A la mañana siguiente, nuestro plan era que todos los pasajeros y parte de la tripulación se quedaran a bordo mientras los demás formábamos lo que llamamos «el grupo de la plata»: la tarea consistía en transportar el tesoro desde la Peña Blanca al Nightingale utilizando el chinchorro. Era un esfuerzo agotador, aunque ninguno de nosotros parecía notarlo. Tampoco nos preocupó que el tiempo empeorara. Nos dimos cuenta de que el viento soplaba más frío y que el oleaje era cada vez más picado, pero seguimos con nuestro trabajo.
Cuando todas las cargas del tesoro estuvieron a bordo, éste fue transportado con solemnidad bajo cubierta, al camarote del capitán, donde el lingote del señor Tickle se sumó a los demás y quedó bien apilado. El transporte requirió media docena de viajes, de manera que al final el tesoro acumulado tenía el tamaño de un tiburón peregrino, cuya silueta recordaba vagamente, y también por el color, que era básicamente un gris verdoso apagado. Aunque participé en bastantes de esos viajes y estaba dispuesto a hacerme cargo de la llave del camarote del capitán, como quería el contramaestre Kirkby, no puedo decir que disfrutara con la tarea. Cada lingote pesaba sobre mi ánimo, sin importar lo a menudo que me recordaba que la riqueza haría que nuestras vidas fueran mucho más fáciles.
Cuando por fin acabamos, otro grupo regresó a la isla con la misión de recoger más alimentos frescos y agua para nuestra travesía. Fueron con cautela y armados, pues, pese a mis continuas palabras de tranquilidad, temían que los negreros aprovecharan su última oportunidad para atacarles. Pero, una vez de vuelta, reconocieron que lo más aterrador que habían escuchado fue una especie de silencio erizado, que les hizo sentir que estaban siendo observados o acechados desde lejos.
Insistí una vez más: nuestros enemigos habían optado por vivir como Robinson Crusoe y se aferrarían a la esperanza de que los rescatara un barco que no conociera sus crímenes como los conocíamos nosotros. Aunque mientras lo explicaba pensaba que su decisión era razonable (en el sentido de que era fácil de justificar), la verdad es que no dejaba de sorprenderme. Sin ningún refugio donde cobijarse ahora que la empalizada estaba destruida, sin más compañía que la de los otros negreros, mientras la vegetación recuperaba terreno día tras día, con el continuo ruido de las olas en sus oídos y el calor abrasador del sol en las cabezas, el futuro de esos nuevos abandonados se intuía bastante complicado. Por mi parte, yo hubiera preferido Inglaterra y la horca.
Por esa razón, no me sorprendió del todo que decidieran mostrarse una última vez antes de que les dejáramos solos. Ese triste incidente empezó cuando el contramaestre Kirkby sopló el silbato y ordenó a algunos marineros que levaran el ancla, y a otros que subieran a las jarcias y desplegaran las velas mayores y las gavias. Como de costumbre, la primera de esas tareas llevó a que se cantara una vieja melodía, semejante al canto que habían entonado cuando salimos de Londres.
Levad el ancla con presteza, muchachos,
halad;
viento suave y mar en calma,
hip hip hurra, halad.
Levad el ancla deprisa, muchachos,
halad;
esposas y novias ya no están,
ay de nosotros, halad.
Justo cuando estaba pensando en lo raro que era que esa canción tuviera tan poco que ver con nuestras circunstancias en ese momento (nuestra tripulación se hallaba en un lugar donde obviamente no había esposas ni novias), un aullido espantoso se alzó de los árboles que rodeaban el Fondeadero. Varios de nosotros, Natty y yo también, corrimos a babor para ver cuál era la causa de aquel terrible lamento, que resonaba tan desolado como el dolor de un animal moribundo.
