Se observará que no uso un guión entre los dos vocablos, que escribo «casa quinta», no «casa-quinta»; lo cual es deliberado.
V. Sackville-West
Llana Alice se despertó, como siempre, en el momento en que el Sol irrumpió en la alcoba a través de las ventanas que miraban al este, con un sonido como de música. Liberándose de un puntapié de la colcha estampada, permaneció acostada un rato, desnuda sobre los largos haces de Sol, despertando al tocarse los ojos, las rodillas, los pechos, la cabellera aurirroja, y encontró cada cosa en su sitio, donde la dejara la noche anterior. Entonces se levantó, se desperezó y, arrodillándose junto a la cama, rezó, como lo hacía cada mañana desde que aprendiera a hablar.
Oh, Mundo inmenso, bello y maravilloso,
con el prodigio de las aguas que ondean alrededor
y la hermosa hierba que te cubre el pecho
oh, Mundo, estás bellamente ataviado.
Concluidas las devociones, inclinó, para poder verse en él cuan larga era, el alto espejo vertical que había pertenecido a su abuela, le formuló la pregunta de rigor y obtuvo, esa mañana, la respuesta precisa; a veces era un tanto equívoca. Se envolvió en una larga bata marrón, dio de puntillas una vuelta entera para que las orlas desflecadas echaran a volar y salió, cautelosa, al corredor silencioso y frío. Al pasar junto al estudio de su padre, escuchó un instante el clic-clac de la vieja Remington fabulando aventuras de conejos y ratones.
Abrió la puerta de la alcoba de su hermana Sophie; enredada entre las cobijas, Sophie dormía con un cabello largo y dorado entre los labios, los puños cerrados como los de un bebé. El sol de la mañana penetró en la habitación en ese instante, y Sophie se agitó en sueños, fastidiada. La mayoría de las personas se ven raras cuando duermen; extrañas, como si no fueran ellas. Sophie cuando dormía era más Sophie que nunca, y a Sophie le gustaba dormir, y era capaz de dormir en cualquier parte, incluso de pie. Llana Alice se detuvo un momento a observarla, preguntándose qué aventuras tendría. Bueno, ya se enteraría más tarde, con lujo de detalles.
En el extremo de una de las espirales del corredor se hallaba el cuarto de baño gótico, el único de la casa con una bañera lo bastante larga como para ella. Arrinconado como estaba en un recoveco del edificio, el Sol no había llegado hasta él todavía; los vidrios de colores de los vitrales estaban en sombras y el frío del suelo embaldosado la hacía andar de puntillas. El grifo de la gárgola reaccionó con una tos de tísico, y allá en las entrañas de la casa las cañerías conferenciaron antes de resolverse a concederle un poco de agua caliente. El chorro repentino surtió su efecto y Alice se arremangó alrededor de la cintura los faldones de la bata y, sentándose en el hueco trono de aire episcopal, observó, barbilla en mano, cómo subía el vapor desde la bañera sepulcral; de pronto, empezaba a sentirse otra vez soñolienta.
Tiró de la cadena, y cuando el restallido de los chorros antagónicos hubo cesado, se quitó la bata, tiritó y entró, cautelosa, en la bañera. El cuarto de baño gótico se había llenado de vapor; en realidad, era de un gótico más forestal que eclesial: la bóveda que se arqueaba por encima de la cabeza de Llana Alice se entrelazaba como una enramada, y las hiedras, hojas, zarcillos y lianas tallados se agitaban por doquier dotados de un incesante ritmo biomórfico. En la superficie de los angostos vitrales el rocío se condensaba en gotas sobre los árboles de lámina de cuento, y sobre los cazadores distantes y los prados difusos que los árboles enmarcaban; y cuando el Sol en su lánguido andar iluminó por fin las doce ojivas, transformando en gemas la neblina que subía de la bañera, Llana Alice yacía reclinada en el estanque de un bosque medieval. Su bisabuelo había proyectado ese recinto, pero otro había diseñado los vitrales; otro cuyo apellido era Conforte; y confortada se sentía ella. Hasta cantaba.
En tanto ella se frotaba y cantaba, su prometido, con los pies en ascuas, y sorprendido por la feroz represalia que sus músculos se tomaban por la caminata del día anterior, proseguía su camino. Y mientras ella tomaba el desayuno en la larga cocina angular y hacía planes con su atareada madre, Fumo escalaba, a pleno Sol, una montaña zumbante y descendía a un valle. Y cuando Alice y Sophie se llamaban a gritos a través de los intrincados corredores, y el doctor se asomaba a su ventana en busca de inspiración, Fumo se detenía en una encrucijada, en la que se alzaban, platicando como patriarcas venerables, cuatro olmos añosos. Un letrero decía Bosquedelinde, y su dedo apuntaba hacia un camino de tierra que descendía, sinuoso, por un umbrío túnel de árboles; y mientras lo recorría, mirando de lado a lado y preguntándose qué vendría después, Llana Alice y Sophie, en la alcoba de Alice, aprontaban el ajuar que Llana Alice usaría al día siguiente, en tanto Sophie le contaba su sueño.
