35 - Abandonamos la isla

Menos de una milla marina separaba la orilla del Nightingale; gracias a nuestros colegas remando con fuerza, el chinchorro nos llevó hasta él en cuestión de minutos. Ese trayecto nos trasladó en muy poco tiempo de un mundo a otro. A nuestras espaldas todo era destrucción y muerte. Cuando me puse de nuevo en pie sobre el barco, lo único que vi fue estoicismo y vida. El contramaestre Kirkby y el señor Stevenson habían dispuesto que varios de nuestros pasajeros se alojaran en los camarotes de abajo, donde ya dormían o descansaban. Pero la mayoría de ellos, reacios a meterse en un espacio cerrado, habían preferido permanecer en cubierta, donde se sentaban o estaban de pie o apoyados unos en otros, con las caras salpicadas de rojo y oro por las llamas que todavía ardían en la isla.

El señor Allan y los demás habían colgado linternas en las ventanas de la chupeta y también a lo largo de los penoles, y eso me permitió ver que se habían cuidado de todos a medida que subían a bordo. Se había colocado una gran bañera de hojalata en cubierta y a juzgar por la abundante agua derramada a su alrededor y la cantidad de huellas húmedas que había por todas partes, había sido utilizada y rellenada varias veces. Además, nuestra tripulación había cedido bastantes piezas de su propia ropa a nuestros huéspedes, cosa que supe porque varios de los que fui a saludar iban vestidos con un peculiar surtido de blusas marineras y pantalones de tela escocesa, como si fueran marineros de toda la vida. A pesar de que el Nightingale estaba ahora atestado y que al caminar de proa a popa a menudo tenía que pasar por encima de cuerpos aovillados o tumbados boca arriba contemplando las estrellas más allá de las jarcias, esas pruebas de amabilidad dieron cierto orden a lo que de otra manera habría sido un caos. A pesar de la desdicha todavía evidente en tantos rostros, percibí que una sensación de satisfacción empezaba a propagarse entre todos.

Como pronto explicaré, ese estado de ánimo no tardó en revelarse engañoso, pero hacíamos cuanto podíamos para disfrutarlo y nos decíamos que por fin había cambiado nuestra suerte, porque nuestro rumbo se encaminaba con seguridad de vuelta a casa. Eso se confirmó cuando el señor Tickle se desvaneció en la cocina con la cerda que habíamos traído del corral. Su llegada provocó una gran agitación abajo, y los intensos aromas de la cocina que se extendieron al momento por cubierta eran deliciosos. A decir verdad, esa fragancia debió de ser una especie de tormento para nuestros amigos, a los que Smirke había mantenido casi al borde de la inanición, pero aceptaron el malestar con buen humor, porque sabían que pronto acabaría. Me fijé en un hombre que esbozaba una amplia sonrisa cuando pasé a su lado, y que había encontrado nuestro barril de manzanas: sostenía un corazón de manzana pelado en una mano y tenía una segunda ya a medio comer en la otra. Me sorprendió que los demás no lo hubieran imitado y no hubieran acabado con nuestras reservas.

Cuando el señor Tickle reapareció, dio una vuelta para enseñar a todos su lingote de plata. Sus compañeros de tripulación mostraron un interés excepcional y lo llamaban cosas como «preciosa mía», como si se tratara de una mascota, pero los negros no parecieron tan fascinados. Uno o dos se acercaron a mirar, pero la mayoría siguieron donde estaban sobre la cubierta, dejando claro que concedían más valor a la paz y la tranquilidad que a todas las riquezas del mundo. Al cabo de un rato, esa opinión pareció contagiar al señor Tickle, porque depositó suavemente su tesoro sobre la mesa de la chupeta y lo dejó allí.

Si alguien dudaba de lo seguro que pudiera estar nuestro almacén en la Peña Blanca (como, lo admito, dudábamos Natty y yo de vez en cuando), nos tranquilizamos enseguida. Mientras esperábamos la comida, paseamos hasta babor del Nightingale y miramos hacia el islote. Su masa oscura parecía brillar incluso después de que el sol hubiera desaparecido, como si la plata amontonada en su cráter hubiera impregnado de color y calor la piedra que la rodeaba.

