31 - En la Peña Blanca

Mi alivio al ver que Smirke y Stone desaparecían fue tan grande —mayor aún cuando sus subordinados del Achilles se dieron la vuelta y les siguieron a la maleza— que no me pregunté a qué se debía. Sólo cuando me aseguré de que se habían marchado y de que no corríamos un peligro inmediato, miré hacia el mar, buscando una respuesta. Durante un momento no vi más que las aguas grises y el Nightingale. Luego volví a mirar hacia la Peña Blanca. Entonces vi los helechos que la coronaban. Y entonces vi una sombra entre esos helechos. Y entonces vi que la sombra se materializaba en una forma y que la forma se convertía en una persona. Entonces vi que la persona tenía una cara y que la cara tenía ojos, nariz y boca. Entonces vi a Natty.

Lo primero que pensé fue que debía de ser una alucinación. Una compensación por el miedo y el vértigo de la batalla. Me protegí los ojos para ver con más claridad y asegurarme. Ni siquiera así pude convencerme, dada la poca luz del día y la distancia; hasta que recordé la expresión de asombro de los piratas. Se habían espantado porque también creían que Natty había muerto. Su sorpresa era la prueba de que estaba viva.

Mi reacción instintiva fue bastante natural: gritar su nombre, señalar, saltar en la arena, abrir los brazos hacia ella y mostrarle lo feliz que me sentía. Pero me contuve. El espectro del capitán todavía acechaba en mi corazón, y hacía que cualquier exhibición de alegría pareciera antinatural. Y era también una desconsideración con Escocia, que seguía arrodillado en el agua junto a su mujer, acariciándole la cara y el pelo y murmurando palabras que ella ya no podía oír.

Esa imagen, en la que reparé enseguida después de divisar a Natty, me hizo sentir una mezcla tan confusa de pena y alegría que me dio la impresión de que estaba clavado al suelo. Pero a decir verdad, ni por un momento dudé de adónde debía acudir primero. Tras vacilar durante un segundo, corrí chapoteando entre las olas para ayudar a Escocia a llevar a su esposa a tierra firme. Ni siquiera mencioné a Natty, y con la mayor dignidad posible alzamos el cadáver del agua y lo dejamos en la playa, extendido sobre la arena mientras nuestros amigos se reunían a nuestro alrededor en un círculo cerrado. Escocia agarró a su mujer de la mano y le pasó los dedos arriba y abajo, como si creyera que podría mantener su calor.

—Dejadnos —pidió Escocia al cabo de un momento, y cuando vio que no nos íbamos, lo repitió, con más firmeza—: Dejadnos, por favor.

Nuestra reticencia sólo había sido una forma de amabilidad e hicimos lo que nos pidió, nos desperdigamos por la orilla, hablando en voz baja entre nosotros. Yo me acerqué al contramaestre Kirkby y al señor Tickle para contarles mi secreto.

Al principio no dieron crédito, como no lo había dado yo; como ya habían asumido que la muerte de Natty era más que probable, no podían negarla de buenas a primeras. Pero cuando sus cautelosas señales sobre el agua fueron respondidas por la voz que todos conocíamos, se convencieron y sintieron parte de la dicha que yo mismo sentía.

—Lo daba por perdido —dijo el contramaestre, que era más de lo que había admitido previamente. El señor Tickle no llegó a tanto, pero no dejaba de repetir:

—Nat es un buen chico; sí, es un buen chico. Nat es un buen chico —como si hubiera recibido clases de conversación con Spot. Para celebrado, encendió por fin su pipa, apagada desde hacía mucho, con lo cual la brisa no tardó en arrastrar una espesa cortina de chispas hasta su barba.

La misma brisa también traía más rápido a nuestro pequeño cascarón de nuez, que ya había esquivado el arrastre de la corriente del río. Ver cómo el chinchorro se alzaba sobre las olas era una imagen estimulante, aunque no había sitio para más de una docena de nosotros; tendríamos que hacer cinco o puede que hasta seis viajes entre el Nightingale y la orilla para ponemos todos a salvo a bordo. La perspectiva del retraso resultaba inquietante, porque creíamos que Smirke y los demás podían regresar en cualquier momento. Aunque uno de los hombres de la barca había traído un rifle y los otros tres espadas, apenas igualábamos en número a nuestros enemigos, que, según mis cálculos, eran diez todavía, entre ellos Smirke y Stone, y que contaban con más armas de las que habían utilizado hasta ese momento contra nosotros.