Pronto tuvimos una explicación. En cuanto el ancla quedó colgada de la proa y las gavias crujían en las alturas, los negreros que habíamos dejado abandonados irrumpieron en la playa del Fondeadero, al otro lado de la Peña Blanca, gritando a pleno pulmón. Conté los ocho que habían huido el día anterior; ya se les había manchado la ropa tras ocultarse en la jungla, y el pelo se les agitaba alborotado por delante de la cara. Al principio pensé que debían de haber cambiado de opinión acerca de las ventajas de estar aislados y que suplicaban que los lleváramos ante la justicia. Pero me equivocaba. Gracias a la violencia con la que agitaban los brazos y a los retazos que me llegaban de sus juramentos, pronto me di cuenta de que no estaban suplicando piadosamente que regresáramos a recogerlos, sino que nos despedían con toda su rabia, deseándonos que acabáramos en el infierno, de ser posible.
A mis colegas, aquel tumulto les pareció divertido y replicaron con sonoras carcajadas y la opinión de que el infierno seguramente estaba más cerca de la isla del tesoro, donde iban a quedarse los negreros, que de Inglaterra, que era nuestro destino. Sin duda, se sintieron animados para responder con tal confianza porque a esas alturas el Nightingale estaba virando en la corriente y se alejaba de la playa a cada segundo que pasaba. Sin embargo, me pareció que hasta el cielo mismo estaba de acuerdo con los que íbamos a bordo, pues nuestras velas empezaron a tirar con más fuerza y aumentó la velocidad justo en el momento en que los negreros expresaban sus peores deseos para nuestro futuro. Mi última imagen de ellos fue ver a los ocho levantando sus camisas y faldones, o bajándose sus andrajosos pantalones, los que llevaban, y enseñándonos sus traseros, como si ya fueran medio monos y se dispusieran a trepar a los árboles que servían de telón de fondo a su actuación.
Me mantuve en la popa hasta mucho después de que desaparecieran por detrás de la mole de la isla del Esqueleto; aunque no era momento para ensimismarme, no pude evitar pensar que mi partida de la isla del tesoro no se parecía en absoluto a lo que había imaginado. En lugar de congratularme por lo bien que había acabado la tarea que había iniciado mi padre, o por cómo los sufrimientos pasados me habían hecho más sabio, o por cómo había aprendido una lección en el amor, sólo pensaba en la persistencia del mal y las mil maneras en que es probable que nos desengañemos si buscamos un mundo mejor. El hecho de reflexionar sobre esa verdad después de presenciar un espectáculo tan extraño me hizo sonreír, pero no porque fuera ridículo dejó de parecerme menos inquietante.
Cuando le hube dado vueltas durante un buen rato a esas tristes elucubraciones, lo que se alargó durante sólo un par de minutos, empecé a pensar en lo llamativo que resultaba que todavía no se hubiera tomado ninguna decisión acerca de quién sería el capitán del Nightingale. En lugar de eso, habíamos convenido sin palabras en que cada problema que se presentara se resolvería por consenso, como si nuestro barco fuera una pequeña república. El contramaestre Kirkby siguió cumpliendo las funciones que tan bien conocía, entre ellas, llevar el timón. El señor Tickle daba órdenes sobre las velas. Y, consultándolo con ambos, Natty y yo decidimos qué rumbo seguir, mientras el señor Stevenson, en las alturas entre las jarcias, nos transmitía la información y opiniones que creía oportunas. Las cuestiones que tenían que ver con el bienestar de los negros se resolvieron mediante lo que sólo puedo denominar un proceso natural: algunos de ellos echaban una mano con las tareas del barco, otros aprovechaban para hacer lo que más necesitaban, que era dormir, y así recuperar la salud y las fuerzas. Si esa forma de organizar nuestra existencia parece utópica, no creo que deba pedir disculpas por ello.