—Soñé que había aprendido una forma de ahorrar el tiempo que no quería malgastar, y de guardarlo para poder usarlo cuando me hiciera falta. Como por ejemplo el tiempo que se pierde esperando en un consultorio médico, o cuando vuelves de un lugar en el que no lo pasaste bien, o cuando esperas un autobús…, todos esos pequeños intervalos inútiles. Bueno, era sólo cuestión de juntarlos y doblarlos unos encima de otros como cajas rotas para que ocupasen menos lugar. En realidad, era fácil, en cuanto te dabas cuenta de que lo podías hacer. Nadie pareció sorprenderse en lo más mínimo cuando yo dije que había aprendido a hacerlo; Mamá no hizo otra cosa que asentir con un gesto y sonreír, ¿sabes?, como si todo el mundo aprendiera a cierta edad a hacer esas cosas. Lo rompes simplemente por los dobleces; ten cuidado de no perder ninguno; aplástalos bien. Papá me daba uno de esos sobres enormes de una especie de papel jaspeado para que yo lo guardase, y cuando él me lo daba me acordaba de haber visto aquí y allá sobres semejantes y de haberme preguntado para qué servirían. Es curioso como te inventas recuerdos en los sueños para explicar la historia —mientras hablaba, los dedos ligeros de Sophie se afanaban sobre un dobladillo, y Llana Alice no siempre entendía lo que le decía porque le hablaba con alfileres en la boca. De cualquier manera, no era fácil seguir el hilo del sueño, y Alice se olvidaba de cada incidente apenas Sophie se lo contaba, tal como si fuera ella quien los estuviese soñando. Eligió y apartó un par de zapatos de satén, y se encaminó, con aire distraído, hacia el balconcito de su mirador—. Entonces me asustaba —decía Sophie en aquel momento—. Tenía ahí ese sobre pavoroso lleno a tope de tiempo desdichado, y no sabía cómo hacer para sacar un poco y usarlo sin que se me escapara toda esa espera y esa cosa horripilante. Era como si hubiese hecho mal en empezar con eso. De todos modos… —Llana Alice miraba allá abajo el camino de la entrada, un sendero parduzco con una tierna espina dorsal de maleza, toda trémula en la fronda. Allá, al final del sendero, los pilares del portalón crecían desde el muro en una curva súbita, rematado cada uno por una bola granulosa como una naranja de piedra gris. En el momento en que ella miraba, un Viajero se detenía, vacilante, junto al portalón.
El corazón le dio un vuelco. Se había sentido tan felizmente serena todo ese día, que había decidido que él no iba a venir, que de alguna manera su corazón sabía que él no llegaría hoy, y que no había por lo tanto razón alguna para agitarse y desfallecer de impaciencia. Y ahora la sorpresa le había tocado el corazón.
—Después, todo se embarullaba. Era como si ya no hubiera tiempo que no estuviese roto, apretujado y guardado, y que ya no fuera yo quien hacía eso, sino que se estuviera haciendo solo; y todo cuanto quedaba era tiempo pavoroso, tiempo de cruzar corredores, tiempo de despertarse en mitad de la noche, tiempo de nada que hacer…
Llana Alice dejó que su corazón se agitara, ya que de todos modos no se le ocurría nada que decir. Abajo, Fumo se acercaba, despacio, y como atemorizado por algo, ella no sabía qué; pero cuando supo que la veía, se desató el cinturón, y con una ligera sacudida se desprendió de la bata castaña, dejándola resbalar por los brazos hasta las muñecas, y pudo sentir sobre la piel, como manos frescas y cálidas, la sombra del follaje y la tibieza del Sol.
Un fuego que comenzaba en las plantas de los pies le trepaba por las piernas hasta media pantorrilla, como si la prolongada fricción de la caminata se las hubiese recalentado. La cabeza le zumbaba, dolorida, al Sol del mediodía, y un dolor cortante, filiforme, le atormentaba la cara interna del muslo derecho. Pero estaba en Bosquedelinde; de eso no le cabía ninguna duda. Ya mientras bajaba por el sendero hacia la casa inmensa y multifacética supo que no tendría que pedir indicaciones a la anciana señora que veía en el porche, porque no necesitaba ninguna; había llegado. Y cuando se acercaba a la casa, Llana Alice en persona se mostró para él. Balanceando en la mano la mochila manchada de sudor, Fumo se detuvo a contemplarla. No se atrevía a responderle —allá, en el porche, estaba la señora anciana— pero no podía apartar de ella la mirada.
—Preciosa, ¿no? —dijo al cabo la anciana. Sentada muy erguida, le sonreía desde su pavo real de mimbre; tenía a su lado una mesita acristalada sobre la cual estaba haciendo un solitario. Fumo se sonrojó levemente—. De verdad, preciosa —repitió la mujer, en un tono un poco más alto.
—¡Sí!
—Sí…, tan exquisita. Me alegra que sea lo primero que has visto al llegar, desde el sendero. Los bastidores son nuevos, pero el balcón y toda la manipostería son los originales. ¿No quieres subir al porche? Es difícil conversar así.
Él volvió a mirar hacia el balcón, pero Alice había desaparecido; ahora sólo quedaba un tejado extravagante pintado por el Sol. Subió al porche encolumnado.
—Yo soy Fumo Barnable.
—Sí. Yo soy Nora Nube. ¿No quieres sentarte? —recogió con destreza las cartas y las guardó en un bolso de terciopelo; acto seguido guardó el bolso en una caja de marquetería.
—Fue usted, entonces, quien estipuló las condiciones, lo del traje, lo de venir andando y todo lo demás.
—Oh, no —dijo ella—. Yo sólo las descubrí.
—Una especie de prueba.
—Puede ser. No sé —la sugerencia pareció sorprenderla. Del bolsillo del pecho, en el que llevaba pinchado un pañuelo limpísimo e inútil, sacó un cigarrillo pardo y lo encendió con una cerilla de cocina que frotó en la suela de su zapato. Llevaba un vestido de una tela ligera, estampada con un motivo apropiado para señoras de edad, si bien Fumo no recordaba haber visto nunca uno de un verdeazul tan intenso ni con hojas, florecillas y lianas tan intrincadamente entrelazadas, como arrancadas al día mismo—. Yo diría sin embargo que profilácticas, en general.
