26

John Rebus recorría la jungla urbana, esa jungla que los turistas nunca ven porque están muy entretenidos en fotografiar esos templos de antiguo esplendor que ya son sólo sombras del pasado. La jungla se cerraba implacable sobre los turistas sin que la vieran, como una fuerza natural, la fuerza del deterioro y la destrucción.

Edimburgo no es más que una ronda tranquila, decían sus colegas de la costa oeste. Sal una noche por Patrick y ya me dirás. Pero Rebus no pensaba igual. Sabía que en Edimburgo todo era apariencia, y eso hacía que los delitos fuesen más difíciles de detectar, no por ello menos reales. Edimburgo era una ciudad esquizofrénica, la tierra natal del doctor Jekyll y mister Hyde, por supuesto, de Deacon Brodie, y la cuna de los abrigos de pieles sin bragas debajo (como decían en el oeste). Pero también era una ciudad pequeña, para ventaja de Rebus.

Buscó por los tugurios de matones bebedores y en los polígonos de bloques de apartamentos donde reinaban la heroína y el paro, porque sabía que en algún rincón de aquel terreno anónimo podía ocultarse y pasar desapercibido un tipo duro. Intentaba ponerse en la piel de Gordon Reeve, un hombre que tantas veces había cambiado de piel, pero tenía que admitir que se encontraba más alejado que nunca de aquel loco y mortífero hermano de sangre. Si él le había vuelto la espalda a Reeve antes, ahora era Reeve quien no se dejaba ver. Tal vez le enviaría otra nota, otro acertijo burlón. «Oh, Sammy, Sammy. Dios bendito, que no muera, por favor.»

Gordon Reeve se había esfumado del mundo de Rebus. Era como si flotase por encima de él, regocijándose por su recién adquirido poder. Quince años había tardado en montar su treta. Pero, Dios mío, qué treta. Quince años en los que probablemente habría cambiado de nombre y de aspecto y habría tenido tiempo de indagar en la vida de Rebus. ¿Desde cuándo lo habría tenido en el punto de mira, vigilándole con odio mientras planeaba su venganza? Todas aquellas ocasiones en que había sentido aquel escalofrío, cuando llamaban por teléfono y colgaban sin hablar al otro extremo de la línea, todas aquellas casualidades nimias rápidamente olvidadas… Y Reeve sonriente en la sombra, como un pequeño dios rigiendo su destino. Rebus entró temblando en un pub y pidió un whisky triple.

—Aquí los servimos de un cuarto de pinta, ¿seguro que lo quiere triple?

—Seguro.

Qué demonios. Daba igual. Si había un Dios dando vueltas en los cielos e inclinándose para atender a sus criaturas, era una extraña atención la que les concedía. Miró a su alrededor y vio una escena deplorable: viejos sentados ante media pinta de cerveza mirando al vacío hacia a la puerta. ¿Se preguntaban qué habría ahí fuera? ¿O tal vez temían que lo que hubiera ahí fuera irrumpiera algún día en el local y se abalanzara sobre los oscuros rincones desde donde ellos miraban temerosos, poseído por la furia de algún monstruo del Antiguo Testamento, de un gigante o de un diluvio devastador? Rebus no podía ver lo que había ante sus ojos, del mismo modo que sus ojos no veían nada a su espalda. Aquel atributo de no compartir los sufrimientos ajenos era lo que mantenía en marcha a toda la humanidad centrada en el «yo», ignorando a los mendigos que tiritaban de frío con los brazos cruzados. Rebus, rogaba a aquel extraño Dios que le permitiera encontrar a Reeve y explicarse ante el loco. Pero Dios no contestaba y en el televisor atronaba un banal concurso.

—Contra el imperialismo, contra el racismo.

Una joven con chaqueta de imitación de cuero y gafitas redondas estaba de pie detrás de él. Se dio la vuelta hacia ella. Llevaba una cazoleta petitoria en una mano y en la otra un montón de periódicos.

