Permanecí en ese estado de ensoñación durante un buen rato, que acabó con la promesa silenciosa que le hice al capitán de que nunca le olvidaría. Luego volví a mis deberes.
—Contramaestre Kirkby —dije, interrumpiendo sin duda sus propias meditaciones junto a la tumba del capitán. Como el buen hombre que era se apresuró a dar un paso hacia mí, animando a los demás tripulantes a que le imitaran. Sin embargo, nos apartamos de los demás, algo que lamenté pues nuestra conversación les afectaba a todos. Pero no estaban acostumbrados a decidir su propio destino y yo todavía no tenía el valor ni era lo bastante considerado para darles la palabra.
—Discúlpeme —dijo el contramaestre, utilizando la expresión educada a la que recurría siempre que quería decirme algo que, en cualquier caso, ya tenía claro que había que hacer—. Discúlpeme, señor, pero todos los marineros tendrían que estar en el Nightingale antes del crepúsculo, no sea que nos hayamos equivocado con respecto a los villanos que ahora se ocultan y decidan lanzarse de nuevo contra nosotros.
—Y no vaya a ser que dispongan de más canoooas —añadió el señor Tickle, alargando la palabra para mostrar que creía que eran artefactos ridículos—. No queremos que aborden nuestra preciosidad y desaparezcan. A bordo sólo quedan el señor Allan y un puñado de hombres.
Aunque, a la vista de la indolencia y la laxitud de los piratas durante su estancia en la isla, me parecía improbable que hubiera una segunda canoa oculta para darle tal uso, creí que era sensato actuar con cautela. Repetí mi convicción de que los negreros eran unos cobardes, además de unos villanos, y que no nos incordiarían más, pero convine en que haríamos bien adoptando ciertas precauciones. Natty pensaba lo mismo y tomó la palabra.
—Tenemos que ser listos —dijo, hablando ya con su propia voz, la que había intentado que sonara más grave cuando iba disfrazada. El contramaestre Kirkby nunca había recibido órdenes de una mujer, pero parecía aceptar que se había producido una revolución en su existencia, y esbozó una sonrisa tan amplia que enseñó el doble de los dientes torcidos que solía mostrar.
—Gracias —dijo, y, sin otra cosa que hacer, empezó a dar instrucciones al señor Stevenson y al señor Creed para que formaran grupos de una docena con nuestros amigos, que, de esa forma, serían trasladados al Nightingale por etapas en nuestro chinchorro. El señor Tickle, Natty y yo nos ofrecimos a quedarnos en la isla hasta que todos los demás estuvieran a salvo, para hacer frente a nuestros enemigos en el que caso de que me hubiera equivocado y reaparecieran.
Durante toda la conversación no hubo la menor mención a la plata ni a cuándo la llevaríamos a bordo. El sentido común me decía que no sería fácil que nos la robaran ahora, así que bien podía quedarse donde estaba hasta que se hubiera completado la primera tarea. El silencio de los demás sobre la cuestión demostraba que coincidían, aunque el señor Tickle, según vi, había sacado su lingote del chinchorro y lo llevaba consigo allá adónde fuera. Cuando le pregunté al respecto, me respondió que lo hacía «para custodiarlo», y que se lo quería enseñar al señor Allan y a los demás como prueba de nuestra buena suerte cuando volviera el Nightingale. Todo eso lo dijo con un entusiasmo tan infantil que no pude reprochárselo.
Luego reflexioné sobre cuestiones más tácticas. Me pareció que, dado que ya era una hora avanzada de la tarde, cabía esperar que llegara la lluvia desde el este, como solía pasar. Pero ese día, que había empezado negándonos el menor rayo de sol por la mañana, estaba librándonos también de los torrentes de agua a medida que se aproximaba el anochecer. Eso podría haber resultado un alivio si no fuera porque las nubes grises y el viento bochornoso no eran nada agradables; teníamos que acabar nuestra tarea lo antes posible.
