El pastor de Virgilio trabó al fin amistad con el Amor, y descubrió que era una criatura nativa de las rocas.
Johnson
Después de la muerte de John Bebeagua en 1920, Violet, incapaz de soportar, o de concebir siquiera, los treinta y más años de vida sin él que le profetizaban las cartas, se recluyó durante un largo período en un aposento de la planta alta. Su ensortijada cabellera negra encanecida prematuramente y su delgadez élfica, ahora acentuada a raíz de una aversión repentina que le cogió ese año a casi toda clase de alimentos, le conferían ese aire de fragilidad de las antigüedades, pero no parecía vieja: su tez se conservó tersa y sin arrugas durante muchos años, y sus ojos obscuros, líquidos, no perdieron jamás aquella inocencia infantil, salvaje, que John Bebeagua había visto en ellos por primera vez en el siglo pasado.
Era una habitación bonita y confortable, con ventanas orientadas en varias direcciones. En un ángulo, la mitad del interior de una cúpula (todo el espacio interior que tenía, aunque exteriormente era una cúpula entera) formaba una alcoba recoleta con su balcón-mirador, y allí tenía ella su alto sillón tapizado en cuero. En otro lugar, la cama, encortinada tras los doseles diáfanos y cubierta con los edredones y puntillas marfileños con que una madre que nunca conoció había engalanado su propio y melancólico lecho nupcial; una amplia mesa de caoba obscura sobre la cual se apilaban los papeles de John Bebeagua, en los que al principio había pensado poner un poco de orden, y publicarlos, quizá, a él le encantaba publicar, pero que a la postre habían quedado allí, amontonados bajo el brazo flexible de la lámpara de bronce; el giboso baúl de cuero resquebrajado de donde habían salido y adonde años más tarde acabarían por regresar; un par de butacas de terciopelo, raídas, desvencijadas y confortables, junto al hogar; y todos los adminículos de Violet —sus peines y cepillos de plata y carey, una cajita de música decorada, sus cartas tan extrañas— que sus hijos y nietos y visitantes recordarían, años después, como los elementos más importantes de la habitación.
A sus hijos, excepto a August, no los afectó la abdicación de Violet. Al fin y al cabo, ella nunca había estado del todo presente, y esa actitud parecía ser la secuencia natural de su inveterada abstracción. Todos, salvo August, la querían con un afecto profundo e incondicional, y rivalizaban entre ellos por quién le subiría las frugales comidas que las más de las veces ni siquiera probaba, por encenderle el fuego o leerle su correspondencia, o ser el primero en comunicarle las novedades.
—August le ha encontrado una nueva utilidad a su Ford —le anunció Auberon mientras examinaban algunas fotos que él había tomado—. Le ha sacado una de las ruedas y lo ha asegurado con una correa a la sierra de Ezra Praderas. De este modo la sierra, accionada por el motor, cortará la leña.
—Ojalá no vayan demasiado lejos —dijo Violet.
—¿Cómo? Oh, no —dijo Auberon, riendo de la imagen que ella sin duda se había forjado, un Ford-T bramando a través de los bosques y talando los árboles en su carrera—. No. Con el coche colocado sobre los troncos, las ruedas giran, pero no van a ninguna parte. Es cuestión de aserrar la leña, no de viajar.
—Oh. —Las manos delicadas de Violet tocaron la tetera para ver si aún estaba tibia—. Él es muy ingenioso —dijo, como si fuera otra cosa lo que había querido decir.
Era una idea ingeniosa, aunque no de August; él la había leído en una revista de mecánica ilustrada, y había persuadido a Ezra Praderas a que la ensayara. Resultó ser un poco menos sencilla que como la describía la revista, bueno, era preciso que el operador saltara arriba y abajo del asiento a fin de alterar la velocidad de la cuchilla, de girar la manivela de arranque cada vez que el motor se calaba en un nudo de la madera, y gritarse, además, el uno al otro: «¿Qué? ¿Cómo?», por encima del ruido infernal de la máquina; y, de todos modos, a August le interesaba poco y nada la producción de leña aserrada. Pero sentía adoración por su Ford; y no había hazaña posible o factible, desde saltar como al descuido las vías del ferrocarril, hasta patinar y girar como un Nijinsky de cuatro ruedas sobre un lago escarchado, que no se complaciera en hacerle ejecutar. Ezra, aunque receloso al principio, no compartía al menos el soberano desprecio de su familia y de gente como los Flores por la obra maestra de Henry Ford. Y con tamaño alboroto en el patio de la granja, Amy, su hija, había interrumpido un par de veces sus quehaceres para salir a curiosear. La primera, con un paño de cocina en la mano, secando distraídamente una sartén negra con motas blancas; la segunda, con las manos y el delantal enharinados. La correa de la sierra se rompió y saltó, culebreando con violencia. August apagó el motor.
—Mira esto, Ezra. Fíjate qué pila. —La fresca pulpa, amarilla de la madera toscamente cortada, con arcos pardos aquí y allá quemados por la insistencia de la cuchilla, exhalaba el olor dulzón y pastoso de la resina—. A mano, te habría lleva una semana entera. ¿Qué opinas de esto?
—Está muy bien.
—¿Qué opinas tú, Amy? ¿No es maravilloso? —Amy sonrió con timidez, como si fuese a ella a quien ensalzaba.
—Está muy bien —repitió Ezra—. A ver, tú. Lárgate. —Esto a Amy, cuya expresión se trocó en un mohín de ofendido orgullo, tan adorable a los ojos de August como su sonrisa; sacudió la cabeza y se marchó, sí, pero con paso majestuoso, no fueran a pensar que se iba porque la habían echado.
Ezra le ayudó a colocar de nuevo la rueda en el Ford, en silencio; un silencio ingrato, pensó August, a menos que el granjero temiera que si abría la boca se pudiera plantear la cuestión del pago. Tal peligro no existía, ya que August, a diferencia del hijo menor de todos los viejos cuentos, sabía que no podía pedirle, en pago por la ejecución de una faena imposible (el aserrado de unos doscientos pies de leña en una sola tarde), la mano de su bella hija.
Volviendo a casa por los caminos de siempre, levantando siempre el mismo polvo, August veía con incisiva claridad la congruencia perfecta (que para todos los demás era una contradicción) de su carruaje con aquel largo final del verano. Hizo un ajuste insignificante e innecesario de la toma de aire y dejó caer sobre el asiento de al lado su sombrero de paja. Pensó que si por la noche hiciera buen tiempo podría llegarse hasta ciertos parajes que conocía, y pescar un rato. Era consciente de una especie de felicidad que parecía insinuarse en él, ahora con cierta frecuencia, que se había insinuado en él por primera vez cuando adquirió el coche, cuando había levantado por primera vez el ala de murciélago del capot y contemplado el motor y el mecanismo de transmisión, humildes y útiles como sus propios órganos internos. Era la sensación de que por fin lo que sabía acerca del mundo le era suficiente para poder vivir en él; que el mundo y lo que de él conocía eran una sola cosa. A esa sensación él la llamaba «crecer», y era en verdad una sensación de estar creciendo, si bien en sus momentos de loca exaltación se preguntaba si ese crecimiento no acabaría por convertirlo en un Ford, o en Ford, tal vez; ningún otro hombre, ningún otro instrumento tenía una razón de ser tan genuina, era tan completo, tan suficiente para el mundo y a la vez tan autosuficiente; un destino que habría saludado con verdadero júbilo.
Y que todos los demás parecían resueltos a frustrar. Cuando le explicó a Pa (llamaba Pa a su padre en su fuero interno y cuando hablaba con Amy, pero a John nunca lo había llamado así cara a cara) que lo que hacía falta en la región era un garaje, una estación de servicio que pudiera expender gasolina y hacer reparaciones, y vender Fords, y le había mostrado el material informativo que le enviara la Compañía Ford sobre la cuantía de la inversión requerida para el montaje de una agencia de esa naturaleza (él mismo no se había propuesto como agente, sabía que a los dieciséis años era demasiado joven: él se contentaría, y mucho, con bombear la gasolina y hacer las reparaciones), su padre había sonreído, pero no le había dedicado a la idea ni tan siquiera cinco minutos de reflexión; había escuchado a su hijo en silencio, asintiendo con benevolencia, porque lo adoraba y se desvivía por complacerlo. Y al cabo había dicho: «¿Te gustaría tener un auto para ti?».
Bueno, sí; pero August sabía que lo había tratado como a un crío, aunque él habia presentado una propuesta tan clara y detallada como la de cualquier hombre hecho y derecho; y su padre, cuyas preocupaciones eran tan fantásticamente pueriles, había sonreído al oírla, como si fuese el capricho antojadizo de un chiquillo, y le había comprado el coche sólo para dejar zanjada la cuestión dándole ese gusto.
Pero no la había zanjado. Pa no comprendía. Antes de la guerra las cosas eran de otra manera. Nadie sabía nada. Uno podía ir a los bosques andando, e inventar historias y ver cosas, si así lo quería. Pero ahora no había excusas. Ahora había un conocimiento, un conocimiento que estaba allí, a tu alcance, de cosas reales y concretas, de cómo opera el mundo y qué hay que hacer para que funcione como es debido. «Al operador de un Ford Modelo T le resultará sin duda sencillo y conveniente colocar él mismo las bujías. La operación se lleva a cabo de la forma siguiente…» Y estos conocimientos, justos y razonables, se los ponía August sobre el loco revoltijo de su niñez, como quien se pone un guardapolvo sobre un traje y se lo abotona hasta el cuello.
—Lo que a ti te hace falta —le dijo a su madre esa tarde— es un poco de aire fresco. Déjame que te lleve a dar un paseo. Vamos. —Fue y le cogió las manos para levantarla de su silla, y aunque ella se las dio, los dos sabían, porque habían representado varias veces esa misma escena, que Violet no se levantaría y que, con toda certeza, no saldrían a pasear. Pero ella le retenía las manos—. Puedes abrigarte, y de todos modos con los caminos que hay por aquí no se puede andar a más de veinticinco kilómetros por hora.
—Oh, August.
