—Hola, papá.
Tenía once años pero parecía mayor, hablaba y sonreía como una joven, como si fuese casi a cumplir veintiuno. Ése era el resultado de que su hija viviera con Rhona. Al darle un beso en la mejilla pensó en la despedida de Gill. Olía a perfume y llevaba una leve sombra de maquillaje en los ojos.
Sintió deseos de matar a Rhona.
—Hola, Sammy —dijo.
—Mamá dice que, como ya voy siendo mayor, deberían llamarme Samantha, pero bueno, creo que no importa que tú me llames Sammy.
—Ah, bien; tu madre tiene razón, Samantha.
Miró de reojo a su mujer que se alejaba; una silueta lograda gracias al sometimiento férreo del cuerpo al corsé, y observó complacido que no se conservaba tan bien como él había creído a través de sus escasas conversaciones por teléfono. Ahora, sin mirar atrás, subía al coche, un modelo pequeño y caro, pero con una abolladura lateral que levantó la moral de Rebus.
Rememoró cuánto se había deleitado haciendo el amor con aquel cuerpo; la carne suave —el relleno, como ella decía— de sus muslos y de su espalda. Un momento antes ella le había dirigido una mirada de frialdad y extrañeza, cuando advirtió en sus ojos aquel brillo de la satisfacción sexual, y acto seguido dio media vuelta. Así que, efectivamente, aún podía leer en su corazón.
—Bueno, ¿qué te gustaría hacer?
Se habían detenido a la entrada del parque de Princes Street, cerca de los lugares más turísticos de Edimburgo. Por Princes Street, con sus tiendas cerradas en domingo, deambulaban algunos peatones, y en los bancos del parque había gente echando migas a las palomas y a las ardillas canadienses, o leyendo los periódicos del domingo. Al fondo se alzaba el Castillo, con su bandera ondeando briosa al viento. El misil gótico del monumento a Escocia señalaba religiosamente a los fieles la dirección correcta, pero a los turistas que lo fotografiaban con sus costosas cámaras japonesas no parecía interesarles mucho las connotaciones simbólicas del monolito ni les importaba como tal, sólo querían tomar una instantánea para enseñársela a sus amistades al volver a su país. Los turistas dedicaban tanto tiempo a fotografiar cosas que realmente no veían nada, a diferencia de los grupos de jóvenes, tan ocupados en disfrutar de la vida e indiferentes a captar falsas impresiones de la misma.
—Bueno, ¿qué te gustaría hacer?
Estaban en la versión turística de la capital. A los turistas no les interesaban las barriadas periféricas; nunca se aventurarían por Polton, Niddrie o Oxgangs, ni tendrían que entrar en ningún edificio con meadas a detener a nadie; no les impresionarían los camellos y los yonquis de Leith, la habilidosa corrupción de los prohombres de la ciudad ni los pequeños hurtos de una sociedad tan abocada al materialismo que robar era la única reacción ante lo que consideraban como necesario. Y, casi con toda seguridad, no sabrían nada (al fin y al cabo no venían a Edimburgo a leer los periódicos y ver la televisión) de la nueva estrella de los medios de comunicación, el asesino de niñas que la policía no había logrado capturar aún, el asesino que traía de cabeza a las fuerzas de la ley y el orden, carentes de pistas, de indicios, sin ninguna maldita posibilidad de atraparle hasta que cometiera algún error. Sentía lástima por Gill por su trabajo. Sentía lástima por Edimburgo, por sus maleantes y bandidos, sus prostitutas y jugadores, sus eternos perdedores y ganadores.
—Bueno, ¿qué te gustaría hacer?
Su hija se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿Pasear? ¿Comer una pizza? ¿Ir al cine?
Pasearon.
John Rebus conoció a Rhona Phillips cuando acababa de entrar en la policía. Antes de ingresar en el cuerpo había sufrido una depresión nerviosa («¿Por qué dejaste el ejército, John?») de la que se recuperó en un pueblo pesquero de la costa de Fife, aunque a Michael no le dijo nada de aquella cura de reposo.
En sus primeras vacaciones desde que ingresó en el cuerpo —sus primeras auténticas vacaciones en años, pues la anteriores las había dedicado a preparar los exámenes—, Rebus volvió a aquel pequeño pueblo, y allí conoció a Rhona. Era maestra, había pasado por un lamentable y breve matrimonio, y vio en John Rebus un marido firme y responsable, una persona batalladora, pero también alguien a quien ofrecer cariño, ya que su fortaleza no acababa de ocultar alguna flaqueza interior. Pronto pudo comprobar que le atormentaban sus años en el ejército y, sobre todo, su paso por los «servicios especiales»; había noches en que se despertaba llorando, y a veces rompía en llanto en silencio cuando hacían el amor, y sus gruesas lágrimas humedecían sus pechos. No hablaba mucho de aquello y ella no insistía; sabía que él había perdido un amigo durante el curso de entrenamiento. Era todo cuanto sabía, y él se acogía a la faceta infantil y maternal de ella. A Rhona le parecía ideal. Demasiado ideal.