—¿Hum?
—Por tu propia seguridad.
—Ah, ya veo —durante un rato guardaron silencio, un silencio tranquilo y sonriente el de la tía abuela Nube, el de Fumo, expectante; sentía el calor que le subía por el cuello abierto de la camisa; se dio cuenta de que era domingo. Se aclaró la voz—. ¿El doctor y la señora Bebeagua están en la iglesia?
—Bueno, en cierto sentido —era curiosa esa forma de contestar a todo cuanto él decía, como si fuera una idea que nunca se le hubiese ocurrido antes—. ¿Eres religioso?
Él había estado esperando con temor esa pregunta.
—Bueno… —empezó.
—Las mujeres suelen ser más propensas a serlo, ¿no te parece?
—Supongo que sí. En el medio en que me crié, a nadie le preocupaba demasiado.
—Mi madre y yo sentíamos la religión con mucha más fuerza que mi padre, o que mis hermanos. Aunque tal vez ellos hayan sufrido por eso mismo más que nosotras.
Fumo no encontró nada que responder, ni supo si el hecho de que ella lo observase ahora con una atención tan reconcentrada significaba que esperaba de él una respuesta, que no la esperaba, o que era pura y simplemente muy corta de vista.
—También mi sobrino, el doctor Bebeagua…; bueno, desde luego, están los animales, ellos sí le interesan. Es lo que realmente le interesa. Todo lo demás, lo pasa por alto.
—¿Un panteísta, o algo así?
—Oh, no. No es tan tonto. Es como si… —movió el cigarrillo en el aire— como si las cosas no existieran para él. Oh, ¡quién está aquí!
Una mujer con una ancha pamela acababa de entrar por el portalón montada en una bicicleta. Vestía una blusa, estampada como la de Nube, pero de un dibujo más visible, y un par de holgados pantalones téjanos. Desmontó sin mucha destreza y de la cesta de la bicicleta sacó un cubo de madera; cuando se inclinó la pamela hacia atrás, Fumo reconoció a la señora Bebeagua. Ésta se acercó y se sentó pesadamente en la escalera.
—Nube —dijo—, es la última vez que te pido consejo cuando voy a buscar bayas.
—El señor y yo —dijo Nube animadamente— estábamos hablando de religión.
—Nube —dijo la señora Bebeagua en tono sombrío, mientras se rascaba el tobillo por encima de una alpargata deshilachada a la altura del dedo gordo—. Nube, me perdí.
—Tu cubo está repleto.
—Me perdí. El cubo, caramba, lo llené en los primeros diez minutos, apenas llegué.
—Y bueno. Qué más quieres.
—Tú no dijiste que yo me iba a perder.
—Yo no lo pregunté.
Hubo una pausa. Nube fumaba. La señora Bebeagua se rascaba el tobillo con aire abstraído. Fumo (a quien no le importó que la señora Bebeagua no lo hubiese saludado; a decir verdad, ni lo había notado: una consecuencia de haber crecido anónimo) tuvo tiempo de preguntarse por qué Nube no había dicho tú no lo preguntaste.
—En materia de religión —dijo la señora Bebeagua—, preguntad a Auberon.
—Ah. Ahí lo tienes. No un hombre religioso —a Fumo—: Mi hermano mayor.
—No piensa en otra cosa —dijo la señora Bebeagua.
—Sí —dijo Nube, pensativa—, sí. Y bueno, ahí lo tienes.
—¿Eres religioso? —le preguntó a Fumo la señora Bebeagua.
—No, no es —dijo Nube—. Por supuesto, estaba August.
—No tuve una infancia religiosa —dijo Fumo; sonrió—. Supongo que era algo así como un politeísta.
—¿Un qué? —dijo la señora Bebeagua.
—El Panteón. He tenido una educación clásica.
—Por algo hay que comenzar —repuso ella, mientras sacaba hojitas y bichitos de su cubo de bayas—. Éstas han de ser casi las últimas de las malditas. Mañana, gracias al cielo, es el día del solsticio.
—Mi hermano August —dijo Nube—. El abuelo de Alice, tal vez él era religioso. Se marchó. A tierras desconocidas.
—¿Un misionero? —preguntó Fumo.
—Oh, sí —dijo Nube; una vez más, parecía sorprendida por la idea—. Sí, puede que sí.
—Ellas ya han de estar vestidas —dijo la señora Bebeagua—. Podríamos entrar.
La puerta-mosquitera era antigua y amplia, el maderaje perforado y un poco desvencijado para los efectos del verano, y la alambrera, panzona en los bajos a consecuencia de los años y años de atolondradas salidas infantiles; los goznes oxidados gimieron cuando Fumo tiró de la manilla de porcelana. Cruzó el umbral.
En el vestíbulo, alto y bruñido, el aire olía a noche fresca encerrada y a los fuegos del pasado invierno, a saquitos de lavanda en armarios con manillas de bronce repletos de ropa blanca… ¿A qué más? Los de la cera, el sol, las especias mezcladas entraron con la luminosidad del día de junio cuando la puerta-mosquitera gimió y se cerró tras de él con un golpe seco. La escalera, frente a él, subía por etapas, en semicírculo, hasta el piso siguiente. En el primer rellano, a la luz de una ventana de arco, vestida ahora con unos téjanos hechos íntegramente de remiendos, estaba su prometida. Un poco más atrás se hallaba Sophie, ahora un año mayor, pero aún no tan alta, con delgado vestido blanco y un montón de anillos.
