10

—No te conozco, pero pasa, pasa.

Unas personas a las que no conocía de nada cogieron el abrigo y los guantes de Rebus, más la botella de vino que traía, y se vio sumergido en una de esas fiestas tan concurridas, ruidosas y llenas de humo, en las que es fácil sonreír a todo el mundo pero resulta casi imposible conocer a nadie. Del vestíbulo pasó a la cocina y, a través de otra puerta, a la sala de estar.

Habían puesto contra la pared las sillas y la mesa, y el espacio libre estaba atestado de parejas que se contorsionaban entre gritos, los hombres sin corbata y con la camisa pegada al cuerpo.

Al parecer, la fiesta había comenzado antes de lo que él pensaba.

Vio algunas caras conocidas entre la gente sentada en el suelo, a dos inspectores, a quienes casi tuvo que pasar por encima para entrar en la sala. Vio que en la mesa, al fondo, había botellas y vasos de plástico, y le pareció un buen punto de observación, menos arriesgado que otros.

Pero el problema era llegar hasta allí; vinieron a su memoria los entrenamientos de asalto de su época en el ejército.

—¡Eh, hola!

Cathy Jackson, moviéndose como una muñeca de trapo, se le vino encima durante unos instantes y se alejó, llevada por un tipo grandullón —muy grandullón— con el que fingía bailar.

—Hola —dijo Rebus con un intento de sonrisa que pareció más bien una mueca.

Consiguió llegar al punto relativamente seguro de la mesa con bebidas y se sirvió un chupito de whisky. Eso para empezar. A continuación observó cómo Cathy Jackson (por quien se había bañado, acicalado, cepillado, peinado y echado colonia) metía la lengua en la cavernosa boca de su pareja. Casi le daban náuseas. ¡Su previsible pareja para la velada se escaqueaba! Así aprendería a ser optimista. ¿Y ahora, qué? ¿Largarse discretamente o inventar cualquier cosa para iniciar una conversación con alguien?

Un hombre fornido que, con toda evidencia, no era policía, salió de la cocina en aquel momento y, con un pitillo en la boca y un vaso vacío en cada mano, se acercó a la mesa.

—Qué desastre —exclamó sin dirigirse a nadie en particular, mientras buscaba entre las botellas—, esto es bastante aburrido, ¿no? Perdone que lo diga.

—Sí, un poco.

«Bueno, ya está; ya he hablado con alguien. Ya se ha roto el hielo, así que aún estoy a tiempo de largarme sin llamar la atención», pensó Rebus.

Pero no se marchó. Vio que el hombre rehacía con habilidad el embrollado camino entre los que bailaban, llevando los vasos en la mano como si fueran dos cachorrillos, y contempló cómo, siguiendo el estruendo de otro disco que sonaba en el invisible aparato de música, los bailarines reanudaban su danza de guerra. También vio entrar en la estancia a una mujer que parecía sentirse tan absolutamente incómoda como él, y alguien señaló hacia la mesa donde él se había situado.

Tendría más o menos la misma edad que él y se le notaban los años. Vestía un traje bastante a la moda (¿quién era él para opinar de moda?, pensó; su propio traje, entre aquella concurrencia, parecía un atuendo de funeral), había pasado hacía poco por la peluquería, tal vez aquella misma tarde, y llevaba gafas de secretaria, pero no era una secretaria. Captó todo eso de una ojeada, mientras veía como ella se abría paso hacia él.

Le ofreció un Bloody Mary recién servido.

—¿He acertado con el cóctel? —dijo alzando la voz por encima del estruendo.

Ella apuró la bebida y respiró profundamente mientras él volvía a llenar el vaso.

—Gracias —dijo—. Normalmente no bebo, pero muchas gracias.

«Magnífico; Cathy Jackson pierde la cabeza y la moral, y a mí me cae una abstemia», pensó Rebus con ojos risueños. Pero pensar eso estaba mal; la recién llegada no se lo merecía, y se arrepintió mentalmente.

—¿Le apetece bailar? —preguntó para redimirse.

—¿Lo dice en serio?

—Pues, sí. ¿Ocurre algo?

Rebus, en su faceta machista, no podía creérselo. Era inspectora y, además, oficial de enlace con la prensa en el mismo caso de asesinato.

—Oh —replicó— es que yo trabajo en el mismo caso.

—John, mire lo que le digo, si el caso sigue a este ritmo acabarán trabajando en él todos los policías, ya sean hombres o mujeres, de Escocia. Como lo oye.

—¿Qué quiere decir?

