Desde su piso en Marchmont podía llegar a la biblioteca dando un agradable paseo a través de los hitos históricos de Edimburgo. Cruzó una zona verde llamada The Meadows, desde donde se veía en lo alto la silueta gris del Castillo con la bandera tremolando sobre las murallas en medio de la llovizna; cruzó por delante de la Royal Infirmary, sede de descubrimientos y nombres famosos, de un ala de la Universidad, del Greyfriars Kirkyard y la pequeña escultura del perro. ¿Cuántos años hacía que el perrito yacía junto a la tumba de su amo? ¿Cuántos años hacía que Gordon Reeve se iba a dormir cada noche urdiendo planes mortíferos contra John Rebus? Se estremeció. Sammy, Sammy, Sammy. Esperaba poder conocer mejor a su hija, ser capaz de decirle que era muy guapa y que encontraría mucho amor en la vida. Dios mío, esperaba encontrarla con vida.
Al cruzar el puente Jorge IV, que encauzaba turistas y peatones hacia el Grassmarket, lejos de la zona de mendigos e indigentes, pobres de los de antes que no tenían a nadie a quien recurrir, John Rebus reflexionó sobre ciertos hechos. Primero, Gordon Reeve iría armado, y segundo, utilizaría algún disfraz. Recordó los comentarios de Sammy acerca de los vagabundos que se pasaban todo el día sentados en la biblioteca. Podía ser uno de ellos. Y se preguntó qué haría cuando se topara con Reeve cara a cara. ¿Qué le diría? Aquellos interrogantes y posibilidades le trastornaban, le asustaban y le dolían tanto como la evidencia de que la suerte de Sammy estaba en manos de Reeve. Pero lo importante era ella, no sus recuerdos; ella era el futuro. Resuelto y sin temor, apretó el paso en dirección a la fachada gótica de la biblioteca.
En la puerta, un vendedor de periódicos enfundado en un abrigo que parecía de papel de seda mojado voceaba las últimas noticias, que hoy no hablaban del estrangulador, sino de un desastre marítimo. Las noticias son efímeras. Rebus esquivó al hombre, no sin antes escrutar su rostro. Sintió que el agua le calaba los zapatos, como de costumbre, y cruzó la puerta batiente de entrada.
En el mostrador principal, un vigilante de seguridad hojeaba un periódico. No se parecía a Gordon Reeve en absoluto. Rebus aspiró profundamente para contener su temblor.
—Vamos a cerrar, señor —dijo el vigilante desde detrás del periódico.
—Sí, claro. —Al vigilante no pareció gustarle el sonido de la voz de Rebus: una voz dura, gélida, como un arma—. Me llamo Rebus, sargento Rebus, y busco a un tal Reeve, que trabaja en la biblioteca. ¿Está aquí en este momento?
Rebus esperaba haberlo dicho sin alterarse, pero se sentía alterado. El vigilante dejó el periódico en la silla, se acercó y miró a Rebus como con desconfianza. Bien, eso ya le gustaba más.
—¿Puedo ver su carné?
Con torpeza, con dedos poco hábiles, Rebus mostró su identificación. El vigilante la examinó un instante y alzó la vista hacia su rostro.
—¿Ha dicho Reeve? —inquirió, devolviéndole el carné y sacando una lista de nombres de una carpeta amarilla de plástico—. Reeve, Reeve, Reeve, Reeve. Aquí no trabaja nadie apellidado Reeve.
—¿Está seguro? Tal vez no sea bibliotecario. Podría trabajar en el equipo de limpieza, en mantenimiento o en cualquier otra cosa.
—No, en la lista está todo el mundo, desde el director hasta el portero. Mire, aquí figura mi nombre: Simpson. En la lista está todo el mundo. Si trabajase aquí lo tendría en la lista. Puede que usted esté equivocado.
El personal comenzaba a abandonar el trabajo, diciendo «buenas noches» y «hasta luego». Tenía que darse prisa si quería localizar a Reeve; suponiendo que aún trabajase allí. Era una posibilidad tan ínfima, una esperanza tan leve, que Rebus volvió a sentir pánico.