Mientras partía el chinchorro, con el señor Stevenson al mando, y los demás amigos esperaban lo más cerca posible del agua, dejando con ello claro lo ansiosos que estaban por salir de allí, Natty y yo decidimos volver a la empalizada. Puede parecer extraño, dado lo mucho que lamentábamos cuanto allí había sucedido, pero en aquel momento nos pareció una decisión completamente natural. Queríamos convencernos de que los recientes fantasmas se habían desvanecido por completo y también probar que sus espectros más antiguos, nuestros padres, habían sido liberados por fin.
En mis excursiones por la isla ya me había fijado en que su paisaje cambiaba según mi estado de ánimo. Al entrar por la puerta septentrional me asaltó de nuevo esa sensación, pero con más fuerza. Mientras Smirke y su grupo habían sido los reyes de su imperio, cuanto poseían había adquirido un aspecto maligno. Pero, una vez muertos, incluso sus más terroríficos instrumentos de opresión parecían meros cachivaches. El Tribunal del Castillo de Proa, sin ir más lejos, con su peculiar pared en forma de abanico, sus sillas y bancos del jurado chirriantes, resultaba ahora un mero mueble de pésima calidad. Cuando me apoyaba en cualquier punto del armatoste, las juntas dejaban escapar tales crujidos que casi esperaba que fuera a derrumbarse. Si me hubiera apoyado con más fuerza, seguramente es lo que habría pasado, pero el ruido de su inminente desmoronamiento hizo que se me ocurriera otra cosa.
Mientras nos dirigíamos hacia la cabaña de los piratas, Natty me contó más cosas del tiempo que habíamos estado separados, entre ellas, su milagroso descenso y huida por el barranco. Dijo que prefería no extenderse sobre los detalles todavía, pero que me llevaría a los sitios donde lo había pasado tan mal, porque éstos serían elocuentes por sí solos. Cuando vi las marcas de los arañazos que habían dejado los tacones de sus botas en el suelo junto a la «estaca de escala», que mostraban cómo se había resistido cuando Smirke la tiró al suelo o la arrastró, la agarré de la mano y se la sostuve con fuerza en la mía. Al llegar a la choza donde estaba la destilería y asomamos a su mareante hedor a putrefacción y fermentación, sentí su debilidad como si fuera la mía.
Había creído que después miraríamos dentro de la cabaña para hacernos una idea de cómo habían vivido los piratas, y ver el lugar donde nuestros padres habían negociado con el squire Trelawney en los viejos tiempos. Pero ya cuando pasábamos por encima del sucio riachuelo que corría por debajo de su porche, me repugnó la idea. Había una confusión tan espantosa de manchas y agujeros por el suelo, y tal montón de cochambre de harapos desgarrados y baratijas (entre ellas un trozo de una talla de marfil, con una mujer desnuda a horcajadas de un delfín, que me metí en el bolsillo y que todavía conservo), que no me costó imaginarme lo repulsivo que sería seguir adelante.
La puerta abierta me dio la razón. Hasta donde me permitía ver la luz mugrienta, todo despedía una asfixiante sordidez: los tablones del suelo estaban enterrados por completo bajo basura, las camas olían a rancio, el aire era sofocante por el hedor a sudor y alcohol. Un detalle estrafalario: había una rama delgada de un árbol apoyada en un rincón, que, supongo, había estado cubierta de flores y que habían metido allí dentro como decoración; ahora estaba envuelta en la misma y mohosa lepra que también florecía por el techo, como una corrupta imitación de las estrellas que a veces se pintan en el techo de una capilla.
Cuanto veía no hacía más que reforzar una idea que todavía estaba incubando. También explicó por qué Natty, impulsada por la rabia o el asco, me apartó de la puerta y me llevó pendiente arriba hacia el extremo norte del recinto. No nos hacía falta ver los alojamientos donde nuestros amigos habían estado encerrados; el capitán ya me había dejado claro qué pensar de ellos. Así que salimos del recinto y seguimos un estrecho sendero salpicado de trozos de roca negra diseminados como si fueran carbón; Natty me explicó que por ahí la habían llevado Smirke y Stone.