—Contra el imperialismo, contra el racismo.

—Y que lo digas. —Sentía ya el alcohol hormigueándole en los músculos maxilares, liberándolos de su rigidez—. ¿De dónde eres?

—Del Partido Revolucionario de los Trabajadores. La única manera de aplastar el sistema imperialista y el racismo es la unidad de los trabajadores. El racismo es la base de la represión.

—¿Ah, sí? ¿No estás mezclando dos temas distintos, guapa?

La muchacha se encrespó, dispuesta a discutir. Siempre lo estaban.

—Los dos son inseparables. El capitalismo se construyó sobre el trabajo de los esclavos y se mantiene gracias al trabajo de los esclavos.

—No me pareces tú muy esclava, guapa. ¿De dónde es ese acento que tienes? ¿De Cheltenham?

—Mi padre era un esclavo de la ideología capitalista y no sabía lo que hacía.

—¿Quieres decir que te envió a un colegio caro?

Ahora estaba furiosa. Rebus encendió un cigarrillo y le ofreció otro, pero ella sacudió la cabeza. Porque era un producto capitalista, se dijo Rebus, y los esclavos recolectan la hoja en Sudamérica. Era bastante guapa y tendría dieciocho o diecinueve años. Calzaba unos extraños zapatos victorianos de puntera estrecha y una falda recta de tubo negra, el color de la disidencia. Él estaba totalmente a favor de la disidencia.

—Supongo que eres estudiante.

—Sí —contestó ella inquieta, calculando acertadamente quién iba a contribuir a la causa y quién no. Aquél no.

—¿En la Universidad de Edimburgo?

—Sí.

—¿Y qué estudias?

—Literatura y política.

—¿Literatura? ¿Conoces a un tal Eiser? Da clases allí.

Ella asintió con la cabeza.

—Es un viejo fascista —dijo la muchacha—. Su teoría sobre la lectura es propaganda derechista para dar gato por liebre al proletariado.

Rebus asintió con la cabeza.

—¿De qué partido dijiste que eras?

—Del Partido Revolucionario de los Trabajadores.

—Pero tú eres estudiante, ¿no? No eres trabajadora ni proletaria, a juzgar por tu modo de hablar. —La muchacha estaba roja y lanzaba fuego con la mirada. Si estallaba la revolución, Rebus sería el primero en ir al paredón. Pero a él aún le quedaba por jugar su mejor carta—. En realidad, estás infringiendo la Ley de Comercio, ¿sabes? ¿Y esa cazoleta? ¿Tienes licencia de la autoridad para recoger dinero en ella?

Era un platillo petitorio viejo con la marca de procedencia borrada, de esos que se usan el día de homenaje a los caídos en las dos guerras mundiales. Pero hoy no era ese día.

—¿Es policía?

—Exacto, guapa. ¿Tienes esa licencia? Porque si no, tendré que detenerte.

—¡Poli de mierda!

Tomándoselo como triunfal réplica final, la muchacha dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Rebus, conteniendo la risa, apuró el whisky. Pobre chica. Ya cambiaría. Su idealismo se desvanecería en cuanto viese la hipocresía del juego y descubriera los lujos que brinda la vida fuera de la universidad. En cuanto acabara la carrera lo querría todo: un trabajo de ejecutiva en Londres, un piso, coche, sueldo, vinaterías. Y prescindiría de su idealismo para acceder a un trozo del pastel. Ahora no lo entendería; la universidad era para eso, y todos pensaban que podían cambiar el mundo en cuanto salían de la órbita familiar. Él también había sido un idealista. Había creído que regresaría del ejército con un montón de medallas y una lista de menciones, pero no fue así. Resignado, estaba a punto de marcharse de allí cuando, desde unos dos o tres taburetes de distancia, una voz se dirigió a él:

—Eso no cura nada, ¿verdad, hijo?

