Los medios de comunicación, conscientes de que «el Estrangulador de Edimburgo» no iba a desaparecer, cogieron la historia por las bravas y crearon un monstruo. En los mejores hoteles de la ciudad se alojaban equipos de televisión, con gran alborozo de la ciudad, ya que aún no había empezado la temporada turística.
Tom Jameson era tan astuto como cualquier otro director de periódico y dedicó un equipo de cuatro reporteros a cubrir el caso, pero no se le escapaba que Jim Stevens no estaba rindiendo como era habitual en él; parecía vagamente desinteresado, mala señal en un periodista, y eso le preocupaba. Stevens era su mejor reportero, la marca de la casa. Tendría que hablar con él.
A medida que crecía el interés por el caso, Rebus y Gill Templer vieron reducirse su relación a simples contactos telefónicos y a encuentros en las reuniones convocadas en jefatura o en otras dependencias. Rebus apenas pasaba ya por su comisaría; era, en definitiva, una víctima en un caso de homicidio, obligado a no pensar en otra cosa durante el día. Pero pensaba en muchas otras cosas: en Gill Templer, en las cartas, en el incordio de que su coche no pasara la ITV. Y al mismo tiempo observaba a Anderson, el padre del amante de Rhona. Lo notaba cada vez más ansioso por encontrar alguna pista, una motivación, algo. Era casi un placer ver cómo se desesperaba.
En cuanto a las cartas, Rebus ya había descartado a su mujer y a su hija. Una tenue señal en la última misiva de Nudos, examinada por los de la científica (a costa de una pinta de cerveza), había resultado ser sangre. ¿Se habría arañado el asesino en un dedo al cortar el bramante? Era otro misterio. La vida de Rebus estaba llena de misterios y el último de ellos era adónde iba a parar su cuota diaria de reserva de diez cigarrillos. Abría la cajetilla a última hora de la tarde, los contaba y descubría que ya se los había fumado. Era absurdo; no recordaba haber fumado un solo cigarrillo, y menos diez. Pero un recuento de las colillas del cenicero aportaba la evidencia empírica de lo contrario. Qué cosa más rara: era como si estuviera eliminando parte de su vida consciente.
Le habían destinado a la sala de operaciones del caso en jefatura, mientras que el pobre Jack Morton seguía encargándose de las pesquisas puerta a puerta. En su actual posición, Rebus tenía la ventaja de ser testigo de cómo Anderson coordinaba el cotarro; no era de extrañar que el hijo le hubiera salido tonto. También se encargaba de atender las llamadas —desde los que pretendían ayudar hasta los chiflados que llamaban para confesarse autores de los crímenes— y de dirigir los interrogatorios que se llevaban a cabo a cualquier hora del día o de la noche. Había centenares de declaraciones por archivar y ordenar con arreglo a ciertas pautas de relevancia; era una tarea ingente, pero siempre cabía la posibilidad de captar alguna pista y no podía bajar la guardia.
En la atestada cantina se fumó el cigarrillo número once de la jornada, autoengañándose con que formaba parte de la cuota del día siguiente, y leyó el periódico. Ahora los titulares hacían alarde de adjetivos cada vez más impactantes, después de agotar el repertorio habitual. Los crímenes horripilantes y malignos del estrangulador; ese hombre perturbado, el diabólico obseso sexual (prescindían del hecho de que no había agredido sexualmente a las víctimas). ¡Maníaco asesino de colegialas! «¿Qué hace la policía? Ninguna tecnología puede sustituir la confianza que infundían antes los agentes que hacían las rondas urbanas. LOS ECHAMOS DE MENOS.» Era la «Crónica de nuestro corresponsal criminalista Jim Stevens». Rebus recordó al tipo fornido de la fiesta y la cara que puso cuando Gill pronunció el apellido Rebus. Qué raro. Todo era muy raro. Dejó el periódico. Periodistas… Bueno, que le fuese bien a Gill en su trabajo. Escrutó la foto desenfocada en la primera página del tabloide: una niña de pelo corto que sonreía nerviosa, como si la hubieran sorprendido sin previo aviso; tenía una mella en los dientes delanteros. Pobre Nicola Turner, de doce años, alumna de un instituto del sector sur. No guardaba relación alguna con las otras víctimas ni existían vínculos visibles entre ellas y, lo que era más, el asesino había aumentado el parámetro de edad de las víctimas al matar a una estudiante de instituto. Por lo tanto, no había una pauta estrictamente regular en su elección del grupo de edad. Persistían los aspectos aleatorios, para desgracia de Anderson.