—¿Puedo ver la lista? —dijo tendiendo la mano y mirándole con fuego autoritario en los ojos.
El vigilante dudó, pero le tendió la lista. Rebus la examinó enfurecido, buscando anagramas, claves, lo que fuese.
Lo vio enseguida:
—Ian Knott —musitó.
Ian Knott, nudo, «nudo gordiano». Nudo de rizo. Nudo gordiano. «Como mi apellido». Se preguntó si Gordon Reeve tendría la facultad de oler su presencia. Él olía a Reeve; lo tenía al alcance de la mano, tal vez al final de un simple tramo de escaleras.
—¿Dónde trabaja ese Ian Knott?
—¿El señor Knott? Trabaja a tiempo parcial en la sección infantil. Es un hombre encantador. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
—¿Trabaja hoy?
—Creo que sí. Creo que viene dos horas al final de la tarde. Oiga, ¿qué ocurre?
—¿Ha dicho la sección infantil? Abajo, ¿verdad?
—Sí —contestó el vigilante aturdido; intuía que iba a haber problemas—. Voy a llamarle…
Rebus se abalanzó sobre el mostrador hasta casi tocar nariz con nariz al vigilante.
—Nada de telefonear, ¿entendido? Si se le ocurre avisarle, le meto el teléfono por el culo y ya verá las llamadas internas que hace. ¿Lo ha captado?
El vigilante asintió despacio con la cabeza, pero Rebus ya le había dado la espalda y se dirigía hacia la reluciente escalera.
La biblioteca olía a libros usados, a humedad y a pulimento para dorados. Pero para Rebus era el olor del enfrentamiento, un olor permanente; bajar por aquella escalera hacia el corazón de la biblioteca le hizo recordar el olor de la manguera a presión a medianoche, la acción de arrebatarle la pistola a alguien, las marchas solitarias por el páramo, los lavaderos, toda aquella pesadilla. Podía oler colores, sonidos y sensaciones; había una palabra para definir el fenómeno, pero no la recordaba.
Contó los peldaños para calmarse los nervios: doce; dobló y doce más. Estaba ante una puerta de cristal con un dibujo: un osito y una comba de saltar. El osito se reía de algo, y le pareció que se reía de él; no era una risa amable, sino de fruición: Pasa, pasa, seas quien seas. Miró el interior de la sección. No había nadie; ni un alma. Abrió despacio la puerta. Ni niños, ni bibliotecario, pero se oía a alguien colocando libros en un anaquel. El ruido venía de más allá de una mampara que había detrás del mostrador de préstamos. Rebus se acercó de puntillas y tocó la campanilla.
De detrás de la mampara surgió, tarareando y sacudiéndose las manos de un polvo inexistente, un sonriente Gordon Reeve, rechoncho y envejecido. Parecía un osito. Rebus se aferró con fuerza al borde del mostrador.
Gordon Reeve dejó de tararear al verlo, pero la sonrisa permanecía en su rostro y le hacía parecer inocente, normal, tranquilo.
—Me alegro de verte, John —dijo—. Así que por fin me has localizado, condenado diablo. ¿Cómo estás? —añadió tendiéndole la mano.
Pero John Rebus sabía que si soltaba las manos del borde del mostrador se desplomaría allí mismo.
Ahora recordaba a Gordon Reeve, recordaba con todos los detalles el tiempo que habían pasado juntos. Recordaba gestos, bromas, ocurrencias. Habían sido hermanos de sangre, habían sufrido juntos y casi habían llegado a leerse el pensamiento. Volverían a ser hermanos de sangre. Rebus lo veía en la mirada enloquecida de su sonriente torturador. Sintió una oleada que le aturdía los oídos. Así que era eso. Eso es lo que esperaba de él.
—Vengo a buscar a Samantha —dijo—. La quiero viva y ahora. Luego podemos ajustar cuentas como tú quieras. ¿Dónde está, Gordon?
—¿Sabes cuánto tiempo hace que nadie me llama Gordon? He sido Ian Knott tanto tiempo que me resulta difícil asimilar que soy «Gordon Reeve» —dijo sonriente, mirando más allá de la espalda de Rebus—. John, ¿y la caballería? No irás a decirme que has venido solo… Va en contra del reglamento, ¿no?