—Que ha habido otro secuestro. Una mujer ha denunciado esta tarde la desaparición de su hija.

—Mierda. Disculpe.

Habían bailado y bebido, se habían separado y vuelto a encontrar, y parecían hacer buenas migas. Estaban en el pasillo, apartados del barullo de la pista de baile. La cola para entrar al único baño del apartamento comenzaba a alborotarse al final del pasillo.

De pronto, Rebus se encontró mirando a través de las gafas de Gill Templer y viendo, más allá del vidrio y el plástico, aquellos ojos verde esmeralda. Quería decirle que nunca había visto unos ojos tan bonitos, pero temía que se lo tomara como un cliché. Ella bebía ahora zumo de naranja, mientras él seguía con el whisky para «soltarse», aunque sin esperar nada especial de la velada.

—Hola, Gill.

Rebus vio a su lado al hombre fornido con quien había intercambiado unas palabras junto a la mesa de las bebidas.

—Cuánto tiempo.

El hombre trató de darle un beso en la mejilla a Gill Templer, pero lo único que consiguió fue trastabillar y besar la pared.

—Jim, ¿te has pasado con la bebida? —comentó ella con frialdad.

El aludido se encogió de hombros y miró a Rebus.

—Todos tenemos nuestra cruz, ¿verdad? —dijo tendiéndole la mano—. Jim Stevens.

—Ah, ¿el periodista? —inquirió Rebus estrechando brevemente la mano cálida y sudada del reportero.

—Te presento al sargento John Rebus —terció Gill Templer.

Rebus advirtió que Stevens se sonrojaba y miraba con ojos de liebre asustada, aunque lo disimuló de inmediato.

—Encantado —dijo, y añadió señalando con la cabeza—: Gill y yo nos conocemos desde hace tiempo, ¿verdad, Gill?

—No tanto como tú crees, Jim.

Él se echó a reír y miró a Rebus.

—Es que es muy tímida —dijo—. He oído que han matado a otra niña.

—Jim tiene espías por todas partes.

Stevens se dio unos golpecitos en su nariz enrojecida, sonriendo a Rebus.

—Por todas partes —repitió—, y llego a todas partes.

—Sí, este Jim sabe cómo hacerse invisible —dijo Gill con voz glacial, manteniendo los ojos a resguardo tras el vidrio y el plástico.

—¿Mañana habrá otra rueda de prensa, Gill? —preguntó Stevens mientras buscaba en los bolsillos un paquete de tabaco perdido hacía rato.

—Sí.

El periodista puso una mano en el hombro de Rebus.

—Gill y yo nos conocemos hace tiempo.

Dicho lo cual se alejó, volviéndose para saludarlos con la mano sin esperar respuesta, mientras seguía buscando sus cigarrillos y archivaba mentalmente el rostro de Rebus.

Gill Templer suspiró y se recostó en la pared donde había aterrizado el beso de Stevens.

—Es uno de los mejores periodistas de Escocia —dijo a modo de resumen.

—¿Y su trabajo consiste en tratar con gente como él?

—No es tan fiero como parece.

En la sala de baile se entabló una discusión.

—Vaya —comentó Rebus sonriendo—, ¿habrá que llamar a la policía o prefiere ir a un restaurante que yo conozco?

—¿Es para ligar?

—Tal vez. Usted sabrá, que es policía.

—Bien, sea lo que sea, sargento Rebus, tiene suerte porque me muero de hambre. Voy a por mi abrigo.

Rebus, más contento consigo mismo, recordó que él también tenía un abrigo en alguna parte. Lo encontró en un dormitorio, junto con los guantes y —oh, sorpresa— la botella de vino incólume. Se la guardó en el bolsillo, interpretándolo como un signo divino de que la necesitaría más tarde.

Gill fue a otro dormitorio a rebuscar en un montón de abrigos que había encima de la cama. Bajo la colcha parecía haber un acoplamiento, y el conjunto de abrigos y ropa de cama se encrespaba y sacudía como una gigantesca ameba. Gill, conteniendo la risa, logró por fin dar con su abrigo y se reunió con Rebus, que la esperaba en la puerta con gesto cómplice.

—Adiós, Cathy. Gracias por invitarme —dijo él en voz alta antes de darse la vuelta.

Oyeron un grito sofocado, tal vez a modo de respuesta, procedente de debajo de las sábanas, y Rebus, con los ojos muy abiertos, sintió que sus fibras morales se desmigaban como un bizcocho.

Se sentaron en el taxi guardando cierta distancia.

