Querían administrarle sedantes pero se negó a tomar ningún medicamento. Le pidieron que se fuera a casa, pero no les hizo caso. ¿Cómo podía irse a casa con Rhona hospitalizada allí mismo? ¿Con su hija secuestrada, con su vida destrozada y convertida un guiñapo? Caminó de un lado a otro por la sala de espera del hospital. Les dijo que se encontraba bien. Sabía que Gill y Anderson esperaban en el pasillo. Pobre Anderson. Observó a través de la mugre de la ventana a las enfermeras caminar bajo la lluvia, entre risas, con las capas ahuecadas por el viento como en una vieja película de Drácula. ¿Cómo podían reírse? La niebla comenzaba a acumularse en los árboles, y las enfermeras, sin dejar de reír, ajenas al sufrimiento del mundo, se perdieron en la niebla como si un Edimburgo del pasado las hubiese engullido en su leyenda llevándose con ellas toda la risa del mundo.
Empezaba a anochecer y el sol era ya un recuerdo tras el cortinaje de nubes. Los pintores religiosos de la Antigüedad debieron de conocer cielos como aquél, y aceptaron ese color cárdeno de las nubes como un signo de la presencia de Dios, una manifestación de su poder creador. Rebus no era pintor y sus ojos no captaban la belleza en la realidad sino a través de las imágenes impresas. En aquella sala de espera tuvo el convencimiento de que su vida había sido una aceptación de experiencias secundarias —la experiencia de leer las ideas de otro— en detrimento de la vida real. Bien, pues ahora allí la tenía, cara a cara: volvió a verse a sí mismo en el regimiento de paracaidistas, en los SAS, cuando era la viva imagen del agotamiento, angustiado, con los músculos en tensión.
Una vez más volvía a revivirlo todo. Golpeó la pared con las palmas de las manos, como si fueran a cachearle. Sammy se encontraba en algún lugar en manos de un maníaco, y él, allí, pensando en elogios funerarios, disculpas y comparaciones. No era suficiente.
En el pasillo, Gill concentraba su atención en William Anderson. A él también le habían dicho que se fuese a casa. Tras reconocerlo un médico para evaluar los efectos del shock, le recomendaron que permaneciera una noche en observación.
—No pienso moverme de aquí —dijo Anderson con fría determinación—. Si todo esto tiene algo que ver con John Rebus, quiero tenerle cerca. De verdad, me encuentro bien. —Pero no era cierto. Estaba aturdido y arrepentido, desconcertado por todo lo que había pasado—. Es inconcebible —le comentó a Gill Templer—. Es increíble que todo fuese un simple preludio al secuestro de la hija de Rebus. Es inverosímil. Ese tipo tiene que ser un trastornado. ¿Seguro que John no tiene alguna idea respecto a quién puede ser el asesino?
Gill Templer estaba pensando lo mismo.
—¿Por qué no nos lo ha dicho? —prosiguió Anderson, y, de repente, recuperó su condición de padre y comenzó a sollozar—. Andy, mi Andy —balbució, tapándose la cara con las manos y permitiendo que Gill le pasara el brazo por sus hombros caídos.
John Rebus, mientras miraba cómo oscurecía, pensaba en su matrimonio y en su hija. Su hija Sammy.
«Para quienes leen entre épocas».
¿Qué era lo que estaba reprimiendo? ¿Qué era lo que había rechazado durante todos aquellos años, desde que estuvo en la costa de Fife, sufriendo el último ataque de depresión y cerrando el pasado con el aplomo de quien le cierra la puerta a un testigo de Jehová? No era tan fácil. El mensajero indeseado se había tomado su tiempo y ahora había decidido aparecer y entrar de nuevo en su vida. Trabando con el pie la puerta. La puerta de la percepción. ¿De qué le servía interpretarlo ahora? ¿Tan débil era el hilo de su fe? Samantha, Sammy, su hija. «Dios bendito, que no le ocurra nada. Dios bendito, que no muera.»
«John, tú tienes que saber quién es».
Pero él negó con la cabeza, regando con sus lágrimas los pliegues del pantalón. No lo sabía, no, no. Era Nudos. Era Cruces. Ya no le decían nada aquellos nombres. Nudos y cruces. Le enviaban nudos y cruces, bramante y cerillas; un galimatías, como había dicho Jack Morton. Simplemente eso. Dios bendito.
Salió al pasillo y se acercó a Anderson, que parecía una pieza de naufragio a punto de ser recogida por un camión de residuos. Se dieron un abrazo para infundirse ánimos mutuamente; eran dos viejos enemigos que de pronto se habían dado cuenta de que estaban en el mismo bando, y se abrazaban llorosos, desahogándose por todos aquellos años pateándose las calles impávidos e imperturbables. Ahora se mostraban como seres humanos, como todo el mundo.