Porque a esas alturas yo deseaba no haber ido nunca a la isla del tesoro, y sentía una acuciante necesidad de verla desaparecer por el horizonte. A dos millas de la costa pude abarcar su silueta entera de un vistazo: los acantilados negros en el extremo septentrional, por donde había caminado con el capitán; la cresta de terreno elevado a lo largo del centro, ascendiendo hasta la cumbre roma de la colina del Catalejo; y la ladera que descendía hacia el sur y que llegaba hasta las ruinas de la empalizada. Recordé de nuevo que mi padre había dicho que parecía un dragón que se alzaba sobre las patas traseras, y me di cuenta de que la comparación debió de ocurrírsele mirando el mapa. Desde mi perspectiva, al nivel del mar, con la luz intermitente de la última hora de la tarde, su silueta recordaba más bien la boca mellada de una caverna, en la que una persona podría refugiarse del cielo y el mar desolados, y de la que tal vez nunca podría escapar. Una caverna que, en realidad, conducía al inframundo.
Sólo cuando esa silueta se hubo encogido y ya no parecía una caverna, y se transformó primero en una ballena, luego en un ojo y por fin en una espina, me pareció prudente darle la espalda. Al hacerlo, creyendo que sería la última vez, preferí pensar que la isla no simplemente había desaparecido de mi vista, sino que se había hundido con todas sus piedras, árboles, plantas y animales hasta descansar en el fondo del mar, donde no tardaría en convertirse en arena y fango.
A esas alturas faltaba menos de una hora para la puesta del sol y avanzábamos bien, navegando por el mar Caribe, con viento de popa y a toda vela. Tal placidez me había hecho pensar que organizar un barco debía de ser muy sencillo, y que sólo hacían que pareciera una tarea difícil aquellos hombres que necesitaban reforzar su autoridad rodeándola de misterios. Si hubiera estado mejor informado, también habría sabido que la luz de tono verdoso que había visto hacía veinticuatro horas, y que ahora brillaba con más intensidad en los bordes de algunas de las nubes más altas, anunciaba que nuestra tranquila navegación no se prolongaría mucho más.
La primera señal de que no todo iba bien fue una repentina caída del cielo que se extendía por delante y una extraña contorsión en el aire, como si lo hubieran agarrado y retorcido como una sábana. El señor Tickle, que había subido a las jarcias para charlar con el señor Stevenson sobre lo poco que faltaba para que estuvieran bebiendo en Londres, gritó una advertencia que no oí porque las velas, que sin previo aviso habían empezado a agitarse, se removían y estremecían. En cuanto lo vieron, y sin esperar órdenes, varios tripulantes, entre ellos el señor Creed y el señor Lawson, treparon a las jarcias para ayudar al señor Tickle a recoger la mayoría de las velas; al poco sólo quedaba una gavia desplegada. Cuando acabaron y descendieron deprisa a cubierta, el señor Tickle vino a la chupeta, donde ya nos habíamos refugiado Natty y yo. Ahí nos explicó lo que había ocurrido. El viento había cambiado de dirección y ahora soplaba directamente contra nuestras caras; mientras lo decía nos dimos cuenta de que la temperatura del aire había descendido varios grados y el viento llegaba cargado de rachas de lluvia.
He olvidado cómo acabó exactamente la explicación del señor Tickle, sus palabras seguramente fueron unas simples: «Se avecina tormenta». Pero por la expresión pétrea de su rostro supe que no sería una tempestad normal y corriente. Por eso no vacilé cuando me pidió que le acompañara hasta la proa, donde me enseñaría lo que había visto. Casi deseé que no hubiera visto nada. El viento ya era tan fuerte que los dos tuvimos que doblarnos mientras avanzábamos por la cubierta, y el ruido en las jarcias era como el grito de una bruja enloquecida. Cuando llegamos hasta el cañón largo del nueve, descubrí algo todavía más alarmante. El cielo que teníamos por delante se había convertido en un fragmento de pizarra de dimensiones colosales; en el punto donde tocaba el mar, las olas rompían en picos y depresiones monstruosas, todo iluminado a golpes por la luz descarnada del sol que se ponía.
—¿Qué es esto, señor Tickle? —pregunté, y entonces, como no me respondía, grité para que me oyera por encima del fragor del viento—. ¿Qué significa esto?