—Hola —dijo Llana Alice.
—Hola —dijo Fumo.
—Acompañadlo arriba —dijo la señora Bebeagua—. Lo he puesto en la alcoba imaginaria. Y estoy segura de que querrá lavarse. —Le palmeó el hombro, y Fumo puso el pie en el primer peldaño. En los años por venir se preguntarla, algunas veces despreocupadamente, otras con verdadera angustia, si, después de haber entrado allí esa primera vez, había en verdad vuelto a salir; pero en aquel momento subió, simplemente hasta donde ella estaba, delirante de felicidad por el mero hecho de haber llegado al fin, al cabo de una larga y extraña travesía, y de que ella le diese la bienvenida con los ojos castaños cargados de promesas (y acaso fuera ésa la única finalidad del viaje, su felicidad de ese momento, y de ser así, una felicidad maravillosa y perfecta para él), y que, cogiendo su mochila y tomándolo de la mano, lo condujera a las regiones altas y frescas de la casa.
—No me vendría mal un baño —dijo, un poco sin aliento.
Ella inclinó la gran cabeza junto a su oído y dijo:
—Yo misma te lavaré a lametazos, como una gata. —Detrás de ellos Sophie se tronchaba de la risa.
—El corredor —dijo Alice, deslizando la mano a lo largo del friso obscuro. Palmeaba, al pasar, los pomos de cristal de las puertas—: El cuarto de Papá y Mamá. El estudio de Papá… shh. Mi cuarto… ¿ves? —Fumo se asomó a espiar y vio, más que cualquier otra cosa, su imagen reflejada en el alto espejo—. El estudio imaginario. Por esta escalera se sube a la vieja orrería. Giras primero a la izquierda, y después a la izquierda. —El corredor parecía concéntrico y Fumo se preguntó cómo se las ingeniaban todas aquellas habitaciones para desembocar en él.
—Aquí —dijo ella.
La habitación era de una forma indiscernible; el cielo raso se inclinaba bruscamente hacia uno de los ángulos, lo que hacía que de uno de los lados fuese más bajo que del otro; también las ventanas eran más pequeñas de ese lado; la habitación parecía más espaciosa de lo que era, o más pequeña de lo que parecía, no pudo decidir cuál de las dos. Alice arrojó la mochila encima de la cama, angosta y cubierta, por ser verano, de plumeti suizo.
—El cuarto de baño está abajo, en el corredor —dijo Alice—. Sophie, ve y abre el grifo.
—¿Hay una ducha? —preguntó él, imaginando el duro chorro de agua fresca.
—Qué va —dijo Sophie—, íbamos a modernizar la fontanería, pero ya no sabemos dónde está…
—Sophie.
Sophie salió y cerró la puerta.
Primero que nada, ella quiso probar el sudor que le brillaba en el cuello y en la frágil clavícula; luego, él decidió desatarle los faldones de la camisa que se había anudado debajo de los pechos; después, pero ya impacientes, se olvidaron de hacer turnos y combatieron en silencio, ávidamente el uno sobre el otro, como piratas repartiéndose un tesoro largamente codiciado, largamente imaginado, largamente esperado.
A mediodía, juntos y a solas, comían emparedados de manteca de cacahuete y manzana en el jardín del frente trasero de la casa.
—¿El frente trasero?
Los árboles se asomaban, opulentos, por encima de la tapia gris, como tranquilos espectadores apoyados sobre los codos. La mesa de piedra, en un rincón, a la sombra magnánima de un haya, conservaba las manchas espiraladas de las orugas aplastadas en otros veranos; los vistosos platos de papel reposaban, tenues y efímeros, sobre el espesor de la piedra. Fumo hacía esfuerzos por limpiarse el paladar; no solía comer manteca de cacahuete.
—Esto era el frente, antes —dijo Alice—. Después, hicieron el jardín y levantaron la tapia, y entonces el fondo pasó a ser el frente. De todos modos, era un frente, y ahora es el frente trasero. —Se sentó en el banco a horcajadas y levantó del suelo una ramita mientras con el meñique apartaba un cabello brillante que se le había deslizado entre los labios. Con trazos rápidos bosquejó en la tierra una estrella de cinco puntas. Fumo observaba el dibujo y la tirantez de los téjanos de Alice—. En realidad no es esto —añadió Alice mirando su estrella a vista de pájaro—, pero bueno, es algo así. Fíjate, es una casa de puras fachadas. La construyeron a modo de muestrario. Mi bisabuelo. Te escribí sobre él. Él la construyó, para que la gente viniera a verla y a mirarla desde cualquier ángulo, y elegir el estilo de casa que quería; por eso es tan loca por dentro. Es tantas casas a la vez, metidas una dentro de otra, o entrecruzadas, con todos los frontispicios bien a la vista.
—¿Qué? —Él la había estado observando mientras ella hablaba, no escuchando lo que decía; Alice lo vio en su rostro y se echó a reír.
