Otra reunión de trabajo. A Rebus comenzaban a gustarle aquellas reuniones porque siempre existía la posibilidad de que acudiera Gill y que después pudieran ir juntos a tomar un café. La noche anterior habían cenado tarde en un restaurante, pero ella estaba cansada y le miraba de un modo extraño, inquiriéndole un poco más de lo habitual con sus ojos, sin gafas por primera vez, aunque se las volvió a poner mientras cenaban.
—Quiero ver lo que estoy comiendo.
Pero él sabía que veía perfectamente. Las gafas eran un refuerzo psicológico protector. Tal vez fuera una paranoia, o quizá simple cansancio, pero él sospechaba que se trataba de algo más, no sabía qué. ¿La había ofendido en algo? ¿Le había hecho algún desaire sin querer? Él también estaba cansado. Se fueron cada uno a su casa y él estuvo despierto en la cama, con ganas de no estar solo. Después volvió a tener aquel sueño del beso y se despertó como de costumbre, sudando y con los labios húmedos. ¿Habría otra carta? ¿Otro asesinato?
Se sentía fatal por la falta de sueño, pero le satisfizo la reunión, no sólo porque hubiera asistido Gill, sino porque había por fin indicios de una pista y a Anderson le urgía corroborarlo.
—Un Ford Escort azul claro —dijo Anderson. El director estaba sentado a su espalda, y su presencia le ponía nervioso—. Un Ford Escort azul claro —repitió Anderson enjugándose el sudor de la frente—. Tenemos informes de que se vio un coche así en el barrio de Haymarket la tarde en que apareció el cadáver de la primera víctima, y hay otros dos testigos que vieron a un hombre y una niña, la niña dormida, al parecer, en un coche como ése la noche en que desapareció la tercera víctima. —Anderson alzó la vista del documento para mirar a los ojos de todos los agentes presentes—. Quiero que den prioridad a este dato. Mejor dicho, quiero saber con detalle quiénes son los propietarios de Fords Escort azules en los Lothian y quiero esa información lo antes posible. Ya sé que han estado trabajando mucho, pero con un esfuerzo más podremos atraparlo antes de que cometa otro asesinato. El inspector Hartley ha confeccionado una lista de turnos. Si su nombre figura en ella, dejen lo que estén haciendo y dedíquense a localizar ese coche. ¿Alguna pregunta?
Gill Templer tomaba apuntes en su pequeña libreta, perfilando quizás una nota para la prensa. ¿Emitirían un comunicado de la reunión? Probablemente aún no. Esperarían a ver si obtenían algún resultado tras esa primera indagación, y si no averiguaban nada, pedirían ayuda a la población. A Rebus no le apetecía ese plan en absoluto: recabar datos sobre propietarios, recorrer los suburbios, interrogar a sospechosos, tratando de «intuir» si pertenecían a la categoría «probable» o «posible», organizar quizás un segundo interrogatorio. No, no le gustaba nada. Lo que le habría gustado era irse con Gill a su guarida y hacer el amor. Desde su observatorio junto a la puerta sólo podía verla de espaldas; había vuelto a llegar el último, por entretenerse en algo más de lo previsto con Jack Morton en el pub, donde habían tomado un almuerzo (líquido). Morton le comentó lo lento que iba el proceso de indagación puerta a puerta: cuatrocientas personas interrogadas, datos de familias enteras verificados dos veces, comprobación de los grupos habituales de chiflados y pervertidos. Y ninguna pista que arrojara luz sobre el caso.
Pero ahora tenían un coche, o eso pensaban. Era una evidencia tenue, pero era una posibilidad, al fin y al cabo. Rebus se sentía un poco orgulloso de la parte que le correspondía en la investigación, porque gracias a su tenaz escrutinio de referencias cruzadas habían podido establecer ese indicio. Quería comentárselo a Gill Templer y luego quedar con ella para otro día aquella semana; quería volver a verla, ver otra vez a alguien, porque su piso se estaba convirtiendo en una cárcel. Volvía a su casa sin ánimo, tarde, de noche o de madrugada, se metía en la cama y dormía sin preocuparse de limpiar ni de comprar comida (ni de robarla siquiera). No tenía tiempo ni ganas. Comía en los kebab y en los puestos de patatas y pescado frito, en las panaderías y chocolaterías que abrían temprano. Su palidez se acentuaba y su estómago gruñía como si no le quedase piel para distenderse; sólo continuaba afeitándose y poniéndose una corbata para estar mínimamente presentable. Anderson había reparado en que no llevaba las camisas muy limpias, pero no le había dicho nada de momento. Por un lado, tenía a Rebus en la lista de honor, como descubridor de la pista, y por otro lado, era evidente que no estaba de humor para aguantar amonestaciones.