—¿Así que hace mucho que conoce a ese Stevens?

—Es un recuerdo exclusivamente suyo —contestó ella sin dejar de mirar al frente, hacia la calle mojada—. Pero la memoria de Jim ya no es lo que era. No, en serio, salimos una vez y punto —añadió alzando un dedo—. Creo que fue un viernes por la noche. Desde luego, fue un grave error.

Rebus se contentó con aquella explicación. Volvía a sentir hambre.

Pero cuando llegaron al restaurante estaba cerrado —incluso para Rebus— y él le dio al taxista la dirección de su casa.

—Soy un hacha haciendo bocadillos de beicon —dijo.

—Lo siento, pero soy vegetariana —dijo ella.

—Dios mío, ¿no come verduras?

—¿Por qué será que los carnívoros siempre tienen que hacer chistes con eso? —replicó ella en tono irónico—. Igual que hacen los hombres con las feministas. ¿Por qué?

—Porque nos dan miedo —respondió Rebus, repentinamente sereno.

Gill le miró, pero él observaba por la ventanilla a los borrachos noctámbulos que sorteaban obstáculos del suelo en Lothian Road en busca de alcohol, mujeres, felicidad. Para algunos era una búsqueda interminable; entraban y salían tambaleándose de las discotecas y los pubs, de las tiendas de comida para llevar, royendo los huesos empaquetados de su existencia. Lothian Road era el vertedero de Edimburgo. Pero también contaba con el hotel Sheraton y el Usher Hall. Rebus había estado una vez en el Usher Hall con Rhona y un público de espíritus afines para escuchar la misa de Réquiem de Mozart. Era muy propio de Edimburgo ofrecer unas migajas de cultura entre tiendas de comida rápida. Una misa de Réquiem y un paquete de patatas fritas.

—Bueno, ¿qué tal va su cometido de enlace con la prensa?

Estaban sentados en su cuarto de estar, rápidamente despejado. Su gran orgullo y placer, un casete Nakamichi, reproducía una cinta de su selecta colección de jazz para horas nocturnas; Stan Getz o Coleman Hawkins.

Calentó una rodaja de atún y preparó sándwiches de tomate, dado que Gill había reconocido que a veces comía pescado. Abrió la botella de vino y preparó una cafetera de café recién molido, un lujo que reservaba exclusivamente para el desayuno de los domingos. Ahora estaba sentado frente a su invitada, observándola comer, y pensó —con cierto sobresalto— que era la primera mujer que invitaba a su casa desde que Rhona le había dejado, pero por su mente cruzaron borrosamente un par de ligues de una noche.

—La tarea de enlace con la prensa está bien. No es una pérdida de tiempo absoluta, ¿sabe? Hoy en día cumple un objetivo útil.

—Ah, no lo pongo en duda.

Ella le miró y consideró hasta qué punto hablaba en serio.

—Bueno —prosiguió ella—, sé de muchos colegas que piensan que mi trabajo es una pérdida de tiempo y de recursos humanos. Pero créame, en un caso como éste es absolutamente crucial que mantengamos a los medios de comunicación de nuestra parte, facilitándoles la información que nos interesa que publiquen cuando conviene que la publiquen. Eso sirve para evitar muchos problemas.

—Bravo, bravo.

—No se burle, granuja.

Rebus se echó a reír.

—Yo siempre soy muy serio. Policía cien por cien.

Gill Templer volvió a mirarle. Tenía verdaderamente ojos de inspectora: taladraban la conciencia, hurgaban en la culpabilidad, sondeaban la astucia, se clavaban en uno para obligarle a ceder.

—Y siendo oficial de enlace —dijo Rebus—, tendrá que… enlazar muy de cerca con la prensa, ¿no?

—Ya veo dónde quiere ir a parar, sargento Rebus, y como soy su superiora, le ordeno que no siga.

—¡A la orden, señora! —exclamó Rebus haciendo un conciso saludo militar.

Volvió de la cocina con otra cafetera.

—¿Verdad que la fiesta era horrorosa? —inquirió Gill.

—Es la primera fiesta a la que he ido en mi vida —contestó Rebus—. Pero bueno, gracias a ella la he conocido.

Ella soltó una carcajada con la boca llena de atún, pan y tomate.

—Está loco —exclamó ella—. Loco.

Rebus enarcó las cejas sonriendo. ¿Había perdido la costumbre? No, no. Qué milagro.

Instantes después ella tuvo que ir al baño. Rebus fue a cambiar la cinta y pensó en lo limitados que eran sus gustos musicales. ¿Qué grupos eran ésos que ella había mencionado?