Había una nota de emoción en su voz, pero no el miedo o el pavor que yo habría esperado.
—¡Ven a ver! ¡Ven a ver! —me llamaba como una niña, corriendo por delante de mí y, a veces, rozando con la mano las copas de los arbustos hasta que se paró de golpe y me dijo que anduviera con cuidado. Cuando llegué a su lado, vi que estábamos al filo del mismo barranco que yo había descubierto en mi primera visita a la empalizada. Planté los pies con toda la firmeza que pude sobre suelo sólido y me incliné hacia delante, lo bastante para ver el pino encajado entre las dos paredes que ella me había descrito y para sentir también el frío aliento de la tierra profunda acariciándome la mejilla.
También vi —y deseé no haberlos visto— trozos deshechos de carne y de ropas, así como algunos fragmentos blancos de hueso, tirados en el fondo del barranco a unas quince brazas. Eran los restos sobre los que habría caído Natty, y aunque los dos estuvimos mirándolos durante un minuto entero, ninguno dijo nada.
En mi caso, no se me ocurría la manera de expresar la conmoción y la piedad que sentía. En el de Natty, supuse que no quería pensar en la muerte de la que había escapado por tan poco. Más adelante, cuando recordé su cara, callada y con los labios apretados, y la situé mentalmente al lado de su imagen mirando la plata en la Peña Blanca, me pareció que su silencio, en realidad, podría ser una prueba más de que algo de la frialdad de su padre corría por sus venas. Eso no disminuyó la fascinación que sentía por ella, pero me hizo consciente de que debería ser comprensivo con su personalidad.
Tras mirar un buen rato, Natty y yo nos volvimos hacia el Fondeadero. A esas alturas, la luz del día se había atenuado un tanto y las primeras trazas púrpuras del anochecer matizaban todo lo que veíamos: el montículo desgreñado de la isla del Esqueleto, que proyectaba su sombra sobre los restos del naufragio del Achilles; el tocón plumoso de la Peña Blanca; el Nightingale anclado; y las garras del viento arañando el espejo del mar. Si no me hubiera sentido tan confiado en mi seguridad, ni tan absorto en la dicha que sentía al lado de Natty, habría prestado más atención a las franjas amarillas que se habían introducido entre las nubes en el horizonte y me habría percatado de que nuestros problemas todavía no habían acabado.
Lo cierto es que me distraje mirando nuestro chinchorro, al que veíamos cumplir con su trabajo en la distancia. Parecía que sólo faltaba un grupo por trasladar a bordo, con el contramaestre Kirkby, y como la marea estaba en su punto más bajo, se habían metido caminando en el agua hasta donde podían a lo largo de la línea de costa que retrocedía, y esperaban que los rescataran. El señor Tickle correteaba a su alrededor animándolos como un perro pastor, manteniéndolos juntos y en orden; no pude evitar pensar que se habría movido con más agilidad de no entorpecerle el peso de su lingote de plata.
Todo en nuestro estado de ánimo y en la situación se había sumido en una calma inquieta, así que casi me asusté al oír que Natty decía que creía que el señor Tickle debía de estar todavía preocupado por si los negreros reaparecían, pese a que antes había asegurado lo contrario. Le repetí que no creía que sucediera, porque bien sabían que los colgarían si volvían a la vieja Inglaterra, y por tanto preferirían arriesgarse a permanecer en la isla, como Smirke, Stone y Jinks antes que ellos. Tanto si Natty estaba de acuerdo conmigo como si no, el silencio que nos rodeaba parecía confirmar mis palabras. No se oían voces humanas en la espesura circundante, sólo los chillidos metálicos de los loros, los ruidos de pequeños insectos y, de vez en cuando, el clic-clic más profundo y definido de las ardillas protegiendo sus parcelas particulares de territorio.
