Michael Rebus apreciaba su BMW tanto como amaba la vida, tal vez más. Mientras conducía a toda velocidad por la autopista, dejando atrás el tráfico a su izquierda, como si estuviera congelado, sentía que su coche era la vida en cierto sentido extraño y satisfactorio. Apuntaba el morro del vehículo hacia un punto luminoso en el horizonte y avanzaba hacia el futuro, acelerando sin concesiones a nadie ni a nada.
Eso era lo que le gustaba; lujo sólido y veloz, teclas pulsátiles al alcance de su mano. Tamborileó con los dedos sobre el cuero del volante, toqueteó el radiocasete y reclinó la nuca en el mullido reposacabezas. Soñaba muchas veces con largarse, dejar a la mujer, los hijos y la casa; él solo con su coche. Largarse hacia aquel punto sin detenerse nunca, salvo para comer y repostar, conduciendo hasta morir. Era como una imagen del paraíso, y se sentía muy a gusto fantaseando sobre ella, consciente de que jamás se atrevería a llevarla a la práctica.
La primera vez que tuvo coche se despertaba en plena noche y descorría las cortinas para ver si seguía allí fuera. A veces se levantaba a las cuatro o las cinco de la madrugada y conducía durante varias horas, asombrado de la distancia que podía cubrir en ese tiempo, contento de encontrar las carreteras desiertas, cruzadas sólo por conejos y cuervos, y asustando a claxonazos a las bandadas de pájaros. Aquel primer amor por los coches, aquella libertad de soñar, no habían disminuido.
Ahora la gente miraba su coche. Lo dejaba aparcado en las calles de Kirkcaldy, se apartaba discretamente y veía cómo lo observaban todos. Los jóvenes, presuntuosos y pletóricos, echaban un vistazo al interior y miraban el cuero y el tablero de mandos como si contemplaran los animales de un zoo; los viejos, algunos de ellos acompañados por sus esposas, echaban una ojeada y a veces escupían, dolidos porque el automóvil representaba lo que ellos querían y no podían tener. Michael Rebus había logrado su sueño, un sueño que podía contemplar cuando le apeteciera.
Pero en Edimburgo despertar tanta admiración dependía de dónde aparcaras. Un día, cuando acababa de aparcar en George Street, se encontró con un Rolls-Royce detrás instándole a dejar libre aquel sitio, y tuvo que volver a encender el motor, furioso y despechado. Finalmente estacionó delante de una discoteca. Sabía que cuando dejas un coche caro ante un restaurante o una discoteca hay gente que te toma por el dueño del local en cuestión; esa idea le complacía enormemente, borró el recuerdo del Rolls-Royce y le procuró nuevas perspectivas a su sueño.
Era estupendo parar en los semáforos, salvo cuando algún motorista imbécil con una de esas máquinas grandes se detenía con gran estruendo tras él o, peor aún, en paralelo junto a la ventanilla. Algunas motos aceleraban tan rápido que más de una vez le habían derrotado miserablemente al salir de un semáforo. Eran ocasiones que procuraba olvidar.
Aquel día detuvo el coche donde le habían dicho: en un aparcamiento situado en la parte alta de Calton Hill. Desde allí se veía Fife por el parabrisas, y por la luneta trasera, Princes Street, que desde allí parecía de juguete. No había nadie; no era la temporada turística y hacía frío. Sabía que por la noche se animaba la zona: carreras de coches, autoestopistas de ambos sexos, fiestas en la playa de Queensferry; la comunidad gay de Edimburgo se mezclaba con los simples curiosos y los solitarios, y de vez en cuando, una pareja cogida de la mano entraba en el cementerio al pie del monte. Cuando oscurecía, el este de Princes Street se convertía en un territorio de peculiar ambiente, de participación. Pero él no iba a compartir su coche con nadie. Su sueño era muy delicado.
Contempló Fife, al otro lado del Firth of Forth, espléndido en la distancia, hasta que un hombre detuvo su coche, muy despacio, al lado del suyo. Michael se cambió al asiento del pasajero y bajó el cristal de la ventanilla, y el recién llegado hizo lo mismo.
—¿Me lo ha traído? —inquirió.
—Claro —contestó el otro, mirando por el retrovisor; en aquel momento llegaba más gente a la cumbre, ¡una familia!—. Esperemos un minuto —añadió.
Permanecieron un instante contemplando el panorama.
—¿Ningún problema en Fife? —preguntó el hombre.
—Ninguno.
—He oído decir que su hermano fue a verle. ¿Es cierto?
El hombre le miró con dureza. Todo en él irradiaba dureza. Pero su coche era un cacharro. Michael se sentía seguro de momento.
—Sí, pero vino a verme porque era el aniversario de la muerte de nuestro padre.
—¿No sabrá algo?
—En absoluto. ¿Me toma por imbécil o qué?
La mirada del hombre hizo que Michael guardara silencio. Le resultaba un misterio el hecho de que aquel hombre le infundiera tanto temor. Detestaba aquellos encuentros.
—Si ocurre algo —dijo el hombre—, si algo sale mal, usted será el responsable. Lo digo en serio. No vuelva a ver a ese cabrón.
—No fue culpa mía. Se presentó de improviso, sin llamar antes. ¿Qué podía hacer yo?
Se aferraba el volante, paralizado. El hombre volvió a mirar por el retrovisor.
—No hay moros en la costa —dijo, estirando el brazo hacia atrás para coger un paquete y entregárselo a Michael.
Éste comprobó lo que era, sacó un sobre del bolsillo y giró la llave de contacto.
—Nos volveremos a ver, señor Rebus —dijo el hombre mientras abría el sobre.
—Sí —contestó Michael, pensando que preferiría no hacerlo.
Aquel asunto estaba empezando a asustarle. Aquella gente parecía conocer todos sus movimientos. Pero sabía que, de todos modos, el temor se desvanecía sustituido por la euforia en cuanto liquidaba lo que recibía y se embolsaba el beneficio. Entonces el miedo se transformaba en euforia, y eso le hacía seguir en el negocio. Era comparable al acelerón más fuerte que pudiera uno dar al salir de un semáforo.
Jim Stevens, al acecho desde la extravagante construcción victoriana de la cumbre del monte, una absurda réplica de templo griego sin terminar, vio marcharse a Michael Rebus. Aquello no era nada nuevo para él; le interesaba más la conexión en Edimburgo, un desconocido a quien no conseguía localizar, un hombre que le había dado esquinazo dos veces y que seguramente volvería a hacerlo. Nadie sabía quién era aquel hombre misterioso y nadie tenía ningún interés en averiguarlo. La gente barruntaba el peligro. Stevens se sintió impotente y viejo; lo único que podía hacer era anotar el número de matrícula del coche. Pensó que tal vez a McGregor Campbell le serviría el dato, pero no quería que Rebus se enterase. Se sentía empantanado en mitad de un camino que estaba resultando más complicado de lo que había pensado.
Tiritando, trató de convencerse a sí mismo de que le gustaba que las cosas fuesen así.