—Mira, ¿ves? —Miró lo que ella le mostraba, el largo frente trasero. Era un frontispicio clásico, severo, suavizado por la hiedra que manchaba como con lágrimas obscuras la piedra gris; con altas ventanas abovedadas; Fumo reconoció los detalles simétricos como pertenecientes a los órdenes clásicos: biseles, columnas, plintos. Alguien estaba asomado a una de las ventanas altas con aire melancólico—. Ahora, ven conmigo. —Dio un gran mordisco (grandes dientes) y lo llevó de la mano a lo largo de ese frente que parecía abrirse como un escenario a medida que lo recorrían; donde parecía liso, cobraba relieve; donde parecía descollar, se replegaba; los pilares se transformaban en pilastras, y desaparecían. Como en una de esas figuras troqueladas de los cuentos para niños, que cuando se las giran cambian de gesto, del malhumor a la sonrisa, el frente de la casa se alteraba, y cuando llegaron a la pared opuesta, y se volvieron a mirar, era un alegre falso Tudor, con aleros profundos y ondulados y chimeneas arracimadas como cómicos sombreros de copa. Una de las amplias ventanas del batiente se abrió en el segundo piso (y uno o dos cristalitos de colores centellearon en los vitrales), y Sophie se asomó, haciendo señas con las manos.
—Fumo —dijo—, cuando hayas acabado de merendar tienes que subir a la biblioteca a hablar con Papá. —Y allí se quedó, asomada, los brazos cruzados sobre el alféizar, mirándolo y sonriendo, como feliz por haberle dado esa noticia.
—Oh, ya, ya —le respondió Fumo con displicencia. Regresó a la mesa de piedra, en tanto la casa se traducía otra vez al latín. Llana Alice se estaba comiendo el emparedado de Fumo—. ¿Qué le voy a decir? —Con la boca llena, Alice se encogió de hombros—. ¿Y si me pregunta: veamos, joven, qué perspectiva tiene usted? —Ella se rió, tapándose la boca, como se había reído aquella vez en la biblioteca de George Ratón—. Bueno, no puedo decirle pura y simplemente que leo la guía telefónica. —La inmensidad de la aventura en que estaba a punto de embarcarse, y la obvia responsabilidad del doctor Bebeagua de hacérsela notar se posaron sobre sus hombros como pájaros. De pronto, se sintió inseguro, tuvo dudas. Miró a su gigantesa adorada. Porque ¿qué perspectivas tenía él, a fin de cuentas? ¿Podía acaso explicarle al doctor que su hija, como quien dice de un plumazo, de una simple mirada, le había curado su anonimato, y que a él con eso le bastaba? ¿Que una vez celebrada la boda (y aceptado cualquier compromiso religioso que ellos quisieran hacerle asumir) pretendía, simplemente, vivir feliz el resto de su vida, como toda la demás gente?
Ella había sacado un pequeño cortaplumas y estaba mondando, en una larga cinta segmentada, una manzana verde. Ella tenía esas habilidades. Y él ¿qué méritos tenía él para ofrecerle?
—¿Te gustan los niños? —preguntó ella, sin apartar los ojos de su manzana.
La biblioteca estaba casi a oscuras, de acuerdo con la vieja filosofía de mantener la casa cerrada en los días bochornosos del verano para que se conserve fresca. Estaba fresca. Pero el doctor Bebeagua no estaba allí. A través de las encortinadas ventanas ojivales vio a Llana Alice y a Sophie, que conversaban en el jardín junto a la mesa de piedra, y se sintió como un niño, castigado o enfermo, sin permiso para salir a jugar. Bostezó, nervioso, y recorrió con la vista los títulos más cercanos. Se hubiera dicho que nadie en mucho tiempo había sacado un libro de aquellos abarrotados anaqueles. Había series de sermones, volúmenes de George MacDonald, Andrew Jackson Davis, Swedenborg. Un par de metros estaban ocupados por los cuentos para niños del doctor, bonitos, en rústica, con títulos recurrentes. Algunos clásicos magníficamente encuadernados se apoyaban contra un busto anónimo coronado de laureles. Bajó el Suetonio, y junto con él descendió un opúsculo que al parecer alguien había colocado entre los volúmenes a modo de cuña. Era un ejemplar viejísimo, descolorido, con las puntas de las hojas gastadas y dobladas como orejas, e ilustraciones nacaradas en fotograbado. Se titulaba: Las casas quintas y sus historias. Empezó a volver las hojas con cuidado para que no se desmenuzara la cola vieja y reseca que las mantenía unidas, viendo al pasar umbríos jardines de flores negras, un castillo sin techo edificado en una isla en medio de un río por un magnate de la industria textil, una casa construida con barriles de cerveza.
Al volver una página, alzó la vista. Llana Alice y Sophie ya no estaban allí. Un plato de papel salió de la mesa y con una pirueta de ballet se deslizó hasta el suelo.