Tras escuchar esos ruidos inhumanos durante varios minutos, los suficientes para convencer a Natty de que los negreros no suponían ningún peligro, le expliqué el plan que había estado concibiendo. Le dije que quería destruir la empalizada antes de marchamos de la isla, quemarla hasta reducirla a cenizas y que no pudiera ser visitada de nuevo o ni siquiera reconocida. Había esperado que la idea la sorprendiera, pero me preguntó con bastante calma:
—¿Por qué quieres hacer eso?
—¿No está claro? —dije—. Para destruir todo recuerdo del mal que ha habido aquí. Para restituir la integridad a la isla.
—A nuestros padres no les gustará —repuso.
La miré perplejo.
—No, nuestros padres se alegrarán. Tu padre es un hombre reformado. El mío no tenía necesidad de reformarse. ¿Por qué iban ellos a querer conservar los vestigios de tanto sufrimiento?
Natty vaciló un momento, frunció el ceño mientras bajaba la mirada hacia el Fondeadero y a las figuras en miniatura que seguían en la playa.
—Supongo que tienes razón —admitió por fin, con una voz muy pausada—. Pero no podemos destruirla completamente. Podemos eliminar las pruebas, sí, pero no es lo mismo. Lo que ha pasado, ha pasado, y nosotros formamos parte de lo sucedido. Y es también una parte de nosotros. Para siempre.
Aunque las palabras de Natty parecían lógicas y se deducían de lo que habíamos estado hablando, contenían un matiz de misterio que me llevó a volverme hacia ella. Al hacerlo, Natty levantó la mano, me agarró del pelo y tiró de mi cara para darme un beso. Sentí sus labios en los míos, muy cálidos y suaves, y cuando nuestros dientes se rozaron, mi cerebro se sobresaltó.
—¿No tienes nada que responder a esto? —preguntó en un susurro, aunque su voz retumbó en mi interior.
El corazón me latía demasiado rápido para pensar con claridad.
—Tengo una respuesta —dije, esperando estar contestando a la pregunta correcta—. Y mi respuesta es: tienes toda la razón. Para siempre.
—En ese caso, muy bien —dijo Natty, y se apartó igual de inesperadamente que me había agarrado, mirándome a los ojos—; dado que estamos de acuerdo: para siempre. Y sí, debemos destruir las pruebas. Y debemos hacerlo ahora.
Dicho lo cual, y sin nada que dejara constancia de lo que acababa de pasar entre nosotros salvo una sonrisa, me condujo de vuelta descendiendo el sendero de piedra hacia la empalizada y la orilla.
Cuando llegamos junto al señor Tickle, ver su cara angustiada mirándome a la espera de órdenes y tal vez incluso de consuelo, me recordó que debía concentrarme en lo que teníamos entre manos. Ya habría tiempo para estudiar horizontes más remotos y el lugar que Natty y yo ocuparíamos en el mundo, cuando estuviéramos lejos de la isla, a salvo. Cuando hubiéramos emprendido el camino de regreso a casa.
Por eso me volví todo lo pragmático que pude y expliqué que nuestros planes habían cambiado: ahora enviaríamos por delante al último grupo de amigos, con el contramaestre, al Nightingale, y pediríamos al chinchorro que volviera una última vez para recogernos a los tres. Los remeros gruñeron un poco al recibir las órdenes, pero al momento se animaron, en cuanto el señor Tickle les contó que recibirían un banquete como recompensa a sus esfuerzos, porque había pensado en «cierto trabajo» que realizaría en su ausencia.
En cuanto la barca partió con el contramaestre y la última carga de amigos, el señor Tickle nos guió tierra adentro, de nuevo por los arrozales, y salimos al pequeño recinto que Smirke utilizaba como corral para los animales. Con las prisas y la confusión de las últimas horas, me había acostumbrado hasta tal punto a los sonidos que producían las criaturas allí encerradas que había dejado de prestarles atención. Pero cuando los animales oyeron que nos acercábamos, sus voces se alzaron con una renovada excitación, en una estruendosa orquesta de chillidos y balidos.
