Se despertó en una habitación blanca que le recordaba mucho la del hospital en que abrió los ojos tras la crisis nerviosa que sufrió años atrás. De afuera llegaban ruidos amortiguados, y se sentó en la cama con un fuerte dolor de cabeza. ¿Qué había ocurrido? Dios, aquella mujer, aquella pobre mujer. ¡Había intentado matarla! Estaba borracho, muy borracho. Dios bendito, había intentado estrangularla, ¿no? Por el amor de Dios, ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué?
Un médico abrió la puerta.
—Ah, señor Rebus, veo que ha despertado. Bien. Vamos a trasladarle a un pabellón. ¿Cómo se encuentra?
Se acercó a tomarle el pulso.
—Creemos que es simple agotamiento. Agotamiento nervioso. Su amiga llamó a la ambulancia…
—¿Mi amiga?
—Sí, dijo que se desmayó. Según nos han informado sus superiores, ha estado trabajando con mucho empeño en un caso de homicidio. Es simple agotamiento. Necesita descanso.
—¿Dónde está mi… amiga?
—No lo sé. En casa, supongo.
—Según ella, ¿simplemente me desmayé?
—Exacto.
Rebus sintió un gran alivio. No había contado nada. Sintió de nuevo punzadas en la cabeza. El doctor tenía las muñecas vellosas y muy limpias; le puso un termómetro en la boca, sonriéndole. ¿Sabría lo que estaba haciendo antes de desmayarse? ¿O su amiga lo vistió antes de llamar a la ambulancia? Tenía que ponerse en contacto con aquella mujer. No sabía exactamente dónde vivía, pero lo sabrían los de la ambulancia; ya lo averiguaría.
Agotamiento. No se sentía agotado. Comenzaba a sentirse descansado y, aunque algo desconcertado, bastante tranquilo. ¿Le habrían dado algo cuando estaba inconsciente?
—¿Pueden traerme un periódico? —farfulló con el termómetro en la boca.
—Le diré a un ordenanza que se lo traiga. ¿Quiere que llamemos a alguien? ¿Un familiar o un amigo?
Rebus pensó en Michael.
—No —contestó—, no llamen a nadie. Sólo quiero un periódico.
—Muy bien —dijo el médico cogiendo el termómetro y anotando la temperatura.
—¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí?
—Dos o tres días. Quiero que le examine un psiquiatra.
—De psiquiatra, nada. Lo que quiero son unos libros.
—Veremos qué puede hacerse.
Rebus volvió a recostarse, más relajado y decidido a dejar que las cosas siguieran su curso. Se quedaría allí descansando, aunque no lo necesitara, y dejaría que se ocupasen los demás del caso. Que se fastidiasen. Anderson, Wallace y Gill Templer.
Pero le vino a la mente el pensamiento de sus manos apretando aquella garganta avejentada y se estremeció. Era como una mente ajena. ¿Había estado a punto de matar a esa mujer? ¿No sería, quizá, necesario que le viera un psiquiatra? Las preguntas acentuaban su dolor de cabeza. Trató de no pensar en nada, pero las imágenes de su viejo amigo Gordon Reeve, de su nueva amante Gill Templer y de la mujer con quien la había engañado y a la que había estado a punto de estrangular, regresaron a su mente y bailaron en su cabeza hasta hacerse borrosas. Pero enseguida se quedó dormido.
—¡John!
Se acercó diligente a la cama, con fruta y una bebida energética en las manos. Iba maquillada y vestía de calle. Le dio un beso en la mejilla; Rebus olió el perfume francés y atisbó de reojo, con cierta mala conciencia, el escote.
—Hola, inspectora Templer —dijo—. Adelante —añadió levantando una esquina de la sábana.
Ella se echó a reír y arrastró junto a la cama una silla de rígida estructura. En el pabellón entraban otras visitas, hablando en voz baja por respeto a los enfermos, pero Rebus no se sentía enfermo.
—¿Cómo estás, John?
—Muy mal. ¿Qué me has traído?
—Uvas, plátanos y naranjada. Muy poco original, me temo.
Rebus cogió un grano de uva y se lo metió en la boca, dejando a un lado la novelucha que había estado leyendo sin muchas ganas.
—Inspectora, hay que ver lo que tengo que hacer para conseguir una cita contigo —comentó balanceando la cabeza.
Gill sonrió, nerviosa.
—Estábamos preocupados por ti, John. ¿Qué te ocurrió?
—Que me desmayé. En casa de una amiga, figúrate. No es nada grave. Sólo me quedan unas semanas de vida.
Gill le dirigió una sonrisa cálida.