Una vieja bruja desdentada le había obsequiado con esas perlas de sabiduría. Rebus miró aquella lengua dislocada en una boca cavernosa.

—No —dijo mientras pagaba al camarero, y éste le dio las gracias con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes verdosos. Rebus oía la televisión, el tintineo de la caja registradora, las conversaciones a voces de los viejos, pero a todo aquel bullicio se superponía otro runrún tenue y claro, más real para él que ningún otro.

El grito de Gordon Reeve:

«¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!».

Pero esta vez no sintió vértigo, no le entró pánico ni echó a correr. Hizo frente al sonido y dejó que afirmara sus razones, que calara en él. No volvería a escabullirse de aquel recuerdo.

—La bebida nunca cura nada —prosiguió su demonio personal—. Aquí donde me ve, yo antes vivía contenta como la que más, pero al morir mi marido quedé destrozada. ¿Me comprende, hijo? Y para mí, la bebida fue un consuelo, o eso creía. Pero es una trampa que juega contigo. Te pasas el día sentado sin hacer nada más que beber mientras la vida pasa a tu lado.

Tenía razón. ¿Cómo podía estar allí sentado soplándose un whisky y dándole vueltas a sus penas, cuando la vida de su hija pendía de un hilo? Debía de estar loco; otra vez había perdido el sentido de la realidad. Tenía que aferrarse a cualquier posibilidad, por ínfima que fuera. Podía rezar otra vez, pero eso sólo le alejaría más de los crudos hechos, y ahora perseguía hechos concretos, no sueños. Andaba tras el hecho de que un loco había surgido del armario de sus pesadillas, se había infiltrado en su mundo y le había arrebatado a su hija. ¿No era como un cuento de hadas? Mejor: así podría tener un final feliz.

—Tiene razón, encanto —dijo, y, cuando ya estaba a punto de irse, señaló el vaso vacío—. ¿Quiere otra?

Ella le miró con sus ojos legañosos y asintió torpemente con la barbilla.

—Sírvale una copa a la señora de lo que esté tomando —dijo Rebus al camarero de los dientes verdosos, y dejó unas monedas sobre el mostrador—. Y devuélvale el cambio —añadió antes de abandonar el bar.

—Necesito hablar, y creo que usted también.

Frente a la puerta del local, Stevens encendió un cigarrillo con gesto bastante melodramático, a juicio de Rebus. Su cutis era casi amarillo bajo el alumbrado urbano, como si la piel apenas recubriera su cráneo.

—¿Podemos hablar? —insistió el periodista, guardando el encendedor en el bolsillo.

Tenía el pelo rubio despeinado, iba sin afeitar y tenía aspecto de estar pasando frío y hambre.

Pero era todo energía por dentro.

—Me tiene hecho un lío, señor Rebus. ¿Puedo llamarle John?

—Escuche, Stevens, ya sabe lo que hay. Yo ya tengo bastante con lo mío.

Rebus intentó proseguir su camino, pero Stevens le agarró del brazo.

—No, no lo sé todo; me falta el final. Es como si me hubieran expulsado a mitad del partido.

—¿Qué quiere decir?

—Usted sabe exactamente quién está detrás de todo esto, ¿verdad? Claro que lo sabe, y sus superiores también. ¿A que sí? ¿Les ha dicho toda la verdad y nada más que la verdad, John? ¿Les ha contado lo de Michael?

—¿Qué pasa con Michael?

—Oh, vamos —replicó Stevens, cambiando el peso de un pie a otro y alzando la vista hacia los bloques de apartamentos cuya silueta se perfilaba en el atardecer. Contenía la risa, tiritando, y Rebus recordó haberle visto en la fiesta hacer aquella extraña mueca—. ¿Dónde podemos hablar? —añadió el periodista—. ¿En el pub? ¿O hay alguien ahí dentro que no quiere que le vea?