Ahora veía una fotografía de dos personas sentadas a una mesa de piedra, tomando el té. Había un hombre que se parecía al poeta Yeats, con un traje de verano claro y una corbata a lunares, el cabello blanco y abundante, los ojos velados por los reflejos de la luz del sol sobre sus anteojos; y una mujer más joven con un ancho sombrero blanco, las facciones del rostro trigueño ensombrecidas bajo el ala de la pamela y difusas, a causa quizá de un movimiento brusco. Detrás de ellos se veía una parte de la casa en cuyo interior se hallaba Fumo en aquel momento, y junto a ellos, tendiendo una mano diminuta en dirección a la mujer, que tal vez la veía y se inclinaba para cogerla, o tal vez no (era difícil precisarlo), había una figura, un personaje, una criatura pequeñísima de unos treinta centímetros de altura tocada con un bonete cónico y calzada con babuchas puntiagudas. Sus rasgos toscos, inhumanos, también parecían borroneados a causa de un movimiento brusco, y parecía tener un par de alas translúcidas, como las de un insecto. El epígrafe decía: «John Bebeagua y su esposa (Violet Zarzales); elfo. Bosquedelinde, 1912». Al pie de la fotografía el autor añadía el siguiente comentario:
«La más peregrina de las extravagancias arquitectónicas de finales del siglo es quizá la llamada Bosquedelinde, obra de John Bebeagua, aunque en un sentido estricto no fuera en modo alguno concebida como una extravagancia. Su historia comienza con la primera publicación, en 1880, del libro de Bebeagua, La arquitectura de las casas quintas. Este encantador y relevante compendio de la arquitectura victoriana de la región dio renombre al joven Bebeagua, quien más tarde pasaría a integrar, como socio, el afamado equipo de arquitectos paisajistas Ratón y Piedra. En 1894 Bebeagua proyectó, a modo de ilustración conglomerada de las láminas de su ya famoso libro, el edificio de Bosquedelinde, combinando en él varias casas de estilos diversos y dimensiones diferentes que chocaban entre sí, y literalmente imposible de describir. Que presente un aspecto (o aspectos) de orden y lógica es un mérito que corresponde acreditar al talento (ya menguante) de John Bebeagua. En 1897, Bebeagua contrajo matrimonio con Violet Zarzales, una joven inglesa, hija del predicador místico Theodore Burne Zarzales, y durante su vida de casado cayó por completo bajo la influencia de su esposa, una espiritista magnética, de cuyas ideas y creencias aparecen imbuidas ya las ediciones ulteriores de La arquitectura de las casas quintas, a cuyo texto el autor incorpora cantidades siempre crecientes de una filosofía teosófica o idealista, sin suprimir sin embargo una sola línea del material original. La sexta y última impresión (1910) tuvo que ser editada con medios privados, pues las editoriales comerciales no se mostraron dispuestas a hacerse cargo de ella, y contiene todavía todas las láminas de la edición de 1880.
»En aquellos años los Bebeagua reunieron en su entorno a toda una pléyade de personas de ideas afines a las suyas, entre ellos artistas, estetas y sensitivos hastiados del mundo. El culto tuvo, desde sus inicios, un cierto cariz anglofilo, y entre los corresponsales interesados se contaban el poeta Yeats, J. M. Barrie, varios ilustradores famosos y la clase de personalidad “poética” que tuvo la posibilidad de florecer durante aquel crepúsculo feliz que precedió a la Gran Guerra, y que a la luz áspera y violenta de la época actual ha desaparecido por completo.
»Una circunstancia interesante es el hecho de que esas personas pudieran beneficiarse de la despoblación general de las fincas rurales que se produjo en la zona en aquella época. El pentágono de las cinco villas que rodean a Bosquedelinde vio los talones de los pequeños terratenientes empobrecidos que emigraban hacia la Urbe y hacia el Oeste, y las caras plácidas de los poetas que, huyendo de la cruda realidad económica, venían a ocupar sus fincas. Que todos los que permanecieron de aquel pequeño cenáculo fueran “objetores de conciencia” en una hora de extrema necesidad de la nación no tiene por qué sorprender; ni tampoco el hecho de que ni un solo rastro de sus extravagantes y fútiles misterios haya sobrevivido hasta el presente.
»En la casa viven todavía los herederos de Bebeagua. Se sabe de la existencia de un caserón de veraneo, una genuina extravagancia arquitectónica, en aquellos solares (vastísimos), pero ni la casa ni los jardines que la circundan están abiertos al público.»
¿Elfo?
—Bien, se supone que tenemos que conversar un poco —dijo el doctor Bebeagua—. ¿Dónde prefieres sentarte?
Fumo eligió una butaca acolchonada, tapizada en cuero. El doctor Bebeagua, en el sofá, se pasó una mano por la cabeza canosa, se chupó un momentó los dientes, y al fin tosió, como para entrar en materia. Fumo aguardaba la primera pregunta.
—¿Te gustan los animales?
—Bueno —dijo Fumo—. No he conocido muy muchos. A mi padre le gustaban los perros. —El doctor Bebeagua meneó la cabeza con aire desilusionado—. Siempre he vivido en ciudades, o en suburbios. Me gusta escuchar a los pájaros, por la mañana. —Hizo una pausa—. He leído sus cuentos. Me parecen… sumamente… sumamente realistas, diría.
Y sonrió, una sonrisa adulona repulsiva (lo sabía), pero el doctor Bebeagua ni siquiera pareció reparar en ella. Tan sólo suspiró, hondamente.
—Supongo —dijo— que sabes en qué brete te estás metiendo.
Esta vez fue Fumo el qué carraspeó, a modo de introducción.
—Bueno, señor, sé desde luego que no puedo brindarle a Alice el esplendor a que está acostumbrada, al menos no de momento. Estoy… estoy buscando. He recibido una buena educación, nada formal en realidad, pero estoy buscando la forma de utilizar mis…, lo que sé. Podría enseñar.
—¿Enseñar?
—Los clásicos.
El doctor había estado contemplando, allá arriba, los altos anaqueles abarrotados de volúmenes obscuros.
—Hum. Esta habitación me crispa los nervios. Ve a hablar con el muchacho en la biblioteca, dice Mamá. No vengo nunca aquí, si puedo evitarlo. ¿Qué es lo que enseñas, dices?
—Bueno, todavía no. Estoy… pensando en eso.
—¿Sabes escribir? A mano, quiero decir. Es muy importante para un maestro.
