17

Los directores de periódicos estaban encantados de que el Estrangulador de Edimburgo hiciera aumentar la tirada de ejemplares. Les encantaba ver cómo crecía la historia, casi orgánicamente, como bien racionada. El modus operandi había cambiado ligeramente en el asesinato de Nicola Turner, pues, por lo visto, el estrangulador, antes de matarla, había hecho un nudo en el bramante que dejó una marca en la garganta de la niña. La policía no le daba mucha importancia a este detalle, pues andaba muy ocupada tratando de localizar todos los Escort azules registrados, comprobando los matriculados en la zona e interrogando a sus propietarios.

Gill Templer comunicó a la prensa los datos del coche con la esperanza de que se produjese una respuesta pública masiva. La hubo: muchos vecinos señalaron a otros vecinos, muchas esposas a sus maridos y muchos maridos a sus esposas. Había más de doscientos Escort de color azul pendientes de investigar, y si no se averiguaba nada, volverían a indagar de nuevo antes de pasar a otros colores de Ford Escort y a otras marcas de color azul claro. Tardarían meses o, en cualquier caso, varias semanas.

Jack Morton, con otra fotocopia doblada de la lista en la mano, reflexionaba. Fue al médico a causa de sus pies hinchados, y éste dictaminó que caminaba demasiado con zapatos baratos e inadecuados, cosa que Morton ya sabía. Había interrogado ya a tantos sospechosos que tenía un verdadero lío mental; todos le parecían iguales y todos reaccionaban igual: nerviosos, deferentes, inocentes. Si al menos el estrangulador cometiese un error… No había pistas que valiera la pena seguir, y Morton sospechaba que el coche era una pista equivocada. Recordó las cartas anónimas que recibía John Rebus: «Hay pistas por todas partes». ¿Sería eso cierto? Desde luego, era un caso de homicidio extraño, extraordinariamente extraño, y cada vez abrigaba menos esperanzas de toparse con alguna pista imprevista a la que agarrarse. No se le ocurría indagar en nada nuevo, y por eso decidió ir al médico, en busca de un poco de comprensión y unos días de baja. Rebus había tenido suerte, el cabrón. Le envidiaba.

Aparcó el coche en la raya amarilla, enfrente de la biblioteca, y entró en el edificio. El gran vestíbulo le recordó la época en que acudía a aquella biblioteca a tomar prestados libros de ilustraciones en la sección infantil de la planta baja. ¿Seguiría allí? Su madre le daba dinero para el autobús y él iba a Edimburgo con el pretexto de devolver los libros a la biblioteca, pero en realidad se dedicaba a callejear un par de horas, imaginándose lo que haría cuando fuera mayor y libre. Seguía a los turistas americanos, observando su jactancia y seguridad, sus abultadas carteras y sus generosas cinturas; los veía fotografiar la estatua de Greyfriars en el cementerio de la iglesia, y se quedaba mirando un buen rato aquella estatua del perrito, pero no sentía nada especial. Había leído historias sobre los Conjurados, sobre Deacon Brodie y las ejecuciones públicas en High Street, y se preguntaba qué clase de ciudad era aquélla, qué clase de país. Sacudió la cabeza para disipar aquellas fantasías y se dirigió al mostrador de información.

—Buenas, señor Morton.

Se volvió y vio a una niña, casi una jovencita ya, que le miraba, con un libro apretado contra el pecho. Morton frunció el ceño.

—Soy Samantha Rebus.

—Dios mío —exclamó Morton sorprendido—. Claro que sí. Vaya, vaya, sí que has crecido desde la última vez que te vi hará uno o dos años. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias. He venido con mi madre. ¿Está de servicio?

—Algo por el estilo.

Morton notaba sus ojos clavados en él. Dios, tenía los mismos ojos que su padre. Herencia paterna.

—¿Cómo está papá?

Decírselo o no decírselo. ¿Y por qué no? Pero no le pareció el lugar adecuado.

—Bien, que yo sepa —contestó, consciente de que era verdad en un setenta por ciento.

—Voy abajo, a la sección juvenil. Mamá está en la sala de lectura, pero allí es muy aburrido.

—Voy contigo. Me dirigía precisamente ahí.

Ella le sonrió, complacida por alguna idea de su cabeza adolescente, y Jack Morton pensó que era muy distinta a su padre. Era muy guapa y educada.