Esta vez me oyó, pero tampoco me respondió, se limitó a volverse para mirar a aquellos de nuestros pasajeros que parecían lo bastante fuertes para permanecer en cubierta, y a todos los marineros, que se habían reunido alrededor del contramaestre Kirkby al timón. Todos miraban desconcertados. Natty también. Su cara estaba pegada a una de las ventanillas circulares de la chupeta como si se hubiera transformado en un fantasma.
—Creo que es un huracán —me gritó por fin a modo de respuesta el señor Tickle, que era lo que yo ya había imaginado. No obstante, el hecho de que pronunciara la palabra en alto pareció despertarle del trance en que se había sumido brevemente. A gritos llamó al señor Lawson y al señor Creed para que se adelantaran, cosa que hicieron con muchas dificultades, y luego ambos se quedaron balanceándose precariamente en las jarcias. Al verlos allí colgados, con el pelo enmarañado sobre las caras y la ropa hinchada por el viento, pensé en moscas en una telaraña cuando el viento la atraviesa.
—¡Arríen la gavia! —atronó el señor Tickle, ahuecando ambas manos delante de la boca, y vi que los dos marineros se apresuraban a cumplir la orden y se agarraban al cordaje mientras el vendaval burbujeaba a su alrededor y el Nightingale cabeceaba entre olas cada vez más profundas. Cuando parecía que el viento iba a arrancarlos de las jarcias y a arrojarlos a las nubes, la vela descendió con un rumor, y la mitad cayó por la borda entre la espuma que se levantaba.
El señor Tickle permaneció firme como una roca mientras se cumplían sus órdenes, y seguía inmóvil cuando los hombres descendieron a cubierta y echaron las cabezas hacia atrás para admirar su obra. Fragmentos desgarrados de un cielo de color carbón, cargado de agua y revuelto, corrían sobre nuestras cabezas. A esas alturas, el viento parecía haberse intensificado varios grados más, y el alarido de la bruja enloquecida convertía en casi imposible cualquier intento de hablar. Pero eso no disuadió al señor Stevenson, que descendió por fin de la cofa y aterrizó a nuestro lado como un pájaro empapado con su viejo y harapiento capote marinero.
—Demasiado duro para mí —dijo, o más bien movió los labios para decirlo y que nosotros descifráramos las palabras. Luego se agarró por los codos a los brazos del señor Creed y del señor Lawson y los tres se encaminaron oscilando como patos hacia popa.
Cuando los vio amarrados a salvo al lado del contramaestre Kirkby, el señor Tickle se inclinó hacia mí y me pegó los labios al oído; su barba húmeda me rozó la piel.
—Esta calma que habíamos disfrutado últimamente —dijo con una tenacidad que me pareció llamativa dadas las circunstancias—. Nos vino muy bien para lo que queríamos hacer en tierra, no me cabe duda. Pero era muy engañosa. Era la calma que precede a la tormenta.
Entonces se irguió y me sonrió con aire de satisfacción, como si la frase contuviera una profunda verdad que él hubiera descubierto solo, cosa que supongo que creía. En cualquier caso, dejaba claro que pensaba que nuestra situación había pasado de halagüeña a peligrosa en cuestión de minutos, y que requería…, ¿qué requería? Todavía me asombra recordar que yo no tenía la menor idea de lo que había que hacer, y por tanto debí de lanzarle una mirada vacua muy poco digna de un capitán.
—Disculpe, señor —dijo, dándose cuenta de lo perdido que me sentía.
Le puse la mano en el brazo para decirle que quería que continuara hablando.
—Disculpe, señor, pero creo que en este momento retroceder sería más sensato que avanzar.
—Retroceder…, ¿adónde? —pregunté.
—Retroceder por donde hemos venido —dijo hablando despacio para que me diera cuenta de que era consciente de estar tratando con un niño.
—¿A la isla del tesoro?
El señor Tickle esbozó una sonrisa lúgubre.
—No, a la isla del tesoro no, señor Jim, no estaríamos lo bastante lejos. Tenemos que ir bastante más allá de la isla del tesoro.
