32 - Los lingotes de plata

No esperaba escuchar el relato de Natty inmediatamente, ni contarle el mío a ella. Sin embargo, había algo que ya no podía posponerse. Cuando la sacaron de entre las olas, con su ajado sombrero negro caído y las ropas pegadas al cuerpo, quedó por fin en evidencia ante todos sin excepción quién era en realidad, no Nat sino Natty. El señor Tickle, que era al remero al que yo conocía mejor, habló en nombre de todos:

—¡Que me aspen! —exclamó apartándose el sombrero de la frente—. Ha estado comiendo frutas muy raras desde que nos dejó, señor Nat. O eso, o nos ha engañado desde el principio. —No pareció ofendido al descubrir que lo habían engañado, sino más bien complacido por haber salvado un alma.

La propia Natty parecía más incómoda, esforzándose por ponerse de pie en la barca atestada, pero miró a su alrededor con expresión desafiante.

—Soy la hija del señor Silver —proclamó, como si el espectro de su padre hubiera acudido a su lado, dispuesto a aplastar a cualquiera que se burlara—. Lo hecho, hecho está. Me disfracé por si… —Pero su valor pareció extinguirse y me miró. Yo sabía que había que atribuir su desánimo al cansancio. Y también a la conmoción por todo lo que había visto. Pero sospechaba que debía de haber otra razón. Natty se había acabado acostumbrando a su disfraz y a la libertad que le ofrecía; ahora volvía a ser ella misma, y se sentía constreñida.

Lo menos que podía hacer yo era reconocer que había estado al tanto de su engaño desde el principio.

—Natty creyó que sería lo mejor —dije desde el sitio que había ocupado en el banco a su lado—. Fue idea de su padre, para no dar lugar a «accidentes». Nuestro capitán lo sabía, ¿no es así, Natty? Y el capitán Beamish también creía que el disfraz era lo más conveniente para nuestra travesía.

Al oírme, Natty se animó de repente y dio unas palmadas. Lo primero que pensé fue que quería llamar nuestra atención sobre los bucaneros que todavía quedaban, porque podrían reaparecer en cualquier momento entre los árboles y atacarnos. No cabía duda de que nuestros amigos estaban preocupados por semejante posibilidad y miraban cada dos por tres hacia la costa, donde los demás esclavos permanecían formando un grupo irregular, todavía escoltados por el contramaestre Kirkby y los demás. Pero lo que quería es que miráramos hacia el lugar donde había estado escondida.

—¡La Peña Blanca! —gritó.

No entendí qué querría decir, aparte del nombre del islote.

—¿Qué pasa con ella? —pregunté.

—Tenemos que ir —dijo rápidamente—. Tenemos que ir y ya verás, ya veréis todos.

Tal insistencia me sorprendió mucho. Natty había admirado a Escocia y sentía afecto por él. Pero ahora que su cuerpo flotaba entre las olas a unos metros de distancia, ella ni siquiera lo miraba. Me costaba entenderlo, a no ser que su mente sufriera los estragos de los peligros que había afrontado. No se trataba de que no sintiera nada, sino de que sentía demasiado.

Cuando el señor Tickle y los demás empezaron a acercar los cadáveres a nuestra barca, me convencí de que eso era lo que le pasaba, porque Natty no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas al volverse y mirar al agua. El cuerpo de Escocia se había dado la vuelta de manera que le veíamos la cara, calmada y lisa. Toda la rabia de sus últimos momentos había desaparecido, aunque no el dolor más arraigado y antiguo de su propia vida. El cuero cabelludo y los hombros seguían mostrando las profundas cicatrices y tenía el pecho salpicado de bultos endurecidos, todos con forma de uve más oscura en el centro, que mostraban dónde le habían mordido las serpientes. Al verlo, Natty contuvo las lágrimas que amenazaban con desbordarse y se tapó la boca con la mano con tal fuerza que se dejó una marca azulada cuando la apartó; entonces metió los dedos en el agua y los deslizó hasta acariciar el cuello y el pecho de Escocia.

Hubo un momento de silencio, roto sólo por el salpicar de pequeñas olas que parecían elevar a Escocia hacia nosotros. En realidad, no era así, de modo que tuvimos que subido a la barca con todo el cuidado del que fuimos capaces, y lo depositamos a nuestros pies. No mostramos el mismo respeto con Smirke y Stone, les atamos una cuerda alrededor de los tobillos y los arrastramos descuidadamente por el agua detrás de la barca. No pude verlo, porque mis amigos sentados a popa me tapaban la vista; sin embargo, me fijé en que, después de recoger los remos, se volvían de vez en cuando para escupirles.

Natty se limpió la cara y se acordó de que debía acabar lo que había empezado hacía un momento.

—La Peña Blanca —repitió señalando hacia donde había estado.

El señor Tickle, que marcaba el ritmo de los remos, me miró levantando una ceja, dando a entender que me estaba pidiendo consejo. Esa sensación de que yo gozaba de cierta autoridad ahora que el capitán ya no podía ejercerla me resultaba nueva, pero no vacilé. Aunque comprendía que nuestros amigos en la orilla seguían a merced de los negreros, si es que éstos volvían, calculé que los hombres que habíamos dejado como escolta serían capaces de protegerlos. Es más, la miserable carga que arrastrábamos en nuestra estela me convenció de que por el momento éramos invencibles, lo cual no debía de ser más que arrogancia juvenil.