La reunión tocaba a su fin. Nadie se hacía preguntas, salvo la obvia: «¿Hasta cuándo aguantaremos?». Rebus salió al pasillo para esperar a Gill, que cruzó la puerta con el último grupo, hablando plácidamente con Wallace y Anderson. El director le pasó la mano por la cintura en broma y con gesto amable al cruzar el umbral. Rebus miró con mala leche al variado trío de superiores. Miró a Gill, pero ella no pareció advertir su presencia y él volvió a sentirse como quien vuelve a la casilla de salida, uno del montón. Eso era el amor. ¿Quién se burlaba de quién?
El trío echó a andar pasillo adelante y él permaneció donde estaba, como un jovencito al que le han dado plantón, maldiciendo sin parar.
Otra vez le daban de lado, lo dejaban tirado.
«Por favor, John no me dejes.
»Por favor, por favor, por favor».
Y un grito resonaba en su recuerdo…
Sintió un mareo; resonaba en sus oídos aquel oleaje. Notó que se tambaleaba levemente y se apoyó en la pared buscando algo firme donde apoyarse, pero el muro palpitaba. Respiró profundamente y pensó en su infancia en aquella playa pedregosa, cuando se recuperaba de la depresión. También entonces había oído el oleaje. Poco a poco el suelo fue afirmándose, mientras los que pasaban le miraban burlones, sin que nadie se parase a ayudarle. Que se fueran a la mierda. Y a la mierda Gill Templer también. Ya se las arreglaría él solo. Dios le ayudaría. No pasaba nada. Lo único que necesitaba era un cigarrillo y un café.
Pero lo que realmente necesitaba era recibir unas palmaditas en la espalda, felicitaciones por el buen trabajo realizado, reconocimiento; necesitaba que alguien le dijera que todo se arreglaría; que no iba a pasarle nada.
Aquella tarde, ya con un par de copas encima después del trabajo, decidió seguir celebrándolo. Morton tenía que hacer un recado, pero, mejor. No necesitaba compañía. Caminó por Princes Street recreándose en las perspectivas de la noche. Al fin y al cabo era un hombre libre, tan libre como aquellos jovenzuelos apiñados delante de la hamburguesería que se pavoneaban, entre bromas, expectantes, ¿de qué? Lo sabía muy bien: de que llegara la hora de irse a su casa hasta el día siguiente. También él esperaba, a su manera, matando el tiempo.
En el Rutherford Arms encontró a un par de clientes a los que conocía de noches como ésta, desde que Rhona le dejó. Estuvo una hora bebiendo con ellos, sorbiendo la cerveza como si fuera leche materna. Hablaron de fútbol, de carreras de caballos y del trabajo; así pudo recuperar la tranquilidad. Era una típica conversación nocturna y se aferró a ella con ganas. Pero se dijo que más valía poco y bueno que mucho y malo, y se largó de pronto del bar, borracho, después de despedirse de los conocidos hasta la próxima, y se dirigió, caminando con cuidado hacia Leith.
Jim Stevens, sentado a la barra, vio por el espejo que Michael Rebus dejaba el vaso en la mesa y se dirigía a los servicios. Segundos después le seguía el hombre misterioso, que estaba sentado a otra mesa; sería para convenir otra entrega, porque no parecían llevar encima nada comprometedor. Stevens siguió fumando, a la expectativa. No había transcurrido un minuto cuando Rebus reapareció y se acercó a la barra a pedir otra consumición.
John Rebus no daba crédito a sus ojos al cruzar la puerta del pub. Le dio una palmada en el hombro a su hermano.
—¡Mickey! ¿Qué haces aquí?
Michael Rebus se quedó de piedra. El corazón se le subió a la garganta y tuvo un acceso de tos.
—Tomando una copa, John —dijo con evidente incomodidad—. Me has dado un susto con esa palmada —añadió esbozando una sonrisa.
—Era un simple saludo fraterno. ¿Qué estás bebiendo?
Mientras los dos hermanos hablaban, el otro hombre salió de los servicios y se marchó del bar sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Stevens lo observó marcharse, pero ahora su mente se planteaba otra cuestión: no podía dejar que el policía le viese, y dio la espalda a la barra como si buscara a alguien sentado a alguna mesa. Ahora estaba convencido. El policía tenía que estar en el ajo. Toda la movida había sido muy hábil, pero ahora estaba seguro.
—¿Así que vas a actuar en Leith? —dijo John Rebus. Animado por lo que ya había bebido, sentía que por fin las cosas iban mejorando; ahí estaba con su hermano, tomando aquella copa que siempre se prometían, y pidió dos cervezas acompañadas de sendos whiskies—. Aquí los sirven de cuarto de pinta, una buena medida —comentó a Michael.