Me alegré tanto al oírlo que casi creí que nos libraríamos de más sufrimientos. Pero cuando vi que la sonrisa del señor Tickle desaparecía y que se sacaba la pipa del bolsillo y se la metía entre los dientes, con los que empezó a triturar la boquilla como si quisiera pulverizarla, me lo pensé mejor.
—Muy bien —dije para dar la impresión de que había llegado a la misma conclusión por mí mismo.
—Sí, muy bien, muy bien —repitió haciendo que la pipa se moviese arriba y abajo entre los dientes; y entonces, para mostrar que perdonaba mi ignorancia, me palmeó el hombro antes de correr a popa para hablar con el contramaestre Kirkby; la agilidad con la que lo hizo fue asombrosa, porque el barco oscilaba cada vez más violentamente bajo nuestros pies y él no parecía percibir sus movimientos en absoluto.
Le seguí más despacio, con pequeñas carreras: del cañón del nueve al palo mayor, luego al segundo palo, aferrándome a cada objeto fijo que encontraba de camino para recuperar el equilibrio antes de seguir adelante. Cuando llegué a la chupeta, Natty abrió de golpe la puerta para que pasara y yo, agradecido, entré dando tumbos. Al hacerlo, el contramaestre y el señor Tickle empezaron a dar órdenes a los que seguían en cubierta para que se resguardaran abajo si no querían verse arrastrados por la borda. Yo había esperado que todos obedecieran al instante dada la violencia de las inclemencias del tiempo que se habían desatado a nuestro alrededor, pero algunos de nuestros pasajeros se mostraron muy reacios: no se habían imaginado que los obligarían a encerrarse a oscuras de nuevo. Sólo cuando una ola gigantesca se alzó de repente sobre un costado del barco, empapándolos a todos y convirtiendo la cubierta en un caz de molino, cambiaron de opinión y varios empezaron a llorar y se cogieron de las manos mientras el señor Creed y el señor Lawson los apremiaban para que bajaran hasta que los perdí de vista.
—Recojan ese pájaro del infierno —gritó el contramaestre Kirkby mientras el resto de la tripulación se disponía a seguirles; me di cuenta de que no se trataba de que odiara a Spot, sino de que le asustaba perder una mascota. Sea como fuere, Natty frunció el ceño, pero obedientemente bajó la jaula de la clavija, la tapó para que el animal se tranquilizara y luego se la entregó al señor Stevenson. A juzgar por la expresión de éste, a nuestro escocés no le hizo ninguna gracia. El propio Spot parecía más que desanimado, si es que su comentario de despedida tenía algún sentido: «¡De aquí a la gloria!», graznó mientras se perdía camino de la cocina. «¡De aquí a la gloria!»
Con la cubierta despejada ya de todos los que no echaran una mano, y el mínimo de velamen desplegado sobre nosotros, empezamos la peliaguda tarea de virar el Nightingale. Era como si pretendiéramos cambiar de forma a la naturaleza misma. El barco pareció desplomarse cuando cayó dentro de una depresión entre dos olas gigantescas, con un lastimero crujido del maderamen y un estremecimiento que lo recorrió de proa a popa, y que me produjo un temblor de puro miedo. Durante un instante, nuestro destino pareció pender de un hilo y pensé que zozobraríamos; cuando miré por las ventanillas de la chupeta al contramaestre Kirkby, me dio la impresión de que él solo contenía la fuerza del océano con una mano, mientras la lluvia y la espuma chorreaban de su capote de marinero como si estuviera bajo un desagüe, y su cara de tejón casi se doblegaba por el esfuerzo requerido. Pero nunca pasaba del casi. El Nightingale era su barco, y, en última instancia, al buque no le quedaba otra que cumplir lo que él le ordenaba. Tras una nueva serie de poderosos golpes de mar y zarandeas, y de que olas grandes como caballos galoparan sobre nuestros costados, fuimos virando poco a poco, y de repente nos vimos liberados y navegando por donde habíamos venido.