Cuando miramos por encima del murete del corral, descubrimos que los negreros habían sido igual de crueles allí que en los demás lugares: el espacio estaba atestado de criaturas escuálidas que daban tumbos, hundidas hasta los corvejones en su propia suciedad, que incluía los cuerpos de los que no habían sobrevivido a las penurias. El hedor era espantoso. Y más conmovedor aún, porque resultaba más sorprendente si cabe, fue ver al menos a una docena de du-dás moviéndose con torpeza entre los cerdos, las cabras y demás: el sutil azul de las plumas de sus pechos se había apagado hasta quedar de color gris mortecino en la sordidez en que vivían.
El señor Tickle (que seguía llevando su lingote de plata en esa excursión) se metió el tesoro en un bolsillo del gabán, donde debido al peso casi le arrancó la manga del hombro; luego se tapó la nariz y la boca con las dos manos. Aunque no las apartó mientras hablaba y por tanto todas sus palabras sonaron amortiguadas, entendí perfectamente cuanto dijo. Nos había llevado hasta ahí con la esperanza de seleccionar algunos ejemplares para llevárnoslos a bordo como premio por nuestros desvelos, pero al verlos, le habían dado pena.
Estuve de acuerdo con él, y no me hizo falta mirar a Natty para saber que ella sentiría lo mismo. Por tanto, recorrimos el murete del corral hasta que llegamos a la puerta, que abrí con gusto antes de hacerme a un lado preparado para ver cómo las criaturas regresaban a su reino.
Yo esperaba que el éxodo empezara con el tipo de alegría que nos hace querer tanto a los animales. Pero éstos se habían acostumbrado a vivir con miedo y no sabían qué hacer. Se oyeron unos gruñidos inquisitivos, algunos balidos vacilantes, y los du-dás dieron unos brincos impacientes, que parecían pensados para recordarse a sí mismos que no sabían volar.
Muy poco a poco, esas vacilaciones e incertidumbres fueron dando paso a una mayor resolución y todas las criaturas empezaron a desplegarse como un creciente alrededor de la puerta abierta, para mirar hacia el ancho mundo que se extendía más allá. El vacío del espacio parecía contenerlas. O esa impresión nos dio, al menos, hasta que un cerdo muy pequeño, que no debía de haber conocido más que la cautividad en toda su vida, se adelantó con suma cautela, hasta el punto de que parecía andar de puntillas, pasó por delante de nosotros y desapareció en la jungla.
Su ejemplo convenció a los demás: cerdos, cabras, du-dás, un par de gansos que no había visto hasta entonces en la aglomeración, y también una extraña criatura peluda del tamaño de un tejón pero que caminaba erecta, con unos grandes ojos torvos y amarillos, que pasó a nuestro lado emitiendo un gimoteo muy agudo. Aparte de este último, que sí parecía ansioso por desaparecer, ninguno de los demás animales se alejó muy rápido, sino que lo hicieron a paso tranquilo, mirando a su alrededor como si se familiarizaran de nuevo con lo que ya habían olvidado, o que sólo habían soñado, comentándolo de vez en cuando entre sí.
Dado que el terreno estaba despejado hasta unos veinte metros, pudimos contemplar a nuestras anchas cómo avanzaban y maravillarnos de hasta qué punto su reacción parecía humana. Al mismo tiempo, los lazos que habían vinculado antes a las criaturas en una especie de comunidad fraternal empezaron a aflojarse, de forma que antes de llegar a las lindes de los árboles que rodeaban el recinto, cada una se había asociado con las de su propia especie: los cerdos formando una piara; las cabras, un rebaño; los du-dás, una especie de bandada, y así todos los demás. Cuando acabaron, hubo una última explosión de lo que pareció una conversación, que resultó difícil no imaginar como una despedida. Luego avanzaron resueltamente hacia las sombras y los perdimos de vista.
