Cuando Natty y yo bajamos de la Peña Blanca y subimos de nuevo al chinchorro, varios de nuestros amigos lanzaron gritos de felicitación: eran los hombres que habían transportado la plata desde su emplazamiento original y comprendían su valor. A esas alturas mis compañeros de tripulación también sabían lo que habíamos visto, así que abandonaron los remos para compartir el descubrimiento; no tardamos en oírles vitorear y reír entre los helechos, que se estremecían en una especie de éxtasis. Cuando volvieron, el señor Tickle traía un lingote, una preciosa pieza antigua de plata con la forma y el tamaño de una hogaza de pan. La dejó en el suelo de la barca, junto al cuerpo de Escocia, con tal respeto que bien podría haber sido una reliquia sagrada. Luego ocupó su sitio junto a los demás remeros y juntos empezaron a bogar.
Natty me puso la mano sobre el brazo; parecía habérsele agostado tras su zambullida en el mar.
—Lo siento por el capitán —dijo como si recordara de repente lo que había presenciado desde su escondite en la Peña—. Lo vi todo; todo.
Asentí, pensando que debía ser paciente con sus distracciones hasta que su mente se hubiera curado.
—Y yo siento lo de Escocia —dije.
—Tal vez no quería seguir viviendo —respondió.
Aquello sonó demasiado tajante, incluso teniendo en cuenta la aflicción de Natty, y lo dejé claro frunciendo el ceño. Cuando me devolvió la mirada sin pestañear, me acordé de que ella recurría a menudo al descaro para ocultar sentimientos más delicados.
—¿Por su esposa? —dije.
—Por su esposa —repitió—, por su pobre esposa —y se calló. Sin añadir nada más y por mutuo acuerdo llevamos la conversación a cuestiones más prácticas. En concreto, decidimos que debíamos volver a la costa y no seguir hacia el Nightingale para poder desembarcar a Escocia y que reposara junto a su esposa lo antes posible, y luego ocuparnos del cadáver del capitán y de todos los demás muertos. Una vez decidido, realizamos el trayecto en silencio, mientras Natty sonreía para sí al recordar que estaba a salvo, pero también fruncía el ceño al pensar en el precio que había tenido que pagar. A pesar de esa conversación consigo misma o puede que gracias a ella, se recuperó rápidamente cuando la proa de la barca rozó la arena, cogió el cabo y me apremió a que la siguiera. Saltamos juntos al agua y empezamos a ayudar a los demás pasajeros a bajar a tierra firme.
Regresar a la isla y no ir al Nightingale debió de suponer un duro golpe para ellos. Sin embargo, ninguno lo dejó entrever y se apresuraron, tambaleándose, o corriendo los que podían, a unirse a los que habían dejado en la playa hacía tan poco. Una vez se saludaron, con gran entusiasmo, como si llevaran meses separados, empezaron a hablar de todo lo que habían visto: la persecución de Smirke y Stone, el valor de Escocia, la recuperación de la plata. Aunque los detalles de lo que decían se me escapaban, los temas eran fáciles de identificar gracias al vivaz agitar de brazos o a la tristeza de los cabeceos.
Cada vez que en esa charla parecía que se mencionaba a los negreros ocultos en el bosque, no había signos de angustia, pero algunas miradas se desviaban hacia los árboles y varios puños se agitaban en esa dirección. Lo interpreté como una prueba de su confianza en nuestra valentía, y también de la creencia (que yo compartía) de que nuestros enemigos se habían desmoralizado por la pérdida de sus jefes y ya no tenían agallas para seguir peleando. Y lo cierto es que cuando miré hacia las laderas de la colina del Catalejo y agucé el oído para captar cualquier ruido extraño, sólo sentí el suspiro del viento y los graznidos ocasionales de pájaros.
En cuanto a mis propios colegas, algunos eran lo bastante estúpidos o desalmados para creer que, como ahora eran ricos, nuestros esfuerzos sólo habían sido para bien; un par llegaron tan lejos que se pusieron a bailar sobre la arena, con sus viejas gorras saltando en sus cabezas. Otros, entre ellos el contramaestre Kirkby, mantenían un precario equilibrio entre la alegría y la tristeza, como vi en la forma en que a veces empezaba a sonreír, luego se sumía en la reflexión y por fin volvía a sonreír.
La muerte de nuestro capitán era sin duda una de las razones de esa actitud. Otra, imaginé, era el hecho de que toda su vida había trabajado a las órdenes de un superior y estaba tan acostumbrado que no se hacía a la idea de tomar el mando de un barco.
Supongo que lo mismo había pensado Natty, porque lo que dijimos a continuación tenía una extraña simetría.