—Nada de «Oh, August» —dijo él, dejando que ella lo tironeara hacia abajo hasta sentarlo a su lado, pero alejando el rostro de los labios de su madre—. A ti no te pasa nada, nada malo, quiero decir. Sólo que te pasas la vida rumiando tus pensamientos. —Que tuviera que ser él, el más joven, el que se viera obligado a hablarle a su madre seriamente como a una niña alunada, cuando había hijos mayores que debieran hacerlo, era algo que a él lo sacaba de quicio, pero a ella no.
—Cuéntame lo del aserrado de la leña —dijo Violet—. ¿Estaba allí la pequeña Amy?
—No es tan pequeña.
—No, no. No lo es. Tan bonita.
August supuso que había enrojecido, y supuso que ella había notado su sonrojo. Le parecía bochornoso, casi indecente, que su madre supiera que miraba a una chica con otros ojos que los de una divertida indiferencia. A pocas chicas, por cierto, miraba él con divertida indiferencia, si se conociera la verdad, y se la conocía; hasta sus hermanas le sacaban pelusas de las solapas y le alisaban el pelo, espeso y rebelde como el de su madre, y sonreían con picardía cada vez que, como al azar, anunciaba que al atardecer se daría una vueltecita por la granja de los Praderas o por la casa de los Flores.
—Escucha, Ma —dijo, en un tono de voz perentorio—, ahora escúchame de veras. Antes, tú sabes, antes de que Papá se muriera, conversamos sobre ese asunto del garaje, y de la agencia y todo lo demás. A él no le gustó demasiado, pero eso fue hace cuatro años, yo era muy joven. ¿Podemos volver a conversar? Auberon piensa que es una idea estupenda.
—¿De veras?
Auberon no había encontrado nada que objetar; pero la verdad era que su hermano estaba detrás de la puerta del cuarto obscuro, a la tenue luz roja de su celda de ermitaño, cuando August se lo había explicado.
—Seguro. Dentro de poco, sabes, todo el mundo va a tener un automóvil. Todo el mundo.
—Oh, Señor.
—Tú no puedes negarte al futuro.
—No, no, eso es cierto —miraba, abstraída, por la ventana, la tarde soñolienta—. Eso es cierto. —Había captado un significado, sí, pero no el de su hijo; August, sacó su reloj y lo consultó, para hacerla salir de su ensimismamiento.
—Bueno, entonces —dijo.
—No sé —dijo ella, mirándolo a la cara, no como para leer en ella, no como para comunicarse con ella, sino como quien se mira en un espejo: así de franca, así de soñadora—. No sé, querido. Pienso que si a John no le pareció una idea buena…
—Eso fue hace cuatro años, Ma.
—Fue, era hace cuatro… —Hizo un esfuerzo y le cogió otra vez la mano—. Tú eras su preferido, August, ¿sabías eso? Quiero decir que él os quería a todos, pero… Bueno, ¿no te parece que él debía saber mejor que nadie? Ha de haber reflexionado largamente en ese asunto, él siempre reflexionaba en todo largamente. Oh, no, querido, si él no estaba seguro, no creo que yo pueda hacer nada mejor, de verdad.
August se levantó bruscamente y hundió las manos en los bolsillos.
—Está bien, está bien. Pero no le eches la culpa a él, eso es todo. A ti no te gusta la idea, te asusta una cosa tan simple como un auto, y de todos modos, nunca quisiste que yo tuviera nada.
—Oh, August —empezó a decir ella, pero calló de golpe y se tapó la boca con la mano.
—Está bien —dijo él—. Supongo que te lo diré, en ese caso. Supongo que me marcharé de aquí. —Inesperadamente, se le había formado un nudo en la garganta; había pensado que sólo sentiría rebeldía y triunfo—. A la Ciudad tal vez. No sé.
—¿Qué quieres decir? —Con un hilo de voz, como un niño que empieza apenas a comprender una cosa monstruosa y terrible—. ¿Qué quieres decir?
—Bueno —dijo él, desafiante ahora—. Soy un hombre adulto. ¿Qué piensas tú? ¿Qué me voy a pasar aquí, holgazaneando en esta casa, el resto de mi vida? Pues bien, no.
La expresión del rostro de su madre, de angustia horrorizada e impotente, cuando todo lo que acababa de decir no era nada más que lo que cualquier joven de veinte años podría decir, cuando todo lo que sentía era la insatisfacción que cualquier persona normal puede sentir, hizo que la confusión y el sentido común frustrado fermentaran de pronto en él como larva hirviente. Corrió hasta el sillón de su madre y se dejó caer de rodillas a sus pies.
—Ma, Ma —dijo—. ¿Qué sucede? ¿Qué pasa, por Dios? —Le besó la mano, un beso que fue como un mordisco furioso.
—Es que tengo miedo, nada más…
—No, no, dime al menos qué es lo tan terrible. Qué hay de tan terrible en que uno quiera progresar, y ser, y ser normal. ¿Qué había de malo —estaba en erupción esa lava, y él no quería contenerla, ni hubiera podido, aunque quisiera— en que Timmie Willie se fuera a la Ciudad? Es allí donde vive su marido, y ella lo quiere. ¿Acaso es ésta una casa tan maravillosa que nadie debería siquiera pensar en vivir en ninguna otra parte? ¿Ni siquiera al casarse?
—Había tanto sitio aquí… Y la Ciudad está tan lejos…
—Bueno, ¿y qué tenía de malo que Aub quisiera entrar en el ejército? Hubo una guerra. Todo el mundo fue. ¿Quieres que todos nosotros seamos tus bebés eternamente?
Violet no respondió, pero las lágrimas, grandes y perladas como las de un niño, le temblaban en las pestañas. De pronto echaba de menos, dolorosamente, a John. En él podía volcar todas sus percepciones inarticuladas, todo cuanto conocía y desconocía de sus intuiciones, todo aquello que, aunque él en realidad no comprendía, siempre escuchaba con reverencia; y de él vendrían los consejos, las prevenciones, las ideas, las decisiones inteligentes que ella nunca hubiera podido tomar. Pasó la mano por el pelo enmarañado de August, ensortijado como el de un elfo, que ningún peine podía domar, y dijo:
—Es que tú sabes, querido, tú sabes. Tú te acuerdas, ¿verdad? Sí que te acuerdas, ¿no es cierto?
Con un sollozo, él apoyó la mejilla en su regazo, y ella siguió acariciándole el cabello.
—Y automóviles, August…, ¿qué pensarían ellos? El ruido, y el olor. La… la insolencia. ¿Que podrían pensar? ¿Y si los echaras de aquí?
—No, Ma, por favor, no.
—Ellos son temibles, August, tú te acuerdas de aquella vez, cuando eras chiquitín, aquella vez de la avispa, te acuerdas de lo furioso que se puso el pequeñito. Tú lo viste. Y si… y si eso los enfureciera ¿no tramarían algo, o algo tan horrendo…? Podrían, tú sabes que podrían.
—Yo era apenas un crío.
—¿Todos vosotros lo olvidáis? —dijo ella, no como si le hablara a él, sino como si ella misma se interrogase, como si interrogase a una percepción extraña que acababa de tener—. ¿Todos los olvidáis, realmente? ¿Es eso? ¿Lo olvidó Timmie? ¿Todos vosotros? —Levantó entre sus manos la cara de él para estudiarla—. August, ¿lo has olvidado o…? No debéis, no debéis olvidar; si lo hacéis…
—¿Y si a ellos no les importara? —dijo August, derrotado—. ¿Si a ellos les importara un bledo? ¿Cómo puedes estar tan segura de que les importa? Tienen todo un mundo para ellos ¿no?
—No lo sé.
—El Abuelo decía…
—Oh, por favor, August, yo no sé.
—Bueno —dijo él, desprendiéndose de ella—, en ese caso, iré a preguntar, iré a pedirles permiso. —Se levantó—. Les pediré permiso, y sí ellos dicen que está bien, entonces…
—No creo que ellos lo aprobaran.
—Ya, pero ¿y si lo hacen?
—¿Cómo puedes estar seguro? Oh, August, no hagas eso, ellos podrían mentir. No, prométeme que no lo harás. ¿Adonde vas?
—Voy a pescar.
—¿August?
Tan pronto como August se hubo marchado, los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Se restregó con impaciencia las gotas calientes, las gotas que le rodaban por las mejillas sólo porque ella no podía explicar; no había forma de decir nada de lo que sabía, no existían palabras para hacerlo, y cada vez que lo intentaba, el mero intento hacía que todas sus palabras se transformaran siempre en mentiras o estupideces. Ellos son temibles, le había dicho a August. Ellos pueden mentir, había dicho. No, eso no era cierto, ni lo uno ni lo otro. Ellos no eran temibles, y no podían mentir. Esas cosas sólo son ciertas cuando uno se las dice a los niños, como es cierto cuando se le dice a un niño que «Abuelo se ha marchado de viaje» cuando el Abuelo ha muerto, cuando ya no habrá más Abuelo que se vaya o que venga. Y el niño dice: ¿Adonde se ha marchado el Abuelo? Y tú piensas entonces una respuesta un poco menos verdadera que la anterior, y así sucesivamente. Y sin embargo, has sido veraz con él, y él ha comprendido, al menos tanto como has comprendido tú.
Pero sus hijos ya no eran niños.
Tantos años como había intentado, con la ayuda de John, poner en palabras, con las palabras de un lenguaje adulto, lo que ella sabía: redes para cazar los vientos, los Significados, la Intención, la Solución. Y tan cerca que había estado él, oh, el gran hombre bondadoso, tan cerca como se puede llegar con la inteligencia, la disciplina mental, la acuciosa atención.
Pero no había Significados, no había ninguna Intención, ninguna Solución. Pensar en ellos en esos términos era como pretender hacer una tarea cuando lo que uno hace es, simplemente, mirarse en un espejo; tus manos, por mucho que te empeñes, hacen lo contrario de lo que les ordenas hacer, en vez de ir hacia un lugar, se alejan; a la izquierda, no a la derecha, hacia delante, no hacia atrás. Ella se imaginaba a veces que el sólo pensar en ellos no era nada más que eso: era mirarse en un espejo. Pero incluso eso, ¿qué podía significar?