Una cuarta niña había desaparecido. Parecía algo anunciado. Nadie habría apostado en contra.

—Hay que establecer vigilancia extra —insistió Anderson—. Esta noche se asignarán más agentes de servicio. Recuerden —añadió ante los presentes, ojerosos y desmoralizados— que cuando mate a la víctima tratará de deshacerse del cuerpo y, si podemos sorprenderle en ese momento, o algún civil le ve haciéndolo, ya lo tenemos.

Anderson golpeó con el puño en la palma de su mano. Estaban todos poco animados. El estrangulador ya había dejado, sin ningún problema, tres cadáveres, en distintas partes de la ciudad: Oxgangs, Haymarket y Colinton. La policía no podía estar en todas partes (aunque aquellos días a los ciudadanos les parecía que sí) por mucho que se esforzara.

—Bien —prosiguió el inspector jefe consultando una carpeta—, el último secuestro no parece guardar mucha relación con los anteriores. El nombre de la víctima es Helen Abbot; ocho años. Observarán que es menor que las otras; tiene pelo castaño claro hasta los hombros y se la vio por última vez con su madre en Princes Street. La madre dice que la niña se extravió. Estaba con ella y de pronto ya no estaba allí, igual que ocurrió con la segunda víctima.

A Gill Templer, cuando pensó en ello más tarde, le llamó la atención un detalle. Las niñas no podían haber sido raptadas en una tienda; habría sido imposible sin que se produjeran gritos o alguien lo hubiera visto. Pero alguien había declarado haber visto a una niña con el mismo aspecto que Mary Andrews —la segunda víctima— subir la escalinata de la National Gallery hacia el Mound. Iba sola y parecía contenta. Tal vez, se dijo Gill, porque había escapado a la tutela de su madre. ¿Por qué? ¿Para acudir a escondidas a alguna cita con alguien a quien había conocido y que resultó ser el asesino? En tal caso, se diría que todas las niñas habían conocido al asesino; por tanto, algo tendrían en común. Sin embargo, iban a distintos colegios, tenían distintos amigos, edades distintas. ¿Cuál era el común denominador?

Se dio por vencida cuando empezó a dolerle la cabeza. Además, había llegado a la calle donde vivía John y tenía otras cosas en qué pensar. Él le había pedido que le llevara una muda para cuando le dieran el alta, que mirase si tenía correo y comprobase si funcionaba la calefacción central. Le había dado la llave; mientras subía la escalera tapándose la nariz para evitar el olor a meados de gato, sintió que había un vínculo entre ella y John Rebus. Se preguntaba si la relación iba a convertirse en algo serio. Era un buen hombre, aunque con alguna obsesión, algún secreto. Tal vez era eso lo que a ella le gustaba.

Abrió la puerta del piso, recogió las cartas de la moqueta y echó una mirada al interior. En la puerta del dormitorio recordó aquella apasionada noche; el olor aún parecía flotar en el aire.

El piloto del radiador estaba encendido; Rebus se sorprendería cuando se lo dijera. Tenía muchos libros; claro, su mujer era profesora de literatura. Recogió algunos del suelo y los colocó en los estantes vacíos del mueble. En la cocina se preparó café, se sentó a tomarlo y miró el correo: una factura, una circular y una carta con el nombre mecanografiado echada al correo en Edimburgo hacía tres días. Las guardó en el bolso y cuando fue a mirar en el armario advirtió que el cuarto de Samantha seguía cerrado con llave. Más recuerdos suprimidos. Pobre John.