Pero Rebus se guardó muy mucho de decirle la verdad.
—Están ahí fuera; tranquilo. He entrado yo solo para hablar contigo, pero mis colegas están ahí fuera. Se ha acabado el juego, Gordon. Dime dónde está Samantha.
Pero Gordon Reeve sacudió la cabeza conteniendo la risa.
—Vamos, John. No es tu estilo venir acompañado. Olvidas que te conozco bien. —Ahora iba despojándose poco a poco de su personaje ficticio—. No, has venido solo. Solito. Igual que lo estaba yo, ¿recuerdas?
—¿Dónde está mi hija?
—No pienso decírtelo.
No cabía duda de que aquel hombre estaba loco; quizá siempre lo había estado. Tenía el mismo aspecto que antes de aquellos atroces días en la celda; el de un hombre al borde del abismo, un abismo creado por su propia mente. Pero lo más terrible era la ausencia de control físico. Sonreía, rodeado de carteles polícromos, relucientes dibujos y libros ilustrados. Era el hombre de aspecto más peligroso que Rebus había visto en su vida.
—¿Por qué?
Reeve le miró como si le hubiera hecho una pregunta pueril. Sacudió la cabeza sin dejar de sonreír con aquella sonrisa de puta, la sonrisa fría y profesional del asesino.
—Tú sabes por qué —respondió—. Por todo. Porque me dejaste en la estacada, como si hubiéramos caído en manos del enemigo. Desertaste, John. Me abandonaste. Y sabes cómo se castiga, ¿verdad? ¿Sabes cuál es la pena por deserción?
Ahora Reeve hablaba con voz histérica. Volvió a contener la risa, tratando de calmarse. Rebus se preparaba para la inminente violencia; se cargaba de adrenalina, apretaba los puños y tensaba los músculos.
—Conozco a tu hermano.
—¿Qué?
—A tu hermano Michael. Lo conozco. ¿Sabías que trafica con droga? Y no es un simple intermediario. Bueno, está metido en un buen lío, John. Le he estado pasando droga desde hace tiempo. El suficiente para saber muchas cosas de ti. Michael se esforzó en convencerme de que no era un farsante, un delator de la policía. Y me lo contó todo acerca de ti, John, así que le creí. Él estaba convencido de que trataba con una banda de traficantes, pero era yo solito. ¿Verdad que soy listo? Tengo bien agarrado a tu hermano. Tiene la soga al cuello, ¿no? Esto se podría considerar como el plan B.
Tenía a su hermano y tenía a su hija. Sólo le faltaba una persona: él, que había ido directo a la trampa. Necesitaba tiempo para pensar.
—¿Desde cuándo llevabas planeándolo?
—No lo sé muy bien —replicó riendo mientras iba ganando confianza—. Desde que desertaste, supongo. Michael fue lo más fácil. Quería obtener dinero fácil y no me costó convencerle de que las drogas era lo ideal. Tu hermano está metido hasta el cuello. —La última palabra fue como un escupitajo cargado de veneno—. A través de él me enteré de más cosas sobre ti, John. Y eso lo facilitó todo. Así que —añadió encogiéndose de hombros—, si me denuncias, lo denuncio a él.
—No cuentes con ello. Lo que quiero es hundirte.
—¿Y vas a dejar que tu hermano se pudra en la cárcel? Muy bien. De todos modos gano yo. ¿No lo comprendes?
Sí, Rebus lo comprendía, pero no del todo, como si fuese una ecuación difícil oída en una clase abarrotada.
—¿Qué ha sido de ti durante todo este tiempo? —inquirió, sin saber muy bien por qué trataba de ganar tiempo. Había entrado allí sin un plan preconcebido, y ahora estaba atascado, esperando una reacción de Reeve que, sin duda, se produciría tarde o temprano—. Me refiero a después de mi… deserción.
