había incorporado en el transcurso de las últimas semanas a su mansión de la memoria, y destinara a alojar sus investigaciones acerca de Russell Eigenblick. Sabía en qué recodos tendría que aparecer él, él en persona, en lo alto de qué escaleras, en el nexo de qué perspectivas. Él no aparecería. Ella se lo podía representar con la Memoria ordinaria o Natural. Lo podía ver contra la ventanilla racheada por la lluvia de un tren de cercanías, hablando incansablemente, sacudiendo la roja barba y alzando y bajando las cejas rizadas como el muñeco de un ventrílocuo. Podía ver, verlo a él, arengando a las inmensas, extáticas y arrulladoras multitudes, con lágrimas auténticas en los ojos, y el desbordante, auténtico amor de las multitudes hacia él; podía verlo sosteniendo en precario equilibrio sobre las rodillas la taza de té de porcelana azul en un club de mujeres, después de otra alocución interminable, rodeado de sus discípulos acérrimos, cada uno con su taza, su platillo y su porción de pastel. El Orador: eran ellos los que habían insistido en que se le diera ese nombre. Eran ellos los primeros en llegar y en organizarlo todo para cuando apareciera el Orador. El Orador disertará aquí. Nadie excepto el Orador podrá utilizar este salón.

Es indispensable que haya un automóvil a la disposición del Orador. Y a ellos jamás se les llenaban los ojos de lágrimas cuando, con los rostros tan impávidos e inexpresivos como sus tobillos enfundados en calcetines negros, permanecían sentados detrás del atril del Orador. Todo esto lo había extraído Halcopéndola de la cantera de su Memoria Natural y transformado mediante un artificio en un Paladium de su mansión de la Memoria, donde todo cobraría un significado nuevo y sutil; y esperaba, al doblar una esquina de mármol, encontrarlo allí, enmarcado en un paisaje, súbitamente revelado y revelando lo que era, cosas que ella había sabido siempre pero ignoraba que las sabía. Así era como tenían que ser las cosas, como fueron siempre en el pasado. Pero ahora el Club aguardaba, silencioso e inmóvil, sus decisiones; y entre las columnas y en los belvederes se hallaban los discípulos, pulcramente vestidos, provisto cada cual del emblema de identificación que ella le entregara: el talón de un billete de tren, un palo de golf, papel carbón púrpura para multicopista, cadáver. A ellos los distinguía claramente. Pero él, él se negaba a aparecer. Y sin embargo el ala misma, el Paladium, todo entero, era, sí, ciertamente, él; y estaba frío, y preñado de incógnitas.

—¿Y qué puede decir de esas arengas? —preguntó uno de los dos socios, interrumpiendo el escrutinio introspectivo de Halcopéndola.

Ella le clavó una mirada fría.

—Hombre —exclamó—. Si ustedes tienen transcripciones de todas ellas. ¿Es de eso acaso de lo que yo tengo que ocuparme? ¿No saben leer? —Hizo una pausa, preguntándose si su desdén no sería una máscara para ocultar su propia incapacidad de cercar a su presa—. Cuando él habla —dijo, en un tono más afable— todo el mundo lo escucha. Lo que dice, ustedes lo saben. La vieja amalgama destinada a conmover todos los corazones. Esperanza, una esperanza ilimitada. Sentido común, o lo que pasa por serlo. Sabiduría liberadora. Puede arrancar lágrimas. Pero muchos pueden. Yo creo… —Era lo más parecido a una definición que podía ofrecerles; y aún estaba lejos—. Yo creo que él es menos o más que un hombre. Creo que, Comoquiera, estamos tratando no con un hombre sino con una geografía.

—Comprendo —dijo un socio, atusándose un mostacho gris perla a juego con su corbata.

—No —dijo Halcopéndola—. Usted no comprende porque yo no comprendo.

—Quitémoslo de en medio —propuso otro.

—No es su mensaje, sin embargo, lo que nosotros objetamos —dijo un tercero, mientras sacaba de su cartera flexible un fajo de documentos—. Estabilidad. Vigilancia. Resignación. Amor.

—Amor —dijo otro—. Todas las cosas degeneran. Ya nada funciona debidamente, todo se hunde en el vacío. —Había un temblor desesperado en su voz—. No queda sobre la faz de la tierra ninguna fuerza que se considere más poderosa que el amor. —Rompió en extraños sollozos.

—¿No veo unos botellones, Halcopéndola —preguntó alguien con voz tranquila—, allá, encima de su aparador?

—Uno es de cristal tallado, y contiene brandy —respondió Halcopéndola—. El otro no, y contiene whisky.

Una vez que hubieron calmado a su colega con un trago de brandy, dieron por finalizada la reunión, sine die, y dejando el nuevo asunto sin resolver y a Halcopéndola siempre a cargo de proseguir las indagaciones, se marcharon de la casa con más perplejidades e incertidumbres que las que jamás sintieran desde que la sociedad de la que constituían los pilares secretos comenzara a quebrantarse y decaer perversamente.

Imágenes del cielo

Cuando les hubo franqueado la salida, la sirvienta de Halcopéndola, de pie en el vestíbulo, contempló con profunda tristeza lo que parecía ser un pálido presa del alba en el enrejado cristal de la puerta, compadeciéndose en silencio de su situación, su servidumbre, esos breves destellos de conciencia nocturna que más le valdría no tener. Entretanto, la claridad gris se fue expandiendo y pareció teñir a la sirvienta inmóvil, substraerle de los ojos la luz de la vida. Alzó una mano en un ademán egipcio de bendición o despedida; sus labios se sellaron. Cuando Halcopéndola, camino de la escalera, pasó junto a ella, ya había amanecido, y la Doncella de Piedra (como llamaba Halcopéndola a esa antigua estatua) era una vez más toda de mármol.

