37 - El naufragio de todas nuestras esperanzas

Me vi empujado hacia atrás tantas veces por la fuerza del agua u obligado a detenerme y agarrarme a cualquier cosa que estuviera a mi alcance, que un recorrido que no debería haberme llevado ni un minuto me costó diez, y cada uno de ellos me pareció una hora. Cuando logré arrastrarme hasta el palo mayor, me golpearon cordajes sueltos y creí que me habían dejado ciego. Al llegar al cañón del nueve una ola me alcanzó de lleno en la cabeza, me la golpeó contra la vieja caja de municiones y me dejó aturdido un momento, mientras las olas espumeaban por encima de mí con una furia incontenible.

Por fin me acerqué a la proa lo bastante para que el señor Tickle me rescatara lanzándome un trozo de cabo que me atrapó en una especie de lazo; luego tiró de mí y aterricé a su lado como un pescado. Su barba gris y su cara chorreaban como si estuvieran a punto de disolverse. Incluso la cazoleta de su pipa se había llenado de agua y temblaba cuando habló.

—¿Lo ha visto? —gritó.

Yo estaba confuso, no entendí a qué se refería. Como las últimas palabras que habíamos intercambiado se referían a la isla del tesoro, supuse que me preguntaba si había visto su contorno cuando pasamos a toda velocidad unas diez millas más atrás.

—¡Sí! —le grité—. ¡Muy pequeña y hundida!

El señor Tickle se quitó la pipa de los dientes, la puso boca abajo para vaciar el agua de la cazoleta y luego volvió a llevársela a la boca mientras alzaba las dos cejas. Así supe que había errado la respuesta y le sonreí como un bobo.

Él me dio una palmada en el brazo con el aire indulgente de siempre, luego me señaló con el pulgar por encima de la amura de proa que nos protegía. Abrí los ojos para que viera que me preguntaba si quería que mirara y, cuando asintió, encontré una forma de estirarme todavía agachado mientras me aferraba a la amurada. Al instante me quedé sin respiración, el viento me golpeó y pareció agarrarme la cabeza como si tuviera la intención de aplastarme el cerebro y extraérmelo del cráneo. El menor atisbo de sensatez me habría llevado a agacharme y buscar de nuevo la protección, pero con la gran mano del señor Tickle empujándome la espalda, supe que debía permanecer en mi puesto un poco más y decirle lo que él quería que le confirmara.

Me protegí la cara e intenté buscar el horizonte, pero se me escapaba: una franja de oscuridad que al momento se hundía en el agua y al siguiente ascendía hasta el cielo. Pero no se trataba sólo de una franja de oscuridad, sino de una apilada sobre otra, todas amontonadas en una caótica confusión. En la isla, las tormentas vespertinas habían permitido que el sol iluminara esporádicamente con explosiones de color naranja y oro. Pero eso era muy distinto, una forma de acabar el día que nada tenía que ver. Daba la impresión de que el sol se hubiera extinguido y de que nunca más volvería a salir.

El señor Tickle esperaba impaciente la respuesta y me gritó:

—Dígame, chico, ¿qué ve? —Una vez más intenté protegerme los ojos, me asomé y los entorné hasta que pude enfocar un fragmento de la lejanía. De repente ya no era algo remoto. El horizonte estaba a una milla, o puede que más cerca. Y no era una mera oscuridad. Era un muro verde oscuro y sin rasgos. No, me equivocaba otra vez. No es que no tuviera rasgos. Mientras entrecerraba los ojos un poco más, vi que la borrosa silueta tenía una columna vertebral, formada de picos y valles. Y donde vi los valles también descubrí una costa, con arrecifes tallados de roca pelada, todo iluminado por columnas de espuma blanca que caían en cascadas de ellos.

La voz de Natty me vino a la cabeza, pero ya no resignada como antes, sino sibilante como la de su padre. «América española», decía. América española.

Por primera vez en mi vida me sentí completamente a merced del mundo, y la simple idea hizo que las piernas me flojearan, hasta que acabé derrumbándome al lado del señor Tickle. Sentí que me habían pedido que cargara con un peso insoportable. El señor Tickle tampoco podía con él. Cuando le dije lo que había visto fue como si lo hubiera cargado de piedras más pesadas todavía: la cara se le quedó lívida y se vació. Cuando apoyé la cabeza en su pecho, me sorprendió oír que el corazón todavía le latía, tan fuerte como un reloj de cocina.