En ese momento, el señor Tickle agarró un trozo de cabo y se adelantó resuelto de nuevo, si es que pueden calificarse de resueltos los pasos de un hombre que tiene que aferrarse a cuanto objeto fijo encuentra en su camino mientras el viento lo empuja. Cuando por fin dejó atrás el palo mayor, se amarró al cañón del nueve, desde donde tenía un puesto de observación para anticipar los peligros a medida que se presentaban. Fue un acto de valor, y me sentí obligado a encontrar algo útil que hacer, en lugar de permanecer aturdido mientras los demás corrían riesgos. Pero cuando se lo indiqué al contramaestre Kirkby, gesticulando a través de las ventanillas de la chupeta, me gritó que no hiciera el tonto: tenía que quedarme quieto y mantener a Natty a mi lado. Abrí la boca para quejarme cuando lo dijo, y eso hizo que su afabilidad habitual se le borrara del rostro: me dijo con severidad que deberíamos agradecer no estar encerrados con los demás bajo cubierta, porque éramos jóvenes e ignorantes. En circunstancias menos peligrosas me lo habría tomado como un reproche; pero, tal como estaban las cosas, pensé que sencillamente me decía la verdad. Decidí que no pondría más a prueba su paciencia y me di por satisfecho con mirar a través de las tupidas cortinas de lluvia que golpeaban contra nuestras ventanillas.
He dicho que en ese momento íbamos navegando, pero lo que hacíamos era, más bien, volar, porque ni siquiera un barco tan ligero como el Nightingale podía deslizarse por la superficie del mar, sino que iba zambulléndose de un abismo al siguiente. Al cabo de unos minutos de ese infernal zarandeo, Natty y yo nos escurrimos del banco y nos arrodillamos en el suelo de la chupeta, con los ojos a la altura de las bordas del barco. Eso debería habernos permitido seguir cada subida y bajada como si formáramos parte de las cuadernas. Pero la confusión de espuma y viento era tal, y el cambio entre luz y oscuridad sucedía tan rápido y trémulo, que, para ser preciso, debería decir que, más que ver, sentíamos lo que ocurría a nuestro alrededor. Cada salto hacia delante suponía un esfuerzo tremendo, seguido de un pavoroso instante de suspensión, luego un salto al vacío y un choque contra el agua tan violento que parecía que iba a partirnos por la mitad, pero que al momento iba seguido de otro brutal impulso ascendente.
No sabría decir cuánto duró aquello. Del mismo modo que todo lo que había sólido en la naturaleza se había vuelto líquido e informe, el transcurso normal del tiempo parecía haberse quebrado. Nada encajaba, nada tenía sentido. En un momento dado, Natty y yo estábamos enredados en el suelo como marionetas; al siguiente, nos tapábamos las caras cuando una ola especialmente feroz, perversa como un puñetazo, golpeó una ventanilla de la chupeta y nos cubrió con una lluvia de cristales antes de encogerse de nuevo. Al poco vimos la silueta de la isla del tesoro pasar a toda velocidad ante nosotros, mientras la espuma teñía de plata la mortecina cumbre de la colina del Catalejo. O, mejor dicho, nos pareció verla; costaba creer que un lugar que había contenido tantas cosas —que había dado y arrebatado tanto— pudiera haberse transformado en una imagen tan fugaz. Casi en nada.
Tal vez fue esa idea, la de que todo era ilógico, lo que empezó a cambiar mi estado de ánimo. O tal vez fue mi sensación de que el Nightingale, tras sobrevivir a las primeras salvas de la tormenta, no se hundiría fácilmente en sus posteriores arremetidas. En cualquier caso, mientras la isla desaparecía de nuevo a nuestras espaldas, me di cuenta de que casi estaba empezando a disfrutar de nuestra ordalía: contemplar al contramaestre Kirkby aferrando el timón mientras la furia se desataba a su alrededor; descubrir al señor Tickle tan empapado en su puesto junto al cañón del nueve que parecía envuelto en plata. Llegué a creer que el pobre hombre debía de estar exultante en lugar de esforzándose por respirar. Yo lo estaba, cuando más me hubiera valido concentrarme en cuestiones ordinarias, como evitar romperme la cabeza.