Ella no quería que sus hijos fuesen bebés para siempre, este país parecía estar lleno de gente que se desesperaba por crecer, y si bien ella no había tenido nunca la sensación de crecer, no pretendía impedir que otros lo hicieran, pero le daba miedo: si sus hijos se olvidaran de lo que habían sabido de pequeños, estarían en peligro. De eso estaba segura. ¿Qué peligro? ¿Y cómo, por amor al Cielo, cómo haría para ponerlos en guardia?
No había respuestas, ninguna respuesta. Todo cuanto estaba al alcance del poder de la mente y del lenguaje tenía que volverse más preciso según como se formularan las preguntas. John le había preguntado: ¿Existen las hadas realmente? Y no había respuesta para eso. Él había puesto entonces todo su empeño, y la pregunta se había vuelto más circunstancial y tentativa, y al mismo tiempo más exacta y precisa; y aun así no había respuestas, sólo la forma cada vez más completa de la pregunta, evolucionando del mismo modo que, según le explicara Auberon, evolucionaba toda vida, extendiendo miembros e inventando órganos, tejiendo coyunturas, actuando e interviniendo de formas cada vez más complejas y a la vez más compactas y definidas, hasta que la pregunta, perfectamente formulada, incluía su propia incontestabilidad. Y de pronto, eso tuvo un fin. La última edición, y John murió esperando todavía la respuesta.
Y sin embargo había cosas que ella sabía. Encima de la mesa de caoba obscura estaba la máquina de escribir de John, alta y negra, huesuda y cascaruda como un viejo crustáceo. Por el bien de August, por el bien de todos, ella tenía que decir lo que sabía. Fue hasta la máquina, se sentó frente a ella, y apoyó las manos sobre el teclado, como lo haría un pianista, pensativamente, antes de empezar a tocar algún nocturno suave, melancólico, casi inaudible; entonces notó que no había papel en el rodillo. Buscarlo le llevó cierto tiempo; y la hoja de su cuaderno de notas, cuando la hubo insertado entre las mandíbulas de la máquina, parecía pequeña y temerosa, poco dispuesta a recibir los golpes de las teclas. Pero empezó, utilizando dos dedos, y tecleó lo siguiente:
notas de Violet sobre ellos
y debajo de esta frase la palabra que el Abuelo solía escribir en los diarios que esporádicamente llevaba:
tacenda
Y ahora ¿qué? Movió el espaciador, y escribió:
ellos no nos quieren bien
Reflexionó un momento y luego, a renglón seguido, agregó:
ellos tampoco nos quieren mal
Lo que había querido decir era que a ellos no les importaba, que sus preocupaciones no eran las nuestras, que si traían regalos —y los traían—; si tramaban un casamiento o un accidente —y lo habían hecho—; si espiaban y acechaban —y lo hacían, por cierto—, nada de ello era con la intención de ayudar o dañar a los mortales. Que sus razones —si tenían alguna— eran exclusivamente de ellos, y ella a veces pensaba que no, no más que las piedras o las estaciones.
ellos son creados no nacidos
Consideró esta frase, mejilla en mano, y dijo «No», y con una x tachó cuidadosamente la palabra «creados», y escribió encima «nacidos», y luego tachó con una x la palabra «nacidos» y escribió encima «creados», y entonces cayó en la cuenta de que ninguna de las dos era más verdadera que la otra. ¡Inútil! ¿No podría jamás pensar algo sobre ellos sin que la idea contraria fuese igualmente cierta? Bajó una línea suspirando, y escribió:
nunca dos puertas hacia ellos son iguales
¿Era eso lo que habia querido decir? Quería decir que lo que para una persona era una puerta no sería una puerta para otra. Quería decir, también, que cualquier puerta, una vez traspuesta, cesaba para siempre de ser una puerta, que ni siquiera se podría volver a salir por ella. Quería decir que nunca dos puertas conducen al mismo lugar. Quería decir que no había puertas que condujeran hacia ellos. Y sin embargo: encontró, en la hilera superior del teclado, un asterisco (ignoraba que la máquina tuviese ese signo) y lo agregó a la última frase, de modo que ahora quedó así:
nunca dos puertas hacia ellos son iguales*
Y abajo escribió:
*pero la casa es una puerta
Con esto llenó la pequeña hoja de cuaderno, y la sacó, y releyó lo que había escrito. Vio que lo que tenía era un sumario de varios de los capítulos de la última edición de la Arquitectura, despojados de las flotantes vestiduras de explicaciones y abstracciones, desnudos y frágiles pero no más útiles que antes. La estrujó lentamente entre las manos, pensando que no sabía absolutamente nada y que sin embargo una cosa sabía: que lo que el destino les deparaba, a ella y a todos ellos, los esperaba allí (¿por qué era tan estúpida que creía saberlo?), y que por consiguiente debían aferrarse a este lugar y no alejarse de él, y suponía que ella nunca volvería a salir de él. Ese lugar era la puerta, la más grande de las puertas, y, Comoquiera, por azar o por designio, se hallaba en la orilla misma, en el linde de Dondefuera, y habría de ser, al final, la última puerta, aquella que los conducía a ese lugar. Durante un tiempo largo iba a permanecer abierta; después, durante cierto tiempo, se la podría abrir al menos, si se tenía la llave; pero llegado un momento, se cerraría para siempre, y ya nunca más volvería a ser una puerta; y ella no quería que entonces, cuando se cerrase, ninguno de sus seres queridos se quedara del lado de afuera.
El viento sur sopla la mosca a la boca del pez, dice el Pescador, pero hoy no quería, al parecer, soplar ninguno de los tentadores y bien asegurados señuelos de August a la boca de ningún pez. Ezra Praderas creía a pie juntillas que los peces pican antes de una lluvia; el viejo MacDonald siempre había estado convencido de que nunca pican, y August veía que pican y no pican; los bicharracos y mosquitos que se posan como motas de polvo sobre el agua, cuando caen empujados hacia abajo por el cambio de presión (Cambio, pronosticaba el ambivalente barómetro de John), pero no los Alexandras y los Jack Scotts que les echaba August.
Quizá no estuviera suficientemente concentrado en la pesca. Estaba tratando (sin que exactamente tratara de tratar) de ver o notar alguna cosa (sin que exactamente la viera o la notara) que pudiera constituir una clave o un mensaje; tratando de recordar, al tiempo que trataba de olvidar que siempre lo olvidaba, cómo solían aparecer esas claves o mensajes, y de qué forma solía él interpretarlos. Además, debía tratar de no pensar. Esto es la locura; no pensar que sólo por su madre estaba haciendo lo que hacía. Cualquiera de los dos pensamientos malograría lo que pudiera acontecer, fuera lo que fuese. Por encima del agua pasó, como una ráfaga, un Martín pescador, riendo, iridiscente, a la luz del sol, apenas por encima de las sombras de la noche que ya empezaban a tenderse sobre el río. Yo no estoy loco, pensó August.
Uno de los paralelismos entre la pesca y esa otra actividad suya consistía en que, cualquiera que fuese el paraje de la orilla del río en que se encontrara, siempre parecía haber, justo allá, donde las aguas se precipitaban por una angostura pedregosa, o justo del otro lado de las trenzas de los sauces, un sitio perfecto, el lugar que uno ha estado buscando a lo largo de todo el camino. La impresión no se atenuaba ni siquiera cuando, después de reflexionar un instante, uno reparaba en que el sitio perfecto era aquel en el que había estado pocos minutos antes, atisbando este lugar, ansioso por estar entre las largas manchas de sombra del follaje, como estaba ahora, y sin embargo…; y en el mismo momento en que August se daba cuenta de esto, cuando su deseo se hallaba, por así decir, en tránsito entre el Allí y el Acá, algo picó su cebo y poco faltó para que le arrancara la caña de la abstraída mano.
Tan sorprendido como debía de estarlo el propio pez, August tironeó con torpeza, pero tras una breve lucha logró sacarlo del agua, y lo echó en la red: la penumbra del anochecer había absorbido entretanto las sombras del follaje; el pez lo observaba con estupor, como todo pez atrapado. August le sacó el anzuelo, le introdujo el pulgar en la boca membranosa, y con un golpe certero le quebró la garganta. Su pulgar, cuando lo retiró, estaba bañado en limo y fría sangre de pez. Sin pensar, se lo puso en la boca y lo chupó. El Martín pescador despegó otra vez, con una carcajada, y mirando a August de reojo cruzó en vuelo rasante por encima del agua y se posó en la rama más alta de un árbol seco.
August, con el pez en la malla, se sentó en la orilla y esperó. El Martín pescador se había reído de él, no del mundo en general, de eso estaba seguro, una carcajada sarcástica, vindicativa, y sí, a lo mejor él era un sujeto risible. Su pescado no alcanzaba a tener un palmo de largo, ni siquiera un desayuno. ¡Bueno! ¿Y qué?
—Si tuviera que vivir de lo que pesco —dijo—, ya me procuraría un pico.
—Tú no debes hablar —dijo el Martín pescador— antes de que te hayan dirigido la palabra. Hay modales, ¿sabes?
—Perdón.
—Primero hablo yo —dijo el Martín pescador—, y tú te preguntas quién es el que te habla. Entonces te percatas de que he sido yo; luego miras tu pulgar y tu pescado, y comprendes que es la sangre del pez, que chupaste, lo que te permite entender el lenguaje de los animales; entonces tú y yo conversamos.
—Yo no quise…
—Daremos por sentado que así sucedieron las cosas. —El Martín pescador hablaba en el tono airado e impaciente que August no podía menos que esperar de aquella cresta erizada, el recio cuello, los ojos y el pico feroces, indignados: la voz de un Martín pescador. ¡Un ave alción, sin duda!— Ahora tú te diriges a mí —dijo el Martín pescador—. Oh Ave, dices, y formulas tu ruego.