—Ah, me hicieron cantar poco después —respondió Reeve despreocupado, dominando la situación—. Me sentía solo y aislado. Primero me metieron en un hospital y luego me soltaron. Oí que te habías vuelto lelo y eso me animó un poco, pero después me llegó el rumor de que habías ingresado en la policía. La verdad es que no soportaba la idea de que llevaras una plácida existencia, sobre todo después de todo lo que pasamos y de lo que me hiciste.
Su rostro comenzó a crisparse, apoyó las manos en el escritorio y Rebus notó el olor a sudor ácido. Hablaba como adormecido, pero Rebus sabía que con cada palabra que desgranaba crecía el peligro, y él no podía moverse; aún no.
—Has tardado en localizarme —dijo.
—Pero ha valido la pena —replicó Reeve restregándose la mejilla—. Hubo momentos en que pensé que moriría sin conseguirlo, pero creo que en el fondo tenía la certeza de que sí lo haría —añadió sonriendo—. Ven, John, quiero enseñarte algo.
—¿A Sammy?
—No seas gilipollas. —Su sonrisa desapareció durante unos segundos—. ¿Crees que la tengo aquí? No; pero es algo que te interesará. Ven.
Le hizo pasar al otro lado de la mampara. Rebus, con los nervios a flor de piel, miró la espalda de Reeve, aquellos músculos cubiertos de grasa por la vida sedentaria. Un bibliotecario; un bibliotecario para niños. El asesino en serie de Edimburgo.
Detrás de la mampara se extendía un buen número de estanterías llenas de libros, algunos amontonados en desorden y otros bien colocados en hileras sin ningún lomo que sobresaliera entre los otros.
—Están todos por archivar —comentó Reeve con gesto paternalista—. Tú fuiste quien despertó mi interés por los libros, John. ¿Lo recuerdas?
—Sí, te contaba historias.
Rebus empezó a pensar en Michael. Si no hubiera sido por él, no habría podido encontrar a Reeve, ni siquiera habría sospechado de su existencia. Y ahora iba a ir a la cárcel. Pobre Mickey.
—¿Pero dónde lo habré puesto? Sé que está por aquí. Lo dejé aparte para enseñártelo, por si me encontrabas. Has tardado bastante tiempo en hacerlo. No has sido muy listo, ¿eh, John?
Qué fácil era olvidarse de que aquel hombre estaba loco, de que había matado a cuatro niñas como si fuera un juego y aún tenía a otra en su poder. Qué fácil.
—No —contestó—. No he sido muy listo.
Notó que se ponía tenso. El aire parecía enrarecerse. Estaba a punto de ocurrir algo. Podía sentirlo. Y para impedirlo, lo único que tenía que hacer era darle un puñetazo a Reeve en los riñones, golpearle en la nuca, reducirle y sacarlo de allí.
¿Por qué no lo hacía? No lo sabía. Su única certeza era que ocurriría lo que tuviera que ocurrir, y que sería tan previsible como los planos de un edificio o una partida de tres en raya como las de años atrás. Reeve había empezado aquel juego y eso le dejaba a él en la posición del perdedor. Pero tenía que seguir jugando.
—Ah, aquí está. Es un libro que estaba leyendo…
John Rebus se preguntó por qué, si lo estaba leyendo, lo tenía tan escondido.
—Crimen y castigo, ¿recuerdas que me explicaste la historia?
—Sí, lo recuerdo. Te la conté más de una vez.
—Exacto, John, sí.
Era una antigua edición de lujo con tapas de piel. No parecía un ejemplar de la biblioteca. Reeve lo sujetaba como si se tratara de dinero o de diamantes, como si en su vida no hubiese tenido nada igual.
—Hay una ilustración que quiero enseñarte, John. ¿Recuerdas lo que te dije sobre Raskolnikov?