—Dicen que es por exceso de trabajo —comentó ella haciendo una pausa—. ¿A qué viene eso de «inspectora»?
Rebus se encogió de hombros y la miró enfurruñado. A su mala conciencia se mezclaba el recuerdo del desplante que ella le había hecho, aquel desaire que dio origen a todo lo que pasó después. Volvió a su papel de paciente, dejando hundir la cabeza en la almohada.
—Estoy muy enfermo, Gill. Muy enfermo para contestar preguntas.
—Bien, en ese caso no te pasaré los cigarrillos que me ha dado Jack Morton.
Rebus volvió a incorporarse.
—Que Dios le bendiga. ¿Dónde están?
Ella sacó dos cajetillas del bolsillo de la chaqueta y las introdujo bajo la sábana. Él le agarró la mano.
—Te echo de menos, Gill.
Ella sonrió sin retirar la mano.
Dado que la visita sin límite de tiempo era prerrogativa de la policía, Gill permaneció dos horas con él contándole cosas de su vida y haciéndole preguntas sobre la suya. Ella había nacido después de la guerra en una base aérea de Wiltshire. Le explicó que su padre era mecánico de la RAF.
—Mi padre —dijo Rebus— sirvió en el ejército durante la guerra. Me concibieron en uno de sus últimos permisos. Era hipnotizador profesional. —Siempre que lo mencionaba, su interlocutor solía enarcar una ceja, pero Gill Templer no mostró ninguna sorpresa—. Actuaba en auditorios y teatros, y a veces, en verano, en Blackpool, Ayr y sitios por estilo, así que siempre sabíamos que pasaríamos las vacaciones fuera de Fife.
Ella le escuchaba con la cabeza ladeada, contenta de oírle contar cosas de su vida. El pabellón quedó en silencio cuando las otras visitas se marcharon al sonar el timbre de la hora. Llegó una enfermera con una enorme tetera en un carrito y le sirvió a Gill una taza de té, sonriéndole con complicidad.
—Esa enfermera es muy amable —dijo Rebus relajado. Le habían dado dos pastillas, una azul y otra marrón, y estaba adormeciéndose—. Me recuerda a una chica que conocí cuando estaba en paracaidismo.
—¿Cuánto tiempo estuviste en los paracas, John?
—Seis años. No, no, ocho años.
—¿Y por qué lo dejaste?
¿Por qué lo dejó? Rhona le había preguntado lo mismo docenas de veces, picada en su curiosidad por la sensación de que ocultaba algo, de que había un esqueleto en el armario de su pasado.
—No lo sé, la verdad. Me cuesta recordar aquella época. Me seleccionaron para someterme a un entrenamiento especial y no me gustó.
Era la verdad. No quería revivir los recuerdos del entrenamiento, del hedor a miedo y desconfianza, ni de aquel grito que resonaba en su cabeza: «¡Dejadme salir!», con su eco de soledad.
—Bueno —dijo Gill—, si no me equivoco, tengo un caso esperándome en el campamento base.
—Lo que me recuerda —añadió él— que creo que anoche vi a tu amigo el periodista. Stevens se llamaba, ¿no? Es extraño que coincidiésemos en el mismo bar.
—No tan extraño. Él merodea también por esa clase de tugurios. Es curioso cuánto se parece a ti en ciertos aspectos. Pero no es tan atractivo —añadió, besándole de nuevo en la mejilla y levantándose de la silla metálica—. Volveré a verte antes de que te den el alta, pero ya sabes que no puedo hacer promesas concretas, sargento Rebus.
De pie parecía más alta de lo que Rebus la imaginaba. El pelo le cubrió las mejillas al inclinarse a darle otro beso, éste en la boca, y él miró el canalillo oscuro entre sus pechos. Se sentía cansado, muy cansado. Hizo un esfuerzo por mantener los ojos abiertos mientras ella se alejaba taconeando sobre los baldosines, sorteando a las enfermeras que caminaban como fantasmas con sus zapatos de suela de goma. Se irguió en la cama para poder ver sus piernas. Tenía las piernas bonitas. Eso sí lo recordaba. Las recordaba atenazándole los costados con los pies apoyados en sus nalgas. La recordaba tumbada sobre la almohada como una marina de Turner. Recordaba su voz susurrándole al oído, aquel susurro. «Sí, sí, John; oh, John, sí, sí, sí».
«¿Por qué dejaste el ejército?».
Y cuando se daba la vuelta se transformaba en aquella otra mujer, entre los gritos ahogados de su propio orgasmo.
«¿Por qué lo hiciste?».
Oh, oh, oh, oh.
Ah, el bendito secreto de los sueños.