Cuando el chinchorro llegó por fin a la arena, empecé a instar a nuestros libertos a que subieran con la mayor premura. Pero no resultó fácil. Todos ya estaban débiles y agotados cuando los habíamos liberado de su cautiverio. Ahora, tras ocultarse a campo abierto, presenciar más crueldades y pensar que podrían exterminarlos en cualquier momento, muchos eran incapaces de mantenerse en pie. El miedo los había transformado en muñecos de trapo. Algunos estaban tan aturdidos que confundían a sus rescatadores con sus enemigos y se resistían débilmente, arañándonos y gimiendo; uno mordió al señor Tickle en la barbilla (aunque él apenas lo notó gracias a la barba) y yo mismo tuve que perseguir entre las olas a una joven que se encogió de miedo ante la mano que yo había alzado para ayudarla; cuando por fin la llevé de vuelta a la barca temblaba bajo mis brazos.

Ante esas dificultades, el contramaestre Kirkby decidió que Escocia, el señor Tickle y yo acompañáramos al primer grupo al Nightingale, y luego volviéramos a por el segundo. A mí me mandó porque así podría rescatar a Natty en persona, cuando nos detuviéramos de camino en la Peña Blanca; a Escocia porque podía tranquilizar a sus amigos en su propio idioma. En cuanto se llenó la barca, corrí a buscar a Escocia para convencerle de que viniera.

Esperaba que se resistiera un poco porque suponía que seguiría perdido en su dolor. Pero la verdad es que sólo vaciló un momento, en el que miró fijamente la cara de su esposa y le acarició el pelo con la más desoladora ternura. Luego se puso en pie.

—He visto al señor Nat —dijo, lo que me dejó de piedra, pues creía que el mundo había desaparecido de sus ojos.

—Ella… —empecé, con la intención de afirmar lo obvio: que ella estaba viva. Pero, en mi emoción, se me escapó un desliz.

—Ella —dijo Escocia con un tono muy serio. No era una pregunta. Demostraba que conocía la verdadera condición de Natty, y que había considerado conveniente guardar el secreto.

—Sí —confirmé en voz baja—. Ella.

—Lo he sabido desde el primer momento —dijo él—. Pero también vi que tenía motivos para ir disfrazada. Los dos los teníais.

—Gracias por tu comprensión —le dije, y le ofrecí la mano. Una vez más su palma rozó con aspereza la mía—. Bueno —proseguí—, ella al menos está a salvo.

Escocia suspiró, entornó los ojos y miró hacia la Peña Blanca, donde Natty parecía sentada entre los helechos. Me dio la impresión de que iba a decir algo, pero creí que compararía su situación con la mía, así que le interrumpí antes para evitarnos a ambos el mal trago.

—Podemos recogerla de camino —le expliqué—. Estará a salvo a bordo del Nightingale mientras acabamos aquí.

—Tendrá cosas que contarte —respondió.

—Sí —dije, suponiendo que se refería a que a los dos nos alegraría reunirnos de nuevo.

Escocia negó con la cabeza.

—Ya lo verás… —dijo, y casi sonrió. Luego, sintiendo que se había desviado demasiado de lo único que quería pensar, se volvió para mirar a su mujer.

Tras un momento de silencio llamó a un amigo del grupo que ahora se arremolinaba alrededor del chinchorro. Era un hombre canoso que le doblaba en edad, cuyos hombros encorvados y la cara y las manos cubiertas de cicatrices mostraban los sufrimientos que había soportado en la isla. A pesar de eso, avanzó como un pato por la arena con zancadas ágiles y habló afectuosamente con Escocia. No entendí lo que dijo, pero adiviné lo principal cuando lo vi sentarse a los pies de la difunta, con las manos apoyadas en las rodillas. Iba a hacer guardia hasta que Escocía regresara. Éste le dio las gracias, luego se inclinó, se santiguó y me acompañó hacia la barca sin volverse a mirar una sola vez atrás.

Al trepar al chinchorro, quedó claro que como no permaneciéramos muy quietos en nuestros sitios y mantuviéramos el equilibrio, volcaríamos y acabaríamos en el mar. Aun así, las olas arremetían contra nosotros con fuerza, y el agua nos cubría los tobillos. El señor Tickle, que se había designado jefe de los remeros, no paraba de maldecir entre murmullos.

Yo iba apretujado entre Escocia y Rebecca, la prisionera que había salido de la cabaña con la Biblia. Ahora agarraba el libro sagrado con fuerza entre las manos, como si el que flotáramos dependiera de él, y apoyaba la barbilla sobre el pecho. A pesar de eso oí que cantaba, si acaso un susurro puede llamarse canción. Reconocí el viejo himno La mano del pastor:

Cuando me ponga en manos del pastor

Él me conducirá a la Tierra Prometida:

Dios mío, llévame a casa.