—Oh Ave —dijo August, extendiendo las manos en un gesto implorante—. Dime un cosa: ¿Estaría bien que en Arroyodelprado tuviéramos una gasolinera, y que vendiéramos coches Ford?
—Ciertamente.
—¿Qué has dicho?
—¡Ciertamente!
Era tan incómodo estar así, hablando con un pájaro, con un Martín pescador posado en la rama más alta de un árbol seco y a una distancia no menor de la que jamás había tenido antes a otras aves de su misma especie, que August imaginó al pájaro sentado junto a él en la ribera, como una especie de persona martinpescadoresca, más accesible por sus dimensiones a la conversación, y como él, cruzado de piernas. El artilugio surtió efecto. Sin embargo, August dudaba de que ese Martín pescador fuese realmente un Martín pescador.
—Bueno —dijo el Martín pescador, todavía lo bastante pájaro para no poder mirar a August con más de un ojo por vez, y ese ojo vivaz y reluciente y despiadado—. ¿Eso es todo?
—Yo… creo que sí. Yo…
—¿Sí?
—Bueno, yo temía que pudiera haber reparos. El ruido. El olor.
—Ninguno.
—Oh.
—Por otra parte —dijo el Martín pescador (una risa, una carcajada ronca parecía acompañar como un eco a todas sus palabras)— ya que tú estás aquí, y que yo estoy aquí, podrías pedir algo más.
—¿Qué?
—Oh, cualquier cosa. Lo que tú más desees.
August había creído, hasta el momento mismo en que expresó su absurdo deseo, que eso era precisamente lo que acababa de hacer; de pronto, sin embargo, mientras una insoportable ola de calor le cortaba el aliento, comprendió que no, que no lo había hecho, y que podía hacerlo. Enrojeció intensamente.
—Bueno —dijo, tartamudeando—. Allá, en Arroyodelprado hay… hay un granjero, cierto granjero, y él tiene una hija.
—Sí sí sí —dijo con impaciencia el Martín pescador, como si supiera demasiado bien lo que August deseaba y no quisiera tener que soportar el engorro de que se lo manifestara con todos sus pormenores y circunstancias—. Pero ante todo discutamos la paga, y luego el premio.
—¿La paga?
El Martín pescador sacudió la cabeza en breves y furiosos cambios de actitud, mirando a August, el río o el cielo, como si estuviese tratando de pensar alguna frase realmente injuriosa con que expresar su irritación.
—Paga —dijo—. Paga, paga. No tiene nada que ver contigo. Llamémoslo favor, si tú prefieres. La restitución de cierta pertenencia que, no me interpretes mal, cayó en vuestras manos, estoy seguro, por pura casualidad. Me refiero —por un brevísimo instante, y por primera vez, el Martín pescador pareció en cierto modo titubear, o estremecerse—, me refiero a un mazo de cartas, cartas de juego. Muy viejas. Que vosotros poseéis.
—¿Las de Violet?
—Esas mismas.
—Se las pediré.
—No, no. Ella cree, ¿sabes? que las cartas son suyas. No. Ella no tiene que enterarse.
—¿Que se las robe, entonces?
El Martín pescador guardó silencio, y por un momento desapareció por completo, aunque bien pudo ser tan sólo que la atención de August se desviara del esfuerzo de imaginarlo sentado junto a él a la enormidad que le habían ordenado perpetrar.
Cuando reapareció, el Martín pescador daba la impresión de estar un tanto apaciguado.
—¿Has reflexionado sobre tu recompensa? —dijo, casi conciliador.
Sí, había reflexionado. Aunque en el momento en que comprendió que sin duda podía pedirles a Amy, sintió que ya no la deseaba tan intensamente: un presagio apenas de lo que habría de acontecer cuando al fin la poseyera, a ella o a cualquier otra. Pero ¿qué podía elegir, entonces? ¿Sería posible que pudiera pedir…?
—Todas —dijo, con un hilo de voz.
—¿Todas?
—Todas las que yo quiera. —Si no lo hubiese dominado la fuerza súbita, horrenda, del deseo, jamás la vergüenza le habría permitido decir semejante cosa—. Poder sobre ellas.
—Lo tienes. —El Martín pescador carraspeó, miró para otro lado, y con una garra negra se peinó las barbas, como feliz de haber cerrado por fin el sucio trato—. Hay cierto estanque allá, bosque arriba, pasando el lago. Y cierta roca que aflora del estanque. Pon allí las cartas, en su bolso y su estuche, y llévate el regalo que encontrarás. Hazlo pronto. Adiós.
La noche, caliginosa y sin embargo clara, presagiaba tormenta; habían desaparecido ya las confusiones del poniente. Los charcos de la ribera estaban negros, cruzados de nervaduras vidriosas provocadas por el incesante fluir de la corriente. El negro aleteo de unas plumas en un árbol seco era un Martín pescador que se preparaba para dormir. August esperó en la orilla hasta que un sendero anochecido lo devolvió al sitio de donde había venido; entonces recogió sus avíos y emprendió el regreso a casa, los ojos de par en par abiertos pero ciegos a esa esplendorosa belleza de la noche que precede a una tormenta; se sentía ligeramente mareado de ansiedad y extrañeza.
El bolso en que estaban guardadas las cartas de Violet era rosa, de un rosa polvoriento que alguna vez había sido vivido. El estuche había contenido en otros tiempos un juego de cucharillas de café de plata del Palacio de Cristal, vendidas hacía años, en la época en que ella y su padre erraban de ciudad en ciudad. Sacar los enormes y extraños rectángulos dibujados o impresos siglos ha de aquel estuche acogedor, con un retrato de la anciana Reina y una reproducción en miniatura del mismísimo Palacio taraceados en la tapa con distintas maderas, era siempre un momento muy singular, como descorrer el telón de un antiguo teatro para revelar algo horroroso.
Horroroso: no tanto como eso, o no siempre, si bien había épocas en que, cuando ella formaba, al extenderlas, una Rosa, o una Bandera o alguna otra figura, sentía miedo: miedo de que pudiesen revelar algún secreto que ella no deseaba conocer, su propia muerte o algo aún más terrible. Mas —pese a esas imágenes misteriosas, ominosas de los arcanos, grabadas como las de Durero con minuciosos detalles en negro, barrocas y germánicas— los secretos revelados no eran terribles las más de las veces, las más de las veces no eran ni siquiera secretos: meras abstracciones nebulosas, oposiciones, contradicciones, soluciones, todo tan general, tan vago e inespecífico como los proverbios. Así al menos le habían dicho que había que interpretarlas, John y aquellos de sus amigos que entendían de cartomancia.
Pero las cartas que ellos conocían no eran exactamente estas cartas; y aunque ella no conocía otra forma de extenderlas ni de interpretarlas que la del Tarot de los Egipcios (antes de que la instruyeran en esos métodos se limitaba a esparcirlas de cualquier manera, y a contemplarlas, a menudo durante horas), solía preguntarse si no habría alguna otra forma de consultarlas, más reveladora, más simple, más útil, Comoquiera que ella pudiera practicar.
—Y aquí tenemos —dijo, mientras levantaba con cuidado una por el borde superior— un Cinco de Bastos.
—Nuevas posibilidades —dijo Nora—. Nuevas amistades. Acontecimientos sorprendentes.
—Muy bien. —El Cinco de Bastos fue a ocupar su sitio en la Herradura que Violet estaba formando. Cogió una de otro montón (las cartas habían sido separadas y distribuidas por arcanos, en seis montones) y abrió un arcano: era el Deportista.
Ésta era la dificultad. Como el mazo de barajas común, el de Violet contenía una serie de veintiún arcanos mayores; pero en las suyas, las personas, los lugares, las cosas, los conceptos no eran en modo alguno los Arcanos Mayores. Y así, cuando aparecía el Hato, por ejemplo, o el Viajero, o la Oportunidad, o la Multiplicidad, o el Deportista, era preciso dar un salto, imaginar significados que tuvieran un sentido en el conjunto de la figura. A lo largo de los años, y con una certeza creciente, ella había atribuido significados a sus arcanos, significados que infería de la forma en que iban apareciendo entre las copas y las espadas y los bastos, y dilucidado, o creído dilucidar, sus influencias, malignas o benéficas. Pero nunca podía estar segura. La Muerte, la Luna, el Juicio…, esos arcanos mayores tenían un significado vasto y obvio; pero ¿qué significado podía tener el Deportista?
A semejanza de todas las personas representadas en sus cartas, era una figura musculosa de una apariencia no del todo humana, en una postura absurda, arrogante, con los dedos de los pies levantados y los nudillos sobre las caderas. Parecía por cierto excesivamente engalanado para lo que estaba haciendo, con cintas en las rodillas, tajos en el jubón y una guirnalda de flores moribundas alrededor del ancho sombrero; pero era sin lugar a dudas una caña de pescar lo que llevaba al hombro. También había algo parecido a una red, y otros adminículos que ella desconocía; y un perro, que se parecía extraordinariamente a Chispa, dormido a sus pies. Era el Abuelo quien llamaba el Deportista a esta figura; debajo de ella, escrita en mayúsculas redondas, la palabra PISCATOR.
—Bien —dijo Violet—, nuevas explicaciones, y buenos momentos, o aventuras al aire libre, para alguien. Eso es agradable.
—¿A quién? —preguntó Nora.
—Para quién.
—Bueno, ¿para quién?
—Para quien sea a quien le estamos echando las cartas. ¿Lo habíamos decidido ya? ¿O era sólo para practicar?
—Ya que está saliendo tan bien —dijo Nora—, digamos que es para alguien.
—August. —Pobre August, algo bueno tenía que depararle la suerte.
—De acuerdo. —Pero antes de que Violet llegara a abrir una nueva carta, Nora dijo—: Espera. No deberíamos jugar con estas cosas. Porque si no era August desde el comienzo…, ¿que pasaría si ahora apareciera algo horroroso, quiero decir? ¿No temeríamos que pudiera cumplirse? —La mirada perdida más allá de la enmarañada figura de las cartas, sentía miedo por primera vez de su poder—. ¿Siempre se cumplen?