—Contramaestre Kirkby, señor Tickle —dijimos al unísono—. Traigan a Escocia a tierra y llévenlo a la empalizada, luego prepararemos un plan. —Puede que la última frase fuera un poco distinta, tal vez Natty dijo «Y entonces ya decidiremos qué hacer», pero en cualquier caso no importaba. Mucho más significativo fue que ella y yo hubiéramos decidido que debíamos asumir cierta responsabilidad en nuestra aventura. El que el contramaestre lo aceptara de buen grado, cosa que demostró alisándose la barba y metiéndose en el agua hacia la barca inmediatamente, pareció bastante llamativo. Al menos, hasta que recordé que nada de esto habría ocurrido jamás sin la invisible autoridad de nuestros dos padres. Natty y yo creíamos que habíamos navegado hasta la isla del tesoro para escapar de su influencia, y lo cierto es que nos los habíamos encontrado ahí, esperándonos.
—Disculpe, señor —dijo el señor Tickle, enderezándose la gorra que, como era de un tejido tupido y se había empapado, le caía pesadamente a un lado de la cabeza—, ¿qué cree que harán los otros lampazos? Me parece que no volveremos a verles el pelo.
Creí que él esperaba de mí una respuesta que transmitiera un convencimiento digno de un capitán, y me esforcé por simularlo. Tras hacer una breve pausa, me cuadré y le dije que los negreros eran unos degenerados que preferirían vernos abandonar la isla con su tesoro y salir adelante por su cuenta, antes que morir enfrentándose a nosotros. Le aseguré que no nos causarían más problemas.
El señor Tickle se quedó evidentemente satisfecho con la respuesta; sonrió y se palmeó la espada que colgaba de su cinturón para demostrar que sería una estupidez por su parte plantearse otra posibilidad.
—Muy bien, señor Jim —se limitó a decir.
—Sí —dijo Natty, que parecía igualmente firme—, estamos preparados para hacerles frente, preparados mientras hacemos nuestras demás…
Sin acabar la frase, y para demostrar que no creía que nuestros enemigos merecieran más atención, Natty empezó a dar órdenes a los remeros para que ayudaran a levantar el cuerpo de Escocia sobre la borda de la barca. Era una tarea incómoda, que conllevó muchos chapoteos, flexiones y ajustes, mientras se mantenía la apropiada compostura de respeto y duelo. Natty y yo permanecimos en las aguas superficiales con las cabezas inclinadas mientras los hombres pudieron por fin alzar el cuerpo sobre sus hombros. No miré la cara de Escocia cuando pasó por delante de mí, sólo el agua que goteaba de su cuerpo y las huellas de los marineros en la arena; dejaban unas marcas profundas y nítidas por el peso que cargaban.
Nuestros amigos nos esperaban reunidos al borde de la vieja marisma, formando un pasillo por el que avanzamos, y luego nos siguieron. Nos encaminamos tierra adentro con paso solemne y, cuando los portadores del cadáver llegaron a la entrada de la empalizada, ralentizaron el paso un poco. En ese momento me adelanté para hablar con el contramaestre Kirkby y el señor Tickle. No fue fácil porque los dos estaban encorvados bajo el cuerpo de Escocia, sosteniendo cada uno un hombro; la cabeza del difunto caía entre ellos, con la boca abierta y horriblemente manchada de sangre. Para empeorar las cosas, me di cuenta de que el lugar donde me había detenido era justo donde había caído el capitán. El recuerdo hizo que sintiera que la tierra gritaba bajo mis pies.
Natty acudió a mi rescate.
—Por aquí, por aquí —dijo mientras pasaba corriendo a mi lado y señalaba hacia el cementerio contiguo. Era lo que tendría que haber dicho yo de no haberme quedado tan pasmado, y cuando miré, vi que varios de nuestros compañeros ya estaban entre las viejas cruces y lápidas, con los cuerpos de todos los que habían muerto combatiendo, también los de los piratas, ante ellos. Los habían reunido apresuradamente aquellos de nuestros amigos que hacía un momento habían contemplado la batalla marina desde la orilla. Los cadáveres ofrecían una imagen lastimosa, yaciendo entre las lápidas del pobre Tom Redruth, el taciturno guardabosque, y de Joyce, al que le habían disparado en la cabeza, y del irlandés O’Brien; y los demás que recibieron lo que merecían en los tiempos de mi padre. Luego estaban los esclavos que no habían sobrevivido a las penurias, dispuestos en hileras: conté más de una docena de tumbas, entre ellas algunas que no eran más largas que mi brazo, que debían de ser de niños.