Michael no dejaba de sonreír, como si su vida dependiera de ello, pero pensaba a toda velocidad en aquel batiburrillo de ideas. Lo que menos le convenía era beber más. Si se enteraban de aquello, a su contacto en Edimburgo le iba a parecer extraño, muy extraño. Si se enteraban, le quebrarían las piernas. Se lo habían advertido. ¿Qué estaba haciendo John por aquí? Parecía muy alegre, bebido, incluso, pero ¿y si era una trampa? ¿Y si habían detenido en la calle a su contacto? Se sentía como cuando de niño robaba del monedero de su padre y lo negaba y negaba durante semanas, con el pesar de la culpa en su corazón.
Culpable, culpable, culpable.
Mientras tanto, John Rebus bebía y charlaba, sin advertir el cambio de actitud de su hermano, pendiente ahora de lo que él decía. Para él, en aquel momento, lo único que contaba era el whisky y el hecho de que Michael iba a actuar en el local de un bingo de aquel barrio.
—¿Quieres que vaya a verte? —preguntó—. Así seré testigo de cómo se gana el pan mi hermano.
—Claro —contestó Michael jugueteando con el vaso de whisky en las manos—. John, será mejor que no beba. Tengo que tener la cabeza despejada.
—Sí, naturalmente. Necesitas que las misteriosas sensaciones confluyan en tu persona —comentó Rebus moviendo las manos como un hipnotizador, mientras Michael le miraba con los ojos desorbitados y sonriendo.
Jim Stevens cogió su cajetilla y, sin volverse, abandonó el ruidoso y enrarecido pub. Si hubiera habido menos ruido, habría podido oír lo que hablaban.
Rebus le vio salir.
—Creo que conozco a ése —comentó, señalando con la cabeza hacia la puerta—. Es un reportero del periódico local.
Michael Rebus mantuvo la sonrisa; tenía que sonreír a toda costa, aunque el mundo se viniera abajo.
El Bingo Río Grande era un antiguo cine. Habían eliminado las primeras doce filas de butacas para instalar tableros de bingo y taburetes, pero aun quedaban varias filas de asientos rojos y polvorientos, y el anfiteatro seguía intacto. John Rebus dijo que prefería sentarse arriba para no distraer a Michael y se encaminó al anfiteatro, detrás de un matrimonio anciano. Las butacas parecían cómodas, pero cuando optó por una de la segunda fila notó vibrar los muelles en las posaderas; se rebulló ligeramente para acomodarse y finalmente adoptó una postura estable sobre una sola nalga.
Abajo había bastante público, pero en la penumbra del descuidado anfiteatro sólo estaban él y la pareja. Oyó un taconeo por el pasillo, luego una pausa, y una mujer corpulenta entró en la segunda fila. Rebus no pudo por menos que alzar la mirada, y vio que ella le sonreía.
—¿Le importa que me siente a su lado? —dijo la mujer—. No espera a nadie, ¿verdad?
Tenía una mirada expectante, y Rebus asintió con la cabeza, sonriendo.
—Ya me lo parecía —añadió ella sentándose.
Él mantuvo la sonrisa. Por cierto, no había visto nunca a Michael tan alterado y tan sonriente. ¿Tan embarazoso le resultaba tropezarse con su hermano mayor? No, tenía que ser otra cosa; aquella sonrisa de Michael era como la de un ladronzuelo sorprendido in fraganti. Tendría que hablar con él.
—Yo vengo mucho al bingo, pero pensé que el espectáculo de hoy sería divertido, ¿sabe? Pero desde que murió mi marido —hizo una pausa pícara—, bueno, ya no es lo mismo. A mí me gusta salir de vez en cuando, ¿sabe? A todos nos gusta, ¿no? Así que me dije: voy a salir. Y no sé qué me hizo subir aquí. El destino, supongo.
Su sonrisa se amplió y Rebus también le sonrió.
Tenía poco más de cuarenta años e iba demasiado maquillada y perfumada, pero se conservaba bien. Hablaba como si hiciera días que no cruzase palabra con nadie, como si fuera importante para ella demostrar que podía hablar y que la escucharan, que la comprendiesen. A Rebus le dio lástima. Veía en ella algo de él mismo; no mucho, pero sí lo bastante.
—¿Y usted qué hace por aquí? —inquirió ella, forzándole a contestar.
—He venido a ver la actuación, igual que usted —respondió Rebus, sin atreverse a decirle que su hermano era el hipnotizador, para no dar pie a quién sabe qué preguntas.
—Ah, ¿le gusta este tipo de espectáculos?
—Es la primera vez que voy a ver uno.
—Yo también —añadió ella con otra sonrisa, de complicidad esta vez.