Cuando oiga las palabras del pastor

sabré los días que me quedan:

Dios mío, llévame a casa.

Cuando encuentre calor del redil de mi pastor

no necesitaré oro ni plata:

Dios mío, llévame a casa.

Escuché los versos en un respetuoso silencio. Escocia, que me sorprendía en casi todo lo que hacía, no tuvo tanta paciencia. Incluso antes de acabar la canción, se inclinó hacia delante, a uno de los remeros que habían venido del Nightingale, y le hizo una pregunta. Con el ruido del oleaje y el viento no pude oír bien la respuesta, sólo que contenía la frase «para vengarnos»; sin embargo la de Escocia la escuché perfectamente: «Muy bien; sí, muy bien»; hurgó entonces en un pequeño armario que había bajo su banco y sacó un objeto del tamaño de la cabeza de un hombre, que estaba cubierto con una tela gruesa y atado con cuerdas.

Mientras los remeros hacían girar la barca en el agua hasta que la proa encaró la Peña Blanca y el Nightingale, que aguardaba más allá, pregunté qué era aquel paquete. Escocia lo depositó con cuidado sobre sus rodillas desnudas y me miró fijamente con la cabeza ladeada, como un mirlo que escuchara atento por si descubría un gusano en el suelo.

—Es nuestra arma —dijo y añadió en un susurro—: Mira a la Peña.

Hice lo que me dijo y me asombró que hubiera sido capaz de hablar con tal tranquilidad. A menos de un centenar de metros, emergiendo de la desembocadura del más amplio de los ríos que acababan en el Fondeadero, había aparecido una canoa toscamente confeccionada en la que iban Smirke y Stone, que remaban con fuerza y resolución en la misma dirección que nosotros. Mientras permanecieron sobre las lisas aguas del río avanzaron con rapidez, empujados por la fuerza de su corriente. Pero cuando llegaron a mar abierto, perdieron velocidad, aunque ambos se inclinaban para bogar con furia y hundían los remos en el agua como si fuera el diablo en persona el que los persiguiera.

Con una diferencia: lo que les impulsaba no era el miedo a lo que dejaban atrás, sino el deseo de alcanzar lo que tenían por delante. Supuse que debía de tratarse de Natty, a quien ahora se veía claramente en su extraño y diminuto fortín. Encogida entre los helechos, con el sombrero calado y las rodillas muy juntas, parecía más un niño acusado de alguna travesura que una joven cuya vida peligraba. Esa sensación de inocencia hizo que mi corazón volara hacia ella como una flecha, y me oí gritando su nombre con todas mis fuerzas: «¡Natty! ¡Natty! ¡Natty!», como si mis gritos pudieran acelerar el ritmo de nuestros remos.

Pero nuestro chinchorro no había sido construido para la velocidad y hacía agua. La proa avanzaba trabajosamente entre las olas. La espuma nos salpicaba las caras. A nuestro alrededor, todo parecía más pesado, más lento y más engorroso a cada segundo que pasaba. Y nuestros esfuerzos también parecían más inútiles, como me di cuenta al ver que Natty se agazapaba cada vez más entre los helechos, pero no conseguía esconderse del todo.

No pude hacer otra cosa que permanecer sentado en mi sitio mientras Smirke y Stone alcanzaban con su canoa la orilla del islote con un último esfuerzo. Y tampoco pude hacer nada mientras los veía maniobrar con destreza para que Smirke quedara a bordo, manteniendo la canoa en equilibrio, y Stone saltaba a tierra para capturar a su presa. Vi que los helechos más altos se agitaban en un extremo de la Peña, luego en el centro, en la otra punta y luego de nuevo por el centro mientras Natty jugaba un rápido y humillante juego del escondite. Al final, los largos tallos temblaron con violencia y se oyó un grito cuando Stone se abalanzó sobre ella (o eso imaginé) como un halcón sobre una alondra.

En ese momento, estábamos todavía a unas docenas de metros de la Peña, pero ver y oír cómo capturaban a Natty alarmó tanto a mis compañeros que remaron todavía con más empeño. Avanzamos por el último trecho de agua con un chapoteo infernal y raspábamos ya los pálidos cantos rodados de la orilla en el mismo instante en que Stone arrastraba a Natty a la canoa y Smirke empezaba a remar de vuelta a la costa de la isla.