—En el pasillo a mano izquierda —dijo.

Cuando volvió del baño sonaba otra vez jazz, a veces tan suave que apenas se oía. Rebus volvió a sentarse.

—¿Qué es esa habitación enfrente del baño, John?

—Era el cuarto de mi hija —contestó él, sirviendo café—, pero ahora está llena de trastos. No la uso.

—¿Cuándo se separaron su mujer y usted?

—Más tarde de lo que debíamos. Lo digo en serio.

—¿Qué edad tiene su hija? —añadió ella, ahora con un tono maternal, casero, muy distinto a las inflexiones hirientes de la soltera profesional.

—Casi doce —contestó él—. Casi doce años.

—Una edad difícil.

—Todas lo son.

Cuando se terminó el vino y ya no les quedaba más que media taza de café, uno de los dos sugirió ir a la cama. Intercambiaron unas tímidas sonrisas y promesas rituales de no comprometerse a nada y, una vez acordado el pacto, se encaminaron en silencio hacia el dormitorio.

El asunto empezó bastante bien. Los dos eran maduros y conocían de sobra el juego como para andarse con remilgos. A Rebus le impresionó la agilidad y la inventiva de ella y esperaba que a ella le impresionara la suya. Gill arqueó la columna vertebral para entrelazarse plenamente con él, propiciando el introito definitivo.

—John —susurró, apretándose contra él.

—¿Qué?

—Nada. Voy a darme la vuelta.

Rebus se arrodilló y ella le dio la espalda con las piernas abiertas, apoyando las yemas de los dedos en la pared desnuda, a la espera. Él, en la breve pausa, miró el cuarto a su alrededor, la tenue luz azul que bañaba los libros, los bordes del colchón.

—Oh, un futón —había comentado ella, desvistiéndose rápidamente mientras él sonreía sin decir nada.

Le daba vueltas la cabeza.

—Vamos, John, vamos.

Se inclinó sobre ella, con el rostro en su espalda. Había hablado de libros con Gordon Reeve durante el cautiverio; había hablado sin parar, recitándolos de memoria; estaban encerrados y aislados, oyendo las torturas en la celda contigua. Pero habían aguantado. Era el objetivo del entrenamiento.

—John, oh, John.

Gill se incorporó y volvió la cabeza hacia él, pidiendo un beso. Gill, Gordon Reeve, pidiéndole algo, algo que no podía darle. A pesar del entrenamiento, a pesar de los años de práctica, de los años de trabajo y perseverancia.

—¿John?

Pero él estaba ahora en otro lugar, dentro del campamento, cruzando penosamente un terreno embarrado, con el oficial gritándole «¡Más rápido!», en aquella celda, mirando una cucaracha cruzar el suelo sucio, en el helicóptero, con una bolsa en la cabeza, sintiendo en sus oídos el oleaje del mar…

—¿John?

Ella se dio la vuelta con dificultad, preocupada. Vio las lágrimas a punto de asomar por sus ojos y apretó su cara contra la de él.

—Oh, John. No importa. De verdad que no.

Y un instante después añadió:

—¿No te gusta hacerlo así?

Permanecieron tumbados, él con mala conciencia y maldiciendo los motivos de su trastorno y el hecho de haberse quedado sin cigarrillos; ella, adormecida, cariñosa, susurrándole cosas de su vida.

Al cabo de un rato se desvaneció el sentimiento de culpabilidad de Rebus; al fin y al cabo no tenía por qué sentirse culpable. Lo único que sentía era la evidente falta de nicotina. Recordó que tenía que ver a Sammy dentro de seis horas y pensó que la madre de su hija sabría, instintivamente, lo que él, John Rebus, había estado haciendo unas horas antes. Tenía el don de leer el alma con una excepcional sagacidad y había sido testigo, y muy directo, de sus inesperadas crisis de llanto, responsables en parte —suponía— de su ruptura.

—¿Qué hora es, John?

—Las cuatro. Un poco más tarde, quizás.

Sacó el brazo de debajo de ella y se levantó para salir del cuarto.

—¿Te apetece beber algo? —preguntó.

—¿Como qué?

—No sé; café… No creo que valga la pena echar un sueño, pero si estás cansada…

—No, tomaré un café.

Rebus se dio cuenta por el tono de voz y la forma de hablar entre dientes que se quedaría dormida antes de que él llegara a la cocina.

—De acuerdo —dijo.