Cuando llegó nuestro banquete —el señor Allan había desmembrado el cuerpo de la cerda en la cocina— y se subieron a cubierta los pedazos de carne lustrosa en enormes bandejas y con gran ceremonia, un pacífico silencio se hizo en el Nightingale. Era el tipo de silencio que nunca habría esperado encontrar en la isla del tesoro ni en sus cercanías, y sentí que el corazón se henchía en mi pecho cuando el contramaestre Kirkby dio un pisotón sobre cubierta y nos pidió atención para bendecir la mesa antes de comer. Mientras hablaba, miré alrededor al círculo de caras, cuyos rasgos suavizaba y alisaba la luz de las linternas, y por primera vez tuve el convencimiento de que nuestra aventura no había sido en vano.

El estado de ánimo que describo podría calificarse de felicidad, pero estaba mezclado con el pesar por todo lo que habíamos perdido. Incluso cuando encontramos sitio para acomodarnos apoyados en las amuradas del barco o mirando sobre las aguas oscuras con trozos de carne brillando entre los dedos, a nuestros huéspedes les resultaba imposible olvidar sus sufrimientos; y a los demás, sentir que nos habíamos salvado definitivamente. Las conversaciones se acallaron alrededor de las linternas, por respeto a los espectros que se cernían cerca de nosotros. Las canciones, que empezaron en cuanto acabamos la cena, se alzaban al cielo sobre el Fondeadero, más como recordatorios de la tristeza que como expresiones de alegría, entre ellas la que yo canté, que me había enseñado mi padre:

Conocí a una doncella de un lejano país,

era muy rubia,

la doncella más bonita que había visto

pero fugaz como el aire.

Paseé con ella por las cercanías,

le enseñé los arroyos y los árboles

que había conocido desde niño,

todos amigos queridos para mí.

Vi que su paz y su belleza

calaban en ella

como la luz del sol en el hielo de un río

o la lluvia en el viento.

Y pese a todo dijo: «No puedo quedarme»,

y pese a todo me dijo: «Tu país,

está en la tierra, amor mío,

en los cielos está el mío».

A juzgar por la altura a la que se veía la luna entre las nubes, no debían de ser más de las diez cuando Natty y yo nos dimos cuenta de que éramos casi los únicos que no nos habíamos quedado dormidos, y nos dirigimos hacia el lugar que habíamos ocupado durante toda la travesía, la chupeta. Ahí encontramos a Spot esperándonos en su jaula; miró a Natty con tal intensidad que su alegría al verla podría haberse confundido con rabia. Luego ladeó la cabeza y pareció murmurar: «Siempre demasiado tarde, siempre demasiado tarde», cosa que para mí no tenía el menor sentido. Si Natty lo entendió, no se molestó en explicármelo y sopló con suavidad entre los barrotes de la jaula de manera que emitieron un ruido que era a la vez apagado y musical, como de un arpa amortiguada. A Spot pareció gustarle y al momento empezó a arreglarse tranquilamente las plumas con el pico.

Natty y yo nos sentamos en nuestros sitios de la mesita, uno al lado del otro. A esas alturas, la mayoría de las velas que habían colocado allí los tripulantes se habían ahogado en su propia cera aunque daban la suficiente luz para que nos viéramos las caras, y también la plata que brillaba en medio. Natty pasó la mano por la parte superior como si acariciara el lomo de un gato.

—Está caliente —dijo, y por un instante vi el mismo brillo en su cara que había visto cuando estábamos en la Peña Blanca.

—Caliente como la sangre. —Fue un comentario un tanto dramático por mi parte, pero que dejaba claro que no debíamos olvidar el precio que habíamos pagado por nuestra buena fortuna.

Entonces Natty se recostó hasta apoyar la cabeza en una de las ventanas curvadas de la chupeta y se volvió hacia la isla. Más allá de las olas blancas que rompían a lo largo de la orilla, las cenizas de las cabañas resplandecían con un extraño latido cuando el viento las levantaba y las dejaba caer de nuevo.

—Escocia me salvó la vida —dijo; su voz carecía de expresión, como si estuviera dormida.

—Sí, te la salvó —respondí en voz baja también porque sabía que ella seguía en el trance en el que llevaba sumida desde hacía unas horas; me pareció que, en ese estado, hablaría con más facilidad de cosas que habitualmente callaba.

—¿Crees que quería sacrificarse? —preguntó.

—Se resbaló —le dije—. Yo lo vi. Se resbaló al saltar. Pero no cabe duda de que lo que quería era salvarte.