—Stevens, está chiflado. Lo digo en serio. Váyase a casa, duerma un poco, coma, tome un baño y déjeme de una puta vez. ¿De acuerdo?

—O si no, ¿qué? ¿Hará que ese capo amigo de su hermano me dé una paliza? Escuche, Rebus, se acabó el juego. Estoy al corriente del asunto, pero me faltan detalles, y sería mejor que sea mi amigo en vez de mi enemigo. No me tome por tonto. Yo sé que no es tan poco inteligente como para pensarlo. No me falle.

«No me falles».

—Al fin y al cabo, han secuestrado a su hija y necesita mi ayuda. Yo tengo amigos por todas partes. Tenemos que unir nuestras fuerzas.

Rebus, sin entender nada, negó con la cabeza.

—No tengo ni la menor idea de lo que está diciendo, Stevens. Haga el favor de irse a casa.

Jim Stevens suspiró y sacudió la cabeza entristecido. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó brutalmente con el zapato haciendo saltar chispas.

—Bueno, John, pues lo siento, de verdad. Michael pasará un buen tiempo a la sombra por las pruebas que tengo contra él.

—¿Pruebas? ¿De qué?

—De tráfico de drogas, por supuesto.

Stevens no vio llegar el golpe, pero tampoco le habría servido de nada porque fue un gancho lateral bajo que le alcanzó en el estómago. El periodista dio un resoplido y cayó de rodillas.

—¡Miente!

Stevens tosió y tosió, como si hubiese llegado al final de una carrera. Aspiraba aire, de rodillas, con los brazos recogidos sobre el vientre.

—Si se empeña, John, pero es la verdad —replicó alzando la vista—. ¿Va a decirme que no sabe nada, sinceramente? ¿Nada de nada?

—Stevens, más vale que me dé una prueba o se la va a cargar.

Stevens no se esperaba aquello en absoluto.

—Está bien —dijo—. Esto cambia las cosas. Dios, necesito un trago. ¿Me acompaña? Creo que ahora sí que deberíamos hablar, ¿no le parece? No le entretendré mucho, pero creo que debe saberlo.

Al pensar retrospectivamente en ello, Rebus comprendió que, de un modo inconsciente, lo sabía. Aquel día, el día del aniversario del viejo, cuando fue a visitar la tumba de su padre bajo la lluvia y luego a casa de Mickey, había notado aquel olor a manzanas caramelizadas en el cuarto de estar. Ahora sabía lo que era. Ya lo había pensado en aquel momento, pero no prestó atención. Dios bendito. Sintió que su mundo se hundía en un cenagal de locura. Esperaba que pronto hubiera una tregua, porque no iba a poder soportarlo.

Manzanas caramelizadas, cuentos de hadas, Sammy, Sammy, Sammy. A veces era imposible soportar la realidad, cuando ésta era tan aplastante. Necesitaba un escudo protector. El escudo de una tregua, el olvido. Reír y olvidar.

—Ésta la pago yo —dijo Rebus, recobrando la calma.

Gill Templer sabía lo que siempre había sabido: el asesino seguía una pauta para elegir a sus víctimas. Por lo tanto, había tenido acceso a sus nombres antes de secuestrarlas. Eso significaba que las cuatro niñas tenían algo en común, algo que le permitió a Reeve seleccionarlas. ¿Qué? Lo habían comprobado todo: tenían algunos gustos comunes: baloncesto, música pop y libros.

Baloncesto, música pop y libros.

Baloncesto, música pop y libros.

Eso implicaba indagar entre los entrenadores de baloncesto (no, descartado: eran todas féminas), empleados de tiendas de discos, pinchadiscos, dependientes de librerías y bibliotecarios. Bibliotecas.

Bibliotecas.

Rebus le contaba historias a Reeve. Samantha iba a la biblioteca central. Y las otras niñas, a veces, también. A una de ellas la habían visto subir por el Mound hacia la biblioteca el día que desapareció.