Se preparó una taza de café fuerte y muy dulce, y se sentó en un sillón para tomárselo. Conectó la estufa de gas del cuarto de estar y se puso a leer un libro. Tenía que ver a Sammy y su mente huía de la historia de intriga del libro que no recordaba haber empezado. Sammy iba a cumplir doce años, había superado unos años de riesgo y ahora le aguardaban otros peligros inminentes: pervertidos, viejos que se la comerían con los ojos, machitos acosadores y, además, los impulsos propios de los chicos de su edad, sin olvidar el hecho de que los que consideraba amigos se convertirían pronto en insistentes perseguidores. ¿Saldría bien librada de todo eso? Si su madre colaboraba, saldría admirablemente bien, sabría resistir y esquivar las situaciones. Sí, podría superarlo sin los consejos y la protección del padre.

Los jóvenes eran más fuertes hoy en día. Pensó en su juventud; su hermano Michael era el más pequeño y él se pegaba por los dos. Y, cuando volvían a casa, a quien su padre mimaba era a Michael; él se hundía en el mullido sofá queriendo desaparecer… algún día; ya lo lamentarían, lo lamentarían…

A las siete y media entró en el perfumado dormitorio, que olía a sexo y a madriguera, y despertó a Gill con un beso.

—Es hora de levantarse —dijo—. Te preparo un baño.

Olía bien; como una niña envuelta en una toalla caliente. Admiró las formas de aquel cuerpo acurrucado estirándose bajo la luz tenue y desvaída del sol. Desde luego era un cuerpo estupendo, sin estrías; unas piernas impecables y un cabello despeinado muy incitante.

—Gracias.

Tenía que estar en jefatura a las diez para coordinar la siguiente conferencia de prensa. Había mucho trabajo. El caso seguía creciendo como un cáncer. Rebus llenó la bañera, frunciendo el ceño al ver señales de mugre. Necesitaba una mujer de la limpieza. Tal vez Gill la limpiaría.

«Otra indelicadeza. Disculpas.»

El remordimiento le hizo pensar en ir a la iglesia. Al fin y al cabo, era domingo y hacía semanas que se prometía hacerlo, encontrar alguna otra iglesia en Edimburgo y probar otra vez.

Detestaba la religión de los feligreses; detestaba las sonrisas y la forma de ser de los protestantes escoceses, ese énfasis en una comunión no con Dios sino con el prójimo. Había probado en siete iglesias de diversa denominación y ninguna le había gustado. Intentó permanecer en casa los domingos y sentarse dos horas a leer la Biblia y rezar, pero tampoco dio resultado. Estaba atascado: era un creyente alejado de la fe. ¿Le bastaba a Dios la fe personal? Tal vez, pero no una fe como la suya, que parecía depender de su sentimiento de culpa y de su hipocresía cada vez que pecaba; un sentimiento de culpa que sólo se mitigaba en la congregación pública de fieles.

—¿Está listo el baño, John?

Gill se arregló el pelo, desnuda y desenvuelta, sin coger las gafas del dormitorio. John Rebus vio el riesgo que corría su alma. Al cuerno, pensó, agarrándola por la cintura. Siempre habría tiempo para la contrición.

Tuvo que pasar la fregona por el suelo del baño; resultado empírico de que el principio de Arquímedes se había verificado una vez más. El agua lo había inundado todo como hidromiel y él había estado a punto de ahogarse.

Pero se sentía bien.

—Dios, soy un pobre pecador —musitó mientras Gill se vestía.

Cuando cruzó la puerta del piso ya había recuperado su empaque y su actitud de eficiencia, como si saliera de una visita oficial de veinte minutos.

—¿Podemos quedar otro día? —preguntó él.

—Podemos —contestó ella, hurgando en el bolso. A Rebus le intrigaba por qué las mujeres siempre hacían eso, sobre todo en las películas de misterio, después de haberse acostado con un hombre. ¿Sospechaban que el hombres les había quitado algo?—. Pero será difícil —prosiguió— tal como evoluciona el caso. Prometámonos que estaremos en contacto, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Esperaba que ella advirtiera la desilusión en su voz, la decepción del niño al que le han negado lo que pedía.

Se dieron un último beso, con los labios laxos, y ella se marchó. Pero su perfume permaneció flotando y Rebus aspiró con fuerza antes de disponerse a emprender la jornada. Encontró una camisa y unos pantalones que no apestaban a tabaco, se los puso despacio, complaciéndose ante su imagen en el espejo del baño, con los pies húmedos y tarareando una melodía.

La vida valía la pena a veces. A veces.