Le dolían los brazos y, al bajar la vista, comprobó que la niña ya no se debatía. Era ese momento, el momento inesperado y dichoso en que era inútil seguir viviendo y en que mente y cuerpo aceptan lo inevitable. Aquel momento hermoso y apacible, el momento más relajado de la vida. Él había intentado suicidarse hacía muchos años y saborear aquel momento. Pero le habían administrado algo en el hospital y después en la clínica, y le habían devuelto la voluntad de vivir. Ahora se lo haría pagar a todos. Vio la ironía de aquel hecho en su vida y contuvo la risa mientras arrancaba la cinta adhesiva de la boca de Helen Abbot y cortaba con las tijeritas sus ataduras. Sacó una cámara de bolsillo del pantalón y tomó otra instantánea de la niña, una especie de memento mori. Si le cazaban le harían polvo por aquello; ahora bien, no podrían imputarle como asesino sexual. El sexo no tenía nada que ver con ello; aquellas niñas eran prendas predestinadas por sus nombres. La que realmente importaba era la siguiente y última, y a ésa la conseguiría posiblemente aquel mismo día. Volvió a contener la risa. Este juego era mejor que el de tres en raya. Él jugaba a los dos como nadie.