El señor Tickle, que acababa de mostrarse muy compasivo con los animales, se volvió de golpe menos sentimental, como descubrí cuando me di la vuelta para asegurarme de que el corral había quedado completamente vacío. No lo estaba. Desplomada junto a una pared había una cerda de tamaño mediano, al parecer incapaz de moverse. Al examinarla de cerca, vimos que tenía las dos patas traseras rotas, aunque preferí no pensar cómo se las había roto y cuánto tiempo llevaba así. En cualquier caso, el señor Tickle estaba resuelto a que no siguiera sufriendo, y el cuchillo que extrajo de su cinturón nos avisó de que teníamos asegurada la cena; Natty y yo preferimos concentramos en la última fase de nuestra tarea y le dejamos a solas para que acabara la suya.
Nuestro trabajo empezó recorriendo la empalizada para recoger cuantos restos y trozos sueltos de material combustible —leña, hierba seca, palos— pudiéramos encontrar; luego Natty y yo fuimos amontonándolos por turno contra el Tribunal del Castillo de Proa y por los costados de las cabañas. Cuanto más trabajábamos, más deprisa me latía el corazón. Al principio lo tomé como una señal de emoción: ¡casi podría considerarme un revolucionario a punto de quemar la Bastilla! Pero a medida que seguíamos recogiendo y apilando restos me di cuenta de que lo que sentía era rabia, sólo rabia. Rabia por lo que se había hecho en ese lugar, rabia contra mí mismo por haber imaginado que un viaje a la isla del tesoro habría sido una empresa fácil y rabia contra mi padre por criarme a la sombra de relatos a cuya fascinación no había podido resistirme. Ésas eran las cosas que quería destruir. Ésos eran los recuerdos y el dolor que quería eliminar.
Hicimos el trabajo tan concienzudamente que tardamos casi una hora entera, y cuando acabamos, el sol fundía sus primeros lingotes purpúreos a lo largo del horizonte, como si nos animara a acabar de una vez lo que habíamos empezado. Tras contemplar esa caldera un instante, le pedí al señor Tickle que me dejara la yesca que solía llevar siempre encima para encender su pipa, y la coloqué contra la base del Tribunal del Castillo de Proa. Había decidido dirigirme inmediatamente después a las cabañas y repetir la acción, pero Natty me lo impidió.
—Una por una —dijo con parsimonia, regodeándose, y juntos retrocedimos unos pasos hasta apoyamos en los troncos de la empalizada, en la zona que lindaba con el cementerio. Por eso me dio la impresión de que así el capitán estaba a nuestro lado para admirar nuestra obra.
Durante un minuto sólo vi una columna de humo aceitoso que se retorcía desde la basura que habíamos acumulado. Pero cuando ya creía que tendríamos que avivar el fuego de algún modo, llegó una ráfaga de viento desde el mar y convirtió el humo en llamas. Éstas se enredaron rápidamente en el banco donde Jinks había llevado a cabo su parodia de justicia, en el sillón donde Smirke se había repantigado con tanto desdén y en el estrado donde Stone había agarrado al acusado. Pareció que el fuego le tuviera ganas a esos lugares, como si quisiera destruirlos adueñándose de ellos, chamuscándolos y ennegreciéndolos en surcos antes de que brillaran con un rabioso color escarlata.
A esas alturas las llamas se habían propagado por toda la estructura, el calor era tremendo, como si estuviera delante de un horno. Se me escapó una exclamación —«¡Dios bendito!»—, no porque quisiera que el fuego se consumiera, sino porque era mucho más furioso de lo que había imaginado, y despedía tantas chispas, destellos y brasas incandescentes que pensé que pronto volarían hasta los árboles y acabarían incinerando hasta la última hoja, rama y tronco de la isla.