Pero Jack Morton ya había indagado en la biblioteca. Un empleado tenía un Ford Escort azul, pero habían descartado a aquel sospechoso. ¿Había sido suficiente con un interrogatorio? Hablaría con Morton y ella misma lo interrogaría otra vez. Se disponía a reunirse con Morton cuando sonó el teléfono.

—Inspectora Templer —contestó por el receptor color beige.

—La niña va a morir esta noche —dijo entre dientes una voz al otro extremo del hilo.

Irguió el torso en la silla con tal fuerza que estuvo a punto de derribarla.

—Oiga —dijo—, si es un chiflado…

—Calla, zorra. No soy ningún chiflado y lo sabes. Soy el auténtico. Escucha. —Oyó un grito amortiguado y sollozos infantiles, y a continuación la misma voz rencorosa—: Dile a Rebus que le deseo suerte. No podrá decir que no le di oportunidades.

—Escuche, Reeve, no…

Inmediatamente se dio cuenta de que no debía haber dicho su nombre, pero el sollozo de Samantha la había trastornado. Oyó un nuevo grito, el grito lúgubre de un loco que se ve descubierto. Se le puso la carne de gallina y sintió que el aire se helaba. Era el grito de la muerte, el grito final de victoria de un alma demente.

—Ah, lo sabes —jadeó la voz en un tono que reflejaba regocijo y terror—, lo sabes, lo sabes, lo sabes. Eres muy lista. Y además tienes una voz muy sexy. Tal vez vaya a por ti algún día. ¿Te jodió bien Rebus? ¿Sí? Dile que tengo a su niña y que esta noche va a morir. ¿Entendido? Esta noche.

—Escuche, yo…

—No, no, no. No me pidas nada, señorita Templer. Han tenido tiempo de sobra para localizarme. Adiós.

Oyó un clic y el sonido de la línea libre.

Tiempo para localizarlo. Qué imbécil había sido. Tenía que haber pensado en ello antes que nada y no lo había hecho. Tal vez el director Wallace tenía razón. Quizá no era sólo John quien estaba emocionalmente implicado en el caso. Se sintió cansada, vieja, agotada, como si su trabajo se hubiera transformado en una carga insoportable y todos los delincuentes fueran invencibles. Tenía los ojos irritados y pensó en ponerse las gafas, su escudo frente al mundo.

Tenía que encontrar a Rebus. ¿O buscaría primero a Jack Morton? Tenía que poner a John al corriente. No había tiempo que perder, y tenía que tomar la decisión correcta: ¿A quién llamar primero, a Rebus o a Morton? Optó por llamar a John Rebus.

Desconcertado por la revelación de Stevens, Rebus había regresado a su piso. Necesitaba averiguar algunas cosas. Mickey podía esperar. Le habían tocado muchas cartas malas en aquella agotadora tarde. Tenía que ponerse en contacto con sus antiguos jefes en el ejército, hacerles ver que había una vida en juego, a ellos que valoraban la vida humana de un modo tan extraño. Tendría que hacer muchas llamadas. Se puso en ello.

Pero antes llamó al hospital. Rhona estaba bien. Era un alivio, pero aún no le habían dicho lo del secuestro de Samantha. ¿Le habrían dicho que su amante había muerto? No, claro que no. Encargó unas flores para ella. Estaba a punto de hacer acopio de fuerzas para marcar el primer número de una larga lista cuando sonó el teléfono. Lo dejó sonar pero no cesó de hacerlo hasta que lo descolgó.

—Diga.

—¡John! Gracias a Dios. Te he buscado por todas partes.

Era Gill, hablaba con mucha excitación, nerviosa y tratando de mostrarse amable al mismo tiempo, en una modulación extraña y Rebus sintió que su corazón, o lo que quedaba de él para compartir con alguien, se volcaba en ella.

—¿Qué hay, Gill? ¿Ha ocurrido algo?