No supe si él entendió lo que le dije a continuación, aunque no fue más que una descripción de la costa y la suposición de que no tardaríamos en estrellamos contra ella. No me respondió ni cambió la expresión de su cara. Le miré más de cerca, esperando que hablara. Pero tampoco reaccionó, y el agua seguía chorreándole por la nariz y la barba. No se las volvió a secar. Había perdido la facultad de sentir, incluso la voluntad de que le importara nada.

Me lo tomé como la corroboración definitiva de que no sobreviviríamos. Pero en lugar de caer presa del pánico y luchar por salvar mi vida contra viento y marea, acepté la idea con bastante calma, como un niño al que le dicen que es hora de acostarse. Sin ninguna sensación especial de prisa, miré a mi alrededor con una curiosidad maravillada ante todo lo que estaba a punto de perder, hasta el extremo de que incluso la furia de la tormenta me pareció hermosa: la espuma que rompía sobre la proa en ramas floreadas; las minúsculas burbujas blancas en el agua que se escurría entre mis manos; las docenas de matices de grises en las nubes que se arremolinaban en las alturas: gris paloma, gris peltre y gris carbón.

Después, y con la misma compostura controlada, decidí que debía reconciliarme con mi Creador y encomendarle mi alma; aunque no había llevado una vida especialmente virtuosa, al menos me había esforzado por mejorar y no quería tener un resbalón en el último momento. Entoné el Nunc dimittis en voz baja y, cuando acabé y sentía el consuelo del siervo que parte en paz, le estreché la mano al señor Tickle y le dije que era un hombre bueno y valiente.

Dicho lo cual, podría pensarse que estaba resuelto a quedarme donde me había sentado y morir allí, al lado de mi amigo. Pero en realidad toda mi búsqueda y mis oraciones no eran más que una especie de preparativos para lo que sabía que haría a continuación (es decir, lo último que haría), a saber: arrastrarme como pudiera de vuelta por la cubierta del Nightingale, con el viento golpeándome la cara. Allí era donde pretendía morir: acostado al lado de Natty en la chupeta.

Mi desplazamiento para llegar hasta el señor Tickle me había dejado casi exhausto. El trayecto a la inversa, para alejarme de él, parecía imposible; pero me negaba a aceptarlo. El vendaval aullaba en mis oídos. La lluvia me clavaba clavos en la cabeza y las manos. El cielo me nublaba la vista con tiras de niebla cada vez más oscuras. Las olas tiraban de mí, luchaban entre sí, hervían en estanques y arroyos. Los desafié a todos. Los desafié porque me imaginaba a Natty esperándome, y supe que debía llegar junto a ella. Unos momentos antes me había preocupado mi propia supervivencia por encima de todo lo demás. Ahora era Natty el único propósito de mi existencia.

Nada de lo que hiciera sería bastante. Cuando me asomé desde la proa no había podido ver si había arrecifes en el agua. Tras sólo dos o tres minutos de trepar y resbalarme, que no me llevaron más cerca de Natty que el palo mayor, al que me aferré un instante para recuperar el aliento, oí el sonido que tanto había temido. Un sonido que no se parecía a nada que hubiera oído antes, pero que reconocí de inmediato. Una tremebunda explosión seca que era en parte suspiro, en parte rugido y en parte chillido. Una combinación espantosa de contundencia y blandura. Una herida que se abría.

