23

Cuando John Rebus volvió a la realidad después de aquel sueño tan profundo y agitado, vio que no estaba en la cama. Michael, inclinado sobre él, le sonreía irónico, y Gill paseaba de arriba abajo conteniendo las lágrimas.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—Nada —contestó Michael.

En ese momento recordó que Michael le había hipnotizado.

—¿Nada? —exclamó Gill—. ¿Nada, dices?

—John —dijo Michael—, no sabía que estabas tan resentido con el viejo y conmigo. Siento que te hiciéramos sufrir —añadió, poniendo la mano en el hombro de su hermano, «el hermano que nunca había tenido».

«Gordon, Gordon Reeve. ¿Qué ha sido de ti? Revoloteas a mi alrededor, deshecho y sucio, como el polvo de la calle que arrastra el viento. Como un hermano. Tienes a mi hija. ¿Dónde estás?».

—Oh, Dios mío —musitó Rebus bajando la cabeza y cerrando los ojos. Gill le acarició el pelo.

Amanecía y los pájaros reanudaban sus trinos. Rebus notó con alegría que su canto lo devolvía al mundo real. Le recordaba que ahí fuera había alguien que se sentía feliz. Tal vez unos amantes que se despertaban abrazados, un hombre que advertía que era un día festivo o una anciana que daba gracias a Dios por seguir viva y poder ver una vez más los primeros signos del despertar del día.

—Una noche oscura del alma —dijo tiritando—. Hace frío. Se habrá apagado el piloto.

Gill se sonó y cruzó los brazos.

—No, John, la calefacción funciona. Escucha. —Hablaba despacio, con afabilidad—, necesitamos una descripción física de ese hombre. Ya sé que será una imagen de hace quince años, pero más vale eso que nada. Tenemos que averiguar qué fue de él después de que tú… te fueses.

—Será información confidencial, si es que existe.

—Y tenemos que contarle al director todo esto —prosiguió Gill, mirando al frente, como si Rebus no hubiese dicho nada—. Tenemos que encontrar a ese bicho.

Rebus sentía una extraña quietud en la estancia, como si hubiera muerto alguien, cuando en realidad se había producido un alumbramiento: el de su memoria; el de Gordon; el de su salida de aquella celda fría e implacable; de la escena en que le volvía la espalda…

—¿Estás seguro de que ese Reeve es el tipo a quien buscáis? —preguntó Michael sirviendo otro whisky, pero Rebus negó con la cabeza cuando le tendió el vaso.

—No, gracias. No tengo la cabeza despejada. Sí, creo que podemos estar seguros de que es él quien anda detrás de todo este asunto. Los mensajes, los nudos y cruces. Ahora todo cobra sentido. Lo tenía desde el principio. Reeve debe de pensar que soy un asno. Lleva semanas enviándome mensajes y no he sabido darme cuenta… He dejado que murieran esas niñas… Y todo por ser incapaz de afrontar… los hechos.

Gill se agachó detrás de él y le puso las manos en los hombros. John Rebus se levantó del sillón como movido por un resorte y se dio la vuelta hacia ella: «Reeve». No, era Gill, Gill. Sacudió la cabeza como disculpándose y rompió a llorar.

Gill miró a Michael, pero éste había bajado la mirada. Abrazó con fuerza a Rebus para impedir que volviera a apartarse de ella, y le susurró varias veces que era Gill, que estaba junto a él, que no era ningún fantasma del pasado. Michael reflexionaba sobre la reacción que acababa de provocar. Nunca había visto llorar a John, y volvió a asaltarle un sentimiento de culpabilidad. Tenía que acabar con aquel negocio; se mantendría alejado hasta que su proveedor se cansara de buscarle y sus clientes buscasen la droga en otra parte. Lo haría, no por John, sino por él mismo.

«Le tratábamos muy mal, es cierto —pensó—. El viejo y yo le tratábamos como a un intruso.»

Más tarde, después tomarse un café, Rebus estaba más tranquilo, pero Gill no apartaba la vista de él, preocupada y temerosa.

—No cabe duda de que ese Reeve está chiflado —dijo.

—Tal vez —comentó Rebus—. Una cosa es segura, y es que irá armado. Estará preparado para cualquier eventualidad. Fue soldado del regimiento Seaforths y miembro de los SAS, y será un hueso duro de roer.

—Tú también fuiste de los SAS, John.

—Por eso soy yo quien debe ir a por él. Hay que hacérselo comprender al jefe, Gill. Vuelvo a encargarme del caso.

Gill Templer frunció los labios.

—No creo que lo autorice —dijo.

—Pues que se joda. De todos modos, daré con ese cabrón.

—Di que sí, John —terció Michael—. Hazlo y no te preocupes de lo que puedan decir.

—Mickey —dijo Rebus—, eres el mejor hermano de mundo. Bueno, ¿hay algo para comer? Me muero de hambre.

—Y yo estoy agotado —dijo Michael, satisfecho de sí mismo—. ¿Te importa que me tumbe un par de horas antes de volver a casa?

—En absoluto. Échate en mi cama, Mickey.

—Buenas noches, Michael —añadió Gill.

Michael, sonriente, les dejó solos.

Nudos y cruces. El juego… Era tan evidente… Reeve habría pensado que era tonto, y en cierto modo lo había sido. Aquellas partidas interminables al tres en raya, los trucos y las estrategias; sus charlas sobre cristianismo… y la cruz. Dios, qué imbécil había sido, sucumbiendo a la falacia mental de que el pasado era una cáscara vacía y anulando sus recuerdos. Qué imbécil.

—John, estás derramando el café.

Gill venía de la cocina con un plato de queso y tostadas. Rebus se despertó.

—Come algo. He hablado con jefatura y tenemos que estar allí dentro de dos horas. Han iniciado ya las indagaciones sobre el apellido Reeve. Lo encontraremos.

—Eso espero, Gill. Con toda mi alma.

Se abrazaron. Ella sugirió tumbarse en el sofá y así lo hicieron, fundidos en un cálido abrazo. Rebus no podía dejar de pensar si su noche oscura había sido una especie de exorcismo o si el pasado volvería a trastocar su sexualidad. Esperaba que no. Desde luego, no era el momento ni el lugar para verificarlo.

«Gordon, amigo mío, ¿qué te hice?».