—He recibido una llamada de Reeve.

A Rebus le saltó el corazón en el pecho.

—Cuéntame —dijo.

—Me ha llamado y me ha dicho que tiene a Samantha.

—¿Y?

Gill tragó saliva.

—Y que va a matarla esta noche. —Se hizo un silencio al otro extremo de la línea y a continuación oyó unos extraños ruidos—. ¿John? John, ¿estás ahí?

Rebus dejó de dar puñetazos al taburete del teléfono.

—Sí, estoy aquí. Dios mío. ¿Dijo algo más?

—John, no deberías estar solo, ¿sabes? Yo podría…

—¿Dijo algo más? —gritó casi sin aliento.

—Bueno, yo…

—Dime.

—Se me escapó que sabemos quién es.

Rebus se quedó sin respiración. Se miró los nudillos y vio que sangraban. Se lamió la sangre mirando por la ventana.

—¿Cómo reaccionó? —preguntó al fin.

—Se puso furioso.

—Ya me lo imagino. Dios, espero que no se desahogue con… Dios mío, ¿por qué crees que te llamó precisamente a ti?

Ya no se lamía la herida, ahora se miraba las uñas sucias, se las mordía y escupía al suelo.

—Bueno, soy la oficial de enlace del caso y me habrá visto en la televisión o habrá leído mi nombre en los periódicos.

—O a lo mejor nos ha visto juntos. Tal vez me ha estado siguiendo todo este tiempo —dijo mirando por la ventana a un hombre mal vestido que pasaba por la calle y se paraba a recoger una colilla.

Dios, necesitaba fumar. Miró a su alrededor buscando un cenicero que tuviera colillas aprovechables.

—No se me había ocurrido.

—¿Cómo iba a ocurrírsete? Aún no sabíamos que esto tuviera nada que ver conmigo hasta que… Fue ayer, ¿verdad? Se diría que fue hace días. Gill, recuerda que sus primeras notas no las envió por correo. —Encendió un resto de cigarrillo y aspiró el humo acre—. Lo he tenido muy cerca sin percatarme de nada, ni la más leve intuición. Menudo sexto sentido para un policía.

—Hablando de sexto sentido, John. Tengo una corazonada.

Gill se sintió más aliviada al oír que él hablaba con más calma. Ella también se sentía más tranquila, como si estuvieran ayudándose mutuamente, agarrados el uno al otro, en un bote abarrotado de gente en una galerna.

—¿De qué se trata? —preguntó Rebus dejándose caer en el sillón y mirando el cuarto sin muebles, polvoriento y revuelto.

Vio el vaso usado por Michael, un plato con migajas de tostadas, dos cajetillas de cigarrillos vacías y dos tazas de café. Decididamente, vendería pronto aquel piso, aunque le pagaran poco por él, y se mudaría a otro sitio.

—Bibliotecas —dijo Gill, mirando su despacho, repleto de archivadores y montones de papeles, producto de años de trabajo, y sintió la electricidad en el ambiente—. Lo único que todas las niñas tenían en común, incluida Samantha, es que solían ir a la misma biblioteca, la Biblioteca Central. Reeve quizá trabajó allí y pudo obtener los nombres para montar su acertijo.

—Es una posibilidad —dijo Rebus con súbito interés.

Sí, desde luego, aunque parecía demasiada causalidad, ¿o no? ¿Qué mejor circunstancia para indagar sobre John Rebus que encontrar un trabajo tranquilo durante unos meses o unos años? ¿Qué mejor para atrapar niñas que fingirse bibliotecario? Reeve se había camuflado para hacerse invisible.

—En cualquier caso —prosiguió Gill—, tu amigo Jack Morton ya fue a la Biblioteca Central e interrogó a un sospechoso que tenía un Escort azul, pero descartó a ese individuo.

—Sí, también descartaron al destripador de Yorkshire como sospechoso más de una vez, ¿no es cierto? Merece la pena volver a interrogarlo. ¿Cómo se llama el sospechoso?