Finalmente, después de que le informaran de que Rhona había sufrido una fractura craneal y de que le permitieran verla un momento, conectada a un respirador, Rebus permitió que lo llevaran a casa. Rhona estaba fuera peligro. Ya era algo. Mientras que Andy Anderson yacía en una mesa del depósito de cadáveres para que los forenses examinasen sus restos. Pobre Anderson; pobre hombre, pobre padre, pobre policía. Ahora el caso era una cuestión personal. Se había convertido en algo mucho más fuerte de lo que se hubieran podido llegar a imaginar. Ahora les movía el rencor.
Por fin tenían una descripción, aunque no muy buena. Una vecina había visto al hombre llevando a la niña al coche, un vehículo de color claro, dijo. Un coche corriente y un hombre corriente; no muy alto, rasgos duros. Caminaba muy deprisa y ella no se pudo fijar bien.
Apartarían a Anderson del caso, y también a Rebus. Ahora era un asunto de mayor magnitud: el estrangulador había allanado un domicilio y había perpetrado un asesinato allí mismo. Había ido muy lejos. Los periodistas y los fotógrafos apostados delante del hospital querían conocer más detalles. El director Wallace convocaría una conferencia de prensa. Los lectores y los curiosos también querían más detalles. Era una noticia bomba. Edimburgo, capital europea del crimen. El hijo de un inspector jefe asesinado y la hija de un sargento de policía secuestrada y posiblemente muerta, a aquellas alturas.
¿Qué podía hacer salvo sentarse y esperar a que llegase otra carta? Estaría mejor en su piso, por oscuro y vacío que le pareciera, por mucho que le recordara una celda. Gill prometió ir a verle más tarde, después de la conferencia de prensa. Pondrían vigilancia delante de su casa, en un coche camuflado, por supuesto, pues no sabían hasta qué punto podía llegar el estrangulador.
Mientras, sin que él lo supiera, en jefatura escrutaron su expediente en busca de datos; en alguna parte tendría que aparecer el estrangulador. Tenía que estar ahí.
Claro que tenía que estar. Rebus sabía que sólo él tenía la clave. Pero era como si estuviera en un cajón cuya llave fuese él mismo. Sólo le llegaba un rumor lejano de aquella historia excluida de su memoria.
Gill Templer llamó al hermano de Rebus y, aunque a John no iba a gustarle nada, le pidió a Michael que viniera inmediatamente a Edimburgo para acompañar a John. Al fin y al cabo era la única familia que tenía Rebus. Michael, por teléfono, sonaba nervioso; nervioso y preocupado. Gill reflexionó sobre el asunto del acróstico. El profesor había estado en lo cierto. Tratarían de localizarle aquella misma tarde para interrogarle; sí, por supuesto. Pero si el estrangulador había planeado aquellos crímenes, tenía que haber obtenido los nombres de alguna lista, ¿cómo la habría conseguido? ¿A través de un funcionario, quizás? ¿De un profesor? ¿De alguien que tuviese acceso a los ordenadores de algún organismo público? Había muchas posibilidades. Tendrían que examinarlas una por una. De todos modos, en primer lugar, Gill propondría que interrogasen a todos los hombres apellidados Knott o Cross en Edimburgo. Era algo inaudito, pero en aquel caso todo estaba resultando inaudito.
Y después venía la conferencia de prensa, que convocarían —era lo más conveniente— en el edificio de la administración del hospital. Sólo había un lugar apropiado para celebrarla, al fondo del vestíbulo. El rostro de Gill Templer, humano pero serio, comenzaba a resultarle familiar al público británico, casi tan conocido ya como el de cualquier periodista o presentador del telediario. Pero aquella tarde sería el director de la policía el protagonista de la conferencia. Esperaba que aquello no se alargara demasiado, porque quería ver a Rebus. Y tal vez fuera urgente hablar con su hermano. Alguien tenía que conocer el pasado de John. Por lo visto nunca hablaba con sus amigos de sus años en el ejército. ¿Era ésa la clave? ¿O era su matrimonio? Gill escuchó al director soltar su discurso, sonaron los clics de las cámaras y el vestíbulo se llenó de humo.
Y allí estaba Jim Stevens, con su sonrisita, como si supiera algo. Gill se puso nerviosa. El periodista clavaba sus ojos en ella mientras escribía en su libreta. Gill recordó la desastrosa velada que pasaron juntos y la no tan desastrosa velada con John Rebus. ¿Por qué eran tan complicados los hombres de su vida? Tal vez porque a ella le atraían las complicaciones. Pero ese caso había dejado de complicarse; parecía que se iba aclarando.