Pero Anderson no iba a admitir que el asesino tenía a sus agentes con las manos atadas. Y con buenos nudos. Tenía que haber pistas; tenía que haberlas. Rebus se tomó el café y sintió que la cabeza le daba vueltas; se veía como un detective de novela negra barata, y no deseaba otra cosa que llegar a la última página y acabar con aquella pesadilla, aquel vértigo mortífero que enloquecía sus oídos.
De vuelta al centro de operaciones, agrupó los informes sobre llamadas recibidas mientras él estaba en la cafetería. Los telefonistas trabajaban a tope, y un teletipo imprimía sin cesar datos considerados útiles para el caso y enviados por las fuerzas policiales de todo el país.
Anderson se abrió paso entre el barullo como quien está nadando en melaza.
—Necesitamos localizar un coche, Rebus. Un coche. Quiero tener en mi mesa todos los informes sobre hombres que hayan sido vistos con una niña en un coche. Quiero saber cuál es el coche de ese hijo de puta.
—Sí, señor.
Y volvió a marcharse, abriéndose paso entre aquella melaza capaz de ahogar a cualquier ser humano, menos al incombustible Anderson, inmune a cualquier peligro. Era arriesgarse demasiado, pensó Rebus, manoseando los montones de papeles que se acumulaban en su mesa y que se suponía debía ordenar de algún modo.
Coches. Anderson quería coches, pues tendría coches. Había testimonios jurados sobre la Biblia a propósito de un Escort azul, un Capri blanco, un Mini morado, un BMW amarillo, un TR7 plateado, una ambulancia transformada, una camioneta de helados (el informador tenía acento italiano y deseaba permanecer en el anonimato) y un enorme Rolls-Royce con matrícula británica personalizada. Y con toda aquella información disponible… ¿Qué? Más puerta a puerta, más registros de llamadas telefónicas, más interrogatorios, más papeleo y más chorradas. Daba igual; Anderson se abriría paso a nado, imperturbable en su desquiciado mundo, y al final saldría de aquello limpio y reluciente, indemne, como un anuncio de detergente. Tres hurras.
Hip, hip.
A Rebus no le habían gustado las chorradas durante sus años en el ejército, y eso que había tenido que pasar por unas cuantas. Había sido un buen soldado, un soldado excelente en lo que respecta a lo militar. Pero tuvo un arrebato y se apuntó al escuadrón aéreo de las Fuerzas Especiales, y allí sí que hubo chorradas, y una increíble ración de brutalidad. Allí, le habían hecho correr desde la estación hasta el campamento delante de un sargento en jeep; le habían martirizado con marchas de veinticuatro horas, instructores brutales y Dios sabe qué. Y cuando Gordon Reeve y él se graduaron, los SAS los sometieron a una prueba más, otra vuelta de tuerca, aislándolos, interrogándolos, haciéndoles pasar hambre, envenenándoles, sólo para que dieran alguna información sin valor, unas palabras que sirvieran como prueba de que no habían aguantado. Dos animales desnudos, temblorosos, con una bolsa atada a la cabeza, abrazados para darse calor.
—Quiero esa lista antes de una hora, Rebus —dijo Anderson al pasar por su lado.
Tendría la lista. Tendría su libra de carne.