—Oh, sí. Tengo buena letra. —Silencio—. Tengo algún dinero, una herencia…
—Oh, dinero. Eso no es problema. Nosotros somos ricos. —Le sonrió—. Ricos como Creso. —Se reclinó contra el respaldo, apretándose una rodilla de franela con sus manos singularmente pequeñas—. Por parte de mi abuelo, principalmente. Era arquitecto. Y también mía, de mis cuentos. Y hemos sido bien aconsejados. —Clavó en Fumo una mirada extraña, casi compasiva—. Con eso siempre puedes contar, con buenos consejos. —Luego, como si él mismo acabara de dar un buen consejo, descruzó las piernas, se palmeó las rodillas, y se puso de pie—. Bien, tengo que marcharme. ¿Te veré en la cena? De acuerdo. No te fatigues. Mañana te espera un largo día. —Dijo las últimas palabras ya fuera de la puerta, tan ansioso estaba por salir.
Las había visto ya, un poco más arriba, detrás de las puertas-vidrieras, cuando el doctor Bebeagua estaba aún sentado; ahora, encaramándose de rodillas sobre el sofá, giró la llave cincelada en la cerradura y abrió la puertecita de cristal. Allí estaban, las seis juntas, tal como lo explicaba el folleto, escrupulosamente graduadas según su grosor. Alrededor a ellas, todas juntas en hilera o apiladas, había otras, otros ejemplares, quizás. Sacó la más delgada, uno o dos centímetros de espesor. La arquitectura de las casas quintas. Cubierta en huecograbado, con el título en esa letra de estilo victoriano «rústico» (en diagonal) que se ramifica en tallos y hojas. La coloración olivácea del follaje muerto. Hojeó rápidamente las pesadas páginas. El Perpendicular, Pleno o Modificado. La Villa a la Italiana, apropiada para una residencia en campo llano o tierra campa. El Tudor y el Neoclásico Modificado, aquí, castamente, en páginas separadas. El Cottage. La Casa Solariega.
Cada cual en su entorno en huecograbado, pinares o alamedas, hontanar o montaña, y diminutos personajes negros que venían de visita, ¿o serían acaso los orgullosos amos que venían a tomar posesión? Pensó que si las láminas fueran de vidrio, las podría levantar todas a un tiempo hasta la luz, la franja de sol que, poblada de motas de polvo, se filtraba a través de la ventana, y Bosquedelinde se mostraría entonces en toda su integridad. Leyó un trocito del texto que contenía dimensiones detalladas, fantasías optativas, cálculos de costes completos y absurdos (diez dólares semanales a picapedreros muertos y enterrados tiempo ha, junto con sus talentos y sus secretos) y, curiosamente, qué clase de casa era adecuada para tal o cual tipo de personalidad y profesión. Lo devolvió al estante.
El que sacó a continuación era casi dos veces más voluminoso. Cuarta edición, rezaba el pie de imprenta, Little, Brown, Boston 1898. Había una portada, un triste y desvaído retrato a lápiz de Bebeagua. Fumo reconoció vagamente el apellido compuesto del artista. La primera página, llena a rebosar, incluía un epígrafe: Me yergo, y la destruyo otra vez. Shelley. Las láminas eran las mismas, si bien había en ésta una serie de Combinaciones, todas en plantas de piso, connotadas de una forma que Fumo no pudo comprender.
La sexta y última edición, voluminosa y pesada, estaba magníficamente encuadernada en art-nouveau malva. Las letras del título extendían vastagos temblorosos y rizados, trazos descendentes como si quisieran expandirse y crecer; el conjunto parecía reflejarse en la ondulada superficie de un estanque de lirios todos en flor en el anochecer. La imagen de la portada no era aquí Bebeagua sino su esposa, una fotografía imitando un dibujo, una mancha al carbón. Los rasgos borrosos. Tal vez ella, como le ocurriera a él, no siempre había estado del todo presente. Pero era preciosa. Había poemas-dedicatoria y epístolas y todo un arsenal de Prefacios, Proemios y Prolegómenos, tipografía en rojo y negro; y luego una vez más las casitas, igual que antes, que ahora parecían anticuadas y sin gracia, como una ciudad pequeña, corriente y moliente arrebatada por una manía moderna. Como si el amanuense de Violet hubiera estado luchando por conservar un último atisbo de razón a lo largo de las páginas y páginas tachonadas de abstracciones en mayúsculas (la letra era cada vez más pequeña a medida que los libros se volvían más voluminosos), había glosas marginales en casi cada página, y epígrafes, y acápites, y toda la parafernalia que hace de un texto un objeto, lógico, articulado, ilegible. Encañonado a la contratapa, contra las guardas de papel satinado, había un mapa o plano, doblado varias veces sobre sí mismo, un pliego bastante abultado. Era de papel de seda, y Fumo no supo en un principio cómo apañárselas para desplegarlo; comenzó por un lado, dio un respingo de alarma al oír el gritito que soltó cuando uno de los viejos dobleces se rasgó ligeramente, y volvió a empezar. Espiándolo por partes, pudo ver que se trataba de un plano inmenso, pero ¿de qué? Al fin lo tuvo frente a él totalmente desplegado y crujiendo sobre sus rodillas, cara abajo; ya sólo le faltaba darle vuelta para verlo de frente. Allí se detuvo, no estaba seguro de querer saber qué era. Supongo, había dicho el doctor, que sabes en qué brete te estás metiendo. Levantó el borde, y éste se elevó leve como el ala de una mariposa, tan viejo era y tan sutil; un rayo de sol lo atravesó y Fumo atisbo figuras complejas tachonadas de anotaciones; lo extendió en el suelo para examinarlo.
