21

John Rebus leyó unas páginas de la Biblia, pero la dejó a un lado al darse cuenta de que no se concentraba. Se puso a rezar, enfurruñado, y a continuación empezó a pasearse por el piso y a manosear objetos; era lo mismo que había hecho antes de sufrir su primera depresión, pero ahora no tenía miedo. Que pasara lo que tuviera que pasar. No le quedaba fortaleza, era un ser pasivo a merced de la voluntad de su malévolo creador.

Sonó el timbre de la puerta, pero no contestó. Que se fueran; así volvería estar a solas con su dolor y su ira impotente, sus mugrientos dominios. Volvió a sonar el timbre con mayor insistencia y, maldiciendo, fue al vestíbulo y abrió la puerta. Era Michael.

—John, he venido tan pronto como he podido —dijo.

—Mickey, ¿cómo te has enterado? —preguntó él invitándole a pasar.

—Me llamó una mujer y me explicó lo que había pasado. Es horrible, John, horrible —añadió poniéndole la mano en el hombro. Rebus, estremeciéndose, pensó en el tiempo que hacía que no sentía el contacto con un ser humano, un contacto de consuelo, fraternal—. Había dos gorilas afuera; por lo visto, te vigilan de cerca.

—Es el procedimiento —dijo Rebus.

Sería el procedimiento, pero Michael pensó que les debió de parecer sospechoso porque se abalanzaron sobre él cuando llegó. Él había desconfiado de aquella llamada telefónica, pensando en la posibilidad de que fuera una trampa. Pero, en cualquier caso, había oído por la radio la noticia del secuestro y sabía que era verdad; por eso se había puesto en camino hacia aquella leonera, aun a sabiendas de que corría el riesgo de que le mataran si se enteraban de que iba a verse con su hermano, y preguntándose si el secuestro tendría algo que ver con su propia situación. ¿Sería un aviso para ellos dos? No lo sabía, y cuando los dos gorilas se le acercaron en la penumbra de la escalera pensó que todo había acabado. Primero creyó que eran gánsters que iban a por él y resultó que eran policías dispuestos a detenerle. Pero no; era «el procedimiento».

—¿Dices que te llamó una mujer? ¿Te acuerdas del nombre? Bueno, da igual, sé de quién se trata.

Cuando pasaron al cuarto de estar, Michael se quitó el chaquetón de borrego y sacó una botella de whisky de uno de los bolsillos.

—¿Nos servirá de consuelo? —dijo.

—Mal no nos hará.

Rebus fue a buscar un par de vasos a la cocina mientras Michael examinaba el cuarto de estar.

—Tu piso está bien —comentó.

—Bueno, es algo grande para mí solo —replicó Rebus.

De la cocina llegó un sonido ahogado. Michael fue hacia allí y se encontró a su hermano inclinado sobre el fregadero, llorando en silencio.

—John, ya verás como todo se arreglará —dijo abrazándolo, sintiendo que le invadía una sensación de culpabilidad.

Rebus buscó en los bolsillos un pañuelo, se sonó con fuerza y se enjugó los ojos.

—No seas animal; eso es fácil de decir —replicó, sorbiendo aire por la nariz y tratando de sonreír.

Se bebieron media botella, sentados en sendos sillones y mirando en silencio las sombras del techo. Rebus tenía los ojos enrojecidos y le escocían las pestañas. Aspiraba de vez en cuando por la nariz y se la restregaba con el dorso de la mano. Para Michael era como volver a ser niños, pero con los papeles cambiados. No habían estado nunca muy unidos pero ahora el sentimiento se imponía a la realidad. Al acordarse de que John se había peleado por defenderle en un par de ocasiones, volvió a sentirse culpable y tembló un poco. Tenía que librarse de aquel negocio, aunque posiblemente estaba demasiado metido en él, y si había implicado sin querer a John… No quería ni pensarlo. Tenía que verse con su contacto y explicarle. Pero ¿cómo? No tenía su número de teléfono ni su dirección. Era siempre ÉL quien le llamaba y no al revés. Era ridículo, ahora que lo pensaba. Como una pesadilla.

—¿Te gustó la actuación la otra noche?

Rebus hizo esfuerzos por recordar: la mujer sola y perfumada, sus dedos apretándole la garganta; la escena que había marcado el principio del fin.

—Sí, fue interesante —dijo, creyendo recordar que se había quedado dormido. Bueno, daba igual.

Volvieron a quedarse en silencio, roto sólo por los ruidos del tráfico en la calle y por los gritos distantes de algún borracho.

—Dicen que puede ser alguien que me guarda rencor —dijo por fin.

—Ah. ¿Y es así?

—No lo sé. Eso parece.

—¿Y no sabes quién es?