A Jim Stevens se le acumulaba el trabajo. El Estrangulador de Edimburgo se estaba convirtiendo en un personaje importante; no se podía ignorar a aquel malnacido, aunque uno tuviera mejores cosas que hacer. Stevens disponía de un equipo de tres personas que trabajaban con él en las noticias y artículos del diario. Los malos tratos a niños en Inglaterra eran la noticia del día; las cifras eran horripilantes, pero era más horripilante la sensación de estar perdiendo el tiempo mientras esperaban que apareciera otra niña asesinada o que desapareciera otra criatura. Edimburgo era una ciudad desierta. Los niños no salían de casa y los pocos que se veían por la calle corrían como desesperados. Stevens quería dedicar sus esfuerzos al caso de las drogas, a reunir pruebas y desenmascarar la conexión con la policía; pero tenía encima a Tom Jameson a todas horas del día, entrando y saliendo de su despacho: «¿Y ese original, Jim? A ver si te ganas el sueldo, Jim. ¿Cuándo es la próxima rueda de prensa, Jim?». Stevens salía quemado al cabo de la jornada. Así que decidió interrumpir su investigación sobre el caso Rebus. Era una lástima, porque al estar la policía totalmente ocupada en aquellos asesinatos, quedaba el campo libre para otros delitos, incluido el tráfico de drogas. La mafia de Edimburgo debía de estar en la gloria. Había publicado el artículo sobre el «burdel» de Leith con la esperanza de obtener alguna información a cambio, pero los capos no entraban en el juego. Bueno, que les dieran. Ya llegaría su momento.

Cuando ella entró en el pabellón, Rebus leía una Biblia, cortesía del hospital; la monja, al enterarse de su petición, le preguntó si quería un cura o un pastor, posibilidad que él rechazó enérgicamente. Estuvo hojeando complacido —más que complacido— algunos de los mejores pasajes del Antiguo Testamento y refrescando su memoria acerca del vigor y la fuerza moral de los mismos. Leyó la historia de Moisés, de Sansón y de David, y a continuación el Libro de Job, y encontró en él una fuerza que creía olvidada:

Dios se ríe del sufrimiento de los inocentes,

la tierra es entregada en manos de los impíos

y él cubre el rostro de los jueces,

si no es él, ¿quién es?

Si yo dijere: olvidaré mi queja,

dejaré mi triste semblante y me esforzaré,

me turban todos mis dolores;

sé que no me tendrán por inocente.

Yo soy impío.

¿Para qué esforzarme en vano?

Aunque me lave con aguas de nieve.

Rebus sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal a pesar de que la calefacción del pabellón era agobiante, y su garganta imploraba agua. Mientras se servía un poco de agua tibia en un vaso de plástico vio llegar a Gill con unos tacones menos escandalosos y dirigirle una sonrisa que animaba el pabellón. Algunos enfermos la miraban con admiración. Rebus sintió una repentina alegría de marcharse aquel mismo día de allí. Dejó a un lado la Biblia y la saludó con un beso en el cuello.

—¿Qué me traes?

Cogió el paquete de sus manos y vio que era una muda.

—Gracias —dijo—. Creía que esta camiseta no estaba tan limpia.

—Y no lo estaba —comentó ella riendo y acercando una silla—. Tenías toda la ropa sucia y he tenido que lavarla y plancharla con verdadero riesgo para mi salud.

—Eres un ángel —comentó él dejando el paquete a un lado.

—Por cierto, ¿qué leías en la Biblia? —preguntó ella dando unos golpecitos en la tapa de imitación de cuero.

—Oh, no gran cosa; hojeaba el Libro de Job que leí hace mucho tiempo. Ahora me parece aún más terrible. El hombre que duda, que clama a Dios buscando una respuesta y oye que «Dios ha entregado la tierra en manos de los impíos», como dice un versículo, o bien este otro: «¿Para qué esforzarse en vano?».

—Qué interesante. ¿Y persiste en esforzarse?

—Sí, eso es lo increíble.

Trajeron el té y la joven enfermera tendió una taza a Gill. Les había llevado un plato con galletas.

—Te he traído unas cartas del piso, y aquí está la llave —dijo tendiéndole la pequeña Yale. Pero Rebus sacudió la cabeza.

—Quédatela, por favor —dijo—. Tengo un duplicado.

Se miraron en silencio.

—De acuerdo —dijo finalmente Gill—. Gracias.

Acto seguido le entregó las tres cartas y él examinó los sobres.

—Ya veo que ahora las envía por correo —dijo abriendo la última misiva—. Este tipo está obsesionado conmigo —añadió—. Yo le llamo el señor Nudos. Es mi chiflado particular.

Gill observó con interés cómo Rebus leía la carta. Era más larga que de costumbre.

SIGUES SIN ADIVINARLO, ¿VERDAD? NO TIENES NI IDEA. NI UNA SOLA IDEA EN TU CABEZA. Y AHORA ESTO ESTÁ A PUNTO DE ACABAR, A PUNTO DE ACABAR. NO DIRÁS QUE NO TE DI UNA OPORTUNIDAD. ESO NO PUEDES DECIRLO. FIRMADO.