—Gracias, señor Tickle —dije, por tanto, con el mayor tono de autoridad que pude conferir a mis palabras—. De vuelta a la Peña, si es tan amable.

Nuestra barca viró en redondo, oscilando bruscamente entre las olas. Ese cambio de rumbo generó muchos susurros entre los amigos que se sentaban cerca de mí, que al principio tomé por quejas ya que estaban asustados y cansados de ir apretujados en la barca, y además tenían frío. Pero cuando los miré con más atención, vi que en realidad compartían miradas de excitación, no de ansiedad. Ellos ya sabían lo que íbamos a encontrar.

Al acercamos, no pude evitar pensar que habría sido más fácil que hubiéramos saltado por la borda y caminado por el agua porque la marea a esas alturas se había retirado del Fondeadero. Cuando nuestros remos entraban en el agua, levantaban pequeñas nubes de arena del lecho marino. Eso transmitía cierta sensación de tranquilidad y seguridad, que desmentía al cielo sobre nuestras cabezas: mientras que las mañanas anteriores en la isla habían sido soleadas, ese día no se había desembarazado de las tormentas de la noche previa. El trecho de mar que se extendía hasta el Nightingale, que permanecía anclado a media distancia, era tan gris como el peltre.

—¡Deprisa! —exclamó Natty, como si se hubiera olvidado otra vez de Escocia y del capitán.

Me pareció un grito casi desalmado, pero la perdoné porque recordé las razones que lo justificaban y volví a mi sitio para mirar en la misma dirección que ella. Gracias a que las aguas habían bajado, veía que la parte inferior de la Peña Blanca era en realidad roca negra: un diente romo del mismo granito que la colina del Catalejo que se cernía sobre el islote. El repetido vaivén de las mareas había tallado sus puntos débiles dibujando formas de fantasía, como el interior de una oreja o una concha. Allá donde sobresalían con orgullo introduciéndose en el mar, el bruñido de la sal y el sol habían dado lugar a una palidez relativa. No se trataba del blanco de su nombre, sino más bien de un gris perla, muy liso, como si las olas fueran papel de lija.

Si la Peña hubiera tenido forma de cúpula, o incluso si hubiera sido plana, dudo que hubiera germinado en ella una sola semilla. Pero ahora que íbamos a atracar a un lado vi que a lo largo (una docena de metros) tenía en realidad una forma marcadamente cóncava. En el transcurso de los siglos, el filo de ese cuenco se había recubierto con toda clase de polvo y de materia vegetal, incluida la fertilización de las aves, y se había convertido en un jardín circular en el que los helechos que ya he mencionado habían arraigado y florecido. La variedad de plantas resultaba sorprendente para tratarse de un espacio tan pequeño. Algunos helechos tenían hojas que parecían esbeltas lenguas verdes, otros se enroscaban como los ingleses y aun otros eran de color rojo vivo, o casi negros, o combinaban el verde y el amarillo.

A Natty no le importaba nada la flora. En cuanto la punta del chinchorro encalló contra la orilla, agarró el cabo de proa y saltó a tierra, sujetándose a las raíces resbaladizas de una planta que colgaba sobre la roca pelada. Mientras aseguraba el cabo, la seguí, y me sorprendió una vez más el comportamiento de nuestros amigos en la barca, que de repente emitieron un prolongado y musical suspiro.

Cuando recuperé el equilibrio, Natty casi había desaparecido ya entre los helechos, así que la seguí sin demora. Nos encontramos al borde del agujero con forma de volcán y no podíamos ir más lejos sin escurrimos por su pendiente.

Cuando lo miraba desde el chinchorro, había supuesto que esa parte central de la Peña estaría cubierta con las mismas plantas que formaban una especie de barricada por todas sus orillas; pero en el centro lo que había era un claro recubierto de follaje con el suelo lleno de hojas muertas. Debajo de esas hojas —entre las que se veían pequeños destellos y fragmentos allá donde su cobertura había sido apartada— había docenas y docenas de lingotes de plata. Me recordaron algo que había visto de niño en una ocasión cuando pescaba con mi padre cerca de la desembocadura del Támesis: nos habíamos asomado por la borda de nuestra barca y habíamos descubierto un gran banco de róbalos que se movían despistados a un par de metros de la superficie. Con las sombras que jugueteaban entre ellos y la cambiante luz que creaban sus destellos, vi la misma suspensión silenciosa, las mismas ondulaciones y manchas moteadas.

—Nuestro tesoro —dijo Natty con una profunda voz de respeto—. Lo trajeron aquí para ponerlo a buen recaudo, donde podían vigilarlo desde el campamento. Ésta es su cripta de la plata.

—¿Lo sabías? —pregunté en un susurró.

—No exactamente —contestó.

—¿Te lo contó Escocia?

Natty negó con la cabeza.

—¿Y entonces…?

—No sabría decirte. Es como si él me hubiera encontrado a mí.

—¿Que la plata te encontró?

—Sí, la plata me encontró. Escocia me dijo que esto sería lo que pasaría.

No respondí, la miré directamente a los ojos y vi que reflejaban un brillo frío. Era la misma luz que había visto en los ojos de su padre la primera vez que me explicó lo que teníamos que hacer; supe que ella estaba pensando en él, aunque ninguno de los dos pronunció su nombre. En mis propios ojos, creo, lo que brillaba era el destello de una pregunta: ¿era esto lo que habíamos venido a buscar hasta tan lejos y a costa de tantas pérdidas? A mí me pareció muy poca cosa, o no, quizá no, quizá fuera demasiado. No sabría decir.