Tenían algo en común. Afortunadamente, en ese momento se apagaron las luces, las pocas que había, y en el escenario se encendió un foco y apareció un presentador. La mujer abrió el bolso, sacó una ruidosa bolsa de caramelos duros y le ofreció a Rebus.
A Rebus, para su sorpresa, le gustó el espectáculo, pero no tanto, ni mucho menos, como a la mujer sentada a su lado, que se rió a carcajadas al ver a un voluntario del público quitarse los pantalones en el escenario y recorrer el pasillo del patio de butacas moviéndose como si nadara. Michael le hizo creer a otro cobaya voluntario que se moría de hambre; a una mujer le hizo creerse que era una bailarina de striptease haciendo un número y a otro hombre le hizo creer que se moría de sueño.
Aunque el espectáculo le parecía divertido, Rebus comenzó a cabecear, a consecuencia del exceso de copas, la falta de sueño y la desangelada oscuridad del teatro. Le despertó la ovación final del público. Michael, sudoroso en su deslumbrante indumentaria escénica, recibía los aplausos muy complacido y salió a saludar de nuevo cuando la mayoría del público se estaba levantando. Le había dicho a su hermano que tenía que irse enseguida a casa y que no se verían al final del espectáculo, y que ya le llamaría para saber si le había gustado.
Y John Rebus se había quedado dormido en plena actuación.
Pero ahora se sentía recuperado, e incluso cuando la mujer le invitó a tomar una copa en un bar cercano, aceptó. Salieron del teatro cogidos del brazo, sonrientes. Rebus se sentía relajado, como un muchacho. Aquella mujer le trataba como si fuera su hijo, verdaderamente, y a él le gustaba que fuera tan cariñosa. Bueno, una última copa y luego a casa. La última.
Jim Stevens los vio salir del teatro. Todo aquello le estaba resultando muy extraño. Ahora Rebus se desentendía de su hermano y se iba con una mujer. ¿Qué significaba aquello? Desde luego, tendría que contárselo a Gill en cuanto se le presentara la ocasión. Stevens, sonriente, guardó la instantánea en su archivo mental de escenas similares. De momento, había sido una noche fructífera.
¿Dónde, pues, aquel amor materno se transformó en contacto físico? ¿Quizás en el pub, cuando sus dedos enrojecidos le magrearon el muslo? ¿Afuera, cuando él le rodeó torpemente el cuello con los brazos tratando de besarla? ¿O en su piso, que olía a humedad y al marido, tendidos en un viejo sofá y dándose la lengua?
Daba igual. Era demasiado tarde para lamentarlo, o demasiado pronto. Así que la siguió sumiso cuando se encaminó al dormitorio, se dejó caer en la enorme cama de matrimonio con somier, gruesas mantas y edredón, y observó cómo se desvestía a oscuras. La cama era como la que él tenía de niño, cuando no había más que una bolsa de agua caliente para combatir el frío, montones de mantas rasposas y edredones. Camas pesadas y sofocantes, la antítesis del descanso.
Daba igual.
A Rebus no le deleitaban los detalles de aquel cuerpo recio y tuvo que dirigir el pensamiento hacia otras cosas; sus manos en aquellos pechos bien sobados le recordaban sus últimas noches con Rhona; tenía unas pantorrillas gruesas, al contrario que Gill, y un rostro marcado por la experiencia, pero era una mujer y estaba con él, así que se abstrajo de todo, la estrechó entre sus brazos y se dispuso a pasarlo bien. Pero le agobiaba la pesadez de aquella cama; era como estar en una jaula, se sentía pequeño, atrapado y aislado del mundo. Intentó rechazar aquella idea, aquel recuerdo de Gordon Reeve y él, sentados los dos a solas, oyendo los gritos en las otras celdas, mientras aguantaban y resistían, juntos de nuevo. Vencedores, pero derrotados. Su corazón latía al compás de los gemidos de ella, y ahora le sonaban alejados. Sintió que una primera oleada de repugnancia absoluta le golpeaba el estómago como una porra, y sus manos subieron hasta la garganta fofa y blanda del cuerpo que tenía debajo. Ahora oía unos gemidos inhumanos, como proferidos por un gato o una plañidera; apretó más y sintió en los dedos cómo la tela de la sábana aprisionaba la piel, arrastrándole sin remisión a un mortífero fin, ponzoñoso. No tendría que haber sobrevivido. Debería haber muerto entonces, en aquellas celdas malolientes como pocilgas, bajo los chorros a presión y los incesantes interrogatorios. Pero había sobrevivido. Había sobrevivido y se estaba corriendo.
«Él solo, totalmente solo.
»Y los gritos.
»Los gritos.»
Rebus sintió debajo de él un borboteo en el momento en que su cabeza iba a estallarle y cayó desmayado sobre aquel cuerpo medio asfixiado, como si alguien hubiera accionado un interruptor.