Miré hacia el mar, inhalé para llenarme los pulmones de aire más fresco y vi que el reflejo de lo que acababa de hacer se estremecía sobre el Fondeadero. Todas las olas estaban ribeteadas de oro, todos los huecos entre ellas eran un espejo que bullía. Parecía que el espectáculo no tenía fin. El resplandor formaba pequeñas ondas alrededor de los cantos rodados de la Peña Blanca y de la isla del Esqueleto, luego se extendía trémulo hasta llegar al Nightingale, de manera que hasta el barco parecía amarrado con fuego, aunque intacto, y se alargaba todavía más allá, hasta el horizonte mismo, donde las llamas se renovaban en la puesta de sol.
Cuando volví a mirar hacia tierra, descubrí que lo que había considerado obra mía había cobrado vida propia. Varias llamas altas habían saltado desde el tribunal hasta el tejado de las cabañas, donde se estaban dando un banquete en la suciedad entre los troncos. El material que habíamos colocado en los costados era innecesario, porque los edificios ansiaban su propia destrucción. Parecían desear que prendieran las llamas, luego desmoronarse y quedar reducidos a nada. Cuando los tejados empezaron a enseñar agujeros y el aire se precipitó dentro, estalló un estruendo como un alarido, como si el fuego reconociera que lo que había hecho hasta ese momento no era más que un juego de niños y que ahora demostraría su verdadero poderío y autoridad.
Recordé las camas deshechas que había visto, y las mantas, las barajas de cartas y las jarras vacías, todos los pecios, restos y despojos de los piratas, todos los utensilios grises que habían usado en sus vidas, que se habían vuelto siniestros y aterradores. Recordé que mi padre había estado dentro de esas paredes de niño, y también el señor Silver, cuando deformaron la verdad, mintieron, inventaron falsedades y mintieron de nuevo. Recordé su ropa, que hacía mucho que se había reducido a polvo, y a ellos en carne y hueso, y lo vi todo con viveza y nitidez, puro durante un instante, hasta que desapareció por completo.
Eso, esa destrucción asoladora, para mí habría bastado. Pero no se me había ocurrido pensar en cómo afectaría la destilería a las llamas. Cuando éstas empezaron a acariciar sus paredes y soltaron el pestillo de la puerta, el señor Tickle me puso una mano en el brazo y luego la otra en el de Natty, y nos hizo bajar por la pendiente hasta que salimos de la empalizada.
Desde ahí observé cómo el fuego se detenía un instante, con todas sus bufandas chispeantes, sus capas, pliegues y encajes suspendidos, como si el cuerpo dentro de ellas estuviera reuniendo fuerzas. Entonces arremetió con ganas. Y luego explotó. Astillas de madera ardiendo, troncos enteros, fragmentos de toneles, cristal y metal, un trozo de pared del tamaño de una cama: todo eso saltó por los aires como si fueran objetos ingrávidos, mientras una llamarada de aire abrasador se precipitó sobre nuestras caras y nos quemó los pulmones.
—¡Ah! ¡Ah! —gritó el señor Tickle, cuyo rostro parecía casi de fuego bajo aquel resplandor.
No estaba seguro de si su exclamación fue una carcajada o un grito, pero la repetí —«¡Ah! ¡Ah!»—, mientras los escombros que habían volado por los aires empezaban a llover sobre nosotros; algunas piezas siseaban sobre la hierba de dentro y otras caían con fuerza sobre la tierra reciente de las tumbas que habíamos excavado.
No diré que fue el final de todo; las llamas seguían ardiendo cuando por fin nos volvimos hacia la orilla, donde nos aguardaba el chinchorro y subimos a bordo: Natty y yo con las manos vacías, el señor Tickle con su plata. No obstante, sí afirmo que señaló el final de algo. Cuando emprendimos el trayecto a través del agua rojiza, la escena que contemplamos perdiéndose en la distancia destilaba una extraña tranquilidad. Las brasas del tribunal y de las cabañas todavía resplandecían con ferocidad y conservaban la forma de las construcciones. Pero las sombras de los árboles parecían inclinarse hasta tocar casi la empalizada. La isla ya empezaba a recuperar la oscuridad que le habían robado.