Nuestro cortejo se adelantó unos cuantos pasos y depositó el cuerpo de Escocia con ternura junto al de su esposa, al otro lado de el del capitán; la primera parte de nuestro trabajo para reinstaurar cierto orden y dignidad había acabado. En ese momento se hizo un denso silencio, quebrado por el siseo del viento a través de los pinos en la elevación que se expandía por delante, y el estruendo del oleaje por detrás.
No me extenderé en los detalles sobre lo que hicimos a continuación. Recordarlo resulta demasiado triste. Pero diré que fuimos lo bastante escrupulosos para excavar tumbas separadas para Smirke y Stone, cuyas cabezas, me fijé, estaban ensangrentadas y desfiguradas, tras golpearse con la tierra cuando arrastraron sus cadáveres hasta el cementerio. Escocia y su esposa fueron enterrados juntos, como sabíamos que habría sido su deseo. Por último colocamos sobre cada montón de tierra una cruz de madera, con un nombre grabado en el caso de que lo conociéramos.
El capitán fue el último al que dimos sepultura. A esas alturas habíamos concebido un pequeño servicio para acompañar los sepelios. Rebecca, la prisionera que no podía separarse de la Biblia y que hablaba un poco de inglés, leía un pasaje de las Escrituras; yo rezaba una oración; y todos los reunidos, formando un círculo, decían «amén» antes de que los que tenían las palas empezaran a echar tierra encima. Mi papel en el acto me resultó difícil, pues cuando miré a Smirke y a Stone, y a Jinks con su calvicie y sus llagas, encontré poca piedad en mi interior. Por eso se encaminaron a su descanso eterno con pocas y descuidadas palabras de esperanza sobre su vida en el más allá, y no muchos deseos de que encontraran la paz que habían arrebatado a los demás. No dediqué ni un vistazo al Mono ni al viejo Turner, los dos hombres que había matado.
Sin embargo, quería despedir al capitán de un modo que mostrara el afecto que le tenía. Aunque me miraban los ojos de cincuenta personas, me arrodillé al lado de su cuerpo y le hablé como si pudiera oírme. Le agradecí sus atenciones durante la travesía, y el cariño paternal con el que me había tratado. Dije que no me cabía duda de que se había comportado de manera similar en los periodos anteriores de su vida, que yo desconocía por completo. Le prometí que cuando volviéramos a Inglaterra daríamos buenas referencias de él y buscaríamos a sus amigos para contarles el valor que había demostrado al morir.
Mientras hablaba, un leve murmullo de acuerdo surgió de todos los que me rodeaban, aunque no me atreví a mirarlos, pensando que, si veía su pena, perdería la compostura. Tampoco me atreví a mirar la herida del capitán, aunque atisbé que era muy negra y asombrosamente precisa, en el centro de su frente. Así que mantuve la mirada fija en su pelo castaño y sus pecas, y en las arrugas que le rodeaban los ojos y que aparecían donde los había entrecerrado tantas veces para vigilar el tiempo que se avecinaba.
Cuando acabé mi elogio fúnebre, escuché cómo Rebecca recitaba su fragmento de la Biblia, dije mi oración por su alma y me incliné para tocarle por última vez. Su cara fría, la pechera de su camisa, donde el lino parecía retener un poco de calor. Al apretar con la mano, me di cuenta de que no era piel lo que palpaba bajo la tela, sino algo inflexible. No tuve que pensarlo para saber de qué se trataba. Era el mapa de mi padre, que el capitán llevaba todavía en su pequeña cartera alrededor del cuello. Sin ser consciente del todo de mi propia reacción, mis dedos empezaron a manosear sus botones, pensando que debía recuperar lo que pertenecía a mi padre para devolvérselo. Cuando mi cabeza puso freno a mi reacción instintiva, me detuve. Supe que el mapa tenía que quedar enterrado con el capitán, para que las indicaciones que contenía no fueran vistas nunca más. El mundo habría sido un lugar más feliz si la isla del tesoro nunca hubiera sido encontrada.
Nadie vio lo que había descubierto ni la decisión que había tomado. Creyeron que simplemente había puesto la mano sobre el corazón del capitán, lo cual, de alguna manera, era lo que había hecho. Al apartarme le alisé el abrigo, luego me puse en pie y les dije a los sepultureros que acabaran su trabajo. Deslizaron unas cuerdas bajo el cuerpo del capitán, lo alzaron, lo hicieron oscilar y lo bajaron tan despacio que pude ver su rostro hundiéndose en la oscuridad. Cuando retiraron las cuerdas, cogí un puñado de la tierra arenosa de la isla, la arrojé y oí como caía sobre sus ropas con un sonido hueco, como la lluvia tras una sequía. Hecho lo cual, me di la vuelta y caminé hasta las lindes del cementerio, desde donde podía ver el mar abierto más allá del Nightingale y contemplar las olas grises que se plegaban unas sobre otras.