En la casa, alta y estrecha, Halcopéndola subió cuatro largos tramos de escalera (un ejercicio que le conservaría el robusto corazón sano hasta una avanzadísima vejez), y en el último rellano, donde la escalera se ahusaba bruscamente y dejaba de existir, se detuvo delante de una puerta pequeña: oía ya, del otro lado, los rítmicos latidos de la enorme máquina, el descenso pulgada a pulgada de las pesas, el hueco clic de los dispositivos de aceleración y regulación; y su espíritu empezó a serenarse. Abrió la puerta. La luz del día, tenue y multicolor, salió a raudales, y como el susurro delicado de una brisa entre ramas desnudas y crujientes, se dejó oír la música de las esferas. Echó una ojeada a su reloj pulsera de esfera cuadrada y se encorvó para entrar.

Que esa casa de la Ciudad era una de las tres únicas del Mundo equipadas con un Cosmo-Opticón Patentado, un Theatrum Mundi más o menos en condiciones de funcionamiento, Halcopéndola lo había sabido antes de comprarla. Le había encantado imaginar al enorme y férreo talismán en lo alto del cielo de su mente. No había sospechado, sin embargo, que fuese tan hermoso ni —cuando lo puso en marcha, y le hubo practicado ciertas bien calculadas correcciones— tan útil. Acerca de su inventor, no había podido averiguar gran cosa, e ignoraba por tanto con qué intención lo había concebido —mero entretenimiento, probablemente—, pero lo que él ignorara ella lo sobreentendía, de modo que ahora, cada vez que se encorvaba para entrar por aquella puertecita, penetraba no sólo en un Cosmos de vitrales y hierro forjado reproducido hasta sus detalles más exquisitos, que giraba con asombrosa exactitud en sus órbitas de relojería, sino a la vez en un Cosmos que situaba a Halcopéndola en el momento real de la Edad del Mundo que transcurría cuando penetraba en él.

No obstante, pese a que Halcopéndola había corregido el Cosmo-Opticón de modo que reflejara con exactitud el estado del cielo real del espacio exterior, la máquina no funcionaba aún con absoluta precisión. Aun en el supuesto caso de que su creador lo hubiera sabido, no había ninguna forma de dotar a una máquina de dientes y engranajes tan burda como aquélla del lento, vasto movimiento hacia atrás del Cosmos a través del Zodíaco, la denominada precesión de los equinoccios, ese periplo inimaginable, solemne, majestuoso que aún demorará unos veinte mil años más en consumarse, hasta que el equinoccio de primavera coincida una vez más con los primeros grados de Aries, ese punto en el que la astrología convencional supone por comodidad que siempre ha de estar, y en el que Halcopéndola encontrara fijado su Cosmo-Opticón cuando lo adquirió junto con la casa. No, las únicas imágenes verdaderas del tiempo eran el cielo mismo siempre cambiante y su reflejo perfecto dentro de la poderosa conciencia de Ariel Halcopéndola, que sabía qué hora era: esa máquina no era, en definitiva, más que una burda caricatura, aunque bonita, sin duda. A decir verdad, reflexionó mientras transportaba la butaca de felpa al centro del universo, muy bonita.

Se distendió en el tibio diluvio de sol invernal (a mediodía haría un calor de todos los demonios en el interior de ese huevo de cristal, otro detalle que su inventor no había tenido en cuenta, al parecer) y alzó la vista. Venus azul en trígono con Júpiter naranja-sangre, cada hueca esfera de cristal sostenida entre los Trópicos sobre su propia banda; la Luna de cristal azogado declinando bajo el horizonte, y Saturno anillado y minúsculo, de un gris lechoso, despuntando. Saturno en la casa ascendente, adecuada para las meditaciones a que Halcopéndola debía ahora entregarse. Clic: el Zodíaco giró un grado, Dama Libra (un poco parecida a la Bernhardt en sus túnicas art-nouveau sutilmente emplomadas, y pesando en su balanza algo que a Halcopéndola siempre le había parecido un racimo de deliciosas uvas de Málaga) sacó las puntas de los pies de las aguas australes. El sol real brillaba a través de ella con tanta intensidad que le diluía las facciones. Como lo estarían también, por supuesto, en el desolado cielo azul del día, calcinadas e invisibles, pero siempre allí, por supuesto, detrás de aquella luminosidad, por supuesto, por supuesto… Halcopéndola sentía ya que sus ideas se ordenaban a medida que los colores y los grados marcados en el Cosmo-Opticón iban ordenando la indiferenciada luz del cielo; sentía que su propio Theatrum Mundi interior abría sus puertas, que el director de escena golpeaba tres veces con su vara el escenario para indicar que alzaran el telón. La enorme máquina, la máquina cuajada de estrellas de su Memoria Artificial, empezó a exponer una vez más delante de ella las piezas del rompecabezas de Russell Eigenblick. Y, ya preparada y ansiosa por comenzar, intuyó que entre todas las tareas extrañas en las que había tenido que empeñar sus poderes, jamás había existido ninguna tan extraña como ésta, o ninguna quizá tan importante para ella; o ninguna que le hubiese exigido ir tan lejos, sumergirse tan profundamente, escudriñar en tantas direcciones, pensar con tanta intensidad. En las cartas. Bueno. Ya lo vería.