—No lo sé. He tratado de localizar a Morton pero no sé dónde anda. John, estoy preocupada por ti. ¿Dónde has estado? Intenté dar contigo.

—Eso es desperdiciar el tiempo y los recursos de la policía, inspectora Templer. Vuelve al mundo real. Encuentra a Jack y averigua el nombre de ese individuo.

—A la orden.

—Estaré en casa, por si me necesitas. Tengo que hacer unas llamadas.

—Me han dicho que Rhona está mejor…

Pero Rebus ya había colgado. Gill dejó escapar un suspiro y se frotó el rostro; necesitaba un descanso. Decidió enviar alguien al piso de John Rebus. No podían dejar que se dejara dominar por el encono y estallara. Y tenía que averiguar el nombre de aquel individuo y localizar a Jack Morton.

Rebus se preparó café. Pensó en salir a por leche, pero al final decidió tomarlo solo y sin azúcar. Pensó en la idea de Gill. ¿Reeve bibliotecario? Le parecía improbable, impensable, pero lo cierto es que todo lo que le había ocurrido últimamente era increíble. La racionalidad puede llegar a ser un poderoso obstáculo cuando uno se enfrenta a la irracionalidad. Hay que combatir el fuego con el fuego y aceptar que Gordon Reeve podría haber conseguido un empleo en la biblioteca, como un recurso inocuo pero esencial para llevar a cabo sus planes. Y de pronto, igual que le había pasado a Gill, todo cobró sentido para John Rebus. «Para los que leen entre épocas». Para los que usan libros entre una época (La Cruz) y otra (el presente). Dios mío, ¿había algo arbitrario en esta vida? No, nada. Tras lo que en apariencia era irracional se ocultaba el sendero dorado del designio. Tras este mundo había otro. Reeve había estado en la biblioteca; Rebus estaba seguro. Eran las cinco. Podía llegar a la biblioteca antes de que cerraran, pero ¿seguiría allí o habría cambiado de lugar ahora que ya tenía a su última víctima?

Rebus sabía ahora que Samantha era la última víctima de Reeve. No era una de las «víctimas», sino un simple instrumento; sólo podía haber una víctima: él mismo. Por ese motivo Reeve estaría cerca de allí, a su alcance; porque quería que él lo encontrase, despacio, como en el juego del ratón y el gato pero al revés. Rebus pensó en cómo jugaban al ratón y el gato en el colegio; a veces una chica cazaba a un chico o un chico cazaba a la chica, y así todo resultaba distinto de lo que parecía. Ése era el juego de Reeve. Gato y ratón; el ratón con el aguijón en la cola y el bocado entre los dientes, y él, Rebus, tan tranquilo e ignorante, satisfecho. Para Gordon Reeve no había satisfacción; no, porque le había traicionado alguien a quien él había llegado a llamar hermano.

«Sólo un beso».

El ratón cazado.

«El hermano que nunca tuve».

Pobre Gordon Reeve, manteniendo el equilibrio sobre aquella estrecha tubería y meándose en los pantalones mientras todos se reían de él.

Y pobre John Rebus, marginado por su padre y su hermano, un hermano que ahora era un delincuente y a quien finalmente habría que castigar.

Y pobre Sammy. Era en ella en quien debía pensar. «Piensa en ella, John, y todo se arreglará».

Este juego iba en serio, era un juego a vida o muerte, y no tenía que olvidar ni un momento que seguía siendo un juego. Ahora sabía que tenía a Reeve. Pero cuando lo cazase, ¿qué ocurriría? De algún modo, los papeles se invertirían. Aún no conocía todas las reglas. Y sólo había una manera de aprenderlas. Dejó que el café se enfriara en la mesita. Ya tenía bastante amargor en la boca.

Afuera, bajo la llovizna gris, le esperaba la conclusión de un juego.