—Su esposa murió —dijo Natty, con la misma voz hueca.

—¿Te refieres a que ya no tenía nada que perder?

—Eso mismo —admitió Natty, y se dio la vuelta para encararme tan de repente que el cristal crujió cuando su cabeza se apretó contra él. Tenía los ojos abiertos de par en par y llenos de lágrimas.

—Imagínate —prosiguió—, amar tanto a otra persona que tu propia vida ya no tiene ningún valor para ti.

No respondí, sino que puse mi mano sobre la suya, que tenía apoyada en la rodilla, y la dejé ahí. El que ella no la apartara y apretara los dedos alrededor de los míos, me dio confianza para pedirle que me contara el relato completo de sus aventuras después de dejar el Nightingale. Su respuesta fue el discurso más largo que le había escuchado hasta entonces, y cuando acabó, los dos estábamos sentados en completa oscuridad porque las velas se habían consumido del todo y las nubes habían tapado la luna. Ni siquiera veía los cuerpos que dormían en cubierta a nuestro alrededor.

Todo cuanto Natty me contó fue sincero, muy conmovedor, y también tranquilizador, con la salvedad de que, como conclusión, dijo que Escocia le había recordado a su padre. Le pregunté en qué.

—Por su edad —respondió—. Su edad. Si no puedes entenderlo, es que no entiendes nada. —Me lo tomé como un reproche, por más que lo dijera con suavidad; así que no añadí nada más, desentrelacé mis dedos de los suyos y me quedé callado un momento, mirando hacia la noche.

Durante todo nuestro largo viaje yo había evitado cuestionarme mis sentimientos acerca de Natty, temiendo, como ya he dicho, que llegaría a conclusiones que no serían agradables porque difícilmente podía hacer nada. Ahora que nuestra aventura parecía casi acabada, me dejé llevar un poco y me pregunté si perdería el contacto con ella cuando volviéramos a Londres. La idea me resultó insoportable. La había amado desde el momento en que la vi, pese al silencio que había mantenido. Los paisajes que habíamos compartido en nuestra travesía a la isla del tesoro; la repulsión que ambos sentimos cuando descubrimos la empalizada; mis celos de Escocia; mi pavor cuando ella desapareció; mi asombro y alegría cuando me besó: todas esas imágenes me desgarraban el corazón abriéndomelo de par en par, y dejé que lo ocuparan por entero. Esa misma velada, la descripción de su cautiverio parecía dirigida a mí en especial, porque me permitió sufrir con ella, me había hecho sentir todavía más cerca.

¿Sentía Natty lo mismo? El momento para esa pregunta llegaría más adelante, me dije, si es que llegaba alguna vez, cuando estuviéramos a salvo de vuelta en casa. Por eso me alegré cuando sugerí que nos retiráramos y, en lugar de clavarme una de sus miradas gélidas o empeñarse en que quería aprovechar para pensar a solas, se levantó de buena gana y me cogió de la mano al cruzar la cubierta. No era más que un breve trayecto, pero lento y zigzagueante porque teníamos que abrirnos paso con cuidado entre los cuerpos dormidos de nuestros amigos, algunos doblados buscando calor en brazos de otros, otros estirados aparte y rígidos como cadáveres. Cuando llegué a la parte de arriba de la escalerilla, me dio la sensación de que habíamos hecho un largo viaje juntos.

Antes de desaparecer bajo cubierta en nuestro camarote miré alrededor por última vez. La luna había vuelto a salir, desde el mar llegaba una brisa, mucho más suave que la de las noches anteriores, pero lo bastante fuerte para agitar los árboles de la isla: su temblor era como el del agua que pasa sobre unos guijarros, fluido y suave, cosa que tomé como un buen augurio. También el cielo parecía anunciar una travesía tranquila cuando zarpáramos al día siguiente. Las nubes que habíamos visto durante el ocaso empezaban a disiparse, como perfiladas por una visible luz verdosa, como la que se vería en una caverna marina.

Estaba a punto de decírselo a Natty, cuando una voz gritó desde la cofa sobre nuestras cabezas, pronunciando el viejo y hermoso grito marinero del vigía: «Las doce y sin novedad». Era el señor Stevenson, que había estado haciendo guardia mientras nosotros pensábamos y hablábamos. Le devolvimos un saludo amable y bajamos, sin albergar ni remotamente ningún mal presentimiento.