—Dijiste que tendría que haberlos matado a todos…
Rebus captó el sentido un segundo demasiado tarde. No había sabido interpretar aquella clave, del mismo modo que no había comprendido tantas otras de Reeve. Gordon Reeve, con los ojos brillantes, abrió el libro y sacó un revólver corto del interior hueco. Y ya lo apuntaba hacia el pecho de Rebus cuando éste saltó hacia delante y le golpeó brutalmente en la nariz. Prefería planificar sus actos, pero a veces era mejor improvisar. Del hueso roto brotó sangre y mocos, a Reeve se le cortó la respiración y Rebus le desarmó de un manotazo. Reeve se echó a gritar. Era un grito que surgía del pasado, fruto de innumerables pesadillas, que desconcertó a Rebus y le hizo revivir aquel momento de traición y rememorar la imagen de los guardianes, de la puerta abierta de la celda y de él mismo dándole la espalda al cautivo que gritaba. La escena se volvió borrosa al tiempo que oía una detonación.
Sintió un golpe sordo en el hombro que enseguida se transformó en entumecimiento y en un intenso dolor que le recorrió el cuerpo. Se llevó la mano a la chaqueta y palpó sangre en la hombrera y en la tela. Dios bendito, así era recibir un disparo. Sintió ganas de vomitar y vio que iba a desmayarse, pero en aquel momento una oleada imprecisa surgió del fondo de su alma: la fuerza ciega de la cólera. No estaba dispuesto a perder esta partida. Vio que Reeve se limpiaba la cara y trataba de contener las lágrimas, sujetando todavía el revólver en la mano temblorosa. Rebus cogió un grueso volumen y le golpeó en la mano, y el arma cayó entre un montón de libros.
Reeve echó a correr por entre las estanterías derribándolas a su paso, mientras Rebus corría hacia el escritorio para pedir ayuda por teléfono, vigilando por si regresaba Reeve. Reinaba un silencio absoluto y se sentó en el suelo.
De pronto, la puerta se abrió y entró William Anderson. Iba vestido de negro, como si fuera un estereotipo del ángel vengador. Rebus sonrió.
—¿Cómo me ha encontrado?
—Llevo un buen rato siguiéndole —dijo Anderson agachándose para examinar el brazo de Rebus—. He oído un disparo. ¿Ha dado con él?
—Está cerca de aquí, desarmado. La pistola ha caído ahí detrás.
Anderson lió un pañuelo en el hombro a Rebus.
—John, hay que pedir una ambulancia.
Pero Rebus ya se había incorporado.
—Aún no —dijo—. Acabemos con esto de una vez. ¿Cómo es que no he notado que me seguía?
Anderson sonrió.
—Hay que ser muy buen policía para detectarme cuando sigo a alguien, y usted, John, no es muy buen policía. Es… buen policía.
Pasaron al otro lado de la mampara y avanzaron lentamente entre las estanterías. Rebus recogió el arma y se la guardó en el bolsillo. No se veía a Gordon Reeve por ninguna parte.
—Mire —dijo Anderson señalando una puerta entreabierta al fondo de la sala.
Se acercaron con precaución y Rebus la abrió del todo: daba paso a una profunda escalera de hierro, empinada y casi a oscuras, que parecía conducir a los sótanos de la biblioteca. No tenían más opción que bajar por allí.
—Creo que sé adónde conduce —susurró Anderson, y sus palabras resonaron amortiguadas en el profundo pozo por el que se internaban—. La biblioteca está edificada sobre el antiguo solar del tribunal de justicia y aún se utilizan los calabozos de los sótanos para almacenar libros viejos. Es un laberinto de celdas y pasadizos que discurre por debajo de Edimburgo.
A medida que descendían, la pared enlucida dio paso a ladrillos antiguos. Rebus olió a moho, un olor amargo que le recordaba otros tiempos.
—A saber dónde habrá ido a parar —comentó.
Anderson se encogió de hombros. Al final de la escalera se encontraron ante un amplio pasadizo sin libros al que daban unos habitáculos —las antiguas celdas, probablemente— llenos de libros sin orden ni concierto, simples libros viejos.
—Es probable que haya escapado —musitó Anderson—. Creo que hay salidas que dan al actual edificio del tribunal y a la catedral de Saint Giles.
Rebus estaba impresionado. Aquello era una zona del viejo Edimburgo que aún se mantenía intacta y sin profanar.
—Es increíble —dijo—. No sabía nada de esto.