Pero no le resultaba fácil, gracias a Natty, que se resistía ferozmente. Dio una patada a un lado y alcanzó de lleno a Smirke en los nudillos, que tuvo que soltar el remo un momento y sacudir la mano. Stone, por su parte, intentaba golpearla en la cabeza con el remo, como un pescador que intenta aturdir a una anguila, pero cuantos más esfuerzos hacía, más se retorcía Natty, más se balanceaba la canoa, y más inclinado se le veía a recurrir a otro tipo de fuerza.

Lo supe porque de repente le vi soltarla, enderezarse y meterse una mano dentro del abrigo, hacia el bolsillo donde llevaba su pistola de plata.

—¡Embestid contra el centro de la canoa! —les grité a mis compañeros, apremiándoles a forzar una colisión que desequilibrara a Stone. Los remeros no necesitaban más ánimos. Con todas las fuerzas que pudieron reunir, combinadas con el peso de nuestros pasajeros, chocamos contra el centro mismo de la canoa. Stone perdió el equilibrio y cayó, con las piernas por encima de la cabeza, en una postura casi ridícula. Smirke mantuvo mejor la compostura, si puede decirse tal cosa cuando un hombre tiene la cara colapsada por la ira.

Di por sentado que la canoa se hundiría, que había sido lo que yo pretendía. Pero nada salió como había esperado. La canoa crujió, se tambaleó, giró hacia un lado y luego empezó a desplazarse en paralelo a nuestro costado, haciendo chirriar nuestra borda.

Las caras de los tres que iban a bordo estaban a unos centímetros de mi propia cara: la de Stone, una vez más, tan impertérrita como su nombre; la de Smirke, con los ojos en blanco y la inmensa boca abierta como un desagüe, y la de Natty implorando:

—¡Jim! —gritó con una voz que jamás olvidaré; fue en ese momento cuando supe con seguridad que no me había olvidado y también cuando pensé que la había perdido para siempre.

No fue mi voz la que le dio seguridad, aunque creo que mis ojos, clavados en los suyos, le dijeron cuanto necesitaba saber; fue la voz de Escocia. Mientras las dos barcas seguían pegadas se puso de pie, haciendo que los demás nos balanceáramos violentamente en nuestros sitios.

—¡Salta! —gritó Escocia y agitó la mano izquierda indicándole que se tirara al agua, no a nuestra barca, mientras con la mano derecha levantó el paquete que había sostenido sobre las rodillas. Había quitado la tela que lo cubría, y vi lo que ocultaba. Era una de las cestas que el capitán y yo habíamos llenado en nuestra expedición. Una cesta confeccionada de hierba trenzada, coronada con la pequeña tapa. Una cesta que contenía serpientes.

Mientras Escocia seguía levantando el brazo por encima de la cabeza, la tapa empezó a moverse, como si su contenido bullera, al momento se deslizó y cayó dentro de la barca. Escocia no dijo nada. No levantó la mirada, así que no vio los cuerpos brillantes que empezaban a desenroscarse en el aire. Pero su efecto fue extraordinario. Aunque las criaturas parecían tranquilas y sus cuerpos rígidos estiraban las cabezas de un lado a otro con curiosidad, cuantos las vieron fueron presas del pánico.

Algunos de nuestros pasajeros estaban tan asustados que creí que nos harían volcar. En realidad, la catástrofe fue de un tipo muy distinto. El pie derecho de Escocia se apoyaba sobre el banco que recorría los lados del chinchorro, mientras que el izquierdo lo había subido a la borda; por debajo de él, las caras de Smirke y Stone se retorcieron aterrorizadas cuando entendieron qué plaga estaba a punto de echarles encima. Parecían paralizados. Natty, a la que atisbé en una borrosa confusión, se controlaba un poco mejor, y ya se disponía a saltar por la borda.

Me dije que eso era lo que esperaba Escocia para volcar las serpientes sobre nuestros perseguidores. Pero la inestabilidad que había producido su propio valor le hizo perder el equilibrio. Acabó cayendo en la canoa junto con la cesta en lugar de arrojar sólo las serpientes.

El viento y las olas se atenuaron hasta producir sólo un murmullo. Los sollozos de nuestra barca se convirtieron en un suspiro. El rugido de los piratas se acalló. Por mi parte, lo único que veía en ese instante era el largo cuerpo de Escocia cayendo por el aire, desmoronándose sobre nuestros enemigos. El único sonido era su voz que repetía:

—¡Salta, Nat!, ¡salta!