Natty estaba demasiado sorprendida, o demasiado asustada, para compartir esos delirios.
—¿Lo has pensado? —gritó.
—Si he pensado… ¿qué? —respondí, y sentí que las palabras se me desgarraban al salir de la boca.
—¿Has pensado qué pasará cuando lleguemos a la costa? —Estábamos uno al lado del otro en el suelo de la chupeta, con las espaldas pegadas a un banco y los pies apuntalados en las patas de la mesa. El agua marina, que entraba a ráfagas por la ventanilla rota, le había empapado el pelo y le iluminaba la cara.
Emití algo parecido a una risa, lo que no era precisamente una respuesta.
—El mar que nos rodea es una especie de tazón gigantesco —prosiguió, apretando su cara contra la mía para asegurarse de que oía lo que me decía—; tarde o temprano acabaremos topando con el borde.
Adoptar ese tono racional parecía absurdo por su parte cuando todo a nuestro alrededor era un caótico tumulto, y no pude evitar una sonrisa.
—¿Cuándo? —le pregunté.
—¿Y cómo quieres que sepa cuándo? —me espetó como si la irritara su propio tono, no sólo el mío—. Cuando nos quedemos sin mar.
La irritación de Natty no era nada en comparación con el fragor del viento y las olas, pero aun así me picó, y me hizo comprender que me había sentido tan aliviado al escapar de un peligro que no había visto que todavía quedaban más por venir.
—Será la costa de la América española —dije tanto para mí como para Natty, y me subí de nuevo al banco para mirar hacia el horizonte. Se me cayó el alma a los pies cuando lo vi.
—Casi con toda seguridad la América española —dijo Natty. La resignación en su voz me sorprendió, hasta que añadió—: Mi padre estuvo allí. Mi padre está en todas partes. Allá donde vayamos no hacemos otra cosa que seguirle.
—Ya veremos —dije, lo cual no era de mucha ayuda, pero no me apetecía ponerme a recordar a nuestros padres en ese momento.
Natty me clavó otra de sus miradas feroces.
—¡Piensa! —me gritó exasperada.
Pero yo no podía pensar. Sólo podía señalar con el dedo por encima de la cubierta hacia el señor Tickle. Aunque el Nightingale seguía zarandeándose, cabeceando por el agua y a veces alzando el vuelo sobre ella por entero, mi compañero de tripulación se había desatado el cabo que le aferraba al cañón del nueve e intentaba avanzar todavía más por la proa. Era como si hubiera intentado caminar por una corriente embravecida; creí que las olas lo arrastrarían por la borda en cualquier momento. Al mismo tiempo, sabía que debía de tener algún motivo para arriesgarse a morir de ese modo, y, aunque no imaginaba cuál podría ser, supe que tenía que ayudarle.
Sin decirle nada a Natty, abrí de golpe la puerta de la chupeta y salí a cubierta. En cuanto salí, me alcanzó una ráfaga de viento tan fuerte que lo único que pude hacer fue empujar la puerta para cerrarla de nuevo; me resultaba casi imposible dirigirme hacia donde había ido el señor Tickle. No caminé, ni siquiera me tambaleé sobre cubierta, sólo pude arrastrarme. Toda idea de familia, de hogar o de amor me abandonaron como un líquido que se escurriese entre mis manos. Todo recuerdo de mi padre, del río o de Natty desaparecieron de mi mente. Ni siquiera los gritos de nuestros pasajeros, que se escuchaban débilmente entre los tablones de cubierta, significaban lo que hubieran significado para mí en otras circunstancias. No eran los sonidos del miedo o la desesperación, sino simples ruidos. El mundo entero se reducía a mí mismo, y mi único deseo era seguir viviendo.