Habíamos encallado. Lo primero que me pasó por la cabeza no fue un pensamiento sino una pregunta: ¿por qué hay tanta luz en nuestro desastre? Ésta, al menos, se respondió con facilidad. Cuando torcí la cabeza hacia arriba, vi que el viento se había confabulado con el mar y de repente se había llevado las nubes del cielo, y a la lluvia con ellas, de manera que el espectáculo del naufragio se desplegaba a la vista de la luna y las estrellas. Nos contemplaban fijas y con un brillo feroz: rayos claros que se hacían añicos sobre el agua; que incidían con solidez sobre la roca negra contra la que habíamos zozobrado —la cual surgía enroscándose desde los acantilados de delante como una anguila gigantesca—; y que centelleaban sobre los propios acantilados a cien metros de nuestra proa. En cuestión de segundos vi que los acantilados crecían hasta superar en altura a nuestro palo mayor, con un ribete de gaviotas deshilachándose en el cielo por encima. La estrecha playa estaba desierta, sin el menor rastro de sendero o camino que pudieran llevarnos a la salvación, o de que alguien acudiera a nuestro rescate.

Mientras todavía estaba mirando los acantilados, asustado ante su desolación, oí que el maderamen de nuestro casco emitía otro gruñido lastimero. Esta vez no hubo ningún retraso ni intriga, sólo una repentina y caótica sucesión de desastres. Las olas se aprovecharon de la situación como lobos, saltaron con rabia sobre las amuras. La proa dio un bandazo, quedó bajo el agua creando una temblorosa burbuja de aire que reventó con un brillo luminoso. Y, mientras tanto, en un coro de desdicha y rendición, las jarcias, al menos los cordajes que todavía resistían, agudizaron sus plañidos cuando el vendaval pasó entre ellas.

Incluso en ese momento, y de un modo que me sorprendió casi tanto como la propia tormenta, mi mente se mantenía lúcida. Sólo puedo explicarlo diciendo que creía que me quedaban pocos momentos de vida, así que estaba desesperado por conservar cierta lógica. Incluso fui capaz de fijarme en que el final del Nightingale llegaba en escenas separadas, como los actos de un drama. Primero se fue escorando a la vez que giraba sobre la base rocosa hasta que el casco quedó de lado frente a las ráfagas más potentes del vendaval, en paralelo a la costa. Luego, con una lentitud tan parsimoniosa que cansaba sólo con mirarla, se escoró hacia tierra. A continuación oí que la última pequeña vela del foque se desgarraba de sus jarcias y caía entre las olas. Luego capté el ruido que hicieron las escotillas al reventar, lo cual permitió que el agua entrara a raudales en nuestra bodega en un centenar de cataratas.

Por último, en el quinto acto, nuestros aterrorizados pasajeros empezaron a aparecer sobre cubierta, como profundas y estremecidas sombras talladas. Algunos se quedaban sobrecogidos mientras se arrastraban hacia delante y encontraban una botavara o un cabo a los que agarrarse, se aferraban a ellos, y esperaban su destino. Algunos despotricaban a voz en grito, quejándose de que no podían creer que un Dios justo se empeñara en tratarlos con tal dureza. Al momento, todos ya estaban empapados y, con la luz de luna retorciéndose sobre ellos, parecían gusanos en un cadáver.

En este momento debo hacer una confesión, además de describir una escena. Sabía que tenía que ayudar a mis prójimos, pero no lo hice. Ni siquiera mostré el menor respeto o amabilidad. Hice como si no existieran. De hecho, me abrí paso entre ellos y fingí no notar los dedos que tiraban de mí ni oír las voces que gritaban. Cuando llegué ante Rebecca, que estaba señalando hacia el siseante cielo con una mano mientras con la otra apretaba la Biblia contra su pecho, vi un desconcierto que me tocó muy hondo, pero que no me hizo reaccionar. Mi alma y mi corazón tenían como objetivo otro sitio. Natty.

Pero la había perdido de vista, y cuando miré hacia la chupeta, creí que a lo mejor ya me la habían arrebatado. La puerta oscilaba abierta y sin control, y una ola tras otra entraban a borbotones por el marco vacío de la ventana. Cuando esos torrentes se retiraron por la sentina, emitiendo un espantoso ruido de succión que parecía una inspiración enorme e interminable, el barco se levantó un poco del arrecife. Se alzó, titubeó en el aire y un extraño estremecimiento lo recorrió de punta a punta. Ese era el momento decisivo, aunque no dependía de ninguna voluntad humana. Cuando pasó, el Nightingale volvió a acomodarse sobre el arrecife con un inmenso suspiro antes de caer de repente hacia un costado; quedó en un ángulo tan marcado que cuanto había sobre cubierta, objetos y personas, cayó inmediatamente al agua.