—Hay más. Dicen que bajo el ayuntamiento aún quedan calles de la Ciudad Vieja. Con edificios construidos encima. Calles enteras, con tiendas y casas de hace siglos.
Anderson sacudió la cabeza, pensando, igual que Rebus, en lo poco que sabían: podía uno sumergirse en una realidad desconocida sin invadirla necesariamente.
Recorrieron el pasadizo, agradecidos por las bombillas eléctricas del techo, mirando en todas las celdas.
—¿Quién es ese tipo? —inquirió Anderson.
—Un viejo amigo —contestó Rebus, sintiendo un leve desmayo; tenía la impresión de que allí escaseaba el oxígeno y sudaba a chorros a causa de la hemorragia; no debería estar allí. Recordó que tendría que haber hecho ciertas cosas, como preguntarle al vigilante la dirección de Reeve y enviar un coche patrulla por si tenía a Sammy allí. Ahora era demasiado tarde.
—¡Allí está!
Anderson acababa de verlo a lo lejos, por delante de ellos, tan oculto entre las sombras que Rebus no vislumbró su silueta hasta que Reeve echó a correr. Anderson corrió tras él. Rebus le seguía, tragando saliva y tratando de no quedar rezagado.
—Tenga cuidado, es peligroso —dijo con un hilo de voz, sin fuerzas para gritar.
De pronto algo salió mal. Vio cómo Anderson alcanzaba a Reeve y éste se revolvía contra él lanzándole una patada en la cabeza, un golpe casi perfecto, aprendido años atrás. Anderson dobló la cabeza hacia un lado por efecto del golpe y chocó contra la pared. Rebus había caído de rodillas. Se había quedado sin aliento y apenas podía ver nada. Dormir, necesitaba dormir. El suelo, irregular y frío, le parecía una enviable y cómoda cama. Estaba temblando, a punto de desplomarse, cuando vio a Reeve acercarse hacia él mientras Anderson se desplomaba al pie de la pared. Ahora Reeve, avanzando entre las sombras, le parecía gigantesco. Su tamaño aumentaba a cada paso, y cuando llegó hasta donde él estaba, vio que sonreía burlonamente.
—¡Ahora tú! —gritó Reeve—. Te toca a ti.
Rebus sabía que en aquel momento, por encima de sus cabezas, el tráfico discurría lentamente por el puente Jorge IV; la gente se apresuraba camino de sus casas, a reunirse con sus familias para ver la televisión, mientras él estaba allí, de rodillas ante su negra sombra, como un animal acorralado al final de una batida de caza. De nada le serviría gritar ni resistirse. De manera borrosa, vio a Gordon Reeve agacharse, con el rostro extrañamente ladeado, y recordó que acababa de partirle la nariz, y bien partida.
Reeve retrocedió y le dirigió una brutal patada en la barbilla. Rebus logró esquivarla con un rápido movimiento, sacando fuerzas de flaqueza, y el golpe le alcanzó en la mejilla y le hizo caer de lado. Tumbado en posición fetal, precariamente a la defensiva, oyó reír a Reeve y vio sus manos rodeándole el cuello. Pensó en aquella mujer y en sus propias manos apretándole la garganta. Era un castigo justo. Que así sea. Pero pensó también en Sammy, en Gill, en Anderson y en el hijo de éste, asesinado; en aquellas niñas muertas. No, no podía dejar que Gordon Reeve se saliera con la suya. No sería justo. No estaría bien. Sintió sus ojos, su lengua, tirantes y convulsos, y metió la mano en el bolsillo mientras Gordon Reeve le susurraba:
—Te alegras de que todo haya acabado, ¿verdad, John? ¿Verdad que es un alivio?
En ese momento una detonación retumbó en el pasadizo, hiriendo los oídos de Rebus. El retroceso del disparo sacudió su mano y el brazo, y volvió a sentir aquel olor dulzón, parecido al de manzanas caramelizadas. Reeve, con un estremecimiento, quedó un segundo inmóvil, se dobló sobre sí mismo y cayó sobre él, casi asfixiándole. Rebus, incapaz de moverse, pensó que ya podía dormir…