—Entonces, ¿ella se irá de aquí, Nube? —preguntó Mamá, y Nube respondió—: Bueno, parece que no —pero no quiso agregar nada más aunque siguió sentada allá en el otro extremo de la mesa de la cocina, el humo de su cigarrillo una voluta de obscuridad a la luz del sol. Mamá, enharinada hasta los codos, estaba preparando un pastel, no una tarea puramente mecánica, aunque a ella le gustaba decir que sí; y en realidad tenía la sensación de que muchas veces, mientras amasaba, sus ideas eran más claras, sus percepciones más agudas que nunca; podía, cuando tenía el cuerpo ocupado, hacer cosas que era incapaz de hacer en cualquier otro momento, como por ejemplo ordenar en hileras sus preocupaciones, cada hilera bajo el imperio de una esperanza. Recordaba a veces, mientras cocinaba, versos que había olvidado que sabía, o hablaba en otras lenguas, la de su marido o sus hijos o su difunto padre o la de sus nietos no nacidos, a los que veía claramente, tres chicas escalonadas y un muchacho delgaducho y desdichado. Sabía en los codos qué tiempo iba a hacer y cuando deslizó las viejas tarteras de cristal en el horno (que le sopló a la cara una vaharada de su aliento candente) comentó que pronto habría tormenta. Nube, sin contestar, exhaló un suspiro, y, siempre fumando, sacó un pañuelito, se enjugó el arrugado cuello sudoroso, y lo volvió a guardar con cuidado en la manga. Dijo—: Más tarde será muchísimo más claro —y salió lentamente de la cocina y, a través de los corredores, se encaminó a su alcoba, a ver si podía cerrar un rato los ojos antes de que la cena estuviese a punto; pero antes de tumbarse en el ancho lecho de plumas que durante unos pocos y breves años había compartido con Henry Nube, miró hacia fuera, en dirección a las colinas, y sí, un cúmulo blanco había empezado a formarse por ese lado, trepando como una victoria inminente, y sin duda Sophie tenía razón. Se tendió en la cama y pensó: «Por lo menos él ha llegado bien, y sin contravenir en nada las condiciones». Fuera de eso, nada más podía decir.
En el mismo momento, allí donde la Vieja Cerca de Piedra separa el Prado Verde de la Antigua Dehesa que desciende, rocosa y pululante de insectos, hasta la orilla del Estanque de los Lirios, el doctor Bebeagua, con un ancho sombrero gitano, se detenía, jadeando, después de la escalada; poco a poco se atenuó en sus oídos el rumor de la sangre, y pudo entonces prestar atención a la escena que allí se representaba de su único drama, las interminables conversaciones de los pájaros, la chirriante cantinela de las cigarras, los susurros y crujidos del ir y venir de mil criaturas. La tierra estaba tocada por la mano del hombre, aunque en esos tiempos esa mano se había apartado de ella casi por completo; cuesta abajo, más allá del Estanque de los Lirios, podía ver el tejado soñoliento del granero de los Pardo, y supo que aquélla era una pradera abandonada de su aventura, y aquel muro un antiguo mojón. La escena estaba coloreada por la iniciativa humana, y había espacio abierto para una multitud de casas, grandes y pequeñas, aquel ancho muro, la soleada pradera, el estanque. Todo ello encarnaba para el doctor lo que significaba en verdad y precisamente la palabra «ecología», que veía ahora de tanto en tanto mal empleada en las densas columnas que colindaban con sus crónicas sobre esta región en el periódico de la Ciudad; y cuando se sentó, receptivo a todo, sobre una piedra tibia tapizada de liqúenes, un céfiro le anunció que una montaña de nubes se haría añicos allí, hacia el anochecer.
En el mismo momento, en la habitación de Sophie, en el ancho lecho de plumas en el que durante muchos años John Bebeagua se acostara con Violet Zarzales, estaban acostadas sus dos biznietas. El largo vestido claro que Alice se pondría al día siguiente y que presumiblemente nunca más volvería a sacarse del todo, colgaba del borde superior de la puerta del ropero, y reproducía otro idéntico a él en el espejo de la puerta, unidos los dos espalda contra espalda; y debajo de él y alrededor estaban los complementos. Sophie y su hermana yacían desnudas en el bochorno de la siesta; Sophie frotaba con una mano el flanco húmedo de sudor de su hermana, y Llana Alice dijo:
—Oh, hace demasiado calor —y más calientes aún sintió sobre su hombro las lágrimas de su hermana. Dijo—: Algún día, pronto, te tocará a ti, elegirás o serás elegida, y serás otra novia de Junio. —Y Sophie dijo:
—Yo no, nunca, nunca —y algo más que Alice no pudo oír porque Sophie hundió la cara en el cuello de su hermana y susurró como la tarde; lo que Sophie dijo era—: Él nunca comprenderá, ni verá, ellos nunca le darán a él lo que nos dieron a nosotras, él pisará donde no deba y mirará cuando deba desviar la mirada, y nunca verá las puertas ni conocerá los meandros; espera y verás, espera tan sólo y lo verás —eso mismo, en el mismo momento, era lo que pensaba la tía abuela Nube, qué verían ellas si esperaban, y era también lo que Mamá sentía aunque no con la misma simple curiosidad sino como una suerte de maniobra dentro de las huestes de lo posible; y lo que a Fumo (a quien habían dejado a solas para lo que él imaginaba era la siesta general del domingo, el día de reposo), allá en la biblioteca sombría y polvorienta, con el plano íntegro extendido frente a él, insomne y erecto como una llama, en ese mismo momento lo hacía temblar.