Es una frase fácil de escribir, pero un recuerdo espantoso. Oí voces que chillaban al caer, vi brazos y piernas que se agitaban buscando asideros sin encontrar ninguno, sentí el ruido sordo de los huesos al chocar contra la madera, de cráneos contra cráneos, y con una mirada borrosa descubrí que nuestro pequeño mundo se había desmoronado. El contramaestre Kirkby, según vi, había sido arrancado del timón, y abría la boca de par en par dando un grito que dejó a la vista todos sus dientes torcidos. Y vi también al señor Tickle, cuya chillona gorra roja había desaparecido por fin de su cabeza blanca. Y al señor Allan, que parecía agarrar una cuchara. Y al señor Stevenson, que de alguna forma había conseguido llegar hasta el camarote del capitán y había cogido un lingote de plata que sostenía entre los brazos estirados mientras patinaba hacia las olas, para que el peso acelerase su viaje al fondo del mar.

—No sé nadar, no sé nadar —dijo con su suave acento escocés y desapareció.

En cuanto a mí, debería considerarme afortunado por ser testigo de todo eso porque sobreviví. Pues la verdad de lo que ocurrió es la que sigue: empezamos a volcar cuando había logrado arrastrarme hasta quedar cerca del palo mayor, y cuando la escora continuó me vi enredado en una telaraña del cordaje. Tanto si lo quería como si no, me quedé enganchado, retenido entre las jarcias. Al principio me resistí, pensando que me arrastraría bajo el agua y me ahogaría, pero lo cierto es que las cuerdas me sostenían. Eso significó que pude permanecer en aquella especie de cuna mientras mis compañeros resbalaban hacia el mar; y allí, capaz de estirarme, de darme la vuelta y capaz también de buscar a Natty en un último y desesperado rastreo, milagrosamente di con ella. De forma tan inesperada como si de hecho me la hubiera inventado, la vi precipitarse por una ventana de la chupeta con los brazos cruzados por delante de la cara. Rebotó sobre cubierta como un juguete de caucho. Y rebotó también en las olas. Se hundió y al momento emergió de nuevo, y entonces le vi la cara, tensa, en lo que me pareció una mueca de rabia. Se hundió otra vez y ya no volví a verla.

Me retorcí en mi trampa de cuerdas, pateé hasta que me liberé lo bastante para darme la vuelta y salir de allí. Pero ¿hacia dónde? Incluso con la luz de la luna bañándolo todo en un flujo continuo, en la superficie del agua se arremolinaban tantos brazos, piernas, cabezas y cuerpos enteros, además de cabos, toneles y piezas de tela y vergas del naufragio, que era imposible saber con exactitud por dónde se había perdido. Pero eso no me disuadió, ¿cómo iba a disuadirme cuando lo que más quería en el mundo estaba a punto de abandonarlo? Señalé un punto que creí que podría ser el lugar donde había desaparecido: unas cuantas manzanas se habían reunido allí y parecían tan rojas como estrellas de mar sobre la espuma blanca. Cogí tanto aire como pude y me zambullí.

La quietud que siguió fue inesperada. Tras los gritos, las maldiciones de algunos hombres y las oraciones de otros, el estruendo continuo del viento y el entrechocar de las olas, sólo oía el latido de mi pulso y el borboteo de las burbujas que fluían en un hilo de mis labios y me recorrían la cara. ¿Veía algo? Sólo oscuridad. ¿Sentía algo? Sólo el suave roce de la carne de los cuerpos que tocaba al sumirme en aguas más profundas.

Nada. Cuando emergí de nuevo, me removí con violencia intentando hacerme una idea de la distancia de aquel trozo de madera mellada o de aquel retal de vela, para saber cuánto me había alejado del punto al que había intentado llegar. Pero el mar no permite cálculos precisos de esa clase. Todo se mueve, como recordé que Natty y yo habíamos dicho después de la muerte de Jordan Hands. Nada permanece estable. Lo único que pude hacer fue sumergirme de nuevo, y aún otra vez, y cada zambullida era más desesperada que la anterior.