Jack Morton llegó con cara de pocos amigos y mucho dolor de pies, y pasó cabizbajo junto a Rebus con un montón de papeles bajo el brazo y un cigarrillo en la otra mano.
—Mira esto —dijo levantando una pierna; tenía un desgarrón en el pantalón.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Rebus.
—¿Qué crees? Me persiguió un puñetero alsaciano enorme; eso es lo que me ha pasado. ¿Me van a indemnizar? Una mierda.
—De todos modos, puedes solicitarlo.
—¿Para qué? Sólo serviría para quedar como un imbécil.
Morton arrastró una silla hacia la mesa.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, sentándose con alivio.
—Busco coches. Muchos coches.
—¿Te apetece tomar una copa después?
Rebus miró el reloj, pensativo.
—Me apetecería, Jack, pero estoy pendiente de concertar una cita.
—¿Con la encantadora inspectora Templer?
—¿Cómo te has enterado?
Rebus se sentía genuinamente sorprendido.
—Venga, John. Con un policía no funcionan esa clase de secretos. Pero ve con cuidado. Ya conoces el reglamento.
—Sí, claro. ¿Lo sabe Anderson? ¿Ha comentado algo?
—No.
—Pues será que no sabe nada, ¿no crees?
—Serías un buen policía, hijo. Pierdes el tiempo en el cuerpo.
—Y que lo digas, papá.
Rebus encendió el cigarrillo número doce. Era cierto, no se podían guardar secretos en una comisaría, al menos ante los otros agentes, pero esperaba que Anderson y el dire no se enterasen.
—¿Has tenido suerte con el puerta a puerta? —preguntó.
—¿Tú qué crees?
—Morton, tienes la molesta manía de contestar a una pregunta con otra.
—¿Ah, sí? Debe ser porque me paso todo el día haciendo preguntas, ¿no?
Rebus miró los cigarrillos que tenía. Se estaba fumando el número trece. Era absurdo. ¿Dónde había ido a parar el número doce?
—John, te digo que no vamos a averiguar nada. Nadie ha visto nada, nadie sabe nada. Es como una conjura.
—A lo mejor es que es una conjura.
—¿Y ha quedado establecido que los tres homicidios son obra de un solo individuo?
—Sí.
El inspector jefe no era partidario de malgastar palabras, sobre todo con la prensa. Estaba sentado imperturbable detrás de la mesa con las manos entrelazadas ante él, y Gill Templer estaba a su derecha. Ella llevaba las gafas en el bolso, una medida innecesaria, porque veía perfectamente sin ellas y en el trabajo no se las ponía salvo en ocasiones especiales. ¿Por qué se las habría puesto en la fiesta? Para ella era como llevar un collar; además, le parecía interesante calibrar las reacciones que suscitaba con ellas o sin ellas. Cuando se lo comentaba a sus amigas, la miraban pasmadas, como si hablara en broma. Quizá todo tenía su origen en aquel primer novio suyo que le decía que, para él, las chicas con gafas eran las mejores para follar. Hacía de eso quince años, pero no se le había olvidado la cara que puso él al decírselo, su sonrisa, aquella chispa en sus ojos. Y recordaba también su propia reacción, su sorpresa ante la palabra «follar». Ahora aquello le hacía sonreír. Ahora ella decía palabrotas, como sus colegas masculinos; y también por ver su reacción. Para Gill Templer todo era un juego, todo menos su trabajo. No había llegado a inspectora por suerte ni por su cara bonita, sino gracias a su empeño y eficacia profesional, y a su voluntad de ascender hasta donde la dejasen. Bien, ahora estaba allí, sentada junto al inspector jefe, una figura simbólica en aquel tipo de convocatorias, porque era ella quien hacía los preparativos, quien informaba previamente al inspector jefe y quien se las tenía que ver con los periodistas; todos lo sabían. El inspector jefe añadía el peso de su veteranía a la ceremonia, pero Gill Templer era quien daba a los periodistas los «extras», esos pequeños datos que no se abordaban en la conferencia de prensa.