—No sé. —La mano de Violet se apartó bruscamente de las cartas—. No —dijo—. A nosotros no. Creo que pueden predecir cosas que nos podrían suceder. Pero…, bueno, nosotros estamos protegidos, ¿no?
Nora no contestó. Ella confiaba en Violet, y estaba convencida de que Violet conocía del Cuento cosas que ella ni siquiera podía imaginar; pero protegida, no, ella nunca se había sentido protegida.
—Hay catástrofes —dijo Violet— de naturaleza ordinaria, que si las cartas las predijeran yo no las creería.
—¡Y tú corriges mi gramática! —dijo Nora, riendo. Violet, riendo a su vez, dio vuelta la carta siguiente: el Cuatro de Copas, invertido.
—Hastío. Disgusto. Aversión —dijo Nora—. Una experiencia amarga.
Abajo, sonó el timbre de la puerta. Nora se levantó de un salto.
—Vaya, quién podrá ser —dijo Violet, mientras recogía las cartas de un manotazo.
—Oh —dijo Nora—. No sé. —Corrió al espejo, y se esponjó la espesa cabellera dorada y se alisó la blusa—. Podría ser Harvey Nube, dijo que tal vez vendría de pasada a devolver un libro que le he prestado. —Se detuvo un momento y suspiró, como si la fastidiara la interrupción—. Creo que será mejor que baje a ver.
—Sí —dijo Violet—. Ve a ver. Volveremos a hacer esto otro día.
Pero cuando, una semana después, Nora solicitó otra lección, y Violet fue al cajón en que guardaba las cartas, ya no estaban allí. Nora insistía en que ella no las había sacado. No estaban en ningún otro sitio en que Violet, distraídamente, hubiera podido dejarlas. Con la mitad de sus cajones vacíos y papeles y cajas en profusión desparramados por el suelo tras la infructuosa búsqueda, se sentó en el borde de la cama, intrigada y un poco alarmada.
—Han desaparecido —dijo.
—Haré lo que tú quieras, August —dijo Amy—. Todo lo que quieras.
August inclinó la cabeza hasta sus levantadas rodillas y dijo:
—Oh, Jesús, Amy. Oh, por Dios, lo siento tanto.
—No jures así, August, es terrible. —Tenía el rostro ensombrecido y lloroso, como el paisaje del ya segado maizal, velado por los celajes del otoño; los mirlos rondaban en busca de grano, remontándose en vuelo como alertados por señales invisibles, para volver a posarse en otros sitios. Puso sobre las manos de August las suyas, agrietadas por las faenas de la cosecha. Temblaban los dos, de frío y de lo frío de la circunstancia—. He leído en los libros, y aquí y allá, que las personas se aman por un tiempo, y después ya no más. Nunca supe por qué.
—Tampoco yo sé por qué, Amy.
—Yo te querré siempre.
August irguió la cabeza, tan agobiada de melancolía y de tiernos remordimientos que era como si él se hubiese transformado en niebla y otoño. Antes, la había amado intensamente, pero nunca con un amor tan puro como ahora, cuando acababa de decirle que nunca más la volvería a ver.
—Sólo quisiera saber por qué —dijo ella.
Él no podía decirle que se trataba, principalmente, de una cuestión de planes, nada que tuviera que ver con ella en realidad, sólo ciertos compromisos perentorios que él tenía en otra parte… oh, Dios, perentorios, perentorios… Se había citado con ella allí, bajo los heléchos, al amanecer, cuando en casa no la echarían en falta, para romper con ella, y la única explicación aceptable y honorable que pudo encontrar era que ya no la quería, y ésa era la que le había dado, al cabo de largas vacilaciones y de una multitud de besos fríos. Pero ella se había mostrado tan valerosa cuando se lo dijo, tan aquiescente, y las lágrimas que le rodaban por las mejillas eran tan saladas, que ahora le parecía que se lo había dicho para ver lo buena que era, lo leal, lo sumisa; para atizar, con la idea de la inminencia de la pérdida, sus sentimientos vacilantes.
—Oh, no, Amy, por favor, yo nunca quise… —La tomó en sus brazos y ella cedió, temerosa de transgredir la prohibición que él le impusiera un momento antes, cuando le dijo que ya no la quería; y su timidez, la mirada implorante de sus grandes ojos asustados, y locamente esperanzados, lo desarmaron.
—Es que no deberías, August, si no me quieres.
—No digas eso, Amy, por favor.
A punto de llorar también él, como si realmente no fuera a verla nunca más (aunque ahora sabía con certeza que tenía que hacerlo, y que lo haría), allí, sobre el crujiente lecho de las hojas penetró con ella en ese nuevo, triste y dulcísimo territorio del amor, donde se restañaron todas las heridas que él le había infligido.
—¿El domingo que viene, August? —Tímida, pero segura ahora.
—No. El domingo que viene no. Pero… Mañana. O esta noche. ¿Podrás…?
—Sí. Ya pensaré algo. Oh, August. Dulzura.
Echó a correr, enjugándose la cara, recogiéndose el pelo, retrasada, en peligro, feliz, a través del prado. Para esto he venido, pensó él, en un último y aún resistente baluarte de su alma: incluso el fin del amor no es sino un nuevo acicate del amor. Echó a andar en sentido contrario, hacia donde lo esperaba su coche con aire acusador. La cola de ardilla que ahora lo adornaba colgaba, lacia, de su soporte, humedecida por la niebla. Tratando de no pensar, giró la manivela y dio vida al motor.
¿Qué diablos podía hacer, de todos modos?
Había pensado que la ardiente espada de emociones que lo había traspasado la primera vez que vio a Amy Praderas después de adquirir su don, no era nada más que la certeza de que al fin vería satisfecho su deseo. Y después, sin embargo, certeza o no certeza, se había puesto en ridículo por ella, se había envalentonado con su padre, había dicho mentiras desesperadas a granel, siempre en un tris de que lo pescaran en falta. Esperaba horas y horas en el suelo frío de los fondos de la casa hasta que ella conseguía escaparse —ellos le habian prometido poder sobre las mujeres (ahora lo comprendía amargamente), mas no poder sobre sus circunstancias—, y si bien Amy accedía a todas sus proposiciones, y respondía uno por uno a todos sus caprichos, ni siquiera el impudor con que se le entregaba aliviaba aquella sensación de no tener un verdadero dominio de la situación, de estar a merced de un deseo más exigente, menos una parte de él y más un demonio que lo tiranizaba, de lo que antes fuera.
La sensación se agudizó, con el correr de los meses, mientras iba y venía en su Ford por los cinco poblados, hasta convertirse en una certidumbre: él conducía el Ford, pero se sentía llevado, timoneado, manipulado sin cuartel.
Violet no preguntó por qué había renunciado a la idea de instalar un garaje en Arroyodelprado. De tanto en tanto él se quejaba de que en el viaje de ida y vuelta a la estación de servicio más próxima consumía casi toda la gasolina que cargaba el tanque, pero eso no parecía ser una insinuación ni una provocación, y en realidad se lo veía menos discutidor que nunca. Tal vez, pensaba ella, ese aire abstraído, casi hosco, como de quien está concentrado en alguna otra cosa, significara que estaba incubando algún proyecto aún más descabellado, si bien, Comoquiera, ella suponía que no; y esperaba que ese gesto de cansancio culposo que parecía notar en el rostro de su hijo cuando lo veía ir y venir sin rumbo por la casa no significara que se estaba entregando a algún vicio secreto; algo, sin duda, había sucedido. Las cartas habrían podido decirle qué, pero las cartas habían desaparecido. Era probable, pensaba, que —pura y simplemente— estuviese enamorado.
Eso era verdad. Si Violet no hubiera elegido recluirse en una habitación de los altos, habría tenido alguna idea de los estragos que estaba haciendo su hijo menor entre las adolescentes, la flor y nata de los cinco poblados que formaban una estrella alrededor de Bosquedelinde. Los padres de ellas lo sabían, un poco; las chicas mismas, entre ellas, hablaban de eso; un atisbo del Ford T de August, con la vistosa y brillante cola de ardilla flameando al viento suspendida de una varilla móvil en el parabrisas, significaba un día de angustia, una noche de agitado desvelo, una almohada mojada por la mañana; ellas ignoraban —¿cómo lo iban a imaginar?, todos sus corazones le pertenecían— que los días y las noches de August eran muy semejantes a los de ellas.
Eso era algo que él no había previsto. Había oído hablar de Casanova, pero no lo había leído. Se imaginaba los harenes, la palmada imperiosa del sultán tras la cual acudía al instante —como un refresco de chocolate, en el bar, tras la moneda que has echado en la ranura— el sumiso objeto del deseo. Se sintió azorado, confundido cuando, sin que su loco deseo de Amy cediera en lo más mínimo, se enamoró perdidamente de la hija mayor de los Flores. Devorado por la pasión y la lujuria, pensaba en ella sin cesar, cuando no estaba con Amy; o cuando no estaba pensando —¿sería posible?— en la pequeña Margaret Junípero, que aún no tenía ni siquiera catorce años. Aprendía, lentamente, lo que todos los amantes atormentados han de aprender: que si algo obliga con toda certeza al amor, es el amor mismo; que, salvo tal vez la fuerza bruta, es lo único que hace, si bien tan sólo (y ése era el don terrible que le había sido otorgado) cuando el enamorado cree de verdad, como podía creerlo August, que si su amor es suficientemente fuerte debe serle correspondido, y el de August lo era.
Cuando con el corazón acongojado y las manos trémulas había depositado sobre la roca del estanque lo que era (por más que se esforzara en ignorarlo) el tesoro más preciado de su madre, las cartas, y luego de recoger lo que allí dejaran para él, una vulgar cola de ardilla, no un regalo por cierto sino probablemente las sobras del desayuno de algún buho o un zorro, sentía que en medio de esta locura sólo el obscuro peso de la esperanza virgen lo había inducido a atarla a su Ford, pero no se hacía ilusiones. Sin embargo, ellos habían cumplido su promesa, ay, sí, y él estaba ahora en vías de convertirse en toda una antología del amor, hasta con notas al pie (un par de bragas al pie de su asiento, sin que pudiera recordar a cuál de ellas se las había sacado); mas, mientras iba y venía en su coche del bar a la iglesia, de una granja a otra granja, con el peludo talismán flameando al viento, llegó a comprender que el supuesto talismán no contenía ni había contenido jamás su poder sobre las mujeres; que su poder sobre las mujeres residía en el poder que ellas tenían sobre él.