Cada vez que nadaba debajo de las olas era como si me deslizara torpemente por un sueño. Cuando mi cabeza volvía a la superficie, y jadeaba para llenarme de nuevo los pulmones, mi sueño se convertía en una visión del infierno. Nunca vi ni rastro de Natty, sólo devastación, que se me iba revelando en destellos de luz de luna. En cierto momento vi a Spot, todavía en su jaula, que iba dando volteretas mientras las corrientes la arrastraban entre la espuma; sus pequeñas alas se abrían y cerraban con torpeza, pero ya no tenían vida. En otro instante vi al señor Tickle y al contramaestre Kirkby, sus cuerpos flácidos atrapados en las cuerdas de un mástil cruzado. El señor Allan, me fijé, todavía vivía: «¡Quédate ahí, chica!», gritaba dirigiéndose al Nightingale mientras agitaba los brazos para mantenerse a flote. «Quédate ahí e iremos a vaciarte». Su voz estaba llena de espuma y sus palabras burbujeaban.

En mi quinta o sexta inmersión ya no era capaz de permanecer bajo el agua más que unos segundos cada vez. Después, ya sólo me movía el instinto, nada que tuviera que ver con la esperanza o la razón. Estaba convencido de que había perdido a Natty. Si mi corazón no hubiera estado helado ya, se habría partido allí mismo.

Fue entonces cuando me rendí a las fuerzas del mundo. Ya no me importaba si me hundía o si flotaba, si respiraba aire o agua, si vivía o moría. Ni siquiera me molesté en contemplar la tormenta, y menos aún la luna que se desplazaba por encima de mí, ni las estrellas. Lo único que quería era dormir; o, mejor, sumirme en la indiferencia, o, mejor aún, en la inconsciencia. Por eso dejé que las olas me dieran la vuelta y estiré todo lo que pude brazos y piernas para que la corriente me arrastrara donde quisiera.

Lo que prefería (en el supuesto de que hubiera tenido voluntad para elegir) era perderme en el olvido. Pero mi destino, algo que mi mente aturdida y mi cuerpo entumecido sólo me permitieron entender muy poco a poco, era vivir.

Sobrevivir, en cualquier caso. Porque mientras otros luchaban y morían a sotavento del barco, yo me vi elevado y arrastrado, alejado de las furiosas arremetidas de las olas, a lo largo del borde del arrecife que había sido nuestra perdición, hasta que llegué a un trecho de aguas acunadas entre una medialuna de roca y la playa.

En un primer momento no vi qué tipo de lugar era ni si se trataba de un puerto seguro. Pero a medida que el calor y el reposo permitieron que volviera a mi cuerpo la capacidad de sentir, así como la conciencia a mi cabeza, me di cuenta de que en ese refugio el agua estaba tan en calma como en un lago. Como un hombre que se hubiera levantado de la tumba; alcé la cabeza y miré alrededor. A mi izquierda, a sólo un centenar de metros mar adentro pero, por lo que parecía, en otro mundo, vi que las olas iluminadas por la luna seguían batiendo contra el Nightingale, tan remoto como si fuera un grabado sobre cristal. Cerniéndose muy cerca de mí, a la derecha, estaban los acantilados negros que había creído sin rasgos, pero que, como descubrí, tenían abiertos por las paredes pequeños senderos aquí y allá, con peldaños ingeniosamente tallados en la piedra y barandillas de cuerda. A sus pies se extendía una estrecha playa en suave pendiente. Mientras me dejaba llevar flotando hacia allí, oí que las olas ya no eran más que ondulaciones que producían un pacífico estrépito plateado.

Me había salvado, con la misma certeza que si el mar me hubiera elegido. Me había salvado, junto con otra persona que ya me aguardaba en la costa. No sabía quién era, sólo que parecía esbelta y juvenil, llevaba la cabeza cubierta con un chal y no podía verle la cara. Cuando me dejé arrastrar un poco más y sentí que mis hombros rozaban contra piedras lisas, esa figura alzó una mano en un solemne saludo y habló una voz.

—¿Estás ahí, Jim? —dijo la voz con una dulce nota que reconocí—. ¿Eres tú?