Nadie lo sabía mejor que Jim Stevens, que estaba sentado al fondo de la sala, fumando sin quitarse el cigarrillo de la boca y sin apenas escuchar al inspector jefe. Pero tomaba nota de algunas frases para su uso futuro; al fin y al cabo, era periodista y los hábitos no se pierden. El fotógrafo, un jovencito que cambiaba nerviosamente los objetivos cada cinco minutos, se había ido con el carrete completo. Allí estaban todos. Los veteranos de la prensa escocesa y los corresponsales ingleses. Escoceses, ingleses o griegos, daba igual; los periodistas siempre tenían aspecto de periodistas; rostros enérgicos, fumadores, con camisa de uno o dos días; no parecían bien pagados y, sin embargo, estaban muy bien pagados, y con más complementos que la mayoría, pero se lo ganaban porque trabajaban sin parar, estableciendo contactos, husmeando por grietas y rincones, molestando a mucha gente. Observó a Gill Templer. ¿Qué sabría de John Rebus? ¿Estaría dispuesta a contárselo? Al fin y al cabo, seguían siendo amigos. Aún seguían siéndolo.
Tal vez no muy buenos amigos; no, desde luego, no muy buenos amigos, y eso que él lo había intentado. Y ahora, ella y Rebus… Ya desenmascararía a aquel cabrón, si es que había algo. Sí, claro que habría algo. Lo intuía. Entonces a ella se le abrirían los ojos, de golpe. Entonces, ya veríamos. Ya estaba preparando el titular: algo en la línea «¡Compañeros de armas, compañeros de delitos!». Sí, eso sonaba bien. Los hermanos Rebus entre rejas, y todo gracias a su trabajo personal. Centró de nuevo su atención en el caso policial. Bah, era muy fácil sentarse y escribir algo sobre la ineptitud policial, sobre el supuesto maníaco. Pero, claro, era el tema del momento. Y allí estaba Gill Templer para contemplarla.
—¡Gill!
La alcanzó cuando iba a subir al coche.
—Hola, Jim —dijo ella fría, profesional.
—Oye, quería disculparme por mi comportamiento en la fiesta. —Llegaba sin aliento por la breve carrera a través del aparcamiento, y profirió la frase entrecortadamente—. Bueno, es que estaba borracho. Perdona, de todos modos.
Pero Gill le conocía de sobra y sabía que era un mero preludio a una pregunta o a una demanda. Sintió lástima por él, lástima de su pelambrera rubia que necesitaba un lavado, lástima de aquel cuerpo no muy alto, fornido —que ella había supuesto poderoso—, de sus intempestivos temblores, como si tiritara de frío. Pero la lástima no le duró mucho: había tenido una jornada agotadora.
—¿Y por qué me lo dices ahora? Podrías haberte disculpado en la conferencia del domingo.
Él sacudió la cabeza.
—No estuve en la conferencia del domingo; tenía resaca. ¿No notaste mi ausencia?
—¿Por qué habría de notarla? Estaba lleno de gente, Jim.
La respuesta le dejó cortado, pero no replicó.
—Bueno, en cualquier caso, perdona. ¿De acuerdo?
—Vale —añadió ella dispuesta a subir al coche.
—Si quieres, te invito a tomar algo. Para ratificar mis disculpas, por así decir.
—Lo siento, Jim, Tengo cosas que hacer.
—¿Alguna cita con ese Rebus?
—Puede.
—Ten cuidado, Gill. Quizás ése no es lo que parece.
Gill Templer se irguió junto al coche.
—Bueno —añadió Stevens—, simplemente, ve con cuidado, ¿vale?
De momento no diría más. Había sembrado la duda y dejaría que creciese. Ya le haría otras preguntas más adelante, y entonces ella tal vez le contaría algo. Dio media vuelta y se alejó con las manos en los bolsillos camino del Bar Sutherland.