Jim Stevens, sin prestar mucha atención al informe policial, pensó en lo complicada que estaba resultando aquella historia. Rebus por un lado y Rebus por otro: drogas y homicidios, mensajes anónimos seguidos del secuestro de la hija. Tenía que indagar oficiosamente en la policía, y sabía que la mejor manera de hacerlo era a través de Gill Templer con un poco de mano izquierda. Si las drogas y el secuestro estaban relacionados, como era probable, tal vez fuera porque uno u otro de los hermanos Rebus no habían respetado las leyes del hampa. Quizá Gill Templer lo sabría.
Echó a andar tras ella cuando abandonó el edificio. Gill sabía que era Stevens, pero por una vez deseaba hablar con él.
—Hola, Jim. ¿Te llevo a algún sitio?
Stevens decidió aceptar y le dijo que le dejase en un bar, a menos que, por supuesto, fuera posible ver a Rebus un momento. No era posible. Continuaron en silencio.
—Este caso se está volviendo cada vez más raro, ¿no te parece?
Ella centró la mirada en la calle, como si pensara en una respuesta. En realidad, esperaba que él dijera algo más y que su silencio le hiciera creer que reservaba algo, algo que implicara un toma y daca entre ambos.
—Desde luego, Rebus parece el protagonista de todo esto. Es curioso.
Gill sintió que el periodista estaba a punto de jugar una carta.
—Quiero decir —prosiguió Stevens, encendiendo un cigarrillo—… No te importa que fume, ¿verdad?
—No —contestó ella con absoluta calma, aunque interiormente estaba en ascuas.
—Gracias. Quiero decir que es curioso porque tengo a Rebus en el punto de mira por otro asunto en el que estoy trabajando.
Ella detuvo el coche ante el semáforo en rojo, sin apartar la vista del parabrisas.
—Gill, ¿te interesaría conocer este otro asunto?
¿Diría que sí? Sí, claro que sí. Pero ¿a cambio de qué?
—Pues, sí, es un hombre muy interesante el señor Rebus. Y su hermano.
—¿Su hermano?
—Sí, ya sabes, Michael Rebus, el hipnotizador. Son unos hermanos muy extraños.
—¿Ah, sí?
—Escucha, Gill, déjate de gilipolleces.
—Estoy esperando a que lo hagas tú —replicó ella metiendo la marcha y arrancando.
—¿Estáis investigando a Rebus por algo? Quiero que me lo digas. Es decir, ¿sabéis realmente que es lo que hay detrás de todo este asunto y no lo reveláis?
Ella volvió la cabeza hacia él.
—No estamos investigando nada, Jim.
Él lanzó un resoplido.
—Tal vez no estéis investigando, Gill, pero no finjas que no pasa nada. Yo sólo quería saber si habías oído algo, algún comentario en las altas esferas. Tal vez en el sentido de que alguien ha hecho una chapuza al dejar que las cosas llegasen a este extremo.
Jim Stevens observaba su expresión sin perder detalle, lanzando ideas e hipótesis ambiguas con la esperanza de que alguna de ellas la hiciera reaccionar. Pero ella no mordía el anzuelo. Muy bien. A lo mejor no sabía nada. Pero eso no era óbice para que sus teorías fuesen erróneas. Podía ser que el asunto tuviera origen en un nivel superior, al que ni Gill Templer ni él tuvieran acceso.
—Jim, ¿qué es lo que tú «crees» saber de John Rebus? Puede ser importante; en serio. Podríamos interrogarte si pensamos que ocultas…
Stevens comenzó a silbar por lo bajo y a menear la cabeza.
—Sabemos que eso no vale, ¿no crees? Eso no vale.
Ella volvió a mirarle.
—Podríamos sentar un precedente —dijo.
Él se la quedó mirando. Sí, era muy capaz.
—Déjame aquí —dijo señalando a través de la ventanilla y dejando caer ceniza en la corbata.
Gill detuvo el coche y le miró mientras bajaba, pero antes de cerrar la portezuela él se inclinó hacia el interior.
—Podemos acordar un intercambio de información, si quieres. Ya sabes mi teléfono.
Sí, claro que sabía su teléfono. Él se lo había dado por escrito hacía mucho tiempo; hacía tanto que ahora vivían en mundos aparte y ella apenas le entendía. ¿Qué sabría de John? ¿Y de Michael? Mientras se dirigía a casa de Rebus pensó que tal vez allí podría averiguarlo.