No era el hombre ideal. Él no habría debido casarse. Vivieron bastante felices; Rhona enseñaba literatura inglesa en Edimburgo hasta que nació Samantha; a partir de entonces, las persistentes discusiones y pugnas de poder, por resentimiento y celos fueron haciéndose cada vez más agrias. ¿Se entendía ella con otro profesor de su colegio? ¿Estaba él con otra cuando decía que se quedaba haciendo turnos dobles? ¿Tomaba ella drogas a espaldas de él? ¿Aceptaba él sobornos sin que ella lo supiera? En realidad, no sucedía nada de eso, pero, en cualquier caso, no parecía que eso fuera lo importante. No, lo que se cernía sobre ellos era algo peor, pero ninguno de los dos percibió lo inevitable hasta que fue demasiado tarde, y siguieron consolándose cariñosamente y reconciliándose, como en las telenovelas moralistas. Tenían que pensar en la niña, se decían.
La niña, Samantha, era ya una jovencita, y Rebus se dio cuenta de que estaba contemplándola con admiración y mala conciencia (otra vez) mientras paseaban por el parque, por las cercanías del Castillo y camino del cine ABC, en Lothian Road. No es que fuera una belleza, pues ésta era una cualidad exclusiva de las mujeres adultas, pero iba camino de serlo con una inefable e impresionante confianza que, al mismo tiempo, le daba miedo. Al fin y al cabo, era su padre. Era lógico que sintiera cierta preocupación.
—¿Quieres que te cuente una cosa del nuevo novio de mamá?
—Sabes muy bien que sí.
Ella lanzó una risita; conservaba rasgos de niña pequeña, pero incluso la risa resultaba ahora distinta, parecía más controlada, más de mujer.
—Por lo visto es poeta, pero aún no le han publicado nada. Sus poemas son una porquería, pero mamá se lo calla. Piensa que su… ya sabes, es una maravilla.
¿Aquella manera de hablar como una persona adulta era para impresionarle? Eso debía de ser.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Rebus, estremeciéndose por aquella inopinada vanidad.
—No lo sé. Veinte años tal vez.
Dejó de estremecerse y casi se tambaleó. Veinte años. Rhona se había vuelto una infanticida, Dios mío. ¿Qué efecto causaría todo ello en Sammy? ¿En Samantha, la fingida adulta? No quería ni pensarlo; pero él no era psicoanalista. Ésa era la especialidad de Rhona, o lo había sido.
—De verdad, papá, es un poeta horroroso. Yo escribo mejores poemas en mis ejercicios del colegio. Después del verano ingresaré en el instituto. Tiene gracia, ir a la escuela donde da clases mamá.
—¿De verdad? —Rebus se había dado cuenta de que había algo que le molestaba: un poeta de veinte años—. ¿Cómo se llama ese chico? —inquirió.
—Andrew. Andrew Anderson —contestó ella—. ¿No suena gracioso? Bueno, la verdad es que es majo, pero un poco raro.
Rebus lanzó una maldición para sus adentros: el hijo de Anderson, el hijo aprendiz de poeta del temido Anderson se acostaba con la exmujer de Rebus. ¡Qué ironía! No sabía si echarse a reír o llorar. Reírse parecía lo más adecuado, aunque no mucho.
—¿De qué te ríes, papá?
—De nada, Samantha. Es que estoy contento. ¿Qué decías?
—Que mamá le conoció en la biblioteca. Vamos mucho a la biblioteca, porque a mamá le gusta la literatura; yo prefiero novelas de amor y de aventuras. Los libros que mamá lee yo no los entiendo. ¿Tú leías los mismos libros que ella… antes de…?
—Sí, leíamos los mismos libros, pero yo tampoco los entendía, así que no te preocupes. Me alegra que leas mucho. ¿Cómo es la biblioteca?
—Muy grande, pero van muchos vagabundos a dormir y a pasar el tiempo. Piden un libro, se sientan y se duermen. ¡Y qué mal huelen!
—Pues no te acerques a ellos, ¿sabes? Mejor dejarles que se junten entre ellos.
—Sí, papá.
Asentía a sus palabras con cierta reticencia, como dándole a entender que sus consejos paternales eran innecesarios.
—¿Te apetece ir al cine?
Pero el cine estaba cerrado, así que fueron a una heladería en Tollcross. Rebus contempló cómo Samantha elegía seis gustos distintos para un superhelado. Estaba todavía en la edad en que se come sin engordar. Rebus sintió complejo por su panza culpable, por no negarle nada a su estómago. Pidió un capuchino sin azúcar y miró por el rabillo del ojo a un grupo de chavales que había en otra mesa y que miraban hacia ellos entre cuchicheos y risitas, atusándose el pelo y fumando como si el tabaco fuese fuente de vida. De no haber estado con Sammy, los habría detenido por atentar contra su propio crecimiento.