Rebus sacudió la cabeza.

—Ése es el problema, Mickey. No puedo recordarlo.

Michael se enderezó en el sillón.

—¿Qué es lo que no puedes recordar?

—Algo. No lo sé. Si lo supiera, lo recordaría, ¿no? Pero tengo una laguna, sé que es así y que hay algo que debo recordar.

—¿Algo que hiciste tú? —preguntó Michael con interés.

Tal vez el secuestro no tenía que ver nada con él. Tal vez era por causa de otra cosa, de otra persona. Eso le animó un poco.

—Es algo del pasado, sí. Pero no puedo recordarlo —añadió Rebus restregándose la frente como si fuera una bola de cristal.

Michael metió la mano en el bolsillo.

—John, yo puedo ayudarte a recordar.

—¿Cómo?

—Con esto —respondió Michael sosteniendo entre el pulgar y el índice una moneda de plata—. Recuerda lo que te conté. Soy capaz de conseguir que mis pacientes regresen a vidas pasadas. Debería ser fácil hacerte regresar a tu pasado real.

Ahora fue Rebus quien se incorporó en su asiento. De repente se sintió más despejado.

—Adelante, entonces —dijo—. ¿Qué tengo que hacer?

Pero en su interior una parte de su ser decía: «No, no. No quieres saberlo».

Sí quería saberlo.

Michael se acercó a él.

—Recuéstate en el sillón y ponte cómodo. No bebas más whisky. Ahora bien, ten en cuenta que no todo el mundo es vulnerable al hipnotismo. No hagas ningún esfuerzo; ninguno. Si tiene que producirse, se producirá quieras o no. Relájate, John, relájate.

Sonó el timbre de la entrada.

—No contestes —dijo Rebus, pero Michael iba ya por el pasillo. Se oyeron voces en el vestíbulo y reapareció Michael con Gill.

—Creo que fue ella quien me llamó por teléfono —dijo.

—¿Cómo estás, John? —preguntó Gill con gesto de preocupación.

—Bien, Gill. Te presento a mi hermano Michael, el hipnotizador. Va a… eliminar ese bloqueo que tengo en mi memoria, ¿no, Michael? Tú podrías tomar notas, si quieres.

Gill miró a uno y otro, sintiéndose un poco fuera de lugar. Qué hermanos tan extraños. Eso era lo que Jim Stevens le había dicho. Llevaba dieciséis horas trabajando y ahora, sesión de hipnotismo. Pero sonrió y se encogió de hombros.

—¿Puedo beber algo antes?

Rebus sonrió.

—Sírvete tú —dijo—. Hay whisky, whisky con agua o agua. Adelante, Mickey. Han secuestrado a Samantha, pero aún puede haber esperanza.

Michael separó un poco las piernas y se inclinó sobre Rebus. Parecía como si fuera a devorar a su hermano, mirándole fijamente a los ojos y hablándole con la boca muy cerca de él. Eso le pareció a Gill, que se sirvió whisky en un vaso. Michael alzó la moneda para que le diera la tenue luz de la bombilla de bajo voltaje que iluminaba cuarto hasta que consiguió un reflejo que hizo incidir sobre la retina de John, produciendo una expansión y una contracción de las pupilas. Estaba casi seguro de que su hermano sería susceptible al hipnotismo. Al menos, eso era lo que él esperaba.

—John, escucha atentamente. Escucha mi voz, John. Mira esta moneda. Mira cómo brilla y gira. Mírala girar. ¿La ves girar, John? Ahora relájate y escúchame. Mira cómo gira, mira cómo brilla.

Por un instante pareció que Rebus no iba a ceder al hipnotismo. Tal vez era el vínculo familiar lo que le hacía inmune a aquella voz y a su poder de sugestión. Pero, de pronto, Michael vio que se producía un leve cambio en la mirada, un cambio imperceptible para un profano. Su padre se lo había enseñado bien. Su hermano estaba ahora en un limbo, cautivo del brillo de la moneda, transportado a donde él quisiera llevarle, había caído bajo su poder. Como de costumbre, Michael sintió un ligero estremecimiento: el del poder, un poder total e irreductible; podía hacer lo que quisiera con sus pacientes.

—Michael —musitó Gill—, pregúntele por qué dejó el ejército.

Michael tragó saliva. Sí, era una buena pregunta, una pregunta que él también quería hacerle a John.

—John —dijo—. ¿John? ¿Por qué dejaste el ejército, John? Dínoslo.

Muy despacio, como si hablara en una lengua extraña o desconocida, Rebus comenzó a explicar la historia. Gill se apresuró a sacar del bolso el bolígrafo y la libreta. Michael dio un sorbo de whisky y los dos escucharon.