Era una escena tan abrumadora que en ese momento no me fijé en que contenía otros elementos. Uno era Natty escurriéndose por el costado de la canoa y saltando al agua antes de que Escocia hubiera caído del todo. Entonces nadó rápidamente hacia el chinchorro y llegó al costado opuesto al que yo ocupaba; la perdí de vista cuando otras manos se estiraron para ayudarla a subir. El otro fue la cesta de Escocia golpeando contra el lado interior de la canoa, por donde salieron cuatro o cinco serpientes como si fueran mechones de pelo gris rizado.

Escocia, las serpientes y los piratas formaron una maraña tan indistinguible que no pude ver con claridad qué ocurrió a continuación, aunque de su desenlace no me cupo la menor duda. La canoa se apartó un poco de nuestra barca y se balanceó violentamente cuando sus ocupantes empezaron a menearse y a convulsionarse. Smirke intentó imitar a Natty y enderezó su inmenso cuerpo para arrojarse a las olas, pero se derrumbó de espaldas al percatarse de que las serpientes ya le habían alcanzado. A Stone ya no volví a verlo con vida, porque Escocia se había abalanzado sobre él con dos o tres serpientes en la mano, como si quisiera meterlas en aquel cuerpo que tanto daño le había hecho a él.

Fue esa acción, tan deliberada y resuelta, lo que me hizo cambiar de opinión y pensar que Escocia no había perdido el equilibrio sino que desde el primer momento su intención había sido saltar a la canoa. En el gesto nervioso cuando alzó el brazo, con las serpientes retorciéndose entre sus dedos; en la ansiedad con la que se había abalanzado sobre Stone; en su rabioso manoteo; en la manera en que separó las piernas para impedir que se moviera su víctima…, en todo eso vi una intención que no era fruto tanto de la desesperación como de la pasión.

Mientras tanto, Smirke seguía sentado, envarado y rígido, mirando con furia y soltando maldiciones a la par que la canoa se alejaba de nosotros. Cuando el veneno empezó a morderle por dentro, esa llamarada de rabia se fue atenuando, transformándose primero en desconcierto y luego en una expresión lastimosa e infantil. Dejó de maldecir, y empezó a soltar exabruptos cada vez más confusos a medida que su mente se nublaba.

—Yo te maldigo, Jim Hawkins, y a ti, John Silver —dijo con voz entrecortada—. Yo os maldigo, capitán Smollett, doctor Livesey y squire Trelawney. Os maldigo a todos por haberme abandonado aquí para que me pudriera. —Se interrumpió, abrió los brazos de par en par y continuó más moderadamente—: ¿Por qué no me llevasteis de vuelta a casa?, ¿por qué no? No he hecho otra cosa que soñar con la vieja Inglaterra. Las verdes campiñas y las bahías seguras. Nada como la vieja Inglaterra. Oh…

En ese momento, los brazos le cayeron a los costados, se dobló, se escurrió del banco en que estaba sentado y se quedó de rodillas. La maniobra no produjo el menor ruido así que los cuerpos de Escocia y Stone debieron de amortiguar su caída. En el chinchorro todos le estábamos mirando, aunque no estoy muy seguro de si deseábamos que aquello acabara de una vez o que siguiera, porque su actuación estaba siendo extraordinaria. Como si se diera cuenta, alzó de nuevo los brazos, esta vez muy por encima de la cabeza, lo que me llevó a recordar que mi padre me había contado que había hecho lo mismo años atrás, cuando suplicó a la Hispaniola que lo recogiera en su partida definitiva de la isla del tesoro.

—Llevadme con vosotros —dijo, con un tono de rendida súplica. Y luego, con más calma—: Maldito seas, Silver. Llévame contigo. Llévame contigo. —Cuando vio que ninguno de nosotros se movía, que seguíamos sentados y mirándole, su boca se cerró de golpe y él se derrumbó de lado como un saco de grano.

Por un instante pareció que la canoa aguantaría ese cambio de peso y se mantendría a flote. Pero el cuerpo era demasiado grueso y, al momento, como si dudase entre seguir en este mundo o irse al otro, la pequeña embarcación se escoró un poco, luego un poco más, y finalmente volcó de modo que todos sus ocupantes cayeron al agua y no quedaron atrapados bajo ella. Durante un minuto, o puede que más, los tres cadáveres flotaron entre las olas boca abajo, mientras las serpientes crepitaban a su alrededor como chispas de fuego. Luego todo quedó en silencio.

A esas alturas, Natty ya había sido subida a bordo, y pude abrazarla sana y salva.