Además, le daba envidia verles fumar. Cuando iba con su hija no fumaba porque a ella no le gustaba que lo hiciera. La madre de Sammy también le decía a gritos que dejase de fumar, y le escondía el tabaco y el mechero, pero él tenía escondrijos con cigarrillos y cerillas por toda la casa. Había continuado fumando sin hacerle caso, y a veces irrumpía en el cuarto con un pitillo en los labios y una sonrisa victoriosa, y Rhona le gritaba que lo apagase y le perseguía por la habitación, entre los muebles, braceando inútilmente para quitárselo de la boca.
Eran tiempos felices, tiempos de rencillas amorosas.
—¿Qué tal el colegio?
—Bien. ¿Tú trabajas en ese caso de asesinatos?
—Sí.
Dios, sería capaz de matar por un cigarrillo, de arrancarle la cabeza a uno de aquellos jovenzuelos.
—¿Atraparéis al asesino?
—Sí.
—Papá, ¿qué les hace a las niñas? —preguntó mirando fijamente, como quien no quiere la cosa, la copa de helado casi vacía.
—No les hace nada.
—¿Sólo las mata?
Sus labios estaban desvaídos. Sí, volvía a ser su niña, su hijita indefensa, y le dieron ganas de abrazarla y reconfortarla, y de decirle que el mundo perverso estaba lejos de allí, que con él estaba segura.
—Eso es —contestó.
—Menos mal que sólo hace eso.
Los chicos lanzaban silbidos para atraer la atención de Sammy. Rebus sintió que enrojecía. En cualquier otra ocasión se habría abalanzado sobre ellos para imponer la fuerza de la ley ante sus caritas perplejas. Pero no estaba de servicio; estaba pasando la tarde con su hija, caprichoso resultado de un orgasmo entre gruñidos, un orgasmo en el que un afortunado espermatozoide había alcanzado la meta, cuando, seguramente, Rhona estiraba ya el brazo para coger el libro que estaba leyendo, quitándose de encima, sin musitar palabra, el cuerpo extenuado del amante. ¿Habría estado pensando en el libro todo el rato? Tal vez. Y él, el amante, se sentía desinflado y vacío, un espacio huero, como si aquello no hubiera sido un intercambio. Ése era el triunfo de Rhona.
«Y él le pedía a gritos un beso. Un grito de anhelo, de soledad.
»¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!»
—Venga, vámonos.
—Bueno.
Pasaron por delante de la mesa de los excitados chavales, que con sus caras de lujuria apenas disimulada, se alborotaban como monitos, y Samantha dirigió una sonrisa a uno de ellos. «¡Le había sonreído a uno!».
Rebus, aspirando una bocanada de aire fresco, se preguntaba adónde iría a parar su mundo, y pensó si sus razones para creer en otra realidad no estarían motivadas por lo odiosa y triste que era la vida cotidiana. Si no había más que eso, la vida era la invención más deplorable de la historia. Podría matar a aquellos críos y querría ahogar a su hija para protegerla de lo que ella misma quería… y obtendría. Comprendió que no tenía nada que decirle ni nada que objetar a lo que aquellos chicos hacían; que él no tenía nada en común con ella, a excepción de su propia sangre, mientras que ellos lo tenían todo en común con Samantha. El cielo estaba oscuro como en una ópera de Wagner, oscuro como el pensamiento de un asesino. Imágenes de oscuridad mientras el mundo de John Rebus saltaba en pedazos.
—Es la hora —dijo ella; a su lado, pero mucho mayor que él, mucho más llena de vida—. Es la hora.
Y lo era.
—Démonos prisa, que va a llover —dijo Rebus.
Se sentía cansado y recordó que no había dormido, que había dedicado la breve noche a una tarea hercúlea. Cogió un taxi para volver a casa —a la mierda el gasto— y llegó casi arrastrándose por la escalera hasta la puerta de su piso. Olía muy fuerte a meados de gato. Dentro, en el suelo, había una carta sin sello. Lanzó una maldición. El malnacido se movía como quería sin que lo descubrieran. Abrió el sobre y leyó la nota.
NO VAIS A NINGUNA PARTE,
¿VERDAD? A NINGUNA PARTE. FIRMADO
Firmado no estaba; no había ninguna firma escrita. Pero dentro del sobre, como en un jueguecito de niños, apareció el bramante con nudo.
—¿Qué te traes entre manos, señor Nudos? —dijo Rebus cogiendo el bramante—. ¿A qué viene esto?
El piso estaba como una nevera: otra vez había saltado el automático.