Rebus sacó del sobre una cruz hecha con cerillas.

—Ah, veo que hoy es el señor Cruz. Bueno, a Dios gracias, esto está a punto de acabar. Supongo que le aburre.

—¿De qué se trata, John?

—¿No te he contado lo de mis cartas anónimas? No es una historia muy apasionante.

—¿Cuánto tiempo hace que las recibes? —preguntó Gill tras leer la carta y examinar el sobre.

—Seis semanas. Quizás algo más. ¿Por qué?

—Bueno es que esta carta la echaron al correo el día en que desapareció Helen Abbot.

—¿Ah, sí? —replicó Rebus cogiendo el sobre y mirando el matasellos: «Edimburgo, Lothian, Fife, Borders».

Una zona bastante amplia. Volvió a pensar en Michael.

—Supongo que no recuerdas cuándo recibiste las otras cartas.

—Gill, ¿dónde quieres ir a parar? —dijo él mirándola, consciente de que ella también era policía—. Por Dios bendito, Gill, este caso nos está afectando a todos y empezamos a ver fantasmas.

—Es simple curiosidad —replicó ella leyendo otra vez la carta.

No era el estilo característico de un chiflado ni su forma de expresarse. Eso era lo que le preocupaba. Y ahora parecía que Rebus había recibido las notas coincidiendo con las fechas de los secuestros… ¿Habría algún tipo de conexión que apuntara a él directamente? Rebus había sido muy miope al respecto. O era eso o tal vez fuese fruto de una monstruosa casualidad.

—Sólo es una casualidad, Gill.

—A ver, dime cuándo recibiste las notas.

—No me acuerdo.

Ella se inclinó sobre él y, con los ojos muy abiertos tras las gafas, dijo pausadamente:

—¿Me ocultas algo?

—¡No!

Todos los del pabellón se volvieron hacia él y sintió que sus mejillas enrojecían.

—No —repitió en voz baja—. No te oculto nada. A no ser…

Pero ¿cómo podía estar seguro tras tantos años de detenciones, de acusaciones ante los tribunales, de olvidos, con todos los enemigos que se había ganado…? Estaba seguro de que ninguno sería capaz de atormentarle de aquella manera. Seguro.

Papel y bolígrafo en mano y con gran esfuerzo por parte de Rebus, repasaron las notas: fecha, texto y cómo habían llegado hasta él. Gill se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz, bostezando.

—Es demasiada casualidad, John.

Él, en lo más profundo de su ser, sabía que tenía razón. Sabía que las cosas nunca eran lo que parecían, que nada era arbitrario.

—Gill —dijo finalmente, subiéndose la colcha—. Tengo que salir de aquí.

Una vez en el coche, ella siguió aguijoneándole, preguntándole. ¿Quién podía ser? ¿Había una conexión? ¿En qué sentido?

—Pero, bueno —bramó Rebus—. ¿Es que ahora soy sospechoso?

Ella le miró a los ojos, tratando de penetrar en su ser, intentando arrancarle la verdad. Claro, era una auténtica policía, y una buena policía desconfía de todo el mundo; le miraba como a un niño a quien se regaña para que diga la verdad o confiese un secreto.

Gill sabía que era una simple corazonada sin base alguna. No obstante, notaba algo indefinible en la mirada candente de Rebus. Le habían ocurrido cosas extrañas cuando estaba en el ejército. Siempre ocurrían cosas extrañas. La realidad era siempre más extraña que la ficción y nadie era completamente inocente. Lo notaba en esa mirada esquiva de culpabilidad en los interrogatorios, fuese quien fuese. Todo el mundo tenía algo que ocultar. Aunque en su mayor parte eran cosas sin importancia, sepultadas por el paso de los años. Haría falta una policía del pensamiento para descubrir esa clase de delitos. Pero ¿y si John…? Si John Rebus formara parte de todo aquello, entonces… Era una idea absurda.

—Claro que no eres sospechoso, John —respondió—. Pero podría tener su importancia, ¿no crees?

—Que lo decida Anderson —contestó escuetamente, tembloroso.

Fue en aquel momento cuando Gill pensó: Y «¿si se envía él mismo las cartas?».