Por lo general, los Flores venían de visita los miércoles, con un cargamento de flores para la habitación de Violet, y aunque Violet siempre se sentía un tanto azorada y culpable en presencia de tantas flores decapitadas que agonizaban lentamente, procuraba expresar admiración y maravillarse por la buena mano que tenía para las plantas la señora Flores. Pero hoy era martes, y ellos no traían flores.
—Adelante, adelante —dijo Violet. Los Flores se habían detenido, inusitadamente tímidos, en la puerta de su alcoba—. ¿Tomarán una taza de té?
—Oh, no —dijo la señora Flores—. Sólo unas palabras.
Pero cuando estuvieron sentados, intercambiando miradas entre ellos (y sin atreverse, al parecer, a mirar a Violet), durante un rato insoportablemente largo no pronunciaron una sola.
Los Flores habían aparecido en la región justo después de la Guerra, para ocupar la vieja finca de los MacGregor, «huyendo», como solía decir la señora Flores, de la Ciudad. El señor Flores había tenido allá posición y dinero, aunque qué posición exactamente nunca se supo con certeza, y menos aún cómo le había dado dinero; y no porque ellos pretendieran ocultarlo sino más bien porque les costaba, al parecer, hablar de las banalidades de la vida cotidiana. Habían sido miembros, con John, de la Sociedad Teosófica, y estaban ambos enamorados de Violet. Como la de John, la vida de los Flores era una fuente inagotable de apacible dramatismo, de vagas y a la vez apasionantes intuiciones de que la vida no era lo que pensaba el común de la gente; se contaban entre aquellos (y a Violet le sorprendía que fueran tantos, y que tantos hubiesen derivado hacia Bosquedelinde) que contemplan la vida como si fuera un gran telón opaco siempre a punto —ellos lo saben— de levantarse para mostrar algún espectáculo sorprendente y exquisito, y aunque nunca se levantara del todo, ellos eran pacientes, y notaban, entusiasmados, cada casi imperceptible oscilación del telón, a medida que los actores iban ocupando sus puestos en el escenario, aguzando el oído para escuchar los desplazamientos del inimaginable decorado.
Al igual que John, ellos suponían que Violet era uno de aquellos actores, o que había estado al menos entre las bambalinas. El hecho de que ella no pudiera en modo alguno compartir esa idea, sólo contribuía a hacerla parecer a sus ojos más críptica y fascinante. Sus visitas de los miércoles siempre eran para ellos motivo de toda una noche de charla apacible, inspiración para toda una semana de vida reverente y alerta.
Pero hoy no era miércoles.
—Se trata de nuestra felicidad —dijo la señora Flores, y Violet se quedó mirándola, desconcertada, hasta que la frase le sonó de otra manera: «Se trata de nuestra Felicidad», el nombre de la hija mayor de los Flores. Las más pequeñas se llamaban Alegría y Alma, y la misma confusión se producía cuando surgían sus nombres en la conversación: nuestra Alegría no está hoy con nosotros; nuestra Alma apareció cubierta de lodo. Cruzando las manos, y alzando unos ojos que, Violet lo advirtió ahora, estaban enrojecidos de llorar, la señora Flores dijo—: Felicidad está embarazada.
—Oh, Dios.
El señor Flores, quien con su rala barba juvenil y su amplia frente sensitiva le recordaba a Shakespeare, empezó a hablar, en voz tan baja y de una forma tan indirecta que Violet tuvo que inclinarse para poder oír. Captó la esencia: Felicidad estaba embarazada, embarazada de August, había dicho ella.
—Lloró toda la noche —dijo la señora Flores, y los ojos se le llenaron de lágrimas. El señor Flores explicaba, o trataba de hacerlo. No era que ellos creyesen en cosas tales como la vergüenza o el honor mundano, ellos mismos habían sellado su unión antes de que se pronunciaran fórmulas o votos; la eclosión de la energía vital siempre ha de ser bienvenida. No: era que August, bueno, él no parecía entenderlo de la misma forma que ellos, o tal vez lo comprendiera mejor, pero de todos modos, para hablar con franqueza, ellos pensaban que había destrozado el corazón de la chica, aunque ella decía que él decía que la amaba; ellos se preguntaban si Violet sabía lo que sentía August o… si sabía (la frase tan cargada de sentido común y de malentendidos resonó con vibraciones metálicas, como la herradura que el señor Flores llevaba en el bolsillo) qué pensaba hacer el muchacho.
Violet movió los labios, como para responder, pero ningún sonido brotó de ellos. Trató de recobrar la compostura.
—Si él la quiere —dijo—, entonces…
—Puede que sí —dijo el señor Flores—. Pero ella dice…, ella dice que él dice… que hay alguien más, alguien con, bueno, un compromiso anterior, alguien…
—Está comprometido con otra —dijo la señora Flores—. Que también está, bueno.
—Amy Praderas —dijo Violet.
—No, no. Ése no era el nombre. ¿Era ése el nombre? —El señor Flores tosió—. Felicidad no estaba segura, exactamente. Parece que hay… más de una.
Violet sólo atinó a decir:
—Oh Dios, oh Dios. —La aflicción de los Flores, sus valerosos esfuerzos por no censurar, la conmovían y no encontraba palabras para responderles. Ellos la miraban esperanzados, con la esperanza de que ella dijese algo que diera cabida también a todo eso en el drama que creían intuir. Pero a la larga ella pudo decir tan sólo, con voz débil, y con una sonrisa desesperada—: Bueno, supongo que no es la primera vez que esto ocurre en el mundo.
—¿No es la primera vez?
—Quiero decir que no, no es la primera vez.
A los Flores les dio un vuelco el corazón. Ella sabía, entonces, ella conocía precedentes. ¿Qué precedentes? ¿Krishna tocando la flauta, esparciendo semillas, encarnando espíritus… avatares… qué? Algo de lo que ellos no tenían ni la idea más remota. Sí, más luminoso y más extraño que todo cuanto ellos podían imaginar.
—No es la primera vez —dijo el señor Flores, alzando su frente tersa—. Sí.
—¿Es… —dijo la señora Flores, casi en un susurro—, es parte del Cuento?
—¿Es qué? —dijo Violet, absorta en sus pensamientos—. Oh, sí. —¿Qué había sido de Amy? ¿En qué, Santo Dios, en qué andaría August? ¿De dónde había sacado esa osadía para destrozar los corazones de las chicas? Un miedo pavoroso la asaltó—. Sólo que yo no sabía esto, yo nunca sospeché… Oh, August —dijo, y agachó la cabeza. ¿No sería obra de ellos? ¿Cómo podría saberlo? ¿Podría preguntárselo a él? ¿Le diría algo su respuesta?
Al verla tan desolada, el señor Flores se inclinó hacia ella.
—Nosotros no queríamos, no era nuestra intención apesadumbrarla —dijo—; no es que no… que no pensáramos, que no estuviéramos seguros de que no estaba, que no estaría bien. Felicidad no lo culpa a él. Quiero decir que no es eso.
—No —dijo la señora Flores, y posó una mano sobre el brazo de Violet—. Nosotros no queríamos nada. No era eso. Un alma nueva es siempre una alegría. Será nuestra.
—Quizá todo se vea más claro con el tiempo.
—Estoy segura —dijo la señora Flores—. Es, es parte del Cuento.
Pero súbitamente Violet habia comprendido que no, que no se vería más claro con el tiempo. El Cuento, sí: era parte del Cuento, pero ella, súbitamente, había visto, como ve una persona que está sola en una habitación, trabajando o leyendo, cuando al fin del día levanta súbitamente la vista de la labor que por alguna razón encuentra cada vez más obscura y difícil, que la noche ha caído, y que ésa es la razón; y que por un tiempo siempre obscurece antes de aclarar.
—Por favor —dijo—. Tomemos una taza de té. Encenderemos las luces. No se marchen ustedes todavía.
Acababa de oír afuera —todos podían oírlo— los bufidos y jadeos de un auto que se acercaba a la casa. Al aproximarse a la entrada, los jadeos se espaciaron —su voz inconfundible y rítmica como la de los grillos—, y de pronto, como si cambiara de idea, cambió la velocidad, y otra vez bufando y jadeando, siguió de largo.
¿Cómo es de largo el Cuento? había preguntado ella, y la señora Sotomonte le había respondido que ella y sus hijos y sus nietos estarían todos bajo tierra antes de que se hubiera contado todo el Cuento.
Cogió el cordoncillo de la lámpara, pero por un momento no tiró de él. ¿Qué había hecho? ¿Era ella la culpable de todo esto, por no haber creído que el Cuento pudiera ser tan largo? Sí, era ella. Pero ella cambiaría. Ella remediaría lo que pudiera, si aún había tiempo. Tenía que haber. Tiró al fin del cordoncillo, que hizo noche en las ventanas, y del cuarto, un cuarto.
La enorme luna que August la había invitado a ver salir ya estaba en el cielo, pero ellos no la habían visto aparecer. La Luna Llena de la Cosecha, había asegurado August de camino, en el coche, y había cantado para Marge una canción que hablaba de luna; pero no era la Luna Llena de la Cosecha, por muy ambarina, gigantesca y rechoncha que fuese; la de la Cosecha sería la del próximo mes, y hoy sólo era el último día de agosto.
La claridad los bañaba. Ahora que podía contemplarla, August estaba demasiado deslumbrado y repleto como para poder hacer cualquier otra cosa, aunque más no fuera consolar a Marge que lloraba en silencio —tal vez, quién sabe, de felicidad— a su lado. No podía hablar. Se preguntaba si acaso volvería a hablar alguna vez, a no ser para invitar, para proponer. Si mantenía la boca cerrada, quizá… Pero sabía que no lo iba a hacer.
Marge alzó una mano iluminada por la luna, y le acarició el bigote que se estaba dejando crecer, riendo en medio de las lágrimas.
—Te sienta tan bien —dijo.
Por debajo de los dedos de ella, él torció la nariz como un conejo. ¿Por qué ellas lo acariciarían siempre tan mal, a contrapelo, una sensación tan desagradable…? ¿No sería mejor que se lo afeitara, para que no pudieran hacerlo? La boca de Marge estaba al rojo vivo, con una aureola de carne enrojecida de tanto besar y llorar. Su piel era tan suave como él lo había imaginado, aunque moteada de unas pecas rosadas que él no había previsto, pero no así los gráciles muslos blancos, desnudos sobre el cuero del asiento. Sus senos pequeños dentro de la blusa desabrochada, coronados por grandes pezones cambiantes, parecían capullos recién florecidos y arrancados del pecho de un efebo. La corta mata de vello era rubia y rígida y pequeña, como un corazón. Oh, Dios, las intimidades que él había visto. Lo conmovía intensamente la extrañeza de la carne liberada. Deberían permanecer ocultas esas vulnerabilidades, esas rarezas y esos órganos suaves como el cuerpo de un caracol, o como sus delicados cuernos; el exponerlos era monstruoso; él deseaba volver a guardar los de ella en las bonitas prendas blancas que ahora colgaban alrededor del auto como guirnaldas, y sin embargo, mientras pensaba todo eso, se sentía crecer otra vez.
—Oh —dijo ella. Probablemente, en la ardorosa premura de la desfloración, con tantas otras cosas en que pensar, ella no había ni siquiera reparado en su turgencia—. ¿Lo haces enseguida, otra vez?
Él no respondió, no tenía nada que ver con él. Tanto da preguntarle a la trucha que forcejea tratando de zafarse del anzuelo si le gustaría continuar con esa actividad o si preferiría abandonarla. Un trato es un trato. Se preguntaba por qué, pese a que ya conoces mejor a una mujer, y ella ha aprendido por lo menos los rudimentos, la segunda vez suele parecer más difícil, más desajustada, más una cuestión de rodillas y codos incordiantes que la primera. Nada de todo esto impidió, cuando al fin se acoplaron, que se enamorase de ella aún más locamente, pero él no había previsto eso. Tan distintas como son, unas de otras, los cuerpos, los pechos, los olores, él nunca había sospechado que fueran así, todas tan únicas, tan ellas mismas, tan inconfundibles como los rostros y las voces. Sabía demasiado. Gimió, de amor y de sabiduría, y se apretó contra ella.
Era tarde ya, y la luna, ahora encogida, se había enfriado y empalidecido al trepar por el cielo. Con qué andar tan triste. Las lágrimas de Marge fluían otra vez, aunque ella no parecía llorar, exactamente: eran como una secreción natural, provocada tal vez por la luna; estaba atareada despojándose de su desnudez, aunque la que le había entregado a él ya nunca más podría recobrarla. Dijo con voz pausada:
—Estoy contenta, August. Que hayamos tenido siquiera esta vez.
—¿Qué quieres decir? —La voz ronca de una bestia, no su voz—. ¿Siquiera esta vez?
Ella se restregó las lágrimas con el dorso de la mano, no veía lo bastante para poder abrocharse las ligas.
—Porque ahora siempre podré acordarme de esto.
—No.
—Recordar esto al menos. —Lanzó su vestido al aire, y con gran agilidad lo hizo posarse sobre su cabeza; giró en redondo, y el vestido descendió sobre ella como un telón, el último acto—. August, no. —Se encogió contra la portezuela, estrujándose las manos y alzando los hombros—. Porque tú no me quieres, y eso es natural. No. Yo sé lo de Sara Piedra. Todo el mundo lo sabe. Es natural.
—¿Quién?
—No te atrevas. —Lo miró a la cara, retadora. Que no fuera a echar a perder el momento con mentiras, con torpes negativas—. Tú la quieres. Ésa es la verdad y tú lo sabes. —Él no dijo nada. En su interior se estaba produciendo una colisión de tal magnitud que no podía hacer otra cosa que presenciarla: el ruido le impedía casi oír a Marge—. Yo nunca lo volveré a hacer con ningún otro, jamás. —Agotada ya su bravura, el labio le había empezado a temblar—. Me iré de aquí, iré a vivir con Jeff, y nunca más querré a ningún otro, y me acordaré de esto para siempre. —Jeff era su bondadoso hermano, un cultivador de rosas. Dio vuelta la cara—. Y ahora puedes llevarme a casa.
Él la llevó a su casa, sin una palabra más.
Estar lleno de clamores es como estar vacío. Vacío, la vio apearse del auto, la vio desmenuzar las sombras de la luna a través del follaje y alejarse, desmenuzada a su vez por ellas, sin volver la cabeza, aunque si lo hubiera hecho él no la habría visto. Vacío, se alejó de las encrucijadas trémulas y umbrías. Vacío, tomó el camino de regreso a casa. No lo sintió como una decisión, lo sintió como un vacío, cuando se desvió del gris y centelleante camino de guijarros, saltó la acequia, subió una barranca y enfiló el Ford (impávido, impasible) hacia el estanque plateado de una pradera sin segar, y más lejos aún, en tanto el vacío lo iba llenado de una resolución que también sabía a vacío.
El auto tartajeó, se había quedado sin gasolina. Lo puso a máximo, lo espoleó, lo incitó a seguir, un poco más, pero el motor estaba muerto. Si hubiera habido al menos un condenado garaje en diez millas a la redonda, habría sido la salvación. Permaneció un rato sentado en el coche cada vez más frío, imaginando su destino sin pensar exactamente en él. Se preguntó (última ventana iluminada por la llama, ya vacilante, del sentido común) si Marge pensaría que lo había hecho por ella. Bueno, tal vez sí, en cierto modo, en cierto modo, habría tenido que llenarse los bolsillos de piedras, de piedras pesadas, y dejarse estar. Borrarlo todo. El ruido ensordecedor de la vacía resolución era como el trueno frío de las cataratas, le parecía oírlas ya, y se preguntó si no oiría ninguna otra cosa en toda la eternidad; esperaba que no.
Salió del coche, desprendió la cola de ardilla, tenía que devolverla, quizá ellos, Comoquiera, devolvieran la paga que él había entregado por ella; y resbalando y tropezando con sus botines de charol de seductor, se encaminó a los bosques.
—¿Mamá? —dijo Nora, asombrada, deteniéndose de golpe en el vestíbulo con una taza vacía y un platillo en las manos—. ¿Qué haces levantada?
Violet estaba de pie en la escalera, no había hecho al bajar ningún ruido que Nora hubiese oído; estaba vestida, con ropas que Nora no le veía desde hacía años, pero tenía el aire de estar durmiendo como sonámbula.
—¿Ninguna noticia —dijo, como segura de que no la habría—, ninguna noticia de August?
—No. No, ninguna noticia.
Dos semanas habían transcurrido ya desde que un vecino les avisara que había visto el Ford de August abandonado en un campo, a merced de los elementos. Auberon, después de largos titubeos, le había sugerido a Violet que quizá debieran dar parte a la policía; pero era una idea tan ajena a cuanto ella podía imaginar que le hubiera sucedido a August que Auberon dudaba de que le hubiese ni tan siquiera prestado oídos; de todos modos, nada de lo que el destino le deparaba a August podía ser alterado, y menos aún descubierto por la policía.
—Ha sido culpa mía, ¿sabes? —dijo con voz apagada—. Cualquier cosa que le haya sucedido. Oh, Nora.
Nora subió de prisa la escalera hasta donde Violet se había sentado bruscamente, como si se hubiera caído. Tomó a Violet del brazo para ayudarla a levantarse, pero Violet cogió la mano que le ofrecía y la oprimió, como si fuese Nora quien necesitara consuelo. Nora se sentó junto a ella en la escalera.
—Estaba tan equivocada —dijo Violet—, y he sido tan estúpida… Y mira ahora lo que ha pasado.
—No —dijo Nora—. ¿Qué quieres decir?
—Yo no comprendí —dijo Violet—. Yo pensaba… Escúchame ahora, Nora. Quiero ir a la Ciudad. Quiero ver a Timmie y a Alex, y hacerles una visita larga, y ver al bebé. ¿Vendrás conmigo?
—Desde luego —dijo Nora—. Pero…
—Muy bien. Y Nora. Tu muchacho.
—¿Qué muchacho? —Desvió la mirada.
—Henry Harvey. Quizá tú no sepas que yo sé, pero sé. Creo… creo que tú y él deberíais… deberíais hacer lo que os apetece hacer. Si algo que yo haya podido decir te hizo pensar alguna vez que yo no quería, bueno, no es así. Debéis hacer exactamente lo que os apetece. Cásate con él, y márchate de aquí…
—Pero es que yo no quiero marcharme de aquí.
—Pobre Auberon. Supongo que ya es demasiado tarde…, se ha quedado sin su guerra ahora, y…
—Mamá —dijo Nora—, ¿de qué estás hablando?
Por un momento, Violet quedó en silencio. Luego:
—Es por mi culpa —dijo—. No se me ocurrió. Es que es muy duro, ¿sabes?, muy duro saber un poquito, o adivinar un poco, y no querer… no querer ayudar, ni ver que las cosas salen bien, es difícil no tener miedo, no pensar que una nimiedad… o la cosa más nimia… puede echarlo todo a perder. Pero no es así, ¿verdad que no?
—No lo sé.
—No, no es. Tú sabes —se estrujó las manos pálidas, delgadas, y cerró los ojos— que es un Cuento. Sólo que es más largo y más extraño de lo que imaginamos. Más largo y más extraño de lo que podemos imaginar. Y entonces lo que hay que hacer —abrió los ojos—, lo que tú debes hacer, y lo que yo debo hacer, es olvidar.
—¿Olvidar qué?
—Olvidar que se está contando un Cuento. De lo contrario… oh, ¿no te das cuenta?, si no supiéramos lo poco que sabemos, nunca interferiríamos, nunca tomaríamos las cosas a mal, pero nosotros sabemos, sólo que no lo bastante, y entonces suponemos mal, y nos enmarañamos, y tenemos que ser enmendados de formas… de formas tan extrañas, tan… oh, querida, pobre August, el garaje más pestilente, el más estrepitoso, hubiera sido mejor, sé que hubiera sido…
—Pero ¿qué hay de un destino especial, y todo eso? —dijo Nora, alarmada por la angustia de su madre—. ¿Y lo de estar Protegidos, y todo lo demás?
—Sí —dijo Violet—. Tal vez. Pero eso no importa, porque nosotros no podemos comprenderlo, ni lo que significa. Así que tenemos que olvidar.
—¿Y cómo podemos?
—No podemos. —Miraba a lo lejos, como alucinada—. Pero podemos callar. Y podemos ser astutos, pese a lo que sabemos. Y podemos… Oh, es tan extraño, una forma de vida tan extraña… Podemos guardar secretos. ¿O no? ¿Tú puedes?
—Creo que sí. No sé.
—Bueno, tendrás que aprender. Y yo también. Y todos nosotros. A no decir nunca lo que sabes, ni lo que piensas, porque nunca es bastante, y de todos modos no será verdad para nadie más que para ti, no de la misma forma; y no esperar nunca, ni tener miedo, y nunca, nunca tomar partido por ellos contra nosotros, y sin embargo, no sé cómo, confia en ellos. Eso es lo que tenemos que hacer de ahora en adelante.
—¿Por cuánto tiempo?
Antes de que Violet pudiera responder, si acaso podía hacerlo, o si quería, la puerta de la biblioteca, que ellas alcanzaban a ver por entre los anchos balaustres, se entreabrió, y una cara pálida asomó, y desapareció.
—¿Quién era? —preguntó Violet.
—Amy Praderas —dijo Nora, y se sonrojó.
—¿Qué está haciendo en la biblioteca?
—Ha venido a buscar a August. Dice —la que ahora se retorcía las manos y cerraba los ojos era Nora—, dice que va a tener el bebé de August. Y quería saber dónde está él.
La Semilla. Pensó en la señora Flores. ¿Es el Cuento? Esperanzada, sorprendida, contenta. Poco faltó para que se echara a reír, sin ton ni son.
—Bueno, yo también quisiera. —Se asomó por entre los balaustres y dijo—: Sal, querida, no tengas miedo.
La puerta se abrió, un resquicio apenas suficiente para que Amy pudiera pasar, y aunque ella al salir la empujó con suavidad, retumbó al cerrarse.
—Oh —dijo Amy, que no había reconocido al principio a la mujer sentada en la escalera—. Señora Bebeagua.
—Sube —dijo Violet, y se palmeó las rodillas, como lo haría para llamar a un gatito. Amy subió hasta donde ellas estaban sentadas, a mitad del camino del rellano. Llevaba un vestido de confección casera y unas medias ordinarias, y era más bonita aún que como Violet la recordaba—. A ver. ¿Qué te pasa?
Amy se sentó a los pies de ellas, un escalón más abajo, acurrucada y con un bolsón en el regazo, desdichada como una fugitiva.
—August no está aquí —dijo.
—No. No… sabemos dónde está, no exactamente. Amy, ahora todo va a andar bien. No tienes que preocuparte.
—No —dijo Amy quedamente—. Ya nada va a andar bien nunca más. —Miró a Violet—. ¿Se ha fugado?
—Supongo que sí. —Rodeó con un brazo los hombros de Amy—. Pero volverá, posiblemente, probablemente… —Le apartó con dulzura los cabellos que le caían, lacios y tristes, sobre la mejilla—. Ahora tienes que volver a casa por un tiempo, ¿sabes?, y no preocuparte, y todo será para bien, ya lo verás.
Los hombros de Amy empezaron a sacudirse, suave, lentamente.
—No puedo —dijo, con una vocecita aguda, llorosa—. Papá me ha echado. Me ha echado de casa. —Con lentitud, como si no pudiera hacer ninguna otra cosa, dio vuelta la cara y apoyó la sollozante cabeza en el regazo de Violet—. Yo no venía a molestarlo. No. A mí no me importa, él era maravilloso y bueno, era… Yo lo volvería a hacer, y no lo molestaría, sólo que no tengo adonde ir. Ningún lugar a donde ir.
—Bueno, bueno —dijo Violet—, bueno, bueno. —Intercambió una mirada con Nora, a quien también le rebosaban los ojos—. Claro que tienes un lugar. Claro que sí. Te quedarás aquí, sencillamente. Estoy segura de que tu padre cambiará de idea, el viejo tonto, pero puedes quedarte aquí todo el tiempo que necesites. No llores más, Amy, por favor. Ten. —Se sacó de la manga un pañuelito orlado de puntillas e hizo que la chica levantara la cabeza y lo usara, mirándola a los ojos para serenarla—. Ya. Así está mejor. Todo el tiempo que quieras. ¿Te parece bien?
—Sí. —Un gorjeo apenas, pero ya los hombros no le temblaban como antes. Y sonreía ligeramente, como avergonzada. Violet y Nora sonrieron por ella—. Oh —dijo, moqueando todavía—, casi se me olvida. —Forcejeaba tratando de desatar con los dedos trémulos los cordones de su bolso, se enjugó de nuevo la cara, le devolvió a Violet el empapado pañuelito, no demasiado útil en tormentas como las de Amy, y logró al fin deshacer los nudos—. Un hombre, cuando venía para aquí, me dio una cosa para usted. —Rebuscó entre sus pertenencias—. Parecía furioso. Me dijo que dijera: «Si sois incapaces de cumplir un trato, más vale no hacer tratos de ninguna especie con vosotros». —Sacó del bolsón y depositó en las manos de Violet un estuche que ostentaba en la tapa, taraceada en distintas clases de madera, la imagen de la reina Victoria y el Palacio de Cristal—. A lo mejor bromeaba —concluyó—. Un hombre rarísimo, chiflado. Me hacía guiños. ¿Es de usted?
Violet sostenía el estuche, cuyo peso le decía que sí, que allí estaban las cartas, o en todo caso algo parecido a ellas.
—No sé —dijo—. Realmente no lo sé.
En ese momento se oyeron pasos en la escalera del porche, y las tres quedaron calladas. Los pasos cruzaron el porche con chasquidos aguachentos, como si chapotearan. Violet cogió la mano de Amy, y Nora la de Violet. El resorte de la puerta mosquitera canturreó, y una silueta se dibujó detrás del vidrio oval y nebuloso. Auberon abrió la puerta. Llevaba unas galochas altas y un viejo sombrero de John orlado de moscas artificiales. Cuando entró en el vestíbulo, estaba silbando eso de «Arrumba tus problemas en la vieja mochila…», pero calló de golpe al ver a las tres mujeres acurrucadas allí, en la escalera, inexplicablemente a mitad de camino del rellano.
—¡Vaya! —dijo—. ¿Qué sucede? ¿Hay noticias de August?
Ellas no respondieron, y él levantó, para que las pudieran ver, cuatro truchas moteadas y gordas, cuidadosamente atadas.
—¡La cena! —dijo, y por un momento todos quedaron inmóviles, un cuadro vivo, él con los pescados, ellas con sus pensamientos, los otros sólo espiando y acechando.
Dondequiera que fuese que hubieran estado, las cartas habían cambiado en el ínterin. Violet lo notó, sí bien al principio no supo precisar en qué consistía el cambio. Era como si los significados y sugerencias se hubiesen velado, como si un polvillo de obscuridad los empañara. Aquellas claras y hasta graciosas cuadrillas de significados en que se combinaban las figuras cuando ella las extendía, las Oposiciones, las Influencias y todo lo demás, esas cosas ya no estaban presentes, ni volverían a estar, ninguna, nunca más. Sólo al cabo de horas y días de trabajo, junto con Nora, descubrió que no habían perdido, sino, por el contrario, ganado poder: ya no podían hacer lo que hacían antes, pero podían, si se las interpretaba correctamente, predecir con asombrosa exactitud los pequeños avatares de la vida cotidiana de los Bebeagua: regalos y constipados y luxaciones, si llovería el día en que proyectaban hacer un paseo campestre: cosas de esa naturaleza. Sólo muy de tanto en tanto se aparecían con alguna revelación más sorprendente. Pero prestaban una gran ayuda. Ellos nos habrán concedido esto, pensaba Violet; este don a cambio… Y en verdad llegó (mucho más tarde) a pensar que si ellos se las habían sustraído lo habían hecho para eso, para dotar a sus cartas de esa precisión diurna, salvo que no hubieran podido evitar otorgarles ese don. Con ellos era imposible enterarse, no, nunca, jamás.
Con el correr del tiempo, los retoños de August irían a afincarse aquí y allá, en uno de los cinco poblados, algunos con sus madres y abuelas verdaderas, otros con ajenas, cambiando al marcharse de familia y de nombre, como en el juego de las sillas musicales: cada vez que la música cesaba, dos de los hijos (en virtud de un proceso tan cargado de emoción, y tan complejo por lo que entrañaba de vergüenza, remordimientos, amor, indiferencia y generosidad, que los participantes nunca llegarían, más tarde, a ponerse de acuerdo acerca de cómo habían sucedido las cosas) habían trocado sus puestos en dos distintos hogares deshonrados.
Cuando Fumo Barnable llegó a Bosquedelinde, los descendientes de August, disfrazados con diversos apellidos, ya se contaban por docenas. Había Flores, y Piedras, y Matas; Charles Viñas era un nieto. Alguien, sin embargo, no había participado en el juego, y se había quedado sin su silla: Amy Praderas. Se quedó allí en Bosquedelinde, mientras en su barriguita, como decía ella, iba creciendo un niño que recapitulaba en su ontogenia las numerosas bestezuelas, sapo, pez, salamandra, ratón, cuyas vidas, con el correr del tiempo, habría de narrar con infinitos pormenores. Lo llamaron John Tormenta: John por su